sábado, 21 de agosto de 2021

La rueda de la fortuna (1-4)

La rueda de la fortuna (1)

Pedro Conde Sturla

30 julio, 2021

La firma del tratado Trujillo-Hull se convirtió de la noche a la mañana —por órdenes de la bestia— en el hecho histórico más transcendente de la historia dominicana, con excepción, quizás, del día del nacimiento de la bestia, la llegada al poder de la bestia, el cumpleaños de la mamá de la bestia... La pluma, con la que había firmado, el 24 de septiembre de 1940, se convirtió o quiso ser convertida por el congreso en un símbolo patrio, y el Padre de la Patria Nueva y Benefactor de la patria se convirtió ademas en Restaurador de la Independencia Financiera.

El tirano también había ordenado a sus fieles que se declararan en estado de regocijo, que se produjera un estallido de júbilo nacional, que todo el pueblo dominicano celebrara como una fiesta patria el magno acontecimiento y que todos los corazones rebozaran de gratitud, que la gente llorara de alegría y lo recibiera en triunfo como al Dios Apolo en su carro triunfal, que le arrojaron bendiciones al pasar. De hecho, a su regreso al país fue enaltecido, glorificado, deificado, ensalivado circunstancialmente por una lluvia torrencial de alabanzas.

En el Altar de la Patria se colocó una tarja de bronce con una inscripción que decía más o menos eterna gloria a Trujillo, benefactor de la patria, a cuyos esfuerzos y sacrificios debe el pueblo dominicano la feliz recuperación de su soberanía financiera...

El tratado Trujillo-Hull fue uno de los acontecimientos más celebrados y sazonados durante la era fatídica de la bestia. Tanto así que, en1944, tres años antes de la liquidación de la deuda, se inauguró en el malecón —la flamante avenida George Washington—, el Monumento a la independencia financiera.

En realidad es un monumento al mal gusto, un discreto adefesio, formado por dos monolitos, al que la gente puso el nombre de obelisco hembra en contraposición al monolítico y falocrático obelisco macho, otro adefesio, que se encuentra en la misma avenida a corta distancia y conmemora o conmemoraba el cambio de nombre de la ciudad de Santo Domingo a Ciudad Trujillo en 1936.
Originalmente el obelisco hembra tenía unas esculturas en alto relieve, alusivas a las musas, y una tarja en tres idiomas —francés, inglés y español—, con las consabidas alabanzas al tirano. Un derrame de alabanzas y explicaciones sobre el histórico hecho que rememoraba el monumento.

El regreso de la bestia no fue motivo de alegría para todos sus seguidores. Uno de los más encumbrados, el general José Estrella, quizás el más encumbrado y más fiel y confiado de todos, cayó repentinamente en desgracia, sintió en carne propia los efectos desfavorables de la rueda de la fortuna, de los cambios de humor y del favor del voluble tirano, y se convirtió durante un tiempo en chivo expiatorio. Fue acusado, en pocas palabras, de todos los excesos que había cometido al servicio de la bestia.

El general José Estrella era un hombre que ejercía funciones de procónsul en ausencia de la bestia. Se había desempeñado como gobernador de Santiago, un gobernador cuya palabra era ley, batuta y constitución. Luego había sido nombrado Comisionado Especial en el Norte, con poderes discrecionales que ejercía dictatorialmente, pero siempre al servicio de la bestia. Quizás no había otro hombre con tanto poder en el país después de la bestia, y ninguno más leal. Él, más que ninguno, había contribuido a llevar y mantener en el poder a la bestia y más que un hombre leal era un incondicional.

Sin embargo, durante la última estadía de Trujillo en los Estados Unidos, con motivo de la firma del tratado, se esparcieron rumores, quizás solamente rumores, que empañaban la impecable hoja de servicios del general José Estrella. Rumores o calumnias que sugerían que el leal servidor se sentía ya bastante fuerte para tratar de sustituir a la bestia.

