Pedro Conde
Sturla
29 de Julio de 2010
Hace unos años, en medio del fragor de una
discordia -que tenía como oponentes a la iglesia católica, de una parte, y de
la otra a Dan Brown y “El código Da
Vinci”-, me atreví a opinar sobre el tema en un diario digital y ahí
ardió Troya. Fui condenado metafóricamente a las llamas del infierno, a la
hoguera de las vanidades donde el fuego es fatuo y no quema, y la condena
eterna pesa todavía sobre mí.
Ya las aguas bajaron a su nivel, el best seller
de Dan Brown llegó a un punto muerto en cuanto a ventas y la Iglesia Católica sigue siendo la iglesia por excelencia, a pesar de las
críticas. La polémica sirvió, sin embargo, para despertar inquietudes
insospechadas, para que muchos se espabilaran y se deshollinaran el cerebro,
algo muy saludable para estimular una conciencia crítica
Por esa razón me he decidido a desempolvar,
corregir y ampliar este texto y proponerlo de nuevo a los lectores: Para
invitarlos a pensar, disentir, asentir o simplemente maldecir al autor.
“El Código Da Vinci”, de Dan Brown, es
una novela mediocre con una trama apasionante. Todo lo contrario de “El péndulo de Foucalt”, de Humberto Eco,
una novela brillante que trata un poco de los mismos temas pero con un
desarrollo lentísimo y pesadísimo, aunque no deja de ser sumamente ilustrativa.
De hecho, la obra anterior de Brown, “Ángeles
y demonios” (casi un preámbulo de “El
Código”), es un texto más realizado, más elaborado, con un argumento casi
igual de intrigante y con el mismo objetivo. Sociedades secretas depositarias de
un mensaje auténticamente cristiano en lucha contra una Santa Madre Iglesia
Católica que a lo largo de los siglos condenó a la tortura vesánica y a la hoguera
a millares de seres humanos en nombre de Cristo. Quien sale mal parado en “El Código Da Vinci” no es Jesucristo, es
el poder que ha deformado al personaje histórico, su conversión en mero
instrumento del poder, la falsificación de su mensaje y su conversión forzada
al paganismo.
Para un libre
pensador no anticristiano ni anticatólico, la obra de Dan Brown y sus cuarenta
millones de ejemplares vendidos representan un capítulo de lucha contra el
oscurantismo, una lucha que hay que saludar con entusiasmo, independientemente
de los intereses mercuriales que envuelve toda operación editorial a gran
escala. Su mayor mérito, quizás, es habernos puesto a pensar, a re pensar, en
una de las figuras más influyentes y deformadas de la humanidad.
Brown no es un
buen escritor pero no es un mal narrador y es sobre todo un erudito, un
curioso, hijo de un profesor de matemáticas y de una compositora de música
sacra. De aquí su pasión por la ciencia y la religión, las sociedades secretas
y la multitud de códigos enigmáticos con los cuales en cada capítulo sorprende,
deslumbra y mantiene en vilo al lector, entablando con éste un tremendo juego o
duelo de inteligencia que a veces se traduce en burla.
Uno de los
elementos más urticantes de la novela es la pregunta que el autor pone en boca
de uno de sus protagonistas. “¿Qué pasaría si la mayor verdad jamás revelada
fuese la más grande mentira?” ¿Qué pasaría si se supiese que la más grande
mentira fue el resultado de una burda manipulación llevada a cabo
principalmente por un emperador romano llamado Constantino, Constantino el Grande,
en el famoso Concilio de Nicea del año 325 d.C., que convirtió a Jesucristo en
un dios pagano?
El pueblo
hebreo no se destacó en la historia por sus grandes realizaciones materiales,
tecnológicas, científicas, es decir, no aportó nada a las matemáticas, a la
astronomía, a la agricultura, a la escritura, como hicieron por ejemplo los
egipcios, mesopotámicos y cananeos. Fue más bien una cultura insignificante. Los
hebreos pasaron del estado nómada pastoril a la civilización por vía de la
conquista y sólo durante el reino de Salomón construyeron, supuestamente, obras
de arquitectura memorables, de las cuales no se conservan huellas. Incluso la
existencia histórica de personajes como David y Salomón ha sido cuestionada
recientemente por los arqueólogos israelíes Israel Finkelstein (director del
Instituto de Arqueología de la Universidad de Tel Aviv) y Neil Asher Silberman
(arqueólogo).
En el aspecto
político los hebreos sobresalieron por su incapacidad de vivir en paz entre
ellos mismos y con los pueblos vecinos. Ayer como hoy se destacaron por su intolerancia,
crueldad y fanatismo. Toda su gloria se debe a la literatura, a la historia, a
la fábula. Y todo eso gracias a la escritura fonética. Ningún otro pueblo sacó
tanto provecho de este maravilloso invento fenicio que consiste, según lo
definiera un poeta latino, en “pintar el sonido de las palabras”. La escritura
fonética, que los griegos convirtieron más tarde en alfabeto, añadiendo las
vocales, permitió al pueblo hebreo escribir sobre sí torrencialmente y
preservar su memoria e identidad a través de los siglos en un conjunto de
libros que llamamos “Biblia”, “el más
grande best seller de la humanidad”, como dice Dan Brown. Sólo “El Quijote” compite mediocremente con las “Sagradas Escrituras”, que contienen
como se sabe la palabra de Dios.
