Pedro Conde Sturla
8 de junio/6 de julio 2015
8 de junio/6 de julio 2015
El compañero Moro se inventó una isla que llamó Utopía (lugar que no existe o lugar bueno), una isla de lo más moderna, modernísima, en forma de “luna creciente”, creada en parte por órdenes superiores del rey Utopo que “hizo cortar un istmo de quince millas” que la unía al continente y “logró que el mar la rodease totalmente”. En su parte más ancha se extiende por “doscientas millas”, tiene un puerto maravilloso “a manera de un lago apacible” que ofrece a las embarcaciones “un refugio muy bien acomodado” y protegido en grado extremo por “bancos de arena” y “escollos disimulados” que “ponen espanto al que pretendiera entrar como enemigo”. Además, “Casi en el centro de este espacio existe una gran roca, en cuya parte superior han construido un fortín, y en el que existe un presidio.” La capital está en medio de la isla, equidistante de las “cincuenta y cuatro grandes y magníficas ciudades. Todas ellas tienen la misma lengua, idénticas costumbres, instituciones y leyes. Todas están construidas sobre un mismo plano, y todas tienen un mismo aspecto, salvo las particularidades del terreno. La distancia que separa a las ciudades vecinas es de veinticuatro millas. Ninguna, sin embargo, está tan lejana que no se pueda llegar a ella desde otra ciudad en un día de camino”.
El compañero Moro, Sir Tomás Moro (1478-1535), inventó una isla que llamó Utopía en la que reina un régimen socialista o más bien maoísta, a juzgar por la vestimenta, pero con elecciones libres. Se adelantó de esta manera varios siglos al compañero Marx. (La invención de Moro y “La invención de Morel” son geniales).
Isla Utopía |
Dice Keith Watson que “En el campo de la ciencia política, tanto los liberales como los socialistas atribuyen a Tomás Moro la paternidad de algunas de sus ideas. Hasta en el Kremlin había una sala dedicada a Tomás Moro, por su supuesta adhesión al ideal político del comunismo”.
De hecho, el compañero Moro redactó una especie de “Premanifiesto comunista”, una crítica feroz a la sociedad de su época, de cualquier época:
“Cuando contemplo el espectáculo de tantas repúblicas florecientes hoy en día, las veo —que Dios me perdone—, como una gran cuadrilla de gentes ricas y aprovechadas que, a la sombra y en nombre de la república, trafican en su propio provecho. Su objetivo es inventar todos los procedimientos imaginables para seguir en posesión de lo que por malas artes consiguieron. Después podrán dedicarse a sacar nueva tajada del trabajo y esfuerzo de los obreros a quienes desprecian y explotan sin riesgo alguno. Cuando los ricos consiguen que todas estas trampas sean puestas en práctica en nombre de todos, es decir, en nombre suyo y de los pobres, pasan a ser leyes respetables.
"Pero estos hombres despreciables que con su rapiña insaciable se apoderan de unos bienes que hubieran sido suficientes para hacer felices a la comunidad, están bien lejos de conseguir la felicidad que reina en la república utopiana. Allí la costumbre ha eliminado la avaricia y el dinero, y con ellos cantidad de preocupaciones y el origen de multitud de crímenes. Pues todos sabemos que el engaño, el robo, el hurto, las riñas, las reyertas, las palabras groseras, los insultos, los motines, los asesinatos, las traiciones, los envenenamientos son cosas que se pueden castigar con escarmientos, pero que no se pueden evitar. Por el contrario las elimina de raíz la desaparición del dinero que elimina al mismo tiempo el miedo, la inquietud, la preocupación y el sobresalto. La misma pobreza que parece que se basa en la falta de dinero, desaparece desde el momento en que aquel pierde su dominio.”
