domingo, 24 de junio de 2018

MOLIÈRE Y LOS MÉDICOS


            Pedro Conde Sturla
            16 de abril de 2010

    Jean-Baptiste Poquelin, el célebre Molière (1622 –1673), despreciaba a los médicos y se burlaba de ellos, aunque no tanto como nuestro querido presidente Leonel Fernández, que los odia a muerte y hace todo lo posible para demostrarlo. Moliere, y en menor medida  Cervantes, que era hijo de cirujano (un título inferior al de médico en su época), los repudiaba por su prepotencia ilustrada, por la docta ignorancia que disimulaban con latines de segunda mano. Quevedo, menos complaciente, los llamaba “servidores de la muerte”, “ponzoñas graduadas”. Esos juicios los compartían casi todos los escritores del siglo de oro, el siglo XVII.  

            Luis XIV, el Rey Sol de Francia, el mecenas, protector y amigo de Molière, confiaba, en cambio, en los médicos, hasta un cierto punto, y de abundantes médicos estaba siempre rodeado. Vivió 77 años, entre 1638  y 1715, y gobernó durante sesenta y cuatro en el reinado hasta ahora más largo de la historia de Europa. Los historiadores y la historia todavía no saben si vivió lo que vivió gracias a los médicos, o a pesar de los médicos. Sobrevivió, eso sí, a una fístula anal gracias a la intervención de un galeno brillante que había practicado con gente pobre que sufría del mismo problema antes de intervenir en su nalga real.       
            En otro caso menos afortunado, por prescripción de los sabios médicos cortesanos, el Rey Sol fue víctima, en un año, de cuarenta y siete sangrías, infinitas purgas y lavativas, y es fama que en lecho de muerte se opuso, después de varios procedimientos, a una sangría final y todo tipo de tratamiento.
            Escribo sobre este tema porque recientemente un amigo muy apreciado fue a parar a una clínica de fama de la ciudad capital debido a un dolor abdominal que se transformó en diagnóstico de ataque cardíaco, el diagnóstico de ataque cardíaco  se transformó en diagnóstico de vesícula purulenta que le fue extirpada, a la extirpación siguió un agudo acceso febril, que no respondía a los antibióticos, la fiebre que no cesaba dio lugar a una segunda intervención quirúrgica que reveló un cuadro de septicemia que se complicó con un edema pulmonar e internamiento en costosos cuidados intensivos durante varias semanas. En fin que, de alguna manera, quizás gracias a las oraciones y a pesar de los médicos que le ordeñaron religiosamente el  presupuesto, mi amigo sobrevivió a los cuidados intensivos y  está vivo de milagro.
“El enfermo imaginario” (1673), fue la última obra de Moliere. Mientras actuaba en ella enfermó de muerte y murió  como quien dice  con las botas puestas para mayor gloria de su arte, durante la cuarta presentación. Es una sátira despiadada y sabrosa contra unos farsantes con títulos de médicos y almas de comerciantes, casi los mismos que hoy día curan cáncer por televisión, quizás un poco los mismos que atentaron contra la vida de mi amigo. A ellos, y a todas las víctimas de sus malas practicas, dedico la escena X del Acto Tercero de esta obra inapreciable: 