El legado escrito
de los egipcios, mesopotámicos y un poco también el de los griegos languideció,
se perdió en parte en catástrofes como la quema de la Biblioteca de
Alejandría o simplemente, en algunos casos, se convirtió en lengua muerta y se
hizo incompresible, aunque a la vista de todos, como en Egipto. Casi dos
milenios después, en el siglo XVIII, los arqueólogos comenzaron a rescatar el
legado de la antigüedad, descifraron la escritura egipcia y sumeria, ampliaron el
conocimiento de la cultura griega e hitita, descubrieron bibliotecas enteras
preservadas en tabletas de barro cocido en Mesopotamia. Y sucedió lo
impensable. Poco a poco se descubrió que la palabra de Dios era un plagio. La
cultura hebrea, como todas las culturas, se había empapado de las culturas
circundantes y las había hecho suyas parcialmente. La mitología judeo cristiana
copiaba o se alimentaba copiosamente de otras fuentes mitológicas perfectamente
identificables. Los relatos del “Génesis”,
por ejemplo, remedan los mitos de la cosmogonía sumeria, y la descripción de la
bóveda celeste no difiere de la de los egipcios ni la de los caldeos. El
antiquísimo poema caldeo de Gilgamesh anticipa la búsqueda y la pérdida de la
inmortalidad por culpa de una serpiente y contiene un relato del diluvio
universal y la construcción de un arca que siglos más tarde le serviría de
modelo a Noé. El rey Hammurabi, tres siglos antes de Moisés, recibió las leyes
del código que lleva su nombre de manos del dios del sol, Shamash, que se le
presentó envuelto en llamas. Zaratustra, en el siglo V a.C., predicó una
religión en la que se menciona al final de los tiempos la resurrección de la
carne y un juicio final con su repartición de premios y castigos. La leyenda de
Buda, perteneciente al siglo IV a.C., habla de “un dios bajado del cielo,
nacido de una virgen de familia real, y muerto y resucitado para redimir al
género humano”.
Uno de los más
antiguos personajes nacido de un dios y una virgen es el ya mencionado
Gilgamesh, (2650 a .
C). Para fecundarle, Shamash llegó a ella convertido en rayos de sol. Algo
parecido sucedió con Perseo, a cuya madre Danae fecundó Zeus tomando la forma
de una lluvia de oro (seguramente un soborno). A Leda, la madre de Hércules,
aunque no era virgen, la sedujo el mismo Zeus tomando la forma de cisne. Orus, Confucio,
Buda, Krisna, LaoTsé y tantos otros tienen el mismo o parecido origen divino
virginal con el que los mitificó la posteridad. Rómulo, primer rey mitológico
de Roma a mediados del siglo VIII a.C., era -como su hermano gemelo- hijo de la
virgen vestal Rea Silvia, a la cual malogró el dios Marte en más de un sentido.
Los gemelos fueron arrojados y salvados de las aguas, como lo había sido Moisés
y con anterioridad a Moisés, Sargón II. En sus “Vidas paralelas”, Plutarco describe la muerte, la resurrección,
aparición y ascensión de Rómulo a la morada de los dioses. Con el dios
precristiano Mitras sucedió lo mismo.
El Espíritu
Santo, convertido en nube en presencia de la virgen María, encaja perfectamente
en el esquema de la cultura helenística predominante en esos días. Cristo es un
mito helénico, o mejor dicho, fue convertido al helenismo, convertido al
paganismo en el Concilio de Nicea que dio verdadero origen al catolicismo:
“Los discos
solares de los egipcios –dice un personaje de ‘El Código Da Vinci’- se convirtieron en las coronillas de los
santos católicos. Los pictogramas de Isis amamantando a su hijo Horus,
concebidos de manera milagrosa, fueron el modelo de nuestras modernas imágenes
de la Virgen María
amamantando al niño Jesús. Y prácticamente todos los elementos del ritual
católico, la mitra, el altar, la doxología y la comunión, el acto de ‘comerse a
Dios’, se tomaron de ritos mistéricos de anteriores religiones paganas.” En
general la figura de Cristo fue modelada de acuerdo al ritual pagano de los
dioses solares, y el día de su nacimiento se conmemora el 25 de diciembre.
Fecha dedicada al culto del Sol Invictus
en época de Constantino.
Un último dato
curioso es que el rostro de la colosal estatua de Zeus en Olimpia -obra de
Fidias-, fue tomado como modelo para realizar las primeras imágenes de
Jesucristo.
pcs,
jueves 29 de Julio de 2010
1 comentario:
Sin desperdicio
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