martes, 2 de enero de 2018

INFINITA POESÍA DE PALAZZESCHI

            
         Pedro Conde Sturla


En recuerdo de Anibelca Sturla, "en plena danza"

         Yo vivía en la vieja Roma cuando publicaron en “Paese Sera” -mi periódico favorito- la noticia de la muerte de Aldo Palazzeschi aquel lejano domingo del 18 de agosto de 1974. “Infinita poesía di Palazzeschi” decía el titular de una página que conservo y da título a esta entrega. La página contenía y contiene a pesar del tiempo tres artículos firmados por Edoardo Sanguinetti, Adolfo Chiesa y Oretta Bongarzoni, y todavía está viva en mi memoria la carga de emoción, que es un poco la misma de aquel remoto día.

         Palazzeschi tenía 89 años y estaba desesperado. Había recibido, junto a todos los habitantes del edificio donde vivía –en un modesto apartamento junto a sus libros-, una brutal sentencia de desalojo. Pero él se fue antes de que lo desalojaran, dice Oretta Bongarzoni, “Murió antes del desalojo…en una ciudad despoblada, en silencio y de prisa, sin escenas de adiós.” La ciudad despoblada es la Roma de agosto, la Italia de agosto, la pesadilla de agosto, cuando “toda” la gente sale de vacaciones, cierran la mayoría de los negocios y el país queda en manos de turistas y unos pocos masoquistas que no tienen donde ir. Yo era uno de ellos.
         Adolfo Chiesa rememora al poeta patriarcal que conoció en el mencionado apartamento lleno de libros y le parece volver a ver “al anciano escritor que habla con lentitud, el acento toscano apenas esfumado. Los ojos cerrados como para recordar mejor, hacían resaltar mucho más las líneas irregulares del rostro, la nariz aguileña, los labios carnosos”. Era el mayor o uno de los mayores escritores vivientes de Italia, “pero el estado solamente se acordaba de él para cobrarle impuestos”, dice Adolfo Chiesa.
         “A través de la experiencia de algunos amigos comunes” como Filippo di Pisis y Modigliani, Palazzeschi, dice Adolfo Chiesa “había conocido de cerca el drama de la miseria” en París.
         De Modigliani conservaba Palazzescchi un recuerdo muy vivo: “Nos veíamos todas las noches en la Rotonda. Tenía ojos bellísimos, dos diamante negros. Se marchitó de prisa. Bebía mucho. Nunca tenía un centavo”.  
         Lo que escribe Edoardo Sanguinetti sobre el poeta y su obra es mucho más valioso que los testimonios de Chiesa y Bongarzoni, y la traducción o recreación que hago es muy liberal, muy personal y recortada, pero apegada a la letra, al espíritu de sus letras, y remite en todo caso al autor. Dice más o menos Sanguinetti:
         Palazzeschi exhortaba en su manifiesto del “Antidolor” (1914) a transformar los funerales en “cortejos enmascarados”, a dejar libremente emerger la latente alegría: “Al hombre que se va al cementerio seguido por gente silenciosa, con la cabeza baja, una actitud hipócrita  y falsa, le será prohibido por siempre el reino del goce eterno y su vida terminará como la del más miserable y desgraciado”.
         Estas palabras no se deben interpretar como el desahogo, cargado de provocación, de un poeta imprudente de treinta años que quiere mantener la fe en su “locura”. Palazzeschi no hacía más que volver en plana prosa al ideal que había recreado largamente en versos más violentos y encendidos en su memorable “Fiesta de los muertos”. Incluso, en su última y reciente colección de poemas, “Calle de las cien estrellas”. Palazzeschi seguía siendo fiel al sueño de una muerte que lo cogiera “en plena danza” y lo invitara a bailar.
         La prodigiosa obra de este Palazzeschi extremista se puede tratar de entender en clave de “Antidolor”, basándose en la tendencia del joven para entregarse poéticamente “en brazos de la vejez” con el auxilio de “falsas arrugas, falsas canas, falsa ceguera, fingido reumatismo y parálisis simulada, catarros, migrañas y diarrea fingida”. No sorprende para nada que en su poesía proclame la semejanza entre la juventud y la vejez sin necesidad de maquillaje y mascarillas:
         “…como en el cuerpo del año / el otoño / parece primavera /  la juventud mirada al revés”.
         He aquí el secreto del arte de Palazzeschi: mirar al revés. Palazzeschi practicó este ejercicio de calculada inversión, de vuelco revelador, desde el momento en que se aferró a un repertorio libertario y simbolista que incluía parques abandonados y villas desiertas, fuentes enfermas, espejos marchitos, relojes moribundos. Con estos elementos pulió un estilo deliberadamente grotesco, al límite de la parodia, dándose a la tarea de cuestionar todo valor estéticamente establecido, practicando un extrañamiento definitivo, cínicamente crítico en relación a todo un continente literario.  
         “Déjenme divertir”, solía decir Palazzeschi. Esa expresión anticipaba la liquidación de todo aquel sublime acartonamiento de una legión de versificadores que habían medrado a la sombra de un D’Annunzio paradisíaco.
         Nadie como Aldo Palazzeschi fue tan alegre y acreditado pirómano, nadie como él incendió tantos oleos sagrados para abrir paso a las patrullas de futuristas con una obra de despiadada destrucción. 
         En los años sesenta, en aquel otoño tan parecido a una primavera al revés, Palazzeschi reconfirma en su ejercicio poético el ideal de una poesía desnuda y verdadera, renunciando de nuevo y para siempre a todo tipo de ornamento e insistiendo en su tema favorito:
“En el umbral de estas puertas / veo una mano que invita. / Si no existiera la muerte / no sería bella la vida”.
En la última página de su libro de 1972, “Calle de las cien estrellas”, nos deja, a manera de despedida, unos versos en que confiesa su alegría de vivir y su alegría de  morir:
“Y ahora digo adiós / porque mi carrera / ha terminado: / ¡viva! / Mueren los poetas / pero no muere la poesía / porque la poesía / es infinita / como la vida.”
Palazzeschi corrobora, pues, de muchas maneras su lección, una lección que ha tenido eco sobre todo en la nueva vanguardia que ha sabido reconocer en él a uno de los poquísimos maestros morales y estilísticos disponibles en la cultura italiana.
Su epitafio más auténtico es quizás la breve composición titulada “También la muerte ama la vida”, una composición irreverente, expresada sabiamente en forma de meditada, sobrecogedora sentencia:
“No dejes que la muerte / te encuentre ya cadáver… / Haz que te coja en plena danza / y te muestre la cara / curiosa y satisfecha: / ‘puedes estar tranquilo' / te susurra al oído / 'porque no soy tan fea’ / y te invita a danzar'...

pcs,viernes 27 de marzo de 2009


         Anche la morte ama la vita (Da Via delle cento stelle)

Non fare che la morte
ti trovi già cadavere.
Posta davanti alla carne putrefatta
arriccia il naso e corruga la fronte
contrariata e mal disposta,
ama la carne ancora fresca e gioiosa.
Fa’ che ti colga in piena danza
e ti mostri la sua faccia
incuriosita e soddisfatta:
«stai pur tranquillo»
ti sussurra in un orecchio
«che non sono tanto brutta»
mettendosi a danzare con te.

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