domingo, 4 de marzo de 2018

En el palacio

Un relato del libro Ritos ancestrales 

  

 
Pedro Conde Sturla

    Salir. ¿Pero adónde?
    Siempre hay un lugar o unos pocos lugares que te
atrapan en una ciudad, no importa que sea una gran ciu-
dad. En Monterrey, muchas veces, era la Nevería Roma y
otras veces la Plaza Zaragoza. Ocasionalmente la Plaza de
la Purísima con muchachas que circulaban en un senti-
do y los muchachos que circulaban a la inversa para verse
las caras.
   
En Ciudad México era la Zona Rosa y aquel pequeño
bar o club de jazz al que acudías con el güero Padilla y
otros cuates a escuchar a la hermosa Matilde en minifal-
da, cantando al estilo de Ella Fitzgerald, el conjunto de
jazz tocando para siempre Toma cinco, el glorioso Take
five, el baterista que demoraba siglos en la ejecución del
solo que arrancaba a la audiencia aplausos interminables.
En Windsor, Cánada, donde es casi imposible caminar en
invierno por el frío y la nieve, te atrapó un local judío a

poca distancia del lugar en que vivías, y con los judíos y
judías del lugar pasaste noches intensas al resguardo del
terrible clima de ese país, emborrachándote con cerveza
canadiense, conversando, confundiéndote con ellos en
abrazo fraternal cuando cantaban a pleno pulmón Hava
Naguila. Si hubiesen conocido tus simpatías políticas te
habrían echado a patadas.

    En Montreal, durante el esplendor de los meses de la
primavera de 1968, el lugar preferido era el Crazy Hor-
se, un pintoresco pub frecuentado por estudiantes. Era el
Crazy Horse y la vieja calle Chemin de la Côte–des–neiges
del barrio francés.

    En Roma era la Vía del Corso, los cines de segunda,
un cine en particular donde oficiaba Alberto Moravia al
frente de un cine club, y la cervecería La Bavarese. En París
era La Cité y el Barrio Latino, por supuesto, y la casa de
Rubén Silié en Rue Madame 33, ocho pisos sin ascen-
sor. En Moscú, de muchas maneras, era la Plaza Roja y
el parque Gorki, amén de los predios residenciales de la
Lumumba, la Universidad Patricio Lumumba de Amistad
con los pueblos. Era el comedor universitario donde co-
mías junto al Evacuante, el Cabo Buitre, Papirosa y otros
personajes notables de la fauna lumumbífera.
    Aquí, en Santo Domingo, en la ciudad volcada jun-
to al mar, te seduce la zona colonial, su música inusual
de pregones antiguos. Ella inventa tus pasos, los imanta.
Sales de la oficina y te dispones a patrullar en el viejo



Lada –patrullar en el sentido que Norberto confería al
término–, escapas hacia la parte alta, te pierdes en el la-
berinto de los barrios populares, visitas a una amiga al
otro lado del río en el Ensanche Ozama, te distancias, te
evades a conciencia, te alejas sin rumbo fijo, supones que
te alejas, pretendes alejarte o ausentarte y de repente allí
estás, frente al Palacio de la Esquizofrenia en la Calle el
Conde –el Restaurante Cafetería El Conde, a un costado
de la Catedral, la Catedral primada de las Américas–, hus-
meando, buscando, saludando a los amigos de siempre,
pretendiendo que estás aquí por tu voluntad y no porque
te han traído. Aquí te clavas, te amaneces, permaneces. Al
fondo del Palacio alcanzas a ver a Yoryito, un personaje de
ficción, cenando en compañía de su hermano y el filoso
filósofo Bonilla.
    Bonilla se deja sorprender, capturar –como él mismo
diría–, “en pleno disfrute del encuentro, con gafas negras,
enmarcado en sus guedejas blancas cual si se tratara de una
coronación profana de sus felicidades discretas de fauno
impenitente, dionisiaco y apolíneo a la vez”.
    En uno de los bancos del Parque Colón, una criolla
con audífonos se contonea a ritmo de merengue con una
gracia increíble y los turistas gringos y haitianos le toman
fotos. Luego se pone de pie y continúa destilando gracias,
ajena por completo a las fotos y a los turistas. En reali-
dad ajena al mundo, atenta sólo a la música que la invade
en uno de esos momentos intensamente felices que dan


sentido a la vida. “A la vida –dice Norberto James– y a la
música que la hace posible”.
    Los turistas aplauden cuando la muchacha da por ter-
minado el espectáculo y ella se sorprende al percatarse de
que era el centro de atención, pero no se turba, no se in-
muta. Se quita los audífonos, agradece con una sonrisa,
se inclina reverente, se quita un sombrero imaginario y
extiende el brazo en abanico de izquierda a derecha. To-
davía siente los efectos liberadores del delicioso frenesí
interior.
    Por asociación de ideas piensas en Diógenes Céspedes,
el infalible crítico literario, y te preguntas cómo se vería
bailando en público la teoría del ritmo de Meschonnic,
pero la asociación es desafortunada.

    Te alejas sin saludar a Yoryito ni al ingeniero filósofo
Bonilla, que ahora conversan animadamente, quizás sobre
la derecha decente y las bondades del imperialismo.

    Hoy no entrarás al Palacio, no estás de humor. Te re-
fugias en la soledad, el estado natural del ser humano –la
más fecunda condición humana–, o sales a patrullar en
el viejo Lada. Patrullar en el sentido que Norberto James
concedía al término. Pero si te refugias en la soledad no
tienes adónde ir porque no existen los lugares sino las per-
sonas con que compartes esos lugares. Si estás solo no tie-
nes adonde ir, no importa adonde vayas, ni siquiera en un
día de lluvia.


Hoy no entrarás al Palacio, no estás de humor, temes
encontrar como de costumbre a un maldito poeta embo-
zado en su ego. Temes que el ambiente te reserve la misma
experiencia frustrante de otras veces, doblemente frus-
trante porque sabes que mañana volverás porque no tienes
adonde ir. Es la ciudad la que manda. Ordena y manda.

28/08/2009

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