Pedro Conde Sturla
22 de septiembre de 2014
En uno de los capítulos finales de la ex famosa novela “Quo vadis” (1886), de Henryk Sienkiewicz (1846-1816), se crea una situación que explica hasta qué punto puede ser peligrosa la crítica literaria y cómo triunfa la audacia de una mente privilegiada que del cinismo hace un arte.
Nerón acaba de declamar unos versos insufribles de su canto al incendio de Troya. El auditorio lo adula a una sola voz. Petronio disiente.
-Malos versos; sólo son buenos para el fuego.
El disentidor es el Petronio de la Roma imperial, un personaje histórico que es, también, un personaje de novela, un rico terrateniente, propietario de cientos de esclavos, el autor del “Satiricón”. Es el Petronio árbitro de la elegancia, el arbiter elegantiorum, el áulico por excelencia en la novela de Sienkiewicz. Un personaje emblemático, sin duda. Y le dice a Nerón en la cara que sus versos son dignos del fuego.
Sobreviene un intervalo de terror. A todos les pareció que había sellado su sentencia de muerte. El César demanda una explicación y Petronio da un giro a sus palabras. Castiga la ligereza de los presentes. Ninguno allí, al parecer, entiende nada de poesía.
– No les creas –dijo Petronio, encarándose con él y señalando a los presentes-; ésos nada comprenden. Me has preguntado qué defectos hay en tus versos. Si deseas escuchar la verdad, voy a decírtela. Tus versos son buenos para Virgilio, Ovidio, el mismo Homero; pero no son dignos de ti. Estás a mayor altura que ellos. El incendio descrito por ti no arde lo suficiente: tu fuego no quema lo bastante. No escuches las lisonjas de Lucano. Si hubiera escrito él esos versos, le declararía yo un genio; pero, en tu caso, es ya diferente. ¿Y sabes por qué? Tú eres más grande que ellos. De persona tan privilegiada como tú por los dioses, justo es aguardar más. Pero tú eres perezoso, prefieres dormir después de la comida en vez de sentarte a trabajar. Eres capaz de producir una obra superior a cuantas haya conocido el mundo hasta nuestros días; de ahí el que yo ahora diga en tu presencia: ¡escribe mejor!
A lo que Nerón le responde:
Petronio, en la novela, es el más refinado y exasperante de los aduladores de Nerón. Pero Petronio es un adulador desencantado, uno que está atrapado, que no está allí por gusto. En la adulonería pone en juego toda su inteligencia y, a veces, la vida. La adulonería es cuestión de argucia, de agudeza mental, mediante las cuales implica todo lo contrario de lo que dice.
A Petronio, en el fondo, todo aquello le repugnaba y de eso dejó constancia en las pocas páginas del “Satiricón” que han llegado hasta nosotros. Del servilismo se redimió en vida, participando en la conjura de Pisón, por lo cual fue condenado a abrirse las venas. En la novela de Sienkiewicz se redime, desde la muerte, con una carta que no tiene desperdicio:
Última carta de Petronio a Nerón.
“Bien sé, divino César, que me esperas con impaciencia, y que tu leal corazón de amigo fiel padece con mi ausencia. No ignoro que está dispuesto a colmarme de honores, a nombrarme prefecto de la guardia pretoriana y a mandar a Tigelino que torne ser lo que a los dioses les plugo que fuera: mulero, en las fincas que heredaste después de envenenar a Dominicio; pero, divino, tengo que excusarme…
Por el Averno, y más particularmente por las sombras de tu madre, de tu esposa, de tu hermano y de Séneca, te juro que no puedo ir a verte. La vida es un tesoro y me vanaglorio de haber sacado de él los materiales con que he hecho, para disfrutarlas, las más preciadas joyas; pero también hay en la vida cosas que no tengo resignación para soportarlas más. No creas, te lo ruego, que me ha herido profundamente el que asesinaras a tu madre, a tu mujer y a tu hermano; que me he indignado porque incendiaras a Roma y enviarás al Erebo a todos los ciudadanos honrados de tu imperio; no, amadísimo nieto de Cronos: la muerte es el fin natural de todos los seres y no era dable esperar de ti otras proezas.
Pero tener que soportar por largos años tu canto que me destroza los oídos, ver tu barriga digna de Domicio, y tus flacas piernas dando grotescas volteretas en la pírrica danza; escuchar tu música, oírte declamar versos que no son tuyos, desdichado poetastro de suburbio, son cosas verdaderamente superiores a mis fuerzas y a mi paciencia, y han acabado por inspirarme el irresistible deseo de morir. Roma se tapa los oídos por no oírte, y el mundo se ríe de ti y te desprecia. En cuanto a mí, no puedo continuar avergonzándome de tu insignificancia, ni aunque pudiera lo querría. ¡No puedo más!
Los ladridos de Cerbero serán para mí menos molestos que tu canto, aunque a él se parezcan; porque, al fin y al cabo, nunca fui amigo de Cerbero, no tengo motivos para avergonzarme de su ladridos.
Salud, augusto, y no cantes; asesina, pero no hagas versos; envenena, pero no bailes; incendia, pero no toques la cítara! “Estos son los deseos y el último consejo del Arbiter Elegantiorum.”
El ejemplo de Petronio no abunda entre los aduladores de nuestra era gloriosa. Actúan, en general, de otra manera. No toman riesgos (y es casi lo único que no toman), están encantados de estar donde están y se disputan a codazos los favores del poder. Lo peor que puede pasarles es caer de la gracia del poder, y a veces caen, paradójicamente, por exceso de celo, exceso de servilismo.
Esta es, sin duda, la razón de que en la novela de Vargas Llosa sobre Trujillo, el golpe más bajo va dirigido precisamente contra los aduladores de profesión, los cortesanos de toda ralea. Es un golpe bajo, bajísimo, por la propia naturaleza del objetivo, una especie de misil de vuelo rasante. El autor condena, sin duda, a los esbirros, castiga y mortifica la falta de escrúpulos de los delatores, denuncia la crueldad de los torturadores y presenta a Trujillo como asesino vesánico, pero son los cortesanos los que reciben la peor parte, a ellos está reservado el fallo más adverso, la pena máxima en el último círculo del infierno dantesco. Los cortesanos son la oveja más negra del rebaño. La especie abominable de los cortesanos inspira repugnancia. Y no me refiero solamente a los de la era de Trujillo. (De El chivo de Vargas Llosa: una lectura política).
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