La obra en la que describe la isla y el régimen político la escribió en latín y el título es kilométrico: “Libellus . . . De optimo reipublicae statu, deque nova insula Utopiae ( Libro Del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía)”. Por suerte pasó a la historia con un nombre más corto, simplemente “Utopía”. Una de las grandes obras del ingenio político-literario. Pero en realidad Moro escribió dos “Utopía”, o por lo menos una segunda y una primera parte, un libro segundo y un libro primero, y lo digo en ese orden porque -según los entendidos- Moro escribió el segundo antes que el primero en 1915, y el primero en 1916. Y además el libro que circula con el título “Utopía” es a veces el libro segundo.
“Utopía” está inspirado supuestamente “en las narraciones fantásticas que Américo Vespucio realizó del Nuevo Mundo”, pero hay poco de fantástico en las disertaciones económicas, políticas, filosóficas del primer libro, en el llamado “Diálogo del eximio Rafael Hitlodeo sobre la mejor forma de comunidad política. Por el ilustre Tomás Moro, ciudadano y sheriff de Londres, ínclita ciudad de Inglaterra”.
Es aquí donde el compañero Moro, o su alter ego Hitlodeo, elabora la parte más jugosa de su “Premanifiesto comunista”, basado en ideas del cabeza caliente de Platón, un auténtico disociador:
“Ya Platón explica con una bella comparación los motivos que alejan a los sabios de los asuntos públicos. Suponed que están viendo cómo la gente pasea por calles y plazas bajo una lluvia incesante. Por más que gritan no logran convencerles de que se metan en sus casas y se aparten del agua. Salir ellos mismos a la calle no conseguiría nada, sino mojarse ellos también. ¿Qué hacer entonces? En vista de que no van a poner remedio a la necedad de los otros, optan por quedarse a cubierto, defendiendo al menos su seguridad.
"De todos modos, mi querido Moro, voy a decirte lo que siento. Creo que donde hay propiedad privada y donde todo se mide por el dinero, difícilmente se logrará que la cosa pública se administre con justicia y se viva con prosperidad. A no ser que pienses que se administra justicia permitiendo que las mejores prebendas vayan a manos de los peores, o que juzgues como signo de prosperidad de un Estado el que unos cuantos acaparen casi todos los bienes y disfruten a placer de ellos, mientras los otros se mueren de miseria.Por eso, no puedo menos de acordarme de las muy prudentes y sabias instituciones de los utopianos. Es un país que se rige con muy pocas leyes, pero tan eficaces, que aunque se premia la virtud, sin embargo, a nadie le falta nada. Toda la riqueza está repartida entre todos. Por el contrario, en nuestro país y en otros muchos, constantemente se promulgan multitud de leyes. Ninguna es eficaz, sin embargo. Aquí cada uno llama patrimonio suyo personal a cuanto ha adquirido. Las mil leyes que cada día se dictan entre nosotros no son suficientes para poder adquirir algo, para conservarlo o para saber lo que es de uno o de otro. ¿Qué otra cosa significan los pleitos sin fin que están surgiendo siempre y no acaban nunca?
Cuando considero en mi interior todo esto, más doy la razón a Platón. Y menos me extraña que no quisiera legislar a aquellas ciudades que previamente no querían poner en común todos sus bienes. Hombre de rara inteligencia, pronto llegó a la conclusión de que no había sino un camino para salvar la república: la aplicación del principio de la igualdad de bienes. Ahora bien, la igualdad es imposible, a mi juicio, mientras en un Estado siga en vigor la propiedad privada. En efecto, mientras se pueda con ciertos papeles asegurar la propiedad de cuanto uno quiera, de nada servirá la abundancia de bienes. Vendrán a caer en manos de unos pocos, dejando a los demás en la miseria. Y sucede que estos últimos son merecedores de mejor suerte que los primeros. Pues estos son rapaces, malvados, inútiles; aquellos, en cambio, son gente honesta y sencilla, que contribuye más al bien público que a su interés personal.
