sábado, 18 de noviembre de 2017

ÚLTIMO MAMBO EN LEÓN


         Pedro Conde Sturla

         Son las diez y media de la noche en la novela de Sergio Ramírez (“Margarita, está linda la mar”) y el baile va a comenzar. Diez y media de la noche del día 21 de septiembre de 1956 en la ciudad de León, Santiago de los Caballeros de León, Nicaragua. El poeta Rigoberto López Pérez se ha infiltrado en la Casa del Obrero y tiene malas intenciones. En el prestigioso club se celebra una fiesta en honor a Anastasio Somoza García, cariñosamente Tacho, el papá de Tachito, el primero de la dinastía de tiranuelos que el imperio impuso como castigo al pueblo nicaragüense por soñar junto a Sandino, el “general de hombres libres”, con un destino mejor para su patria.
         Allí está el hombre fuerte, rodeado de su guardia de seguridad y cortesanos serviles por definición, después de haber sido proclamado candidato por el partido oficialista para un nuevo período presidencial. A su lado está la primera dama, Ana Salvadora Debayle Sacasa de Somoza García, Doña Salvadorita (o Mamá Yoya como le decían sus familiares). Es la hermana de aquella Margarita Debayle a quien Ruben Darío le dedicó en 1907 uno de sus más celebrados poemas:
“Margarita está linda la mar, / y el viento, / lleva esencia sutil de azahar;  yo siento / en el alma una alondra cantar; / tu acento: / Margarita, te voy a contar / un cuento:”
         Sin embargo, Rubén Darío es relativamente inocente, sólo es un referente histórico, aunque Sergio Ramírez piense otra cosa. No tiene mucho que ver con lo que ahora va a pasar.
         El tiranuelo y vendepatria está agitado, contento, sudoroso. Acaba de bailar un mambo y piensa bailar otros, pero el poeta y justiciero Rigoberto López Pérez se ha infiltrado en el escenario de la novela de Sergio Ramírez, igual que se infiltró en la historia real y tiene malas pulgas y mala leche, y bajo el saco lleva un tenebroso “animalito negro”, un revólver Smith and Wesson de cinco balas, calibre .38. Durante varios días lo ha seguido a Somoza en sus continuos desplazamientos por el país sin poder consumar su propósito, pero está noche no fallará. Anastasio Somoza García, el verdugo de Sandino, todavía no lo sabe. Está noche ha bailado su último mambo.
Caballo negro, el ultimo mambo de Anastasio Somoza Garcia
         La maestría y gracia melodiosas  del capítulo en el que Sergio Ramírez –dignísimo ex vicepresidente de Nicaragua– describe  novelísticamente el ajusticiamiento de Somoza,  pertenece a la  épica y a las más gloriosas páginas de la literatura latinoamericana. Lamentablemente, quienes no conocen el ritmo, la letra de la música que se baila y se intercala en la narración –quizás la mayoría- no podrán apreciar el texto en su integridad. Aún así, vale su peso en oro:

         ¿A LOS SANGRIENTOS TIGRES DEL MAL DARÍAS CAZA?