Dice Crassweler que José Estrella había puesto su lealtad a Trujillo por encima de su propia familia cuando su sobrino Rafael estrella Ureña fue perseguido y obligado a salir del país durante los primeros meses de su gobierno. Era una lealtad enfermiza, retorcida y morbosa. José Estrella —dice Crassweler— se inclinaba para rezar (o quizás para fingir que rezaba) ante el retrato de la bestia que tenía en su hogar. Si lo hacía con sinceridad, con sentida devoción, o para convencer a los informantes de que era más papista que el papa, es algo que no está establecido. José Estrella era un tipo rústico, iletrado, pero conocía a la bestia y de seguro sabía a que atenerse. Quizás intuitivamente percibía que el favor de los poderosos no era cosa confiable.

La bestia le había dado grandes muestras de estima, le había entregado el Cibao a manera de feudo, lo había elogiado en más de un discurso, había dicho que era el más eficiente de todos sus asociados, que era el hombre que velaba por sus intereses, que él veía allí donde su ojo vigilante no alcanzaba a ver, que enfrentaba a las balas con su pecho para proteger su vida, que era cabal y honesto y responsable como ninguno, que en él la ley tenía el más firme respaldo. El general José Estrella era, de hecho, el asociado más eficiente que había estado a su lado durante sus años de gobierno, fue el hombre que la bestia escogió como padrino de su adorado hijo Ramfis y nunca dejaba de visitarlo cuando pasaba por Santiago.

Así las cosas, parecería que Trujillo era tan estrellista como Estrella era trujillista. Pero al cabo de unos cuantos días de su regreso al país el 8 de octubre de 1940 —después de la firma del glorioso tratado Trujillo-Hull—, Estrella fue dado de baja. Fue despojado de todos sus cargos. Otro incondicional, Mario Fermín Cabral, fue nombrado en su lugar como gobernador de Santiago.
Lo que se montó al regreso de la bestia fue una farsa, una especie de circo mediático que hizo las delicias de la opinión pública hasta el mes agosto de 1941.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [57]
https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/ 04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html

Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator


La rueda de la fortuna (2)

Pedro Conde Stur6 agosto, 2021

José Estrella y Trujillo

El 16 de octubre de 1940, el general José Estrella —el hombre al que la bestia solía llamar tío José— cayó sorpresivamente en desgracia. Fue destituido como gobernador de Santiago y de todos los demás puestos que ocupaba. Su flamante cargo de Comisionado especial para el norte, en el que se desempeñaba con brutal autonomía, fue simplemente abolido. Apenas un mes más tarde, el día 16 de noviembre, ingresó como prisionero en la fortaleza San Luis de Santiago.


Las autoridades habían tenido, por órdenes o sugerencias de la bestia, la muy feliz iniciativa, la inspiración divina de reabrir el caso del asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa Altagracia Almanzar, ejecutado por órdenes o sugerencias de la bestia. Fue apenas el primero de los grandes asesinatos que cometería la bestia en su dilatada carrera criminal, y ocurrió el 1 de junio de 1930, cuando ya había sido declarado ganador de las elecciones, del descarado fraude electoral de mayo de 1930 y cuando todavía no había tomado posesión de la presidencia.

Los nombres de los sicarios y de José Estrella, el oficial que les había dado carta blanca para cometer el hecho, habían salido a relucir desde el primer momento. Los asesinos, no obstante, se paseaban y se pasearían toda la vida con impunidad y la opinión pública ardía de indignación.

Rafael Estrella Ureña era en ese momento presidente provisional de la República y hay quien dice que lloró con la misma indignación. Se trasladó entonces a Santiago para tratar de aplacar los ánimos y mover de alguna manera el oxidado brazo de la justicia, acallar los insistentes rumores que circulaban. Pero los peores rumores se confirmaron. El mero jefe de los asesinos era su propio tío, el general José Estrella. Y el jefe de todos los jefes y de todos los asesinos era la bestia, el hombre fuerte del país, el infame brigadier, el hombre que ejercía el poder, que mataba y mandaba a matar desde antes de ganar las elecciones y de juramentarse como presidente.

Rafael Estrella Ureña se replegó de inmediato. Pensaría que no había nada que hacer o que sería en extremo peligroso y vano el tratar de hacer algo. A la corta y a larga él también sería víctima de la bestia. La bestia lo obligaría a tomar la ruta del exilio, le permitiría volver en un momento muy precario de su existencia, lo nombraría en un cargo, lo metería en la cárcel, lo nombraría después en un más alto cargo y lo ayudaría finalmente a morir durante una cirugía de rutina, pero decretaría tres días de duelo nacional a raíz de sus deceso.