ANTONIA, de médico; ARGAN y BERALDO
ANTONIA. -Perdonadme, señor.
ARGAN. -¡Es admirable! 
ANTONIA. -No juzguéis mal de mi curiosidad por ver a un enfermo tan ilustre como vos. Vuestra reputación, que se extiende por todas partes, excusa la libertad que me he tomado. 
ARGAN. -Servidor vuestro, señor mío.
ANTONIA. -Veo que me observáis muy atentamente, ¿Qué edad
creéis que tengo? 
ARGAN. -Todo lo más, veintiséis o veintisiete años.
ANTONIA. -¡Ja, ja, ja, ja, ja! Tengo noventa años.
ARGAN. -¿Noventa años?
ANTONIA. -Sí, señor. Los secretos de mi arte han conservado de este modo mi lozanía y mi vigor.
ARGAN. -¡Por vida de!... ¡Vaya un jovencito de noventa años!
ANTONIA. -Soy médico ambulante, que va de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, buscando materiales para sus estudios: enfermos dignos de ocupar mi atención y de emplear en ellos los grandes secretos de la medicina, descubiertos por mí. Tengo a menos distraerme en menudencias, en enfermedades vulgares, en bagatelas como reumatismos, fluxiones, fiebres, vapores y jaquecas... Yo  busco enfermedades verdaderamente importantes: grandes fiebres continuas, con trastornos cerebrales; buenos tabardillos, grandes pestes, hidropesías ya formadas, pleuresías con inflamación de pecho... ; esas son las enfermedades que a mí me gustan y en las que triunfo. Ojalá tuvierais vos, señor, todas estas enfermedades que acabo de nombraros y os hallarais abandonado de todos los médicos,  desahuciado, en la agonía, para poderos demostrar las excelencias de mis remedios y el placer que experimentaría siéndoos útil.
ARGAN. -Os agradezco en extremo vuestras bondades.
ANTONIA. -Dadme la mano... ¿Quién es vuestro médico? 
ARGAN. -El señor Purgon.
ANTONIA. -En mis anotaciones sobre las eminencias médicas no
figura ese nombre. Según él, ¿qué enfermedad tenéis?
ARGAN. -El dice que es el hígado; pero otros afirman que el bazo. 
ANTONIA. -Son unos ignorantes. Vuestro padecimiento está en
el pulmón.
ARGAN. -Justamente, el pulmón.
ANTONIA. -Sí. ¿Qué es lo que sentís?
ARGAN. -De cuando en cuando, dolor de cabeza.
ANTONIA. - Justamente, el pulmón. 
ARGAN. -Con frecuencia se me figura que tengo un velo ante los ojos.
ANTONIA. -El pulmón.
ARGAN. -A veces noto un desfallecimiento de corazón.
ANTONIA. -El pulmón.
ARGAN. -Y una laxitud en todo el cuerpo.
ANTONIA. -El pulmón. 
ARGAN. -También suelen darme dolores en el vientre, como si tuviera cólico.
ANTONIA. -El pulmón... ¿Coméis con apetito?
ARGAN. -Sí, señor.
ANTONIA. -El pulmón. ¿Os agrada beber un poco de vino?
ARGAN. -Sí, señor.
ANTONIA. -El pulmón. ¿Sentís cierto sopor después de la comida y os dormís dulcemente?
ARGAN. -Sí, señor.
ANTONIA. -El pulmón y nada más que el pulmón; estoy seguro.
¿Qué plan de alimentación os habían puesto?
ARGAN. -Potajes.
ANTONIA. -¡Ignorantes! 
ARGAN. -Caza.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Ternera.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Caldos.
ANTONIA. -¡Ignorantes! 
ARGAN. -Huevos frescos.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Y por la noche, ciruelas para aligerar el vientre.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Y, sobre todo, beber el vino muy aguado.
ANTONIA. -¡Ignorantus, ignoranto, ignorantum! El vino se debe beber puro; y para espesar la sangre, que la tenéis muy líquida, es preciso comer buey viejo, cerdo cebado, queso de Holanda, harina de arroz y de avena, castañas y obleas para aglutinar... Vuestro médico es un animal. Yo os enviaré un discípulo mío, y yo mismo vendré de cuando en cuando a veros, mientras esté aquí.
ARGAN. -¡Cuánto os lo agradeceré! 
ANTONIA. -¿Qué demonios hacéis con ese brazo?
ARGAN. -¿ Cuál?
ANTONIA. -Si yo estuviera en vuestro pellejo, ahora mismo me haría cortar ese brazo.
ARGAN. -¿Por qué?
ANTONIA. -¿No estáis viendo que se lleva para sí todo el alimento y no deja que se nutra el otro?
ARGAN. -Sí, pero este brazo me hace falta...
ANTONIA. -También si estuviera en vuestro caso me haría saltar el ojo derecho.
ARGAN. -¿Saltarme un ojo?
ANTONIA. -¿No os dais cuenta de que perjudica al otro y le roba
su alimento- Creedme: que os lo salten lo antes posible y veréis mucho más claro con el ojo izquierdo.
ARGAN. -No corre prisa.
ANTONIA. -Adiós, siento teneros que dejar tan pronto, pero debo
asistir a una consulta interesantísima que tenemos ahora sobre un hombre que murió ayer.
ARGAN. -¿Sobre un hombre que murió ayer?
ANTONIA. -Sí. Vamos a estudiar qué es lo que se debía haber
hecho para curarlo. Hasta la vista. (Sale.)
BERALDO. -Parece muy inteligente este médico.
ARGAN. -Demasiado radical. 
BERALDO. -Todos los grandes médicos son así. 
ARGAN. -¡Eso de cortarme un brazo y de saltarme un ojo para que el otro vea mejor!... Prefiero que sigan como están. ¡Bonito remedio, dejarme manco y tuerto!

pcs, viernes, 16 de abril de 2010

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