Pedro Conde Sturla
En recuerdo de Anibelca Sturla, "en plena danza"
Yo vivía en la vieja Roma
cuando publicaron en “Paese Sera” -mi
periódico favorito- la noticia de la muerte de Aldo Palazzeschi aquel lejano
domingo del 18 de agosto de 1974. “Infinita poesía di Palazzeschi” decía el
titular de una página que conservo y da título a esta entrega. La página
contenía y contiene a pesar del tiempo tres artículos firmados por Edoardo
Sanguinetti, Adolfo Chiesa y Oretta Bongarzoni, y todavía está viva en mi
memoria la carga de emoción, que es un poco la misma de aquel remoto día.
Palazzeschi
tenía 89 años y estaba desesperado. Había recibido, junto a todos los
habitantes del edificio donde vivía –en un modesto apartamento junto a sus
libros-, una brutal sentencia de desalojo. Pero él se fue antes de que lo desalojaran,
dice Oretta Bongarzoni, “Murió antes del desalojo…en una ciudad despoblada, en
silencio y de prisa, sin escenas de adiós.” La ciudad despoblada es la Roma de agosto, la Italia de agosto, la pesadilla
de agosto, cuando “toda” la gente sale de vacaciones, cierran la mayoría de los
negocios y el país queda en manos de turistas y unos pocos masoquistas que no
tienen donde ir. Yo era uno de ellos.
Adolfo
Chiesa rememora al poeta patriarcal que conoció en el mencionado apartamento
lleno de libros y le parece volver a ver “al anciano escritor que habla con
lentitud, el acento toscano apenas esfumado. Los ojos cerrados como para
recordar mejor, hacían resaltar mucho más las líneas irregulares del rostro, la
nariz aguileña, los labios carnosos”. Era el mayor o uno de los mayores
escritores vivientes de Italia, “pero el estado solamente se acordaba de él
para cobrarle impuestos”, dice Adolfo Chiesa.
“A
través de la experiencia de algunos amigos comunes” como Filippo di Pisis y Modigliani,
Palazzeschi, dice Adolfo Chiesa “había conocido de cerca el drama de la
miseria” en París.
De
Modigliani conservaba Palazzescchi un recuerdo muy vivo: “Nos veíamos todas las
noches en la Rotonda. Tenía
ojos bellísimos, dos diamante negros. Se marchitó de prisa. Bebía mucho. Nunca
tenía un centavo”.
Lo
que escribe Edoardo Sanguinetti sobre el poeta y su obra es mucho más valioso
que los testimonios de Chiesa y Bongarzoni, y la traducción o recreación que
hago es muy liberal, muy personal y recortada, pero apegada a la letra, al
espíritu de sus letras, y remite en todo caso al autor. Dice más o menos
Sanguinetti:
Palazzeschi
exhortaba en su manifiesto del “Antidolor” (1914) a transformar los funerales
en “cortejos enmascarados”, a dejar libremente emerger la latente alegría: “Al hombre
que se va al cementerio seguido por gente silenciosa, con la cabeza baja, una
actitud hipócrita y falsa, le será
prohibido por siempre el reino del goce eterno y su vida terminará como la del
más miserable y desgraciado”.
Estas
palabras no se deben interpretar como el desahogo, cargado de provocación, de
un poeta imprudente de treinta años que quiere mantener la fe en su “locura”. Palazzeschi
no hacía más que volver en plana prosa al ideal que había recreado largamente
en versos más violentos y encendidos en su memorable “Fiesta de los muertos”.
Incluso, en su última y reciente colección de poemas, “Calle de las cien estrellas”.
Palazzeschi seguía siendo fiel al sueño de una muerte que lo cogiera “en plena danza”
y lo invitara a bailar.
La
prodigiosa obra de este Palazzeschi extremista se puede tratar de entender en
clave de “Antidolor”, basándose en la tendencia del joven para entregarse
poéticamente “en brazos de la vejez” con el auxilio de “falsas arrugas, falsas
canas, falsa ceguera, fingido reumatismo y parálisis simulada, catarros, migrañas
y diarrea fingida”. No sorprende para nada que en su poesía proclame la
semejanza entre la juventud y la vejez sin necesidad de maquillaje y
mascarillas:
“…como
en el cuerpo del año / el otoño / parece primavera / la juventud mirada al revés”.
He
aquí el secreto del arte de Palazzeschi: mirar al revés. Palazzeschi practicó
este ejercicio de calculada inversión, de vuelco revelador, desde el momento en
que se aferró a un repertorio libertario y simbolista que incluía parques
abandonados y villas desiertas, fuentes enfermas, espejos marchitos, relojes
moribundos. Con estos elementos pulió un estilo deliberadamente grotesco, al límite
de la parodia, dándose a la tarea de cuestionar todo valor estéticamente
establecido, practicando un extrañamiento definitivo, cínicamente crítico en
relación a todo un continente literario.
“Déjenme
divertir”, solía decir Palazzeschi. Esa expresión anticipaba la liquidación de
todo aquel sublime acartonamiento de una legión de versificadores que habían
medrado a la sombra de un D’Annunzio paradisíaco.
Nadie
como Aldo Palazzeschi fue tan alegre y acreditado pirómano, nadie como él
incendió tantos oleos sagrados para abrir paso a las patrullas de futuristas
con una obra de despiadada destrucción.
En
los años sesenta, en aquel otoño tan parecido a una primavera al revés,
Palazzeschi reconfirma en su ejercicio poético el ideal de una poesía desnuda y
verdadera, renunciando de nuevo y para siempre a todo tipo de ornamento e
insistiendo en su tema favorito:
“En el umbral de estas puertas /
veo una mano que invita. / Si no existiera la muerte / no sería bella la vida”.
En la última página de su libro
de 1972, “Calle de las cien estrellas”, nos deja, a manera de despedida, unos
versos en que confiesa su alegría de vivir y su alegría de morir:
“Y ahora digo adiós / porque mi
carrera / ha terminado: / ¡viva! / Mueren los poetas / pero no muere la poesía
/ porque la poesía / es infinita / como la vida.”
Palazzeschi corrobora, pues, de
muchas maneras su lección, una lección que ha tenido eco sobre todo en la nueva
vanguardia que ha sabido reconocer en él a uno de los poquísimos maestros
morales y estilísticos disponibles en la cultura italiana.
Su epitafio más auténtico es
quizás la breve composición titulada “También la muerte ama la vida”, una
composición irreverente, expresada sabiamente en forma de meditada, sobrecogedora
sentencia:
“No dejes que la muerte / te
encuentre ya cadáver… / Haz que te coja en plena danza / y te muestre la cara /
curiosa y satisfecha: / ‘puedes estar tranquilo' / te susurra al oído / 'porque
no soy tan fea’ / y te invita a danzar'...
pcs,viernes 27 de marzo de 2009
A nche la morte ama la vita (Da Via delle cento stelle)
Non fare che la morte
ti trovi già cadavere.
Posta davanti alla carne putrefatta
arriccia il naso e corruga la fronte
contrariata e mal disposta,
ama la carne ancora fresca e gioiosa.
Fa’ che ti colga in piena danza
e ti mostri la sua faccia
incuriosita e soddisfatta:
«stai pur tranquillo»
ti sussurra in un orecchio
«che non sono tanto brutta»
mettendosi a danzare con te.
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