José Estrella cayó preso, acusado del asesinato de Martinez Reyna y su esposa, diez años después del crimen y en compañía de Francisco Antonio Veras (Pichilín) y Onofre Torres, a quienes se atribuía la ejecución del hecho. Pero también fueron acusados y encerrados como cómplices Tomás Estrella, Luis Silverio Gómez (que fue suicidado en prisión), Juan Camilo Arias, Mateo Salcedo, Nicolás Peña y Rafael Estrella Ureña, el mismo que había sido presidente y que a la sazón era diputado.

Dice Crassweler que sobre la cabeza de José Estrella cayó un torrente de denuncias, de todo tipo de cargos civiles y criminales y que en el camino a la cárcel la gente se arremolinaba a su alrededor en número cada vez mayor, lo insultaban, lo vejaban, lo humillaban. Parecía que el enfurecido público hubiera sido capaz de desgarrarlo miembro por miembro si los custodias del general lo hubiesen permitido. Pero no está claro si tales manifestaciones eran espontáneas o si se trataba de un espectáculo previamente organizado en el que participaban mayormente agentes del gobierno, guardias y policías, quizás, vestidos de civil.

José Estrella fue acusado de todo lo que podía ser acusado. Se lo acusó —dice Crassweller— de hurtos mayores y menores, se lo acusó de estupró, se lo acusó de crímenes y asesinatos al granel.
Se invitó a los parientes de las víctimas a ofrecer testimonio contra el imputado, se exhumaron numerosos cuerpos de sus víctimas para supuestos fines de investigación, y se exhibieron y pasearon por calles de Santiago.

El general Estrella —añade Crassveller— fue castigado además con la deshonrosa y humillante expulsión de las filas del glorioso Partido Dominicano, se le despojó de la medalla al Mérito Militar, la prestigiosa Orden de Trujillo y la Orden de Duarte. Lo había perdido todo, incluyendo el honor, pero al general Estrella nunca pareció importarle.

Para empeorar las cosas, la bestia se ausentó nueva vez del país y lo abandonó a su suerte al querido y admirado tío José, lo dejó en manos del brazo imparcial de la justicia, y durante su larga ausencia de cuatro meses todo fue de mal en peor para el general en desgracia. Incluso fue acusado de la muerte de un fotógrafo llamado José Roca y condenado a veinte años frente a un numeroso público que aplaudió frenéticamente.

Lo extraño o aparentemente extraño del caso era la calma y desvergüenza y tranquilidad con la que José Estrella tomaba las cosas. Todos los agravios parecían rebotar sobre su piel de cocodrilo, no le hacían mella. Admitía —como dice Crassweller— con imprudente o temerario candor las infinitas atrocidades que había cometido en el Cibao, pero desligando a la bestia de toda responsabilidad. El energúmeno no se arrepentía de nada. Decía y repetía con la más desafiante actitud que si volvía a encontrarse de nuevo al mando de sus tropas procedería de igual manera contra todo aquel que osase atentar contra su querida bestia y hasta confesó voluntariamente haber ordenado la muerte de Virgilio Martínez Reyna, que provocó a su vez la de su esposa Altagracia Almanzar y la del hijo que llevaba en su vientre.

Quizás la actitud desafiante de José Estrella se explica a la luz del instinto, del instintivo conocimiento de la naturaleza de la bestia. Quizás de alguna manera sabía o advertía que sólo se trataba de un juego que ya conocía, de una jugarreta política, una de las tantas jugarretas políticas a las que era aficionada la bestia. Acaso simplemente sabía que a la corta o a la larga las aguas volverían a su nivel, como en efecto volvieron. José Estrella era tan bestia como la bestia y en el fondo creía  que bestia con bestia no se cortan.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [58]
https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/ 04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html

Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator


La rueda de la fortuna (3)

