sábado, 25 de noviembre de 2017

LAS HERMANAS MIRABAL Y LA TRADICIÓN DEL CRIMEN IMPUNE

Pedro Conde Sturla
27 de noviembre de 2007



       Si algo me duele, si algo me molesta en los cojones del alma y me da rabia y urticaria es el hecho de que a tantos años del asesinato de las hermanas Mirabal, después de novelas, películas  y escritos históricos sobre su martirio, después de un día de la no violencia consagrado mundialmente a su memoria, después de haber bautizado una provincia con su apellido, casi nadie recuerda, no parece recordar que el hombre al que Trujillo ordenó la operación de humillarlas, martirizarlas, matarlas a palos junto a su amigo Rufino de la Cruz, que les servía de chofer, y finalmente arrojarlas a una barranca vive placidamente en Puerto Rico, circundado quizás de amigos y del amor de hijas e hijos y nietos que no se  saben descendientes de un monstruo y adoran seguramente al abuelito bonachón.
     El nombre del sicario, un vomitivo, un conjunto de siglas repugnantes que no se pueden mencionar sin ensuciarse la boca, es Alicinio Peña Rivera. Y junto a él Ciriaco de la Rosa, Ramón Emilio Rojas, Alfonso Cruz Valeria, y Emilio Estrada Malleta.
         Como puede leerse en una página Web de Greeysis de la Cruz Taveras, “La impunidad ha rodeado a estos asesinos, pues nunca cumplieron las penas que les impuso un tribunal en 1962. A excepción de Ciriaco de la Rosa, todos fueron condenados a 30 años de prisión. De la Rosa recibió una pena menor de 20 años, por haber pedido a sus cómplices en el tribunal que admitieran su responsabilidad en el cruel hecho.[i]
Durante la Revolución de Abril de 1965, todos escaparon misteriosamente de la cárcel, en el área dominada por las autoridades constitucionalista. Escaparon a los Estados Unidos incluyendo al jefe de operación, mayor del ejército, Alicinio Peña Rivera, quien con asesoría de “ghost writers” o escritores fantasmas, se ha dedicado a escribir libros sobre la negra etapa de la era de Trujillo, incluyendo sus actividades como espía.”[ii]
Nuestra sociedad, que al parecer ha perdido ya la capacidad de indignación y hasta el sentido de la vergüenza,  se ha revelado incapaz de hacerle justicia tanto a un asesino vesánico como al más ladrón de todos los banqueros que hemos padecido, ladrón de cuna ladronil, de ascendencia ladrona, usurpadora, traidora y fusiladora.
El célebre Bernardino, el monstruo del este, murió tranquilamente en su cama a pesar de innumerables crímenes, igual que alguno de los asesinos de las Mirabal.
El caso del ex coronel Luis José León Estévez, alias Pechito, y otros personajes siniestros que campean impunemente por sus fueros constituye una afrenta nacional. Pechito está señalado como torturador, responsable de muertes y desapariciones de opositores durante la tiranía de Trujillo, junto a César Rodríguez Villeta, Cándido Torres y José Ángel Rodríguez Villeta, y su participación en la masacre de la Hacienda María, donde fueron ultimados varios implicados en el ajusticiamiento del sátrapa, está documentada como obra maestra de sadismo.
Pechito, el torturador retirado, vive ahora dedicado a sus devociones, participa regularmente en los ritos de una conocida parroquia de Arroyo Hondo y no aparece nadie que lo ayude a purgar sus pecados friéndolo, por ejemplo, en ácido de batería.
Sin embargo, más que quejarnos y lamentarnos en vano, nos corresponde asumir una responsabilidad histórica, aunar las pocas fuerzas dispersas en asociaciones patrióticas y adoptar iniciativas, ejercer responsablemente nuestra pequeña cuota de poder.
Un primer paso sería el de confeccionar afiches y boletines con las fotos y nombres de tantos asesinos sueltos y la historia de sus bellaquerías durante el régimen de Trujillo y los doce años del genocida Balaguer, confeccionar, por igual, boletines y afiches con las fotos y el historial de banqueros y ladrones de cuello blanco y ponerlos a circular profusamente en Internet, hacerlos llegar como castigo a manos de sus íntimos y descendientes y a la opinión pública en general.
De esta manera podríamos por lo menos someterlos al acoso de la historia, someterlos al escarnio, señalarlos permanentemente con la marca de la infamia y alimentar entre las nuevas generaciones la llama del odio justiciero que tanta falta nos hace.

pcs, martes, 27 de noviembre de 2007




[i] Sobre la responsabilidad en cuanto a la liberación de los asesinos de las Mirabal y otros criminales trujillistas, en la reseña de libro Caamaño, Guerra Civil 1965, escrito por el Mayor Claudio Caamaño (Hoy, jueves 29 de Noviembre del 2007), Ángela Peña informa que “Montes Arache, según Claudio Caamaño, asumió durante la contienda posturas reprochables. Escribe que ‘en una negociación con el coronel Montes Arache’ fueron soltados ‘esbirros y asesinos del régimen de Trujillo’ que todavía guardaban prisión en la fortaleza Ozama: ‘el general José María Alcántara, coronel piloto Octavio Balcácer, capitán Alicinio Peña Rivera, licenciado Félix W. Bernardino, y treinta connotados asesinos y torturadores del Servicio de Inteligencia (SIM)’”.
Montes Arache reconoció el hecho en una entrevista publicada en el Nacional en fecha que ahora no puedo precisar, y en alguna ocasión justificó esta acción argumentado razones “humanitarias” que nunca he podido entender y que parecen, más bien, un derroche de cinismo.
Por otra parte, de acuerdo con la opinión de Edwin Disla -el autor de la reciente y recomendable polémica novela Manolo-, a pesar de que la prensa dominicana no ha reseñado el acontecimiento, Alicinio Peña Rivera falleció al parecer hace ya un buen tiempo.


[ii] Mientras tanto, durante el curso de tales eventos, y sin que muchos nos enteráramos, el coronel Montes Arache había asumido posturas reprochables que luego produci­rían estupor entre las filas. Montes Arache, había nego­ciado u otorgado graciosamente la libertad de esbirros y asesinos que manteníamos bajo celosa custodia en prisión con el propósito de hacerles justicia cuando llegara el mo­mento. Uno de ellos era el principal asesino de las her­manas Mirabal, Alicinio Peña Rivera, condenado a treinta años, otro era el monstruoso Felix W. Bernardino, que te­nía en su finca del Este un cementerio privado. Algunos, como Octavio Barcácer y el general José María Alcántara eran torturadores de fama. Otros treinta eran connotados asesinos del Servicio de Inteligencia Militar (SIM). Mon­tes Arache no sólo impidió su ajusticiamiento, sino que los puso en libertad entregándolos personalmente al ejército imperial y todos murieron de viejos y en sus camas. Fue la primera derrota de la revolución, una dolorosa y trau­mática derrota moral, el inevitable subproducto de una alianza coyuntural con trujillistas que nunca dejarían de serlo, como demostraría la historia más adelante.
(PCS, Uno de esos días de abril, p. 99).


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