viernes, 17 de noviembre de 2017

La otra campana: Rebatiendo lo que otrOs dicen del lenguaje no sexista


Olga Castro Vázquez
olgacastro@uvigo.es


Versión original en gallego publicada en O verbo patriarcal (monográfico número 24, en la revista Festa da Palabra Silenciada). Más información: 
 
Le tocó a miembras, pero podría haberle tocado a cualquier otra. Como cada vez que se feminiza una palabra, en los últimos meses disfrutamos de la indeseable e indeseada oportunidad de escuchar los rugidos discrepantes (y casi siempre insultantes) que atacan al lenguaje no sexista. Tanto si se trata de una oposición desde la lingüística tradicional que cuestiona el lenguaje no sexista por supuestamente corromper la gramática, como si consiste en un rechazo basado en meras opiniones inconsistentes que tergiversan de forma malintencionada los objetivos del lenguaje no sexista y difunden falsos mitos aprovechando las influyentes columnas de opinión de los medios de comunicación, estas reacciones esconden profundas concepciones misóginas que consideran el lenguaje no sexista como una verdadera amenaza contra el orden establecido que tanto lOs beneficia.
A estas alturas de la vida, las y los feministas sabemos que estas reacciones carecen de credibilidad. Sin embargo, no podemos obviar que las tergiversaciones con frecuencia consiguen su pernicioso objetivo de confundir a la opinión pública sobre lo que en realidad es y persigue el lenguaje no sexista. Con el propósito de contribuir a despejar estas confusiones, en este artículo repasaré algunas de las falacias y acusaciones más frecuentes contra el lenguaje no sexista, para rebatirlas una a una con los argumentos críticos que nos proporciona la lingüística feminista en sus múltiples caracterizaciones.

1. Preocúpense por la discriminación social y déjense de tonterías lingüísticas
Con mucha frecuencia nos han dicho, supuestamente de buena fe, que no derrochemos nuestros esfuerzos en inútiles batallas lingüísticas y que nos ocupemos de luchar contra la desigualdad salarial, la violencia sexista, la negación del derecho al aborto, etc. No obstante, más allá de las estructuras materiales y prácticas, la opresión de las mujeres existe también en las auténticas bases del logos y del razonamiento, y éstas abarcan los sutiles procedimientos lingüísticos y los procesos lógicos a través de los cuales se produce el significado.
Por lo tanto, decir miembras y no miembros no es un asunto trivial. Pensamos con palabras y categorías gramaticales, e imaginamos la realidad a través de la representación cognitiva que hacemos de ella mediante el lenguaje. El famoso principio cartesiano “pienso, luego existo” ganaría sin duda precisión si se formulase, como propuso Wittgenstein, “hablo, luego pienso, luego existo”. Esto lo saben las compañías mediáticas y publicitarias, que calculan escrupulosamente las palabras a utilizar en sus discursos para construir en nuestras mentes una realidad que resulte beneficiosa para sus propósitos, acordes por lo general a los principios hegemónicos neoliberales. Pero esto que tiene valor axiomático en las escuelas de comunicación y publicidad, pierde inexplicablemente validez cuando se reivindica desde los feminismos. O quizás sí haya una explicación: dado el potencial del lenguaje en la construcción mental de la realidad, el lenguaje no sexista supone toda una amenaza contra el orden social establecido, y por este motivo provoca en ciertos grupos sociales un profundo temor a que los valores feministas derriben esos principios hegemónicos que tanto los benefician, origina un miedo a que se produzca un cambio social que debilite parte de los privilegios que les otorga el lenguaje y la sociedad patriarcal. Y por ello, cuando no logran someter las reivindicaciones feministas al silencio, utilizan la ridiculez como estrategia de deslegitimación. Sólo así se explican definiciones de lenguaje no sexista como “una soplapollez”  (Arturo Pérez Reverte en El Semanal XL, 2/4/2000) “una mojigatería, una ridiculez, una cursilería” (Javier Marías en El País Semanal -en adelante EPS- 20/3/1995), “lenguaje feminista coñazo” (Manuel-Luis Casalderrey en La Voz de Galicia, 15/11/1995), o “chorradiñas lingüísticas” (mismo autor en La Voz de Galicia, 3/8/2004).
A pesar de estas burlas y desprecios, emplear un lenguaje libre de sexismo es un asunto central para los feminismos y para cualquier sociedad moderna que promueva la igualdad entre mujeres y hombres, y de ahí que las diferentes leyes de igualdad (autonómicas, estatales o europeas) incorporen epígrafes en los que legislan a favor de su uso. El lenguaje no sexista no busca tan sólo tratar de forma simétrica a mujeres y hombres a nivel lingüístico, sino ganar precisión y exactitud a nivel cognitivo sin excluir ni invisibilizar a ninguno de los sexos. No se trata de cambiar el lenguaje por el simple hecho de hacerlo, ni siquiera por una cuestión estética o de moda, ni se trata tampoco de imponer cambios prescriptivos. Al contrario, de lo que se trata es de cambiar el repertorio de significados que transmiten las lenguas, de transformar el lenguaje para hacer una representación más igualitaria de la realidad que conduzca a una categorización también más igualitaria en los modos de pensamiento, y de promover la reflexión sobre los cambios en la lengua para que las y los hablantes pensemos en lo que decimos y en cómo lo decimos, de modo que así se generen cambios en las perspectivas que, a su vez, tendrán consecuencias materiales en la acción humana y en la realidad. Ya que el lenguaje refleja la realidad, la reforma lingüística constituye un complemento necesario a la reforma social de género para así reflejar en la lengua los cambios que se van produciendo en las sociedades; pero, ya que al mismo tiempo el lenguaje también contribuye a construir nuestra visión de la realidad (pensamos con palabras), la reforma lingüística es una manera importante (por supuesto no la única) de caminar hacia una reforma social que nos lleve a una sociedad en igualdad. Emplear un lenguaje no sexista contribuirá al cambio social hacia una sociedad igualitaria. Y esto provoca que, además de preocuparnos por la violencia sexista o por el derecho al aborto, estas supuestas “tonterías lingüísticas” sí sean fundamentales para la causa feminista y para cualquier sociedad democrática.

