miércoles, 28 de marzo de 2018

LITERATURA, IDEOLOGÍA Y SUBVERSIÓN


Serie Hemingway (1)
Pedro Conde Sturla


                                           (1)
         En el año 1967, durante un famoso coloquio realizado en la ciudad de Lima, el novelista peruano Mario Vargas Llosa dirigió una pregunta sobre la utilidad del escritor y la literatura en la sociedad moderna a su colega colombiano Gabriel García Márquez. Después de un momento de duda, este último declaró que nunca había conocido “ninguna buena literatura que (sirviera) para exaltar valores establecidos”. A su juicio la literatura desempeña una misión eminentemente subversiva, con una clara tendencia a destruir lo viejo, “lo ya impuesto, jy a contribuir a la formación de nuevas formas de vida, de nuevas sociedades, en fin a mejorar la vida de los hombres”
         Con estas ingenuas palabras, el autor de “Cien años de soledad” confirmaba, no implícitamente, su fe en el papel fundamentalmente rebelde del escritor en una sociedad.
         Literatura, para García Márquez, es un algo concreto que va dirigido, como la lanza de nuestro señor Don Quijote, contra todo aquello que huela a conformismo, mediocridad, indiferencia: dirigido en definitiva contra todo aquello que es nocivo y desechable, contra todo aquello que de alguna manera nos hace daño.
         Para Vargas Llosa, más radicalmente, el simple hecho de escribir novelas, cuentos, etc., es sinónimo de “rebelión contra la realidad, contra Dios, contra la creación de Dios que es la realidad. Es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea. Éste es un disidente, crea vida ilusoria, crea mundos verbales porque no acepta la vida y el mundo tal como son (o como cree que son). La raíz de su vocación es un sentimiento de insatisfacción contra la vida, cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de la realidad”.
         Estos criterios, sin lugar a dudas, son altamente sugestivos y por esa misma razón es necesario tratar de entenderlos en sentido general, sin apretar demasiado las tuercas de los términos en que han sido formulados. García Márquez y Vargas Llosa, al tiempo que consideran o consideraban entonces la literatura como instrumento de subversión, tienen conciencia de estarse moviendo sobre un terreno metafórico. Ninguno de los dos se demostraría sorprendido si en el terreno práctico, concretamente práctico, el resultado que obtiene el escritor rebelde es idéntico al que obtuvo Don Quijote cuando embistió los molinos de viento.
         Significativo es el hecho de que en una entrevista concedida a la desaparecida revista “Índice” (seguramente en un momento de crisis) el mismo García Márquez haya confesado con amargura desencantada su escepticismo respecto a la utilidad práctica de la literatura. En tal ocasión se aventuró a declarar que el mundo no sufriría ningún cambio apreciable si ésta desapareciera, y añadía enseguida que él mismo habría sido más útil a la humanidad si en lugar de ser escritor hubiera sido terrorista.
         Otros autores prefieren invitarnos directamente, con cierto crudo realismo, a pasar del terreno de la metáfora al terreno de los hechos. Antonio Gramsci, por ejemplo, advierte que no debemos tomar la literatura, el arte en general, por lo que no es ni puede ser.
         Alejo Carpentier, lúcidamente nos recuerda que los libros que contribuyen a cambiar el mundo no son novelas: esos libros se llaman “El contrato social”, “Del espiritu de las leyes” “La riqueza de las naciones”, “El Capital”, etc.
         Además, no es un secreto para nadie que todas las tentativas de definir la función concretamente práctica de la literatura están condenadas a proceder según lo que Cortazar llamaba “técnica del vuelo a vela”, alejándose y acercándose, tentaleando y orbitando casi en el vacío en  derredor de una materia que nunca es bastante concreta para dejarse aferrar teóricamente.
         Si se quiere comprobar esta hipótesis, basta remitir al lector a la obra de cualquier teórico del género. Ernst Fisher o George Lucàs.
         Recuérdese también aquel pequeño volumen titulado “Para qué sirve la literatura” de Jean Paul Sartre (especie de mesa redonda que recoge disertaciones del mismo Sartre, Jorge Semprún, Simone de Beauvoir y otros), cuya lectura deja al final la impresión de un fracaso colectivo, a pesar de ciertas páginas estimulantes.
         Este problema naturalmente, no concierne solamente a la literatura: el gran historiador Marc Bloch, angustiado por la ocupación alemana de Francia, escribió precisamente en aquel período una obra singular, “El oficio de historiador”, donde trataba de responder a ciertas preguntas y de entender al mismo tiempo las razones profundas de su propio trabajo.  