"Por todo ello, he llegado a la conclusión de que si no se suprime la propiedad privada, es casi imposible arbitrar un método de justicia distributiva, ni administrar acertadamente las cosas humanas. Mientras aquella subsista, continuará pesando sobre las espaldas de la mayor y mejor parte de la humanidad, el angustioso el inevitable azote de la pobreza y de la miseria.”.
Como dice la gran poesía de la Biblia, nada nuevo hay bajo el sol.
La utopía de Moro (2 de 2)
El compañero Moro, Sir Tomás Moro, describe en el segundo libro de la obra que llamamos “Utopía” (el que escribió primero), un régimen político y una isla donde todas las casas son más o menos iguales y los ciudadanos las intercambian “cada diez años por sorteo”, las vestimentas son más o menos iguales, las jornadas de trabajo están reglamentadas, “son de seis horas”, “dedican ocho al sueño y las horas libres como deseen, pero son estimulados a realizar actividades que desarrollan la creatividad y la inteligencia”, la propiedad privada no existe, “Los habitantes se consideran más agricultores que propietarios…. realizan por turnos las labores agrícolas”, “No dejan que las gallinas incuben los huevos. Someten a estos a una especie de calor constante que los vitaliza y empolla”, la población se rige por un sistema democrático, los gobernantes son elegidos anualmente, y existe, entre tantas otras cosas bellas, libertad religiosa y plena tolerancia y vocación pacifista.
Las ideas más radicales figuran, como se dijo anteriormente, no en el segundo sino en el primer libro, en el “Diálogo del eximio Rafael Hitlodeo sobre la mejor forma de comunidad política”.
La casa de Tomás Moro
Así, por ejemplo, como cuando habla sobre la pena de muerte que se inflige a los ladrúnculos:
“La casualidad me hizo encontrar, un día en que estaba comiendo con el cardenal, a un laico versado en nuestras leyes. Este comenzó, no sé a qué propósito, a ponderar la dura justicia que se administraba a los ladrones. Contaba complacido cómo en diversas ocasiones había visto a más de veinte colgados de una misma cruz. No salía de su asombro al observar que siendo tan pocos los que superaban tan atroz prueba, fueran tantos los que por todas partes seguían robando.
"-No debes extrañarte de ello -me atreví a contestarle delante del Cardenal-: semejante castigo infligido a los ladrones ni es justo ni útil. Es desproporcionadamente cruel como castigo de los robos e ineficaz como remedio. Un robo no es un crimen merecedor de la pena capital. Ni hay castigo tan horrible que prive de robar a quien tiene que comer y vestirse y no halla otro medio de conseguir su sustento. No parece sino que en esto, tanto en Inglaterra como en otros países, imitáis a los malos pedagogos: prefieren azotar a educar. Se promulgan penas terribles y horrendos suplicios contra los ladrones, cuando en realidad lo que habría que hacer es arbitrar medios de vida. ¿No sería mejor que nadie se viera en la necesidad de robar para no tener que sufrir después por ello la pena capital?”
O bien cuando se queja de las ovejas que se comen a los hombres:
"-Hay, además, otras causas del robo. Existe otra, a mi juicio, que es peculiar de vuestro País (Inglaterra).
"-¿Cuál es? —preguntó el Cardenal.
Enrique VIII por Hans Holbein
"-Las ovejas —contesté— vuestras ovejas. Tan mansas y tan acostumbradas a alimentarse con sobriedad, son ahora, según dicen, tan voraces y asilvestradas que devoran hasta a los mismos hombres, devastando campos y asolando casas y aldeas. Vemos, en efecto, a los nobles, los ricos y hasta a los mismos abades, santos varones, en todos los lugares del reino donde se cría la lana más fina y más cara. No contentos con los beneficios y rentas anuales de sus posesiones, y no bastándoles lo que tenían para vivir con lujo y ociosidad, a cuenta del bien común -cuando no en su perjuicio- ahora no dejan nada para cultivos. Lo cercan todo, y para ello, si es necesario derribar casas, destruyen las aldeas no dejando en pie más que las iglesias que dedican a establo de las ovejas. No satisfechos con los espacios reservados a caza y viveros, estos piadosos varones convierten en pastizales desiertos todos los cultivos y granjas.