2. El lenguaje no sexista es antinatural
El machismo lingüístico reduce el lenguaje no sexista a aquél que llena el texto de arrobas, barras, guiones, paréntesis, palabras inexistentes o dobletes, entorpeciendo el texto y creando un lenguaje antinatural capaz de “violentar la gramática e ir contra el sentido común” (Miguel García-Posada en EPS, 20/3/1995), aunque cabría preguntarse quién fija lo que se entiende por sentido común en una sociedad... En cualquier caso, la idea de que el lenguaje no sexista crea un lenguaje antinatural cala hondo, y acaba provocando que en materiales de referencia como el libro Lengua gallega. Criterios lingüísticos (2003) se afirme que “non debemos abusar dos recursos cos que conta a lingua neste sentido, ou acabaríamos empregando unha linguaxe antinatural e afastada da gramática”. Pero cala tan hondo, que incluso muchas guías para un lenguaje no discriminatorio recomiendan que se prescinda de opciones con barras o arrobas y en su lugar se usen siempre genéricos. Resulta curioso que tanto fastidien las barras para indicar la presencia de mujeres y hombres en la construcción significativa de un enunciado, pero que no molesten cuando se utilizan para indicar ‘y/o’, el plural en frases como ‘según la/s ley/es vigente/s’, etc. Al final va a ser que lo molesto no son las barras, sino las mujeres! También en estas guías suele recomendarse un uso limitado de la grafía @ por resultar impronunciable y no tener una lectura asociada, aunque todavía nadie haya establecido cuál es la pronunciación o la lectura asociada de otras grafías como ( ) o [ ], por ejemplo!
Por otro lado, en realidad nada puede crear un lenguaje antinatural porque el lenguaje no es un ente estático ni ajeno al uso. Así, por definición, nunca puede ser natural. Al contrario, es una construcción humana que refleja determinados valores (con frecuencia, los dominantes), un constructo social y una cuestión de hábito que responde a las necesidades de comunicación de una sociedad, tiempo y lugar determinado. Y por lo tanto, puede cambiar(se). Y (se) cambia.

3. Yo, como mujer, no me siento discriminada por el lenguaje
Es frecuente que, para deslegitimar las denuncias contra el sexismo lingüístico, se nos den ejemplos de mujeres que afirman no sentirse en absoluto discriminadas. En época reciente se repitieron hasta la saciedad las declaraciones de Ana María Matute (una de las pocas miembras de la RAE) asegurando que hablar de miembra era “ridículo” (entrevista original publicada en El Cultural, 26/6/2008).
Sin embargo, ver y sentir la discriminación en el lenguaje no es cuestión de sexo, sino de conciencia y consciencia de género. Como ya he mencionado, el lenguaje se ha ido construyendo socialmente desde un punto de vista androcéntrico porque ése era el punto de vista de los grupos de poder, encargados de convertir sus valores culturales e ideológicos en los dominantes, presentando como necesaria y única posible la que no es más que una forma (de entre muchas) de organización social. Justamente al ser dominantes, estos valores se presentan como neutrales, objetivos, ‘normales’ y ‘naturales’ y se van adquiriendo de forma acrítica e inconsciente hasta el punto de que los grupos no dominantes los acepten como correctos y queden alienados y convencidos de que las cosas son así porque siempre han sido así, y que así deberán seguir siendo. La historia nos brinda numerosos ejemplos de esta alienación: la de la comunidad negra cuando durante siglos veía como normal vivir explotada por la blanca; la de las esclavas y esclavos cuando consideraban ley de vida servir a los amos; y también la de las mujeres, durante siglos, cuando no reclamaban su derecho humano a la educación o a un trabajo remunerado porque simplemente no lo consideraban algo ‘propio’ para ellas. Respecto al lenguaje, los grupos de poder presentaron el lenguaje sexista y androcéntrico como el normal y natural, y de este modo tanto hombres como mujeres lo han ido adquiriendo y perpetuando de forma acrítica e inconsciente, hasta dar lugar a lo que el sociólogo Pierre Bourdieu denomina “dominación simbólica”.