Pedro Conde Sturla

13 agosto, 2021

Mario Fermín Cabral y otros

La bestia estaba de buen humor en esa época. Había superado el ántrax y la septicemia y había viajado a la patria de sus amos para firmar el tratado más importante de la bolita del mundo y a su regreso había encerrado en prisión a un cancerbero que hasta la fecha había sido uno de sus más fieles y cercanos colaboradores, lo había hecho acusar públicamente de un crimen horrendo que él mismo había ordenado y había convertido el país en un circo mediático donde las mismas fieras que estaban a su servicio eran objeto de escarnio. Con su buen humor específicamente macabro y retorcido, nombraba y metía en la cárcel alternativamente a los más encopetados y confiados funcionarios de su régimen, hacía y deshacía a su antojo todo lo que le daba la gana y se afianzaba cada día más en el poder. Además le había cogido el gusto a los viajes y viajaba por motivos de estado, por motivo de negocios, por motivos de salud, por cualquier motivo. Durante un crucero de placer encontraría amigos afables entre los banqueros y especuladores de Wall Street e incluso entre los miembros de la realeza británica. De hecho, visitó en la isla de Nasáu al Duque de Windsor y se reunió eventualmente en Cabo Haitiano con el presidente Elie Lescot. En esos días felices su inseparable compañero de viajes era el Coronel McLaughlin, un oficial que había venido al país en 1916 con las tropas de ocupación y se había quedado al servicio de la familia de la bestia y al servicio más o menos disimulado del imperio. Un colaborador y un informante del más alto nivel.

Lo que más divertía a la bestia era el juego del gato y el ratón, la acusación, la farsa jurídica que tenía como epicentro al general José Estrella en el proceso por el asesinato de Martínez Reyna. La bestia tiraba y aflojaba los hilos como un hábil titiritero porque sabía hasta dónde se podía llegar sin que las cosas se salieran de control. La acusación fue, en efecto, al poco tiempo desestimada porque supuestamente había pasado el plazo previsto por la ley o porque a ninguna autoridad le interesaba llevar el proceso más allá del mínimo necesario. José Estrella seguiría preso provisionalmente porque había sido condenado a veinte años por la muerte del fotógrafo José Roca. En cambio su sobrino Rafael Estrella Ureña fue puesto en libertad y se apresuró o lo apresuraron a mandarle un telegrama de agradecimiento a la bestia, que se encontraba en Nueva York.

Pero en cuanto la bestia regresó, la medida empezó a ser cuestionada, empezaron a descubrirse (por órdenes de la bestia) ciertas inadmisibles irregularidades o más bien complicidades concernientes a la administración de la justicia en el sonado proceso y al decoro de honorables funcionarios
Muy pronto la bestia volvería a ejercer su macabro sentido del humor, pondría de nuevo a girar la rueda de la fortuna y uno de los más devotos e insospechados servidores se sacaría el premio mayor: caería de su estado de gracia, la gracia de la bestia, e iría a parar a la cárcel sin apenas tener tiempo de reponerse del susto, del desagradable y repentino remeneón a que estaban expuestos todos los cortesanos.

Mario Fermín Cabral.

Esta vez le tocó el turno al inefable Mario Fermín Cabral, el hombre que decía o que dicen que decía: “Trujillo es como el sándalo que perfuma el hacha que lo hiere”. Había dedicado sus mejores años al servicio de la bestia, a la alabanza, a la adulación desembozada y desvergonzada y al endiosamiento de la bestia. Se había ganado, sin duda, el aprecio y el desprecio que la bestia dispensaba intermitentemente a sus más arrastrados servidores.
Fermín Cabral —nieto del abominable presidente Buenaventura Báez—, había formado parte del grupo de conspiradores que apoyaron a la bestia para derrocar a Horacio Vázquez y entronizarse en el poder. Por sus buenos servicios sería premiado con una larga senaduría y otros cargos de importancia. Como legislador se distinguió por una de las más luminosas iniciativas del momento: la de ser autor del proyecto de ley mediante el cual se cambió de nombre a la ciudad de Santo Domingo por el de Ciudad Trujillo, el nombre de “su reconstructor insigne”. Hay que anotar, sin embargo, que al decir de un gran escritor de cuyo nombre no quiero acordarme, más que la bestia era la ciudad la que se honraba con su nombre.

No había, pues, motivo ni razón para sospechar que la cabeza de Fermín Cabral estuviese a punto de rodar. Había sido gobernador de Santiago durante nueve meses, en sustitución de José Estrella y se había desempeñado como el manso, el dócil, el habitual complaciente cortesano que solía ser. Pero la bestia tenía planes para él.