"Para que uno de estos garduños —inexplicable y atroz peste del pueblo— pueda cercar una serie de tierras unificadas con varios miles de yugadas, ha tenido que forzar a sus colonos a que le vendan sus tierras. Para ello, unas veces se ha adelantado a cercarlas con engaño, otras les ha cargado de injurias, y otras los ha acorralado con pleitos y vejaciones. Y así tienen que marcharse como pueden hombres, mujeres, maridos, esposas, huérfanos, viudas, padres con hijos pequeños, familias más numerosas que ricas, pues la tierra necesita muchos brazos.”
Sobre la pena de muerte es particularmente incisivo y reiterativo:
“ -Mi última convicción, Santísimo Padre -le dije yo- es que es totalmente injusto quitar la vida a un hombre por haber robado dinero. Pues creo que la vida de un hombre es superior a todas las riquezas que puede proporcionar la fortuna. Si a esto se me responde que con ese castigo se repara la justicia ultrajada y las leyes conculcadas y no la riqueza, entonces diré que, en tal caso, el supremo derecho es la suprema injusticia. Porque las leyes no han de aceptarse como imperativos manlianos, de forma que a la menor transgresión haya que echar mano de la espada. Ni los principios estoicos hay que tomarlos tan al pie de la letra que todas las culpas queden homologadas, y no haya diferencia entre matar a un hombre o robarle su dinero. Estas dos cosas, hablando con honradez, no tienen ni parecido ni semejanza.”
Este noble pensamiento es bueno tenerlo presente por lo que se verá en una próxima entrega sobre la vida del gran humanista.
El compañero Moro, Sir, Tomás Moro, ganó inmensa fama con una obra en la que expone el más radical e incisivo conjunto de ideas de la época, de muchas épocas, un conjunto de ideas que sacudió la opinión de su tiempo y causa todavía asombro y visceral rechazo, adhesión, admiración o rechazo sin posibilidad de medias tintas.
Santo Tomás Moro ganó la santidad defendiendo heroicamente a la iglesia católica, al papa y sobre todo sus irrenunciables principios frente al despótico y erotómano Enrique VIII, (un personaje que mi amigo Avelinus admira casi tanto como a Rodrigo Borgia). También la iglesia anglicana lo considera un santo, un mártir, un héroe cristiano. Pero Santo Tomás Moro tenía la mano pesada.
Esa es otra historia.
El humanista decapitado
Las historias más conocidas sobre Tomás Moro pertenecen al ámbito de la hagiografía, vida de santos y mártires, héroes de la fe.
Santo y mártir es Tomás Moro para la iglesia católica y para la iglesia anglicana y pocos son los que niegan su condición de humanista. La famosa película de Fred Zinnemann, “Un hombre para todas las estaciones” (1966), basada en un drama de Robert Bolt, lo sitúa muy cerca de la perfección, tal y como lo describió poéticamente su contemporáneo y admirador Robert Whittington en 1520:
“Moro es hombre de la inteligencia de un ángel y de un conocimiento singular. No conozco a su par. Porque ¿dónde está el hombre de esa dulzura, humildad y afabilidad? Y, como lo requieren los tiempos, hombre de maravillosa alegría y aficiones, y a veces de una triste gravedad. Un hombre para todas las estaciones.”