4. Las feministas confunden sexo y género
Suele decirse también que las y los feministas confundimos todo y no nos enteramos de que el género lingüístico no tiene nada que ver con el sexo. Según la gramática tradicional, el sexo es una categoría biológica sin relación con la categoría lingüística del género gramatical, como demostraría el hecho de que en gallego, catalán o castellano se le otorgue género masculino o femenino no sólo a los ser humanos y vivos, sino también a los objetos inanimados.
Pero esta afirmación exige una importante matización. En realidad, no confundimos sexo y género. Lo que sí sabemos es que los sexos formamos parte de la realidad, y por ese motivo estamos representados en las lenguas a través de diferentes recursos lingüísticos, como por ejemplo el género gramatical (en gallego, catalán, castellano, portugués, etc.) o el género natural (en inglés). Así, en inglés el género es natural porque por lo general sólo se le atribuye a los seres sexuados, mientras que en las otras lenguas mencionadas el género es gramatical porque no sólo se le asigna a los ser sexuados, sino también a todas las palabras y objetos. No obstante, cuando en estos idiomas el género gramatical se refiere a las personas, se basa principalmente en criterios semánticos pues hace referencia al sexo real y refleja la distinción entre mujeres y hombres. Es decir, cuando el referente son personas, sexo y género gramatical convergen, excepto en las muy contadas excepciones de los epicenos (palabras que con un único género gramatical designan a personas de ambos sexos, como ‘la víctima’, ‘el genio’, ‘el ser humano’, ‘el sujeto’, ‘la persona’).