(2)

De cualquier manera es indiscutible que la literatura, aunque por desgracia no tiene como quisiéramos el poder de una bomba atómica, segrega en alguna ocasiones una especie de fermento corrosivo que trabaja en sentido anticonformista y es por lo tanto rebelde y por lo tanto subversivo, aunque imponderable a veces.
Es claro que no faltarán objeciones por parte de quienes consideran que, al contrario, en la literatura, la evasión o el apego a los valores y contravalores de todos los sistemas, representan un componente más generalizado que la subversión. Ni faltará quien pueda demostrar que muchas veces un escritor coge la pluma para recrear y no para mortificar una realidad ni rehuir de ella (ahí está, por ejemplo, el Dr. Zhivago, escribiendo versos después de haber hecho el amor en una fría cabaña con la tibia Lariza).
No es casual, sin embargo, que hasta un crítico y novelista conservador como Henry James, hablando a propósito del problema de la creación literaria, dijera que “en realidad, cada uno en la vida es incompleto, y es característico del arte sentir el deseo de completar las figuras, de justificarlas.” ¿Quién negará que estas palabras (completar, llenar, justificar las figuras) contienen por lo menos, si no un rechazo implícito, una intención de modificar la realidad?
Hay nihilistas que no se inclinan “ante ninguna autoridad, que no aceptan ningún principio como artículo de fe, ningún dogma”. Están los poetas malditos que defecan en la moral, y hay filósofos como Leibniz que piensan “que vivimos en el mejor de los mundos posibles”.
Hay mucha buena literatura, excelente literatura que le hace el juego al poder y exalta los intereses de los poderosos. El escritor, no la literatura, obedece cuando obedece a un deber ser, pero no siempre al mejor deber. Homero, para asombro de los ingenuos, celebra maravillosamente en “La Ilíada”, como dice Arnold Hauser, “una moral de piratas” y el triste destino de un pueblo condenado al aniquilamiento por los dioses de los piratas. Kipling celebró al imperio inglés que se apropió de la mitad del mundo a sangre y fuego, los crímenes de Vasco de Gama fueron celebrados en una obra clásica que no quiero mencionar. José Santos Chocano dedicó poemas a los caballos de los conquistadores, que atropellaban “con sus cascos relucientes” a los indígenas americanos. Premios Nobel como Knut Hamsun escribieron páginas de antología a favor de Hitler. Poetas y escritores de renombre latinoamericanos y europeos elogiaron a Stalin  y a dictaduras fósiles de la izquierda involucionaria.
Pedro Mir, en cambio, describió dolorosamente la situación de un “país en el mundo” y con igual dolor Norberto James cantó a “Los inmigrantes”, la miserable vida de los inmigrantes que le tocó vivir en sus años de infancia en el Ingenio “Consuelo”.
De todo hay, pues, en la viña del Señor, incluyendo al Señor, que a veces tiene malas pulgas.
No parece por lo tanto difícil aceptar el hecho de que una cierta componente de la literatura y del arte en general es casi siempre hostil a la realidad del mundo y otra se pliega a ella como al mejor de los mundos posibles. Más no siempre, como se ha visto, esa hostilidad es de signo positivo. Por el contrario, se presenta a menudo con polo negativo (subversiva, sí, pero reaccionaria) y actúa en sentido contrario al reloj de la historia.
Se sabe, por otra parte, que el llamado ser humano es un producto (no un reflejo) cultural de la época y del ambiente en que le toca vivir. Esto significa que toda persona, aunque sea muy sensible y ponga siempre atención a la realidad que lo circunda, y aunque logre ver y entender quizás más allá que sus contemporáneos, participa de alguna manera, forzosamente, en la fiesta de valores, contravalores, mitos y mentiras de su horizonte histórico.
Es así que toda rebelión tiene sus límites y tiene sus trampas, porque la negación de todo un sistema produce contradicciones insalvables.
Ni siquiera la obra de un crítico despiadado por antonomasia como Nietzche, puede considerarse totalmente libre de contaminación, ajena por completo a los valores oficiales de su mundo. Ahí están sus famosos aforismos, sus escritos, testimoniando cuán alegremente y con cuanta vehemencia participaba en aquella peculiar feria de la atmósfera ideológica  alemana, en la cual sus propias ideas contribuirían a incubar el caldo del nazismo al fomentar mitos como los del superhombre y la superhumanidad, entre otras cosas.
De cualquier manera es indiscutible que la literatura, aunque por desgracia no tiene como quisiéramos el poder de  una bomba atómica, segrega en alguna ocasiones una especie de fermento corrosivo que trabaja en sentido anticonformista y es por lo tanto rebelde y por lo tanto subversivo, aunque imponderable a veces.
Es claro que no faltarán objeciones por parte de quienes consideran que, al contrario, en la literatura, la evasión o el apego a los valores y contravalores de todos los sistemas, representan un componente más generalizado que la subversión.
Ni faltará quien pueda demostrar que muchas veces un escritor coge la pluma para recrear y no para mortificar una realidad ni rehuir de ella (ahí está, por ejemplo, el Dr. Zhivago, escribiendo versos después de haber hecho el amor en una fría cabaña con la tibia Lariza).
No es casual, sin embargo, que hasta un crítico y novelista conservador como Henry James, hablando a propósito del problema de la creación literaria, dijera que “en realidad, cada uno en la vida es incompleto, y es característico del arte sentir el deseo de completar las figuras, de justificarlas.” ¿Quién negará que estas palabras (completar, llenar, justificar las figuras) contienen por lo menos, si no un rechazo implícito, una intención de modificar la realidad?
Hay nihilistas que no se inclinan “ante ninguna autoridad, que no aceptan ningún principio como artículo de fe, ningún dogma”.
Están los poetas malditos que defecan en la moral, y hay filósofos como Leibniz que piensan “que vivimos en el mejor de los mundos posibles”.