Crassweller cuenta que la noche del 10 de junio de 1941 Trujillo asistió a una pomposa fiesta en la ciudad de Santiago de los Caballeros, y que todos los invitados se divertían o fingían divertirse a sus anchas, con el nerviosismo que nadie dejaba de sentir en su presencia. La fiesta duró hasta el amanecer, hasta que Trujillo quiso que durara porque nadie podía abandonar el lugar antes que él ni dar muestras de alivio o regocijo cuando se fuera.

En algún momento la bestia propuso un brindis con su bebida favorita, un brindis con Carlos I que nadie podía rechazar. Se puso de pie —dice Crassweller— con evidente ánimo festivo y brindó por el gobernador vitalicio de la provincia de Santiago, brindó por su fiel amigo Mario Fermín Cabral y parecía sincero al brindar.

Fermín Cabral empezaría a levitar metafóricamente, se sentiría liviano, aéreo mientras flotaba o le parecía flotar ingrávido en el éter, embargado por una inmensa felicidad. Había recibido la bendición de la bestia y se sentía puro como un ángel.

Al poco rato, cuando estaba saliendo del lugar, se le acercó un pundonoroso oficial del ejército y le dijo cortésmente —quizás en el tono más educado y afectuoso posible— que tenía órdenes de llevarlo a la cárcel, a la cárcel precisamente, en la grata compañía del coronel Veras Fernández .

La bestia volvió a salir de viaje no mucho tiempo después y se desentendió del asunto. Lo dejó en manos de la justicia. Contra el Coronel Veras Fernández y contra su gran amigo, el gobernador vitalicio de Santiago de los Caballeros, se formularon graves acusaciones.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [59]
https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html

Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.

La rueda de la fortuna (4 de 4)

Pedro Conde Sturla

20 agosto, 2021

Fermín Cabral y el coronel Veras Fernández pasarían unas semanas amargas en chirola, unas inesperadas vacaciones carcelarias, sin sospechar siquiera el motivo por el que habían sido agraciados con tan ingrata distinción. Sólo sabían, en principio, que sobre ellos pendían “graves acusaciones”. Pero por más que se devanaban la sesera no recordaban haber cometido en el ejercicio de sus funciones ninguna falta que justificara el trato, las múltiples desconsideraciones que habían recibido. Nada, absolutamente nada los hacia acreedores a tan indigna y bochornosa retribución. La naturaleza de las gravísimas acusaciones saldría muy pronto a relucir y no parecía, por desgracia, que fueran a ser desestimadas.

En cuanto la bestia regresó al país, después de un mes de ausencia, que debió parecerle a los prisioneros una especie de eternidad, el misterio comenzó a desentrañarse. Todo se debía a una intriga, una tramoya atribuida al general José Estrella, un ardid epistolar.

Desde su cárcel en la Fortaleza Ozama —dice Crassweller—, José Estrella escribió una carta en la que solicitaba cortésmente, justificadamente una amnistía. Estrella defendía su moralidad, defendía quizás su pundonor, proclamaba su inocencia o una extraña suerte de inocencia en el caso del asesinato del fotógrafo José Roca, por el que estaba condenado a veinte años. A su juicio, según decía en la carta, el homicidio de Roca se justificaba por tratarse de un asunto de interés público. Su asesinato había sido, como quien dice, un servicio a la patria. Y en cuanto a la muerte de Martinez Reyna y su señora esposa atribuía toda responsabilidad a su sobrino Rafael Estrella Ureña.

Con toda la fuerza de descaro o desfachatez de la que era capaz, aseguró que el sobreseimiento de la acusación contra Estrella Ureña era debida a la “inexplicable y flagrante omisión” de Fermín Cabral y Veras Fernández. Ambos habían interpuesto supuestamente sus buenos oficios o mejor dicho sus turbios manejos para beneficiar así a Rafael Estrella Ureña y al coronel Veras Fernández. De manera que contra ellos se abatió ahora todo el peso de la justicia. En el proceso que se les siguió, ambos fueron acusados, por comision y omisión, de haber violado la ley, de complicidad y negligencia en la liberación de Rafael Estrella Ureña. Ninguno de los dos podía creerlo. Concretamente, a Fermín Cabral y Veras Fernández se los acusaba de haber coaccionado y quizás amenazado, o de alguna manera intimidado al juez para que desestimara la pesada acusación contra Estrella Ureña y Veras Fernández. Para peor, el mismo juez fue citado y desde luego amonestado, aterrorizado y finalmente despedido.Sumariamente despedido.