          La orquesta abre un nuevo set con el bolero rítmico de Bobby Capó, Piel Canela. Rigoberto mira su reloj. Son las diez y cuarenticinco. Se abotona el saco, y capeando las bandejas de madera de los meseros que pasan en alto repletas de vasos, va hacia el corredor donde las muchachas, sentadas en apretadas filas de sillas plegadizas, esperan dóciles a que las saquen a bailar, los platos de cartón con sandwiches y pastelitos en sus regazos.
La señorita Ermida Toledo Granera, empleada de mostrador de la Panadería Munguía, de veintidós anos de edad, cinco pies dos pulgadas de estatura, morena, pelo lacio, cicatriz de viruelas en la barbilla, libre de antecedentes policiales o penales, requerida a bailar se levanta sin ninguna vacilación, aunque no conoce, ni aún de cara, al solicitante. Rigoberto la lleva hasta la pista, le ofrece un chicle, y él se mete otro a la boca; y desde que la toma de la cintura ojos negros piel canela que me llegan a desesperar, va abriéndose paso entre las parejas que pugnan por empujarlo, me importas tú, y tu, y tú hasta quedar frente a la mesa de honor, y nadie mas que tú.
Somoza escucha con atención fastidiada a Rafa Parrales que inclinado sobre él le muestra EI Cronista de esa tarde, mientras los invitados a la mesa de honor, que poco se levantan a bailar, elevan su conversación aprovechando el fin del bolero. El humo del cigarrillo Lucky Strike de Somoza, pendiente del pitillo de plata, se deshace en tenues virutas frente a su rostro lleno de pecas, para subir en hilachas aún mas débiles y dispersas en busca del retrato gigante que tiene a sus espaldas, allí donde Moralitos hace guardia, un Somoza más joven mirando a la distancia, en uniforme almidonado y sombrero expedicionario de la infantería de marina, dos pequeños fusiles metálicos cruzados encima del cierre del cordón que rodea la base del sombrero, las manos asidas al fajón que sostiene la pistola.
Asiente, siempre oyendo, deja el pitillo en el cenicero, y ahora entretiene sus dedos con la carterita de cerillos en que luce también su retrato, de las mismas que el camión militar repartía a puñados en las calles. Sobre el mantel, al alcance de su mano, está el paquete de cigarrillos del que Rafa Parrales, confianzudo, toma uno; el cenicero que el Coronel Lira vacía cada tanto, y el vaso de Black & White. La Primera Dama, que apenas ha dado un sorbo de Ginger-Ale, oye la plática de Rafa Parrales, aprobando con la cabeza pero sin mirarlo, para que nadie en la pista de baile pierda su sonrisa que no va dirigida a nadie en particular.
Los músicos buscan rápidamente en los cuadernillos la partitura de La múcura, a ritmo de mambo, y arrancan a tocar. Son las diez y cincuenta. Entran mas danzarines a la pista, algunos ya bailando. Los músicos, de pie frente a los atriles, dejan las boquillas de las trompetas y los saxofones y cantan en coro mamá no puedo con ella, es que no puedo con ella. Somoza se aparta un momento de la plática de Rafa Parrales y se voltea hacia la Primera Dama, moviendo rítmicamente los hombros, como si la incitara a bailar. Ella ríe de con una corta carcajada, y lo desprecia en juego, con un gesto de la mano.
Rigoberto cuida de no ser desplazado de su sitio sin romper la cadencia de las manos, pies y cintura, y sin dejar de sonreír a la muchacha que baila fijándose en el trabajo de sus propios pies mientras masca el chicle muchacha quien te rompió tu mucurita de barro, la toma por el talle invitándola a ladear el torso como el mismo lo hace, se vuelve en un giro que lo deja de cara a la mesa de honor y eleva las, manos como si agitara dos maracas San Pedro que me ayudó pa'que me hiciste llamarlo, las baja y las lleva al pecho, se arrodilla abriendo las piernas la  mucura está en el suelo mamá no puedo con ella, y es Moralitos el que se adelanta asustado, lo ha visto meter la mano bajo el saco es que no puedo con ella, el pequeño revolver ya de pronto apuntando, el animalito negro que va a morder tu mucurita de barro, un vómito encendido, zarpazos deslumbrantes, estallidos apagados como cachinflines, y Somoza se dob1a en el regazo de la Primera Dama como si tuviera sueño y ella extiende sus brazos para recibirlo derramando el vaso de Ginger-Ale es que no puedo con ella, suenan los disparos más poderosos de la pistola automática de Moralitos no puedo con ella y cada instrumento va a callarse por su cuenta, llama sin respuesta el cencerro y solo el alboroto de la batería queda de ultimo ya cuando las parejas corren, se atropellan, derriban los atriles, un reguero de zapatos de tacones altos en el piso, alguien ha tropezado entre los gritos y empujones contra el bombo de 1a batería y se sueltan restallando los p1atillos, caen las bandejas de los meseros que huyen, en la mesa de honor no queda nadie más que Somoza y la Primera Dama que lo sostiene, y el bailarín solitario, abandonado por su pareja que también ha huido, sigue, acuclillado en el suelo en su pase final, bañado en sangre, las piernas ligeramente abiertas, el revólver todavía apuntando, ya sin balas, por debajo de la mesa; y cuando Rafa Parrales, escondido detrás de un pilar del corredor, se asoma, sin que acabe de salirle la voz, le grita:
-¡Poeta! ¿Qué está haciendo alllí?
Y como si fuera una señal, las bocas de las subametralladoras Thompson se abren con furia sobre el bailarín acuclillado que ahora inicia un nuevo movimiento hacia arriba, violento, desconcertado, y otra vez hacia abajo, doblando las rodillas pero negándose a ponerlas en tierra, un estertor como si las timbas, las maracas y la quijada de burro siguieran percutiendo y el cuerpo que se agita en frenesí respondiera al llamado de las trompetas, se inclina en un último impulso hacia adelante, toca con la cabeza el piso espolvoreado de talco y el animalito huye, apenas unos pasos, de su mano abierta.
Y hay un último disparo a quemarropa porque el coronel Justo Pastor Gonzaga, con la pistola niquelada en alto, se acerca cegato al cadáver tendido en el charco de sangre que va cubriendo el piso embaldosado, busca con dificultad la puntería, se inclina y le vuela la cabeza.”


pcs, viernes, 18 de diciembre de 2009 

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