Hay mucha buena literatura, excelente literatura que le hace el juego al poder y exalta los intereses de los poderosos.
El escritor, no la literatura, obedece cuando obedece a un deber ser, pero no siempre al mejor deber. Homero, para asombro de los ingenuos, celebra maravillosamente en “La Ilíada”, como dice Arnold Hauser, “una moral de piratas” y el triste destino de un pueblo condenado al aniquilamiento por los dioses de los piratas.
Kipling celebró al imperio inglés que se apropió de la mitad del mundo a sangre y fuego, los crímenes de Magallanes fueron celebrados en una obra clásica que no quiero mencionar. José Santos Chocano dedicó poemas a los caballos de los conquistadores, que atropellaban “con sus cascos relucientes” a los indígenas americanos.
Premios Nobel como Knut Hamsun escribieron páginas de antología a favor de Hitler. Poetas y escritores de renombre latinoamericanos y europeos elogiaron a Stalin y han elogiado a dictaduras fósiles de la izquierda involucionaria.
Pedro Mir, en cambio, describió dolorosamente la situación de un “país en el mundo” y con igual dolor Norberto James cantó a “Los inmigrantes”, la miserable vida de los inmigrantes que le tocó vivir en sus años de infancia en el Ingenio “Consuelo”.
De todo hay, pues, en la viña del Señor, incluyendo al Señor, que a veces tiene malas pulgas.
No parece por lo tanto difícil aceptar el hecho de que una cierta componente de la literatura y del arte en general es casi siempre hostil a la realidad del mundo y otra se pliega a ella como al mejor de los mundos posibles.
Más no siempre, como se ha visto, esa hostilidad es de signo positivo. Por el contrario, se presenta a menudo con polo negativo (subversiva, sí, pero reaccionaria) y actúa en sentido contrario al reloj de la historia.
Se sabe, por otra parte, que el llamado ser humano es un producto (no un reflejo) cultural de la época y del ambiente en que le toca vivir. Esto significa que toda persona, aunque sea muy sensible y ponga siempre atención a la realidad que lo circunda, y aunque logre ver y entender quizás más allá que sus contemporáneos, participa de alguna manera, forzosamente, en la fiesta de valores, contravalores, mitos y mentiras de su horizonte histórico.
Es así que toda rebelión tiene sus límites y tiene sus trampas, porque la negación de todo un sistema produce contradicciones insalvables.
Ni siquiera la obra de un crítico despiadado por antonomasia como Nietzche, puede considerarse totalmente libre de contaminación, ajena por completo a los valores oficiales de su mundo. Ahí están sus famosos aforismos, sus escritos, testimoniando cuán alegremente y con cuanta vehemencia participaba en aquella peculiar feria de la atmósfera ideológica  alemana, en la cual sus propias ideas contribuirían a incubar el caldo del nazismo al fomentar mitos como los del superhombre y la superhumanidad, entre otras cosas.