5. El masculino es genérico                      
Partimos de un lenguaje regulado y normativizado en base a los valores sociales y culturales dominantes, es decir, patriarcales y androcéntricos. Con la desaparición del género neutro del latín, los grupos de poder (masculinos, porque las mujeres estaban recluidas en casa) decidieron normalizar el género masculino y proclamarlo el no marcado, el válido para nombrarlos sólo a ellos o a toda la humanidad. En consecuencia, en idiomas como el gallego, catalán, castellano, etc. se usa el masculino para hacer referencia al sexo hombre, a ambos sexos, a un sexo desconocido o incluso al sexo mujer (es muy habitual llamar ‘alumnos’ a las personas de una clase, aún cuando todas son mujeres). El androcentrismo resulta aún más claro en el uso de la voz ‘hombre’ para hacer referencia a la humanidad en su conjunto (como ‘el hombre prehistórico’), que acaba explicando frases del tipo ‘solicite un duplicado para su esposa e hijos’, ‘abono familiar para marido y cónyuge’ o ‘los miembros del Parlamento y sus esposas’. Desde la gramática tradicional se sostiene que tanto ‘hombre’ como el masculino genérico son epicenos: “el género masculino no es suprimible; forma parte del código básico del idioma (...) y responde simplemente al principio de economía” (Miguel García-Posada en El País, 4/7/2008).
No obstante, ni el masculino genérico ni la voz ‘hombre’ funcionan como epicenos por dos razones. En primer lugar, porque de acuerdo con numerosos estudios de la psicolingüística, a nivel cognitivo la representación mental que crea el masculino es eminentemente masculina, invisibilizando a parte de los sujetos a quien dice representar, lo que hace que las mujeres queden excluidas de la representación del mundo. Pero sobre todo, en segundo lugar, porque por definición los epicenos incluyen siempre a personas de ambos sexos, sin ambigüedad, mientras que el masculino genérico o la palabra ‘hombre’ son muy ambiguos, y unas veces incluyen sólo a los hombres y otras veces se debe entender que, supuestamente, incluyen a mujeres y hombres. Al preguntar ‘¿cuántas víctimas sufren ataques racistas?’ no cabe duda de que el cómputo debe incluir a hombres y mujeres (entonces, víctima sí es un epiceno). Pero al preguntar ‘¿cuántos tíos tiene Xaquín?’ no es posible saber si la referencia se restringe a los hombres, a las mujeres o incluye a ambos sexos (entonces, el masculino genérico no funciona como epiceno).
Sin embargo, Álvaro García Meseguer (¿Es sexista la lengua española?, 1994) sostiene que el masculino sí puede funcionar perfectamente como genérico, y que la supuesta ambigüedad se puede resolver perfectamente tanto por el contexto, como marcando el masculino específico con el término varón en expresiones del tipo ‘¿cuántos tíos varones tiene Xaquín?’. Para tratar de demostrarlo, este autor se pregunta quien sería la ingenua de la alumna que no asista a un examen anunciado en el tablón de anuncios en un aviso “convocando a todos los alumnos para el día tal. Si una alumna no se presenta al examen por estimar que el aviso tan sólo concernía sus compañeros varones, ¿cuál sería la reacción del profesor? Sin duda, ella o él suspendería a la alumna por estúpida” (1994: 77). Ahora bien, hay que preguntarse qué reacción debería tener esa misma alumna si en otra esquina del tablón ve un aviso en el que se anuncia “se busca compañero/a de piso”, que es sin duda la fórmula más habitual de indicar en los anuncios que se aceptan tanto a chicas como a chicos; o si unos minutos antes en la cafetería lee anuncios de empleo en los que también se suele indicar de forma explícita cuando se aceptan candidatas/os de ambos sexos. Estos diferentes comportamientos en cuanto a la interpelación de las mujeres en el lenguaje podría llevar a la perversa conclusión de que cuando interesa (incluso económicamente) que no haya lugar a dudas sobre la inclusión de las mujeres, sí se incluyen explícitamente, mientras que cuando no existe una motivación tan directa, la ‘molestia’ de utilizar un lenguaje inclusivo no vale la pena. De esta forma, las mujeres estamos obligadas a desarrollar una doble “identidad sexolingüística”, en palabras de Montserrat Moreno (Cómo se enseña a ser niña en la escuela, 1993), por la cuál desde muy niñas tenemos que aprender a deducir cuando estamos o no incluidas en ese masculino a veces supuestamente genérico.
Dado que el supuesto masculino genérico es una ficción patriarcal, desde los feminismos se propone evitarlo recurriendo a estrategias como la neutralización (busca de términos genéricos y neutros que no marquen el sexo como ‘alumnado’, ‘la fiscalía’, ‘el personal docente’, ‘personas con discapacidad’) o la especificación (especificar el sexo concreto de la persona a la que se haga referencia, incorporando los dos géneros en caso de referirse a personas de ambos sexos, mediante duplicaciones, barras, arrobas, como ‘las niñas y niños’, ‘firma del/a interesada/o’, ‘bienvenid@’). Contra estas estrategias se posicionan también las voces patriarcales, que acaban pidiendo que “los instigadores de tan peregrinas copulaciones (...) dejen de marearnos, de manera tan contumaz como inútil, con torpes apareamientos y otros artificios lingüísticos (...) porque las dobles formas vulneran las normas lingüísticas y no frenan el sexismo” (Joan Busquet en El Periódico, 25/11/2006), lo que sin duda hace que “quienes digan los ciudadanos y ciudadanas son sin excepción farsantes y demagogos de los que nadie se debería fiar” (Javier Marías en EPS, 13/7/2008). Desde el desprecio y la ironía algún autor anuncia que procurará “que el género neutro masculino, a pesar de haber funcionado tranquilamente toda la puta vida, quede abolido a partir de ahora de mi panoplia expresiva” (Arturo Pérez Reverte en El Semanal XL, 2/4/2000). Pero, finalmente, como ninguna de estas opiniones tienen solidez, los alaridos misóginos recurren a denunciar que las estrategias feministas atacan a la inquebrantable y suprema ley de la economía del lenguaje.