En el “Resumen de la heroica vida y ejemplar muerte del Ilustre Tomás Moro, Gran Canciller de Inglaterra, Vizconde y Ciudadano de Londres, extractada de la ‘Historia Eclesiástica del Cisma de aquel Reyno, que escribió el P. Pedro de Ribadeneyra, de la Compañía de Jesús,” se dice lo siguiente:
“Entre los muchos mártires que han padecido y muerto en defensa de nuestra Santa y Católica Religión con motivo del cisma suscitado en el reinado de Enrique VIII, se cuenta Tomás Moro, varón de grande ingenio, excelente doctrina y loables costumbres. Nació en Londres en 1478. Su padre se llamaba Juan Moro, y era de linaje más honrado que noble. Criose bajo los principios de la Religión y de la Piedad Católicas, no sin aprovechamiento; tanto que el gran concurso de dotes corporales y bienes del alma le hicieron varón clarísimo y dieron verdadera nobleza a su familia. Fue muy docto en todas las letras y elocuentísimo en las lenguas griega y latina. Sirvió en diversas embajadas de su Rey. Tuvo grandes cargos y oficios preeminentes qué ejerció con aplauso, rectitud y desinterés; y a pesar de haber contraído segundas nupcias y haber tenido muchos hijos, no engrandeció su patrimonio. Su cuidado se centraba en amparar y defender la Justicia y la Religión, y resistir con su autoridad, doctrina y libros que escribió, a los herejes que venían secretamente de Alemania a propagar sus enseñanzas a Inglaterra. De tal manera que entre todos los ministros del Rey ninguno se destacó tanto en refrenarlos y dificultarles sus actividades, por cuya razón fue tan amado y reverenciado de las personas virtuosas como aborrecido y perseguido por los perversos.”
De otra fuente apologética copio un párrafo que no tiene desperdicio:
“Aunque abandonó su vida ascética para volver a su anterior profesión jurídica hasta ser nombrado miembro del Parlamento en 1504, Moro nunca olvidó ciertos actos de penitencia, llevando durante toda su vida un cilicio en la pierna y practicando ocasionalmente la flagelación.”
Moro cayó en desgracia en 1530 cuando se negó a firmar una carta suscrita por el clero y la nobleza en la que se rogaba encarecidamente al papa la anulación del matrimonio de Enrique VIII y Catalina de Aragón, algo que no hubiera sido difícil si la Catalina no hubiera sido hija, la hija menor de los reyes católicos y tía del monarca más poderoso de la época, Carlos I de España y Carlos V del llamado Sacro Imperio Romano Germánico (del primer título viene el nombre del brandy español que tanto gustaba al Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, canchanchán del Generalímo Franco).
Por miedo a Carlos I o Carlos V, solamente por miedo, se negó el papa a conceder un divorcio que le habría reportado pingües beneficios. La negativa produjo a la larga la ruptura entre Inglaterra y Roma y el nombramiento de Enrique VIII como jefe supremo de la iglesia de Inglaterra mediante el Acta de Supremacía (1534) que Moro se negó a firmar, sellando con ello su sentencia de muerte. (El Acta de Supremacía, por cierto, junto a la Carta Magna y el Acta de Navegación representan los tres grandes hitos históricos de Inglaterra, especialmente el Acta de Navegación, la que convirtió una isla en la más grande potencia naval del planeta, la pérfida Albión).
Moro fue juzgado y condenado por “alta traición”, pero como dice mi docto cofrade Avelinus, el piadoso Enrique VIII le ahorró a su amigo y colaborador de tantos años el suplicio de la hoguera y lo hizo decapitar limpiamente por un verdugo experto con espada de buen filo (el hacha estaba reservada para los plebeyos).
Murió, según se dice, valientemente, haciendo gala de un extraño sentido de humor negro y de una extraña lealtad al rey que lo condenaba y al dios que lo abandonaba a su suerte. Dicen que dijo “Muero siendo el buen siervo del Rey, pero primero de Dios”.
Detrás de tanta luz hay muchas sombras.