3

Es evidente, por lo tanto, que en todo escritor se encuentra una doble componente, que si bien en variada medida de equilibrio, es al mismo tiempo subversiva e ideológica.
Por ideología entiendo aquel sistema de “valores” oficiales (codificados y canonizados) de la sociedad en general. Ideología, por lo tanto, en sentido negativo, no en el sentido etimológico  (estudio de la génesis de las ideas)  que le atribuían los filósofos tardo-iluministas como Destutt de Tracy y Cabanis.
Ideología, por lo tanto, en sentido marxista, “como falsa conciencia de la realidad que la clase dominante elabora para su propio uso y consumo”. Ideología como deformación de la realidad, en cuanto que las “ideas” que le son propias –según el juicio de Ludovico Silva- “no son tales ideas sino símbolos, imágenes, ‘valores,’ creencias”. (El archifamoso estereotipo del indio que se recuesta en un espinoso nopal para dormir la siesta como muestra de la “laboriosidad” e “iniciativa” del pueblo mejicano, el estereotipo del merengue “El negrito del batey” que “idealiza” al negro como enemigo del trabajo).
Ideología, en definitiva, para decirlo con palabras de Horkheimer, como un “saber que no tiene conciencia de su dependencia”, dependencia de clase, de criterios de clase y de raza, paternalismo o simple condescendencia.
Es un error y una ilusión creer que las obras literarias y artísticas (y en especial las grandes obras) sean todas de signo positivo. Se trata, naturalmente de un equívoco y una ilusión que nos han sido oportunamente  inculcados desde “arriba”, a través de la organización escolástica, libros de texto, etc. Así como nos propusieron a Sarmiento como un prócer, educador y un gran humanista, escamoteando datos en que pedía sin piedad el exterminio de “razas y seres inferiores”.
Las “historias literarias”, en particular, describen el fenómeno literatura en forma aproblemática, con lo cual se termina banalizando el todo y cada una de sus partes. En estas obras se enseña y se aprende literatura de una manera inocua, acrítica y repetitiva, que nos obliga a un esfuerzo mnemónico constante y estéril, nos impide prácticamente una ulterior elaboración de datos y convierte nuestra memoria en un almacén o depósito de conocimientos inútiles (conocimientos que sólo podrían servirnos para participar en concursos de preguntas y respuestas o para la retórica indispensable de los discursos oficiales).
La “cultura” que deriva de ese proceso es una cultura exhibicionista, es un lujo, un distintivo que permite diferenciar algunas personas de otras, contribuyendo directamente a acentuar la estratificación de clases. Una de las funciones primordiales que genera esa cultura, consiste en reproducir los “valores” del sistema y generar opresión.
Es claro que las historias literarias no plantean las cosas en esos términos. En esas historias clásicas, con honrosas excepciones, no se nos explicará que “Robinson Crusoe”, además de ser una exquisita novela rica de peripecias, es asimismo un documento constitutivo de una ideología burguesa, en el cual se propone un determinado y preciso modelo de reconstrucción del mundo, en oposición  al viejo régimen, sobre la base de un nuevo orden y de acuerdo a un modo de producción: el capitalista. No se nos dirá que en esta obra está implícito el racismo o el paternalismo, el colonialismo, la superioridad de una raza  destinada a dominar sobre razas “inferiores”, como hecho natural, ineluctable.