6. El lenguaje no sexista es contrario a la economía del lenguaje
“Los empleados y las empleadas gallegos y gallegas están descontentos y descontentas por haber sido instados e instadas, e incluso obligados y obligadas, a declararse católicos y católicas”. Éste es un ejemplo de lo que en innumerables ocasiones se nos presenta como lenguaje no sexista en aquellas instancias donde pretenden convencernos de lo absurdo que resulta promover la inclusión lingüística de género, pues de forma clara “para no ser sexistas, se violenta la economía lingüística, pero eso qué más da” (Miguel García-Posada en El País, 23/1/1997). En realidad, esto es sólo una verdad a medias. Lo es desde por lo menos cuatro puntos de vista.
Para comenzar, el objetivo del lenguaje no sexista no consiste en absoluto en crear expresiones de este tipo que invitan a la ridiculez, sino frases que hagan pensar en la representación de mujeres y hombres en la lengua como podrían ser “las empleadas y empleados de Galicia están descontentos porque fueron instados, e incluso obligados, a declararse personas católicas”.  No se trata de repetir todas las palabras de la frase con flexión de género, sino de duplicar por lo menos en una ocasión las palabras que aluden a mujeres y hombres para que amb@s estén explícitamente mencionados y sean visibles n la representación mental que hacemos de la realidad. Con frecuencia, suele preferirse que se duplique el grupo nominal de la frase (ya que a nivel cognitivo es el que más poder evocador tiene en crear una imagen mental determinada), pero dependiendo de cada caso puede resultar más apropiado duplicar el artículo (“las y los periodistas”) o el adjetivo (“profesionales cualificadas y cualificados”).
Para ello, es necesario determinar un criterio simétrico que regule el orden de aparición de los elementos, rompiendo con el orden social patriarcal que nos llevaría siempre a colocar el masculino primero. A este respecto, un criterio puede ser, por ejemplo, el alfabético (‘niñas y niños’, ‘niñas/los’, pero ‘autor/a’, ‘autor o autora’). Y resulta asimismo necesario establecer un criterio simétrico para la concordancia. Para ello, una opción puede ser la cercanía con el grupo nominal (‘mañana llegan las niñas y niños indios’, pero ‘mañana llegan el autor y autora india’), pues este criterio ya es el aceptado por la norma académica y frecuentemente utilizado (cuando el referente no son personas) en frases como ‘el hospital tiene techos, puertas y paredes blancas’.
A pesar de esto, en realidad poco importa promover que tanto mujeres como hombres seamos visibles en el lenguaje sin caer en frases absurdas como la del ejemplo, porque si decidimos duplicar únicamente el grupo nominal ya se ocuparán de decir que somos incoherentes: “dicen los trabajadores y trabajadoras, pero lo cierto es que jamás siguen [con la duplicación] como estarían en el deber de hacer” (Javier Marías en EPS, 13/7/2008). Resulta curioso como desde la oposición al lenguaje no sexista se le atribuyen a éste falsos deberes que ningún/a feminista ha reivindicado nunca, para posteriormente poder calificarlo de incoherente por no cumplirlos. Demagogia pura. 
En segundo lugar, la economía lingüística no es una regla que esté siempre presente en las lenguas porque, de hecho, el lenguaje sexista es el primero en no seguir el principio de la economía del lenguaje. Son frecuentes enunciados como ‘mujer soldado’, ‘mujeres escritoras’, ‘mujeres panameñas’, o frases como ‘treinta inmigrantes y una mujer llegan a las costas’ o ‘cada vez hay más mujeres ingenieras’, incurriendo así en comportamientos sexistas en algunos contextos por la insistencia innecesaria en el término mujer, que acaba haciendo que la mujer sea, por encima de su profesión o procedencia, un ser sexuado. Como ha apuntado Mercedes Bengoechea, tampoco respeta la economía lingüística, ni es simétrico, utilizar el nombre de pila delante del apellido para referirse a mujeres, cuando ese comportamiento no se produce con los hombres. Esta no economía lingüística queda en evidencia en frases como la extraída del contexto gallego, “Rosalía Mera se reunió con Barreiro”. Si bien es cierto que con el nombre garantizamos la visibilidad de la mujer, no emplearlo también con el masculino (además de muy necesario en casos como éste, en el que no es posible saber si el apellido Barreiro se refiere a Xosé Luís Barreiro Rivas, Xosé Ramón Barreiro Fernández, Xosé Manuel Barreiro o a otro Barreiro cualquiera) puede contribuir en algunos contextos a crear una cercanía con la mujer que relega su relevancia social a segundo plano. Desde luego, resulta cuando menos sospechoso que nadie se pronuncia en contra de esta no economía lingüística en ninguno de estos casos.
Tercero, ya he hablado de que el género lingüístico no es una simple categoría gramatical, sino que cuando el referente son personas, sexo y género lingüístico convergen de forma que éste último adquiere valor semántico (excepto en las muy contadas excepciones de los epicenos). Sin embargo, muchas de las personas ‘fieles’ a la Academia de la lengua que acusan al lenguaje no sexista de ser contrario a la economía del lenguaje, también insisten en que el género no tiene sentido específico y que pertenece a las obligaciones estructurales del lenguaje. Caen así en una evidente paradoja, porque si el género lingüístico es sólo una cuestión gramatical que no proporciona ningún significado, su propia existencia iría en contra de la economía del lenguaje.
Y por último, como ha apuntado María Jesús Fariña (O reto da igualdade, 2007), el argumento de la economía en sí mismo resulta muy cuestionado en otros ámbitos, ya que tal criterio podría servir para justificar la eliminación de las lenguas en favor de una sola (pero ya sabemos que en este caso se defiende la variedad como forma de riqueza y de valor de una comunidad).