Detrás de todos estos y muchos otros encarcelamientos y persecuciones —¡contra su propia gente!— estaba, por supuesto, la mano tenebrosa de la bestia. La gente conjeturaba, trataba de explicarse un poco en vano, no entendía, en definitiva, el porqué de la caída del general José Estrella. Algunos la atribuían a ciertas irregularidades financieras que habían sido descubiertas y en las que de seguro había incurrido, pero el argumento no resultaba convincente.

Dice Crassweller que algunos tenían la opinión de que Trujillo solamente pretendía montar un espectáculo, reafirmar, mostrar de una vez por todas el carácter omnímodo de su autoridad, antes de partir en un viaje al extranjero. La bestial autoridad que en el momento necesario no distinguía entre fieles e infieles.

Un rumor que no parecía carecer de fundamento relacionaba la caída de José Estrella con la impresión que le había producido la reciente enfermedad de la bestia y su previsible actitud frente a un vacío en el poder. El estado de salud del todopoderoso mandatario, por más que se hubiera querido mantener en secreto, había hecho sonar todas las alarmas y José Estrella se había alarmado. Quizás había dado algún paso en falso.

Campanas de ambición sucesoral se habían escuchado, por ejemplo, en los predios de la hermandad de las bestias y de seguro las había escuchado el poderoso general Estrella con cierta delectación, con cierto inconfesable o más bien disimulado relambimiento. Estrella, como tantos otros, era un hombre fiel, un devoto, pero no carecía de ambiciones y de seguro había cometido un pecado de pensamiento. Un pensamiento impuro. Si las cosas hubiesen salido mal para la bestia, él no habría preguntado por quien doblaban las campanas, habrían estado doblando por la bestia y solamente por la bestia. Se hubiera visto a sí mismo en el  trono.

Ahora bien, todo aquel burdo espectáculo, aquel juicio escenificado en torno al asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa no era más que una farsa, una burla monumental, un vulgar número de feria, un teatro de títeres en el que la bestia movía los hilos. Todos los personajes jugaban sencillamente el papel que les asignaba la bestia. La única y verdadera víctima era la familia Martínez Almánzar.

En el mes de julio de 1941 la bestia dio por terminado el espectáculo. Mario Fermín Cabral y el coronel Veras Fernández fueron discretamente liberados, salieron en libertad sin bombos y sin platillos, sin ningún anuncio oficial, sin que la noticia llegara a los periódicos. Sin ningún tipo de publicidad. Veras Fernández volvió a la gracia de la bestia y al poco tiempo fue aceptado como miembro del Partido Dominicano. Fermín Cabral sería elegido o nombrado senador un año más tarde. Rafael Estrella Ureña viviría tal vez lo que le quedaba de vida en permanente zozobra. El general José Estrella saldría también en silencio, a pesar de haber sido condenado a veinte años por la muerte del fotógrafo José Roca, volvería otra vez a disfrutar de la inestimable estima de la bestia, recuperaría sus privilegios, volvería muy pronto a las andadas, volvería a ser un matarife descarado y ostentoso.

Seguiría, en fin, siendo el mismo José Estrella que, en el colmo de los agravios, fue alguna vez encargado de supervisar la remodelación y reacondicionamiento de la residencia de Martínez Reyna para que sirviera de alojamiento a la bestia durante las visitas que hacía a la región.

El dolor y la indignación de la familia Martínez Almánzar sólo es posible imaginarlo. Pero eso sí, la digna madre de Altagracia Almánzar juró según se dice públicamente en más de una ocasión, se hizo más bien el propósito, se prometió quizás de muchas maneras no morir hasta que la bestia muriera, hasta que dejara de contaminar el mundo con su fétido aliento.

Falleció un día después de que ajusticiaran a la bestia.

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [60]
https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/ 04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html
Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.


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