Tampoco se nos dirá que “La cabaña del tío Tom” y otras obras del género, en apariencia progresistas, son en el mejor de los casos paternalistas en modo vergonzoso, cuando no racistas, o ambas cosas a la vez.
Muchos menos se nos hablará en estos términos de algunas obras famosas de la “literatura para la juventud” donde los mejores esfuerzos de los protagonistas están dirigidos a mantener el  orden constituido, un orden muchas veces despótico. ¿Qué otras cosas ocultan las maravillosas aventuras de los personajes de estos libros? Una perfecta alegoría del súbdito que, a costa de los mayores sacrificios, acepta y cumple su misión, renunciando a todos sus intereses personales para defender los intereses de los poderosos, la obediencia a ciegas como en la famosa “Carta a García”, que invito a leer en la red.
Cosas parecidas y cosas peores podemos encontrar en obras de los mejores y más famosos escritores de cualquier signo político. La lista podría ser infinita, y en todo caso debería ser encabezada por aquellos que, siendo más sutiles y capilares (menos directos y panfletarios) resultan mayormente eficaces como mediadores del sistema. El problema, sin embargo, no consiste en saber que existen autores de variado plumaje político y que las obras literarias no son portadoras de valores eternos y absolutos, sino que están contaminadas de ideología. La cuestión fundamental, en última instancia, consiste en hacerse una idea no sólo literaria de la literatura. Es necesario proponerse una clave de lectura crítica, analítica, histórica, sociológica que permita descubrir  los datos que se ocultan detrás de las apariencias.
Naturalmente, el análisis de un texto literario nunca debe hacerse en forma unilateral, sino a través de una valoración múltiple de sus múltiples contenidos. Pero en la mayoria de los casos debe ser siempre posible verificar la correlación que existe entre el sistema y la literatura, establecer en qué modo los autores reaccionan de frente a los mitos o participan de las mentiras oficiales, la proporción entre la carga ideológica y la carga subversiva. Concretamente, se trata de saber cuánto hay de Sancho Panza y cuánto de Don Quijote hay en ciertas obras cuyo contenido podría ocultarnos la inexperiencia o la inocencia, o ambas cosa a la vez.
Identificar de alguna manera su génesis histórica, “colocándola entre las dos grandes coordenadas constituidas por la tradición y la situación real”, de acuerdo a la luminosa propuesta de Carlo Salinari.
Por último, repito con Walter Binni lo que he repetido muchas veces: “La poesía (la literatura y el arte, PCS) no es una flor que adorna y conforta la prosaica casa de los hombres, sino una voz profunda de sus problemas totales”.  De aquí su importancia y la necesidad de entenderla cabalmente.




[Separata de la traducción de la tesis de grado para optar al título de Doctor en Letras por la Universidad de los Estudios de Roma en 1975:
Ernest Hemingway entre ideología y subversión]

No hay comentarios.: