Un relato del libro Ritos ancestrales
Pedro Conde Sturla
Salir. ¿Pero adónde?
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Siempre hay un lugar o unos pocos lugares que te
atrapan en una ciudad, no importa que sea
una gran ciu-
dad. En Monterrey, muchas veces, era la
Nevería Roma y
otras veces la Plaza Zaragoza. Ocasionalmente
la Plaza de
la Purísima con muchachas que circulaban
en un senti-
do y los muchachos que circulaban a la inversa
para verse
las caras.
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bar o club de jazz al que acudías con el
güero Padilla y
otros cuates a escuchar a la hermosa Matilde
en minifal-
da, cantando al estilo de Ella Fitzgerald,
el conjunto de
jazz tocando para siempre Toma cinco, el
glorioso Take
five, el baterista que demoraba siglos en
la ejecución del
solo que arrancaba a la audiencia aplausos
interminables.
invierno por el frío y la nieve, te atrapó
un local judío a
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poca distancia del lugar en que vivías,
y con los judíos y
judías del lugar pasaste noches intensas
al resguardo del
terrible clima de ese país, emborrachándote
con cerveza
canadiense, conversando, confundiéndote
con ellos en
abrazo fraternal cuando cantaban a pleno
pulmón Hava
Naguila. Si hubiesen conocido tus simpatías
políticas te
habrían echado a patadas.
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En Montreal, durante el esplendor de los meses de la
primavera de 1968, el lugar preferido era
el Crazy Hor-
se, un pintoresco pub frecuentado por estudiantes.
Era el
Crazy Horse y la vieja calle Chemin de la
Côte–des–neiges
del barrio francés.
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En Roma era la Vía del Corso, los cines de segunda,
un cine en particular donde oficiaba Alberto
Moravia al
frente de un cine club, y la cervecería
La Bavarese. En París
era La Cité y el Barrio Latino, por supuesto,
y la casa de
Rubén Silié en Rue Madame 33, ocho pisos
sin ascen-
sor. En Moscú, de muchas maneras, era la
Plaza Roja y
el parque Gorki, amén de los predios residenciales
de la
Lumumba, la Universidad Patricio Lumumba
de Amistad
con los pueblos. Era el comedor universitario
donde co-
mías junto al Evacuante, el Cabo Buitre,
Papirosa y otros
personajes notables de la fauna lumumbífera.
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Aquí, en Santo Domingo, en la ciudad volcada jun-
to al mar, te seduce la zona colonial, su
música inusual
de pregones antiguos. Ella inventa tus pasos,
los imanta.
Sales de la oficina y te dispones a patrullar
en el viejo
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Lada –patrullar en el sentido que Norberto confería al
término–, escapas hacia la parte alta, te
pierdes en el la-
berinto de los barrios populares, visitas
a una amiga al
otro lado del río en el Ensanche Ozama,
te distancias, te
evades a conciencia, te alejas sin rumbo
fijo, supones que
te alejas, pretendes alejarte o ausentarte
y de repente allí
estás, frente al Palacio de la Esquizofrenia
en la Calle el
Conde –el Restaurante Cafetería El Conde,
a un costado
de la Catedral, la Catedral primada de las
Américas–, hus-
meando, buscando, saludando a los amigos
de siempre,
pretendiendo que estás aquí por tu voluntad
y no porque
te han traído. Aquí te clavas, te amaneces,
permaneces. Al
fondo del Palacio alcanzas a ver a Yoryito,
un personaje de
ficción, cenando en compañía de su hermano
y el filoso
filósofo Bonilla.
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Bonilla se deja sorprender, capturar –como él mismo
diría–, “en pleno disfrute del encuentro,
con gafas negras,
enmarcado en sus guedejas blancas cual si
se tratara de una
coronación profana de sus felicidades discretas
de fauno
impenitente, dionisiaco y apolíneo a la
vez”.
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En uno de los bancos del Parque Colón, una criolla
con audífonos se contonea a ritmo de merengue
con una
gracia increíble y los turistas gringos
y haitianos le toman
fotos. Luego se pone de pie y continúa destilando
gracias,
ajena por completo a las fotos y a los turistas.
En reali-
dad ajena al mundo, atenta sólo a la música
que la invade
en uno de esos momentos intensamente felices
que dan
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sentido a la vida. “A la vida –dice Norberto
James– y a la
música que la hace posible”.
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Los turistas aplauden cuando la muchacha da por ter-
minado el espectáculo y ella se sorprende
al percatarse de
que era el centro de atención, pero no se
turba, no se in-
muta. Se quita los audífonos, agradece con
una sonrisa,
se inclina reverente, se quita un sombrero
imaginario y
extiende el brazo en abanico de izquierda
a derecha. To-
davía siente los efectos liberadores del
delicioso frenesí
interior.
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Por asociación de ideas piensas en Diógenes Céspedes,
el infalible crítico literario, y te preguntas
cómo se vería
bailando en público la teoría del ritmo
de Meschonnic,
pero la asociación es desafortunada.
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Te alejas sin saludar a Yoryito ni al ingeniero filósofo
Bonilla, que ahora conversan animadamente,
quizás sobre
la derecha decente y las bondades del imperialismo.
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Hoy no entrarás al Palacio, no estás de humor. Te re-
fugias en la soledad, el estado natural
del ser humano –la
más fecunda condición humana–, o sales a
patrullar en
el viejo Lada. Patrullar en el sentido que
Norberto James
concedía al término. Pero si te refugias
en la soledad no
tienes adónde ir porque no existen los lugares
sino las per-
sonas con que compartes esos lugares. Si
estás solo no tie-
nes adonde ir, no importa adonde vayas,
ni siquiera en un
día de lluvia.
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Hoy no entrarás al Palacio, no estás de humor, temes
encontrar como de costumbre a un maldito
poeta embo-
zado en su ego. Temes que el ambiente te
reserve la misma
experiencia frustrante de otras veces, doblemente
frus-
trante porque sabes que mañana volverás
porque no tienes
adonde ir. Es la ciudad la que manda. Ordena
y manda.
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28/08/2009
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