Pedro
Conde Sturla
16 de abril de 2010
Luis
XIV, el Rey Sol de Francia, el mecenas, protector y amigo de Molière, confiaba,
en cambio, en los médicos, hasta un cierto punto, y de abundantes médicos estaba
siempre rodeado. Vivió 77 años, entre 1638
y 1715, y gobernó durante sesenta y cuatro en el reinado hasta ahora más
largo de la historia de Europa. Los historiadores y la historia todavía no
saben si vivió lo que vivió gracias a los médicos, o a pesar de los médicos.
Sobrevivió, eso sí, a una fístula anal gracias a la intervención de un galeno
brillante que había practicado con gente pobre que sufría del mismo problema antes de
intervenir en su nalga real.
En
otro caso menos afortunado, por prescripción de los sabios médicos cortesanos, el
Rey Sol fue víctima, en un año, de cuarenta y siete sangrías, infinitas purgas
y lavativas, y es fama que en lecho de muerte se opuso, después de varios procedimientos,
a una sangría final y todo tipo de tratamiento.
Escribo
sobre este tema porque recientemente un amigo muy apreciado fue a parar a una
clínica de fama de la ciudad capital debido a un dolor abdominal que se
transformó en diagnóstico de ataque cardíaco, el diagnóstico de ataque
cardíaco se transformó en diagnóstico de
vesícula purulenta que le fue extirpada, a la extirpación siguió un agudo
acceso febril, que no respondía a los antibióticos, la fiebre que no cesaba dio
lugar a una segunda intervención quirúrgica que reveló un cuadro de septicemia
que se complicó con un edema pulmonar e internamiento en costosos cuidados intensivos
durante varias semanas. En fin que, de alguna manera, quizás gracias a las
oraciones y a pesar de los médicos que le ordeñaron religiosamente el presupuesto, mi amigo sobrevivió a los cuidados intensivos y está vivo de
milagro.
“El enfermo imaginario” (1673), fue la última obra de Moliere. Mientras actuaba en ella enfermó de muerte y murió como quien dice con las botas puestas para
mayor gloria de su arte, durante la cuarta presentación. Es una sátira despiadada
y sabrosa contra unos farsantes con títulos de médicos y almas de comerciantes, casi los mismos que hoy día curan cáncer por televisión, quizás un poco los mismos que atentaron contra la vida de mi amigo. A ellos, y
a todas las víctimas de sus malas practicas, dedico la escena X del Acto
Tercero de esta obra inapreciable:
ANTONIA, de médico; ARGAN y
BERALDO
ANTONIA. -Perdonadme, señor.
ARGAN. -¡Es admirable!
ANTONIA. -No juzguéis mal de mi
curiosidad por ver a un enfermo tan ilustre como vos. Vuestra reputación, que
se extiende por todas partes, excusa la libertad que me he tomado.
ARGAN. -Servidor vuestro, señor mío.
ANTONIA. -Veo que me observáis muy atentamente,
¿Qué edad
creéis que tengo?
ARGAN. -Todo lo más, veintiséis o
veintisiete años.
ANTONIA. -¡Ja, ja, ja, ja, ja! Tengo
noventa años.
ARGAN. -¿Noventa años?
ANTONIA. -Sí, señor. Los secretos de mi
arte han conservado de este modo mi lozanía y mi vigor.
ARGAN. -¡Por vida de!... ¡Vaya un
jovencito de noventa años!
ANTONIA. -Soy médico ambulante, que va
de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, buscando
materiales para sus estudios: enfermos dignos de ocupar mi atención y de
emplear en ellos los grandes secretos de la medicina, descubiertos por mí.
Tengo a menos distraerme en menudencias, en enfermedades vulgares, en bagatelas
como reumatismos, fluxiones, fiebres, vapores y jaquecas... Yo busco
enfermedades verdaderamente importantes: grandes fiebres continuas, con
trastornos cerebrales; buenos tabardillos, grandes pestes, hidropesías ya
formadas, pleuresías con inflamación de pecho... ; esas son las enfermedades que
a mí me gustan y en las que triunfo. Ojalá tuvierais vos, señor, todas estas
enfermedades que acabo de nombraros y os hallarais abandonado de todos los
médicos, desahuciado, en la agonía, para poderos demostrar las excelencias de
mis remedios y el placer que experimentaría siéndoos útil.
ARGAN. -Os agradezco en extremo
vuestras bondades.
ANTONIA. -Dadme la mano... ¿Quién es
vuestro médico?
ARGAN. -El señor Purgon.
ANTONIA. -En mis anotaciones sobre las
eminencias médicas no
figura ese nombre. Según él, ¿qué
enfermedad tenéis?
ARGAN. -El dice que es el hígado; pero
otros afirman que el bazo.
ANTONIA. -Son unos ignorantes. Vuestro
padecimiento está en
el pulmón.
ARGAN. -Justamente, el pulmón.
ANTONIA. -Sí. ¿Qué es lo que sentís?
ARGAN. -De cuando en cuando, dolor de
cabeza.
ANTONIA. - Justamente, el pulmón.
ARGAN. -Con frecuencia se me figura que
tengo un velo ante los ojos.
ANTONIA. -El pulmón.
ARGAN. -A veces noto un
desfallecimiento de corazón.
ANTONIA. -El pulmón.
ARGAN. -Y una laxitud en todo el
cuerpo.
ANTONIA. -El pulmón.
ARGAN. -También suelen darme dolores en
el vientre, como si tuviera cólico.
ANTONIA. -El pulmón... ¿Coméis con
apetito?
ARGAN. -Sí, señor.
ANTONIA. -El pulmón. ¿Os agrada beber
un poco de vino?
ARGAN. -Sí, señor.
ANTONIA. -El pulmón. ¿Sentís cierto
sopor después de la comida y os dormís dulcemente?
ARGAN. -Sí, señor.
ANTONIA. -El pulmón y nada más que el
pulmón; estoy seguro.
¿Qué plan de alimentación os habían
puesto?
ARGAN. -Potajes.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Caza.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Ternera.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Caldos.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Huevos frescos.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Y por la noche, ciruelas para
aligerar el vientre.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Y, sobre todo, beber el vino
muy aguado.
ANTONIA. -¡Ignorantus, ignoranto,
ignorantum! El vino se debe beber puro; y para espesar la sangre,
que la tenéis muy líquida, es preciso comer buey viejo, cerdo cebado, queso de
Holanda, harina de arroz y de avena, castañas y obleas para aglutinar...
Vuestro médico es un animal. Yo os enviaré un discípulo mío, y yo mismo vendré
de cuando en cuando a veros, mientras esté aquí.
ARGAN. -¡Cuánto os lo agradeceré!
ANTONIA. -¿Qué demonios hacéis con ese
brazo?
ARGAN. -¿ Cuál?
ANTONIA. -Si yo estuviera en vuestro
pellejo, ahora mismo me haría cortar ese brazo.
ARGAN. -¿Por qué?
ANTONIA. -¿No estáis viendo que se
lleva para sí todo el alimento y no deja que se nutra el otro?
ARGAN. -Sí, pero este brazo me hace
falta...
ANTONIA. -También si estuviera en
vuestro caso me haría saltar el ojo derecho.
ARGAN. -¿Saltarme un ojo?
ANTONIA. -¿No os dais cuenta de que
perjudica al otro y le roba
su alimento- Creedme: que os lo salten
lo antes posible y veréis mucho más claro con el ojo izquierdo.
ARGAN. -No corre prisa.
ANTONIA. -Adiós, siento teneros que
dejar tan pronto, pero debo
asistir a una consulta interesantísima
que tenemos ahora sobre un hombre que murió ayer.
ARGAN. -¿Sobre un hombre que murió
ayer?
ANTONIA. -Sí. Vamos a estudiar qué es
lo que se debía haber
hecho para curarlo. Hasta la vista. (Sale.)
BERALDO. -Parece muy inteligente este
médico.
ARGAN. -Demasiado radical.
BERALDO. -Todos los grandes médicos son
así.
ARGAN. -¡Eso de cortarme un brazo y de
saltarme un ojo para que el otro vea mejor!... Prefiero que
sigan como están. ¡Bonito remedio, dejarme manco
y tuerto!
pcs,
viernes, 16 de abril de 2010
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