7. Tendremos que acabar diciendo “el sapo y la sapa”...
Desde las instancias normativas de la lengua incluso se nos dice que según “estas plastas tendríamos que hablar siempre de la jirafa y el jirafo, la cebra y el cebro... Desean hacer de la lengua algo odioso, inservible y soporífero” (Javier Marías en EPS, 13/7/2008).
Están en lo erróneo. Lo que sucede es que las y los feministas no consideramos que decir ‘sapo’ sea sexista, y por ese motivo nunca reivindicamos decir ‘sapa’ para referirnos al sapo hembra, ni ‘hormigo’ para referirnos a la hormiga macho. Entendemos que los nombres de animales sí son epicenos –el ratón, el pez, el ciervo, la jirafa, la rata, el pájaro, la hormiga, el mosquito, la rana– y no resultan discriminatorios porque los animales no piensan con nuestras palabras, es decir, nuestro lenguaje no es un organizador cognitivo de sus acciones y de este modo no está relacionado con su discriminación social por razón de sexo. Simplemente existe masculino y femenino para aquellas especies que nos resultan muy próximas a las personas, y cuyo sexo sí nos es relevante: no es lo mismo tener una vaca que un buey o un toro, ni es lo mismo tener un perro que una perra. Queda claro pues que estos argumentos rozan lo absurdo, a pesar del empeño de algunos por seguir colando ridiculeces que buscan la complicidad social para burlar y distorsionar el verdadero sentido del lenguaje no sexista.

8. El lenguaje no sexista inventa palabras y suena fatal
Se acusa al lenguaje no sexista de inventar y prescribir palabras en femenino, pues quizás debido a esa envidia fálica freudiana “se necesitan vocablos nuevos para designar a esas mujeres que sólo alcanzarán la felicidad satisfecha de los lacayos cuando sienten que les crece una miembra virila entre las piernas” (José Manuel de Prada en ABC, 3/2/2007). 
Esto es falso. El lenguaje no sexista no inventa palabras, sino que otorga expresión lingüística a aquellas experiencias o puntos de vista de las mujeres que carecían de materialización en el lenguaje por ser éste durante siglos una construcción androcéntrica: muestra de ello es la denominación del acto sexual (‘penetración’) que limita el papel de la mujer a la pasividad (‘ser penetrada’); también es evidente la carencia de un equivalente femenino para el masculino ‘viril’, que nos hace pasar a las mujeres de frígidas a ninfómanas.
Del mismo modo, resulta necesario resignificar en femenino aquellas profesiones que tradicionalmente sólo tenían masculino (por ser realizadas únicamente por hombres, al estarles vedado a las mujeres el trabajo remunerado) y a las que las mujeres ahora nos incorporamos: albañila, pilota, chancelera, bedela, técnica, abogada, directora, bombera o música. A menudo se cuestiona la necesidad de estas palabras, y como enorme concesión se aceptaría el uso del artículo ‘la’ para marcarlas en femenino (‘la músico’, ‘la abogado’). Sin embargo, de aplicar la ley de simetría y observar qué sucede en el caso inverso (cuando no hay formas masculinas para una profesión típicamente femenina que comience a ser desempeñada por hombres) descubrimos que rápidamente se introduce un nuevo término para englobar la presencia masculina (‘el secretario’, ‘el enfermero’, ‘el mariscador’, ‘el amo de casa’) en lugar de cambiar sólo el artículo ( ‘el enfermera’, ‘el mariscadora’, ‘el secretaria’ o ‘el ama de casa’). El poder del masculino es tal, que al poco tiempo de comenzarse a usar el término masculino, éste ya se convierte en genérico, y así hoy es frecuente hablar en general de ‘enfermeros’ cuando el setenta por ciento de las y los profesionales son mujeres, o de ‘cocineros’ a pesar de que en términos porcentuales quien cocina fuera de los programas de televisión somos mujeres.
En otras ocasiones se cuestiona la palabra en femenino porque coincide con un sustantivo abstracto (frente a ‘el músico’ hombre, coexisten ‘la música’ mujer y ‘la música’ arte) y ello supuestamente resulta confuso; aunque no importa lo confuso que pueda resultar ‘músico’ para saber si se refiere a un hombre o a una mujer. Empero, cuando a la inversa son los hombres quienes se incorporan a un trabajo tradicionalmente realizado por mujeres y la profesión en masculino coincide con un sustantivo ya existente, ese solapamiento no genera ninguna confusión (frente a las ‘cajeras’ mujeres, ‘los cajeros’ hombres y ‘los cajeros’ expendedores de dinero conviven en perfecta armonía).
Hay casos en los que la expresión lingüística que se acuña no busca reflejar el punto de vista de las mujeres, sino ser inclusiva con la experiencia de mujeres y hombres, y así, se proponen alternativas como ‘usuariado’, ‘funcionariado’, etc. Tanto de estos neologismos como de las expresiones en femenino suele decirse que suenan fatal. Sin embargo, que unas cosas suenen bien o mal no parece un criterio con suficiente solidez, porque aplicarlo de forma consistente no permitiría explicar la entrada en la lengua de docenas de nuevas palabras cada día, procedentes de otros idiomas o jergas. Como ya he apuntado, el lenguaje es también cuestión de hábito.