El inquisidor decapitado
En los cargos que desempeñó Santo Tomás Moro, según la historia oficial, parecería haberse ocupado desinteresadamente del bien común y sólo del bien común. Pero quizás Moro estuvo en un tiempo más cerca del político trepador que del idealista. Llamó la atención de Enrique VIII cuando le escribió un poema, un poema para la coronación del monarca, y desde entonces todo fue viento en popa durante 16 años:
“Enrique VIII, atraído por su valía intelectual, le promovió a cargos de importancia creciente: embajador en los Países Bajos (1515), miembro del Consejo Privado (1517), portavoz de la Cámara de los Comunes (1523) y canciller desde 1529 (fue el primer laico que ocupó este puesto político en Inglaterra). Ayudó al rey a conservar la unidad de la Iglesia de Inglaterra, rechazando las doctrinas de Lutero; e intentó, mientras pudo, mantener la paz exterior”.
El mantenimiento de la paz y la unidad de la iglesia incluía la quema de libros luteranos, la lucha contra la herejía luterana, el espionaje, persecución y arresto de protestantes reales o presuntos y otras cosas peores. Santo Tomás Moro tenía la mano pesada, muy pesada.
Tanto en vida como después de su muerte fue blanco de horribles acusaciones. En el monumental “Libro de los mártires” (1563) de John Foxe (2,300 páginas) se le culpa de ejercer personalmente la tortura en los interrogatorios que se practicaban a los herejes, lo cual no debería ser sorprendente. Sorprendente es que al parecer lo hacía hasta en su propia casa. Alguna vez admitiría que ciertamente encarceló a los infames disociadores en su dulce morada, aunque sólo para protegerlos y no para maltratarlos. Y no parece haber ocultado su convicción de que los protestantes merecían ser exterminados. “En total fueron seis personas quemadas en la hoguera por herejía durante su período como canciller.”
En realidad, hay quien le atribuye una posición menos radical a Moro en el desempeño de sus cargos, “una posición moderada y hasta relativamente tolerante”. Hay quien afirma que traicionó su vocación humanista y hay quien lo absuelve de todo pecado.
Terrible es desde el título (“El inquisidor decapitado”), el argumento de la novela de César Vidal contra Moro, y más aún la reseña de un autor que no he podido identificar, el mismo que nos habla de “La cara oscura de Tomás Moro”:
“Esta obra del escritor español César Vidal es en extremo reveladora, es una novela histórica que aborda los últimos años de Sir Thomas More, o Tomás Moro, como se le conoce en castellano, un personaje que ha sido canonizado por la Iglesia Católica como un mártir y que en la devoción popular ha pasado a ser el ‘santo de los políticos’. Aunque Moro también es famoso en los medios académicos por haber escrito una singular obra llamada: ‘Utopía’, en la cual proyecta una ciudad ideal.
“Tomás Moro (1478-1535) fue un canciller inglés y un devoto católico, bajo las órdenes del rey Enrique VIII. Fue contemporáneo de Erasmo de Rótterdam y Martín Lutero, siendo amigo del primero y enemigo acérrimo del segundo. En las biografías tradicionales se presenta a Moro como un defensor de la libertad de cultos y de palabra. Pero en esta novela César Vidal derrumba esa imagen al presentarnos un rostro desconocido de este personaje: el de un inquisidor implacable y cruel que persiguió a cuantas personas disentían de la Iglesia de Inglaterra, pues se sentía un adalid con la misión de exterminar la herejía del reino y preservar la fe católica.
“Moro mandó a la hoguera, a la horca o a la decapitación a los sospechosos de compartir las doctrinas protestantes que se estaban extendiendo en el continente. Por sus calabozos pasaron clérigos, mercaderes, curtidores y hasta profesores de la universidad, a ninguno perdonó. Ordenó que se les aplicaran las más severas e inhumanas torturas, tales como que se les cortara el pene y se les introdujera en la boca, luego que se les abriera el vientre para sacarles los intestinos y cocerlos en un caldero para que percibieran su olor, para finalmente cortarles la cabeza.
