Pedro Conde Sturla
Alguien dijo que la dictadura es aquel
sistema de gobierno en el cual todo lo que no está prohibido es obligatorio. Esta
definición impecable, al parecer, traza una línea perfectamente divisoria entre
un régimen de intolerancia y la democracia representativa, inspirada vagamente,
etimológicamente en los griegos y basada sobre todo en las ideas de Montesquieu
y Rousseau: Separación de poderes del estado, soberanía popular, sufragio
universal, etc.
Como toda definición, sin
embargo, es muy bonita para ser cierta y en la supuesta línea perfectamente divisoria
de uno y otro sistema conviven elementos comunes, en especial la intolerancia y
el ejercicio de la fuerza bruta o inteligente para hacernos pagar los platos
rotos. Hay muchas cosas que no están prohibidas en nuestra llamada democracia
representativa y no son obligatorias, pero estamos obligados o condenados a un
régimen impositivo para financiar a organizaciones de malhechores llamados
partidos políticos y la mitad del presupuesto nacional corresponde a una deuda eterna,
préstamos infinitos que los banqueros del primer mundo han otorgado a esas
pandillas para que los pandilleros los distraigan graciosamente, poniendo como
garantía la más preciosa prenda: el pueblo y el país de los dominicanos.
El negocio es redondo para ambos
bandos de pandilleros. El dinero robado por las pandillas políticas locales regresa
casi de inmediato a las arcas de las pandillas de banqueros internacionales y el
pago de los intereses se realiza exprimiendo a la población, obligando onerosamente a la mayoría a honrar una
deuda que nunca ha contraído, mediante un sistema de ajuste tras ajuste que
impone un policía internacional llamado, eufemísticamente, FMI.
Todo dominicano, todo latinoamericano,
como dice Eduardo Galeano, por pobre que sea nace con una deuda millonaria que
deberá pagar durante generaciones. La línea de demarcación entre dictadura y
democracia, y sobre todo entre democracia y cleptocracia -gobierno de ladrones-,
no es, pues, tan perfecta.
Alguien
tiene que pagar los millones de dólares de lo de la Hidro Québec durante
el gobierno de Balaguer, lo de los mil millones de bonos soberanos durante el
gobierno de Hipólito Dauhajre y lo de los ciento sesenta millones de la Sun Land durante el
gobierno de Leonel, alguien tiene que pagar por los sueldos de lujos y las
jeepetas de los funcionarios, alguien tiene que pagar por la generosidad del
despacho de la primera dama, alguien tiene que pagar el inmenso derroche durante
la campaña reelectoral. Ese alguien somos nosotros, la mayoría que vive al
margen del poder. Los otros son los beneficiaros. “El infierno –como decía
Sartre- son los otros”. Todos los que viven en el paraíso robado.
pcs, martes, 27 de mayo
de 2008
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