9. Miembro, juez y fiscal ya tienen género común
Algunas palabras tenían, décadas atrás, género común (es decir, eran invariables y la marca de género/sexo radicaba únicamente en el artículo que las precedían) como ‘el jefe’ o ‘la jefe’, o ‘el/la presidente’, ‘el/la teniente’, ‘el/la juez’, ‘el/la ministro’, ‘el/la fiscal’, etc. En ocasiones la palabra en sí misma no tenía flexión de género porque sencillamente no había sido necesario, es decir, porque ninguna mujer había conseguido (o para decirlo con más precisión, a ninguna mujer se le había permitido) alcanzar esos puestos de responsabilidad. A medida que las condiciones sociales fueron más propicias y las mujeres comenzamos a ejercer estos puestos, los feminismos reivindicaron el uso del término en femenino para llamar la atención sobre la presencia de mujeres en estos campos (‘presidenta’, ‘tenienta’, ‘jueza’, ‘ministra’, ‘fiscala’). Sin embargo, las voces del patriarcado enseguida se posicionan y caricaturizan estas propuestas, confundiéndolo todo y advirtiendo de forma apocalíptica que “a este paso se acabará exigiendo que no se diga mujer, sino mujera” (Javier Marías en EPS, 11/5/2008). De nuevo se les atribuye a los feminismos una demanda que nunca han hecho, por carecer del más mínimo sentido: la palabra mujer tiene una inequívoca connotación de sexo, y de este modo ningún/a feminista propondría añadirle una ‘–a’ final.
En cualquier caso, aparte del carácter precipitado e irreflexivo de estas afirmaciones, resulta curioso que no se cuestionen aquellas situaciones en las que el proceso se produjo en sentido inverso. Es decir, aquellas profesiones representadas con palabras de género común e invariable que sí variaron y se masculinizaron para incorporar prestigio a la profesión cuando, siendo tradicionalmente femeninas, a ellas se incorporaron los hombres. Un claro ejemplo es ‘modisto’. A pesar de que la terminación ‘-ista’ en gallego y castellano tiene género común (la periodista o el periodista, la pianista o el pianista, etc.) y de que por lo tanto, según la norma lo lógico sería decir ‘el modista’, hoy el diccionario recoge la flexión de género masculino para indicar “persona que hace o que diseña modelos originales de alta costura”. La segunda acepción de la palabra se reserva sólo en femenino para “mujer que se dedica a coser o hacer piezas de ropa, creando o no los propios modelos; costurera”. Queriendo librarse de esta segunda acepción, no resulta extraño encontrarse hoy con enunciados que emplean el masculino ‘modisto’ para referirse a las modistas de alta costura.
En lo referido a miembro, es cierto que también tiene género común, y en este caso reivindicar el uso de miembra, además de librar a la palabra de su connotación fálica (en una de sus acepciones, miembro es sinónimo de pene), también responde en cierto sentido al propósito de darle relevancia al hecho de que las mujeres estamos cada vez más presentes en los órganos de decisión colectivos, aunque sólo sea por tener que cumplir con la cuota del cuarenta por ciento. Por otro lado, usar miembras se enmarca en la estrategia de resignificación de ciertas palabras neutras, dado que según demuestran numerosas pruebas empíricas de la lingüística cognitiva, existe una pronunciada tendencia a concebir mentalmente los neutros como masculinos (pensemos si no en cómo reconstruimos la identidad de género que se esconde detrás de los apellidos). Es decir, si utilizamos miembro pensamos en masculino, por lo que resulta pertinente resignificar el término cuando se refiere a las mujeres. Así, no tiene absolutamente ninguna relación con el que preconizan algunos cuando afirman que “decir miembra es tan estúpido como si los varones comenzásemos ahora a decir ‘víctimo’ cuando se habla de uno de nosotros, o colego o persono o pelmo” (Javier Marías en EPS, 13/7/2008). La lógica de lo hasta aquí expuesto tampoco implica en ningún caso que, por decir miembras, de ahora en adelante tengamos que decir “jóvenas, responsablas y votantas, (...) y también jóvenos, responsablos y votantos, así cada cual tendría lo suyo” (Arturo Pérez Reverte en El Semanal XL, 2/4/2000) como vaticinan las voces de los patriarcas.
Propuestas como miembras son siempre pertinentes: se van proponiendo formas y el uso cotidiano y social determinará que opciones permanecen en el idioma y cuales no. Por ejemplo, en el Consello Municipal da Muller del Concello de Vigo el uso de miembras está normalizado desde hay más de 10 años, como también lo están ‘miembra’ y ‘estudianta’ en algunos países de Latinoamérica.
Lo realmente sorprendente de la que se montó a raíz del uso de ‘miembras’ por parte de la ministra Aído, a quien se acusó de ignorante por no conocer las normas de su idioma, es que no se monte el mismo escándalo cada vez que una personalidad política dice cosas como ‘friki’, ‘coffee-break’, ‘overbooking’ o ‘freelance’ que tampoco están en la lengua de las Academias. O cuando alguna de estas personalidades políticas simplemente dan muestras de un absoluto desconocimiento de la lengua cooficial de su comunidad autónoma (por ejemplo, en el caso del gallego, haciendo una incorrecta y estridente colocación de los pronombres átonos, o llenando el discurso de tiempos verbales compuestos que simplemente son inexistentes en este idioma). Resulta difícil imaginar que en tales circunstancias las columnas de opinión afirmen que esos usos lingüísticos surgen “cuando las ideologías aberrantes se juntan con el analfabetismo rampante y con la despoblación neuronal” (Juan Manuel Prada en ABC, 3/2/2007).