“En la novela se mencionan algunos personajes históricos, no ficticios, que sufrieron la tortura o la muerte por órdenes de Moro: Thomas Hitton, John Petyt, Thomas Bilney, George Constantine, Richard Bayfield, John Tewkesberry, Thomas Dusgate, James Bainham y John Frith.
“Dicho de otra manera, Tomás Moro fue el gran inquisidor de Inglaterra durante los años en que fungió como canciller al servicio de Enrique VIII. Para justificar su posición, Moro escribió varios opúsculos: en ‘Diálogo referente a las herejías’, señaló que los herejes deben ser castigados por muerte en el fuego; en ‘Súplica por las almas’, amenazó con el purgatorio a todos aquellos que se opusieran a la Iglesia Romana; y en ‘La apología del caballero Sir Tomás Moro’, atacó la libertad de conciencia, con lo cual cae por tierra la reputación de ‘defensor del libre pensamiento’ que se le adjudica.
“Pero tal como le sucediera a Amán, un siniestro personaje del Antiguo Testamento que quería exterminar a los judíos de Persia, las cosas se voltearon contra Tomás Moro, la horca que él había preparado para seguir colgando ‘herejes’ se alzó para ejecutarlo a él. Su historia tomó este infausto giro cuando, siendo aún canciller, se opuso al divorcio de Enrique VIII con Catalina de Aragón. En un principio Moro había apoyado al rey, aun sabiendo que éste quería casarse con Ana Bolena para engendrar el hijo varón que la reina no le había dado. Pero después Moro cambió su actitud hacia el monarca, al parecer movido por tres causas: la primera es que Enrique VIII estaba decidido a romper nexos con el Vaticano porque el Papa se oponía a la anulación de su matrimonio; la segunda, que Moro fue despojado de su autoridad para seguir linchando herejes; y la tercera que comenzó a prestar oídos a Elizabeth Barton, una monja visionaria que le profetizó al rey que sería castigado por Dios si se oponía al Papa.
“En fin, una historia que es de sobra conocida, el caso es que Moro fue acusado de alta traición al rey de Inglaterra y fue confinado a la torre de Londres, de donde fue llevado directamente al patíbulo. Estaba condenado a sufrir las mismas torturas que él les había infligido a los disidentes que había procesado, pero por el aprecio que el rey aún le tenía, éste ordenó que la sentencia se le conmutara por la decapitación. Terminando así los días de un hombre que tuvo algunas ideas ilustres, pero que perdió la cabeza mucho antes de que la quitaran.”
Tan ásperas y brutales opiniones no dejan de sembrar duda en cuanto a la veracidad de la fuente. Duda razonable, sin duda, muy razonable.
Para compensar a los incrédulos, entre los cuales me cuento parcialmente, copio la opinión de Peter Berglar, un historiador alemán que escribió un libro apologético sobre nuestro vilipendiado personaje: “La hora de Tomás Moro. Solo frente al poder”.
Berglar afirma, según los entendidos, “que durante los años de influencia ascendente de Tomás Moro en el poder no se pronunció ni una sentencia de muerte por herejía en la diócesis de Londres. En cambio, fue durante la caída en desgracia de Tomás Moro previa a su renuncia como Lord Canciller cuando recomenzaron las ejecuciones de herejes…
“Sólo cuando el clero inglés se hubo sometido al rey en febrero de 1531, y lo aceptó como cabeza de la Iglesia, las hogueras volvieron a arder…
“De las tres quemas (conjuntas) de herejes en los últimos seis meses de la cancillería de Moro fue responsable el nuevo obispo de Londres, el sucesor de (Cuthbert) Tunstall, Stokesley. En resumen: No se le puede culpar a Sir Thomas de persecuciones físicas de herejes. Sus manos no están manchadas de sangre.”
No todo será verdad, pero no todo será mentira. He aquí de cualquier manera evidenciada la terrible dualidad del ser humano, su increíble capacidad de desdoblamiento. De fingir lo que no es.
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