10. Los diccionarios simplemente recogen la forma de hablar de la sociedad
Cada vez que se publican estudios denunciando el carácter androcéntrico de los diccionarios, los guardianes de la lengua replican con rapidez que los diccionarios simplemente recogen la forma de hablar de la sociedad, y que por lo tanto no se pueden eliminar palabras o usos por mucho que a las y a los feministas no nos gusten (aunque sí resulta más fácil de comprender que otros usos –por supuesto, también cuestionables– como ‘gallego=tonto’ puedan ser eliminados).
Tampoco en esto están en el cierto. Por una parte, hay expresiones en la lengua que sí se dicen pero que no aparecen recogidas, por lo que los diccionarios no están actualizados con la sociedad. Y por la otra, la función de los diccionarios no es únicamente la de recoger los usos lingüísticos, sino que tienen un enorme poder normativo para determinar que usos se permiten y cuáles se sancionan: los diccionarios son herramientas a las que acudimos cada vez que tenemos dudas en el uso de la lengua.

11. El lenguaje no sexista se limita a lo políticamente correcto
Por si fuera poco, todas estas críticas acusan al lenguaje no sexista de ser simplemente una cuestión que se limita al terreno de lo políticamente correcto, ese lenguaje lleno de eufemismos y reglas lingüísticas exageradas con las que no ofender la sensibilidad de los colectivos supuestamente minoritarios o en situación de inferioridad social, en este mundo en el que “la corrección política, o lo que se cree por tal, se antepone a la corrección lingüística” (Julio Llamazares en El País, 20/1/2007), hasta el punto de que “los políticamente correctos están dispuestos a acabar con cuanto se les ponga por delante” (Miguel García-Posada en El País, 23/1/1997).
Así, acaba equiparándose lo políticamente correcto al lenguaje no sexista, cuando en realidad no son en absoluto la misma cosa, y de hecho ningún/a feminista ha defendido nunca la adopción de un lenguaje no sexista por ser políticamente correcto o para no herir sensibilidades. Reducir el lenguaje no sexista al mero ámbito de lo políticamente correcto es un nuevo intento demagógico de desacreditar y parodiar las políticas lingüísticas a favor de un idioma más igualitario; una manera de trivializar el debate sobre las prácticas de lenguaje no sexista; y una manera de posteriormente poder acusarlo de ser contrario a la libertad de expresión.

Conclusiones
En conclusión, tras rebatir las acusaciones más frecuentes que proliferan contra el lenguaje no sexista, sólo encuentro dos posibles motivos en los que basar el rechazo el uso del lenguaje inclusivo. El primer motivo partiría del desconocimiento sobre la dimensión que el lenguaje tiene en nuestra cosmovisión de la sociedad, por lo que se considera que la manera en que usamos las palabras no tiene ninguna repercusión en nuestro pensamiento ni en la imagen de la realidad que construimos en nuestra mente. Quien se adhiere a este supuesto no tiene necesariamente intención de ser sexista; pero lo es. El segundo motivo consistiría en entender perfectamente la repercusión del lenguaje en la sociedad y en comprender que cambiar nuestra manera de hablar y conceptualizar el mundo tendrá consecuencias prácticas y materiales en nuestras vidas que supondrán la pérdida de privilegios patriarcales. Y es justamente por ese motivo por lo que, quien se adhiere a este segundo supuesto, intenta someter al silencio o trata de calificar de ridículo al lenguaje no sexista, recurriendo a cuantas razones gramaticales pueda para esconder su verdadera intención misógina.

Sin embargo, somos muchas y muchos l@s que sabemos que otro lenguaje es posible y necesario. Y hacia él avanzamos.




[1] El título lo que otrOs dicen no se refiere ‘únicamente a los hombres (pues también hay mujeres contrarias al lenguaje no sexista), ni tampoco incluye absolutamente a todos los hombres (ya que cada vez más hombres también son conscientes de la discriminación sexista del lenguaje). De este modo, el término otrOs en mayúscula se refiere específicamente a todas las personas que, oponiéndose a un lenguaje no sexista, dificultan el avance hacia la igualdad de género en nuestras sociedades.

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