Pedro
Conde Sturla
12/03/2015
pcs, 12/03/2015,
12/03/2015
[La
Guerra del Asiento, Guerra de Italia o Guerra de la oreja de Jenkins
(1739-1748), tuvo en gran parte lugar en el turbulento y luminoso
escenario del Caribe y fue librada entre españoles e ingleses.
Según
la historia, que puede ser “la mentirosa historia”, el curioso
nombre de Guerra de la oreja de Jenkins es de origen inglés y se
atribuye
al “episodio
que dio pretexto para la misma: el apresamiento por el guardacostas
español La Isabela del navío contrabandista inglés Rebecca,
capitaneado por el pirata Robert Jenkins, en 1731. De acuerdo al
testimonio de Jenkins, que compareció en la Cámara de los Comunes
en 1738, como parte de una campaña belicista por parte de la
oposición parlamentaria en contra del primer ministro Walpole, el
capitán español Juan León Fandiño, que apresó la nave, cortó
una oreja a Jenkins al tiempo que le decía ‘Ve
y di a tu rey que le haré lo mismo’.
En su comparecencia, Jenkins denunció el caso con la oreja en un
frasco, y al considerar la frase de Fandiño como un insulto al
monarca británico, Walpole se vio obligado a regañadientes a
declarar la guerra a España el 23 de octubre de 1739.”
La
batalla más importante del conflicto se produjo en Cartagena, una
batalla naval que sigue siendo la mayor que se dio en el continente
americano y una de las mayores batallas navales del mundo hasta el
desembarco aliado en Normandía durante la segunda guerra mundial.
En ella sufrieron los pomposos gobernantes de la pérfida Albión una
de las más sonoras derrotas de su historia. Una derrota humillante,
doblemente humillante porque primero la celebraron como victoria,
anticipándose a los hechos con unas medallas conmemorativas, y
además porque siempre han tratado de ocultarla. (“La
mayor humillación de la Royal Navy”).
Al héroe de la resistencia, un personaje de leyenda, le llamaban (no
siempre despectivamente) medio hombre. Le faltaba una pierna, un ojo,
el brazo derecho. Pero a medio hombre nunca le faltó hombría. Era
un vasco, un marinero de un país que ha dado a España algunos de
sus más brillantes lauros, “uno de los mejores almirante, de los
mejores estrategas de la historia de la Armada Española, temido y
respetado en todos los mares”. Era Blas de Lezo, tan almirante como
Nelson, aquel Nelson al que tanto se parecía en más de un sentido,
el Nelson que también perdió un ojo, un brazo y finalmente la vida
al servicio de la “patria”.
La
batalla de Cartagena de Indias la sigue librando en esta página
Arturo Pérez-Reverte, nacido en Cartagena de España, con un
artículo al servicio de la verdad que constituye un sentido homenaje
y desagravio a la memoria del gran almirante de los siete mares.
La
altura de los hombres –dijo alguien famoso, quizás Napoleón-, no
se mide de la cabeza al suelo, se mide de la cabeza al cielo. La
historia de medio hombre es la historia de un hombre entero. PCS].
El
vasco que humilló a los ingleses
Arturo
Pérez-Reverte
Hace
doce años, cuando escribía La carta esférica, tuve en las manos
una medalla conmemorativa, acuñada en el siglo XVIII, donde
Inglaterra se atribuía una victoria que nunca ocurrió. Como lector
de libros de Historia estaba acostumbrado a que los ingleses oculten
sus derrotas ante los españoles -como la del vicealmirante Mathews
en aguas de Tolón o la de Nelson cuando perdió el brazo en
Tenerife-, pero no a que, además, se inventen victorias. Aquella
pieza llevaba la inscripción, en inglés: El orgullo de España
humillado por el almirante Vernon; y en el reverso: Auténtico héroe
británico, tomó Cartagena -Cartagena de Indias, en la actual
Colombia- en abril de 1741. En la medalla había grabadas dos
figuras. Una, erguida y victoriosa, era la del almirante Vernon. La
otra, arrodillada e implorante, se identificaba como Don Blass y
aludía al almirante español Blas de Lezo: un marino vasco de
Pasajes encargado de la defensa de la ciudad. La escena contenía dos
inexactitudes. Una era que Vernon no sólo no tomó Cartagena, sino
que se retiró de allí tras recibir las suyas y las del pulpo. La
otra consistía en que Blas de Lezo nunca habría podido postrarse,
tender la mano implorante ni mirar desde abajo de esa manera, pues su
pata de palo tenía poco juego de rodilla: había perdido una pierna
a los 17 años en el combate naval de Vélez Málaga, un ojo tres
años después en Tolón, y el brazo derecho en otro de los muchos
combates navales que libró a lo largo de su vida. Aunque la mayor
inexactitud de la medalla fue representarlo humillado, pues Don Blass
no lo hizo nunca ante nadie. Sus compañeros de la Real Armada lo
llamaban Medio hombre, por lo que quedaba de él; pero los cojones
siempre los tuvo intactos y en su sitio. Como los del caballo de
Espartero.
La
vida de ese pasaitarra -mucho me sorprendería que figure en los
libros escolares vascos, aunque todo puede ser- parece una novela de
aventuras: combates navales, naufragios, abordajes, desembarcos.
Luchó contra los holandeses, contra los ingleses, contra los piratas
del Caribe y contra los berberiscos. En cierta ocasión, cercado por
los angloholandeses, tuvo que incendiar varios de sus propios barcos
para abrirse paso a través del fuego, a cañonazos. En sólo dos
años, siendo capitán de fragata, hizo once presas de barcos de
guerra enemigos, todos mayores de veinte cañones, entre ellos el
navío inglés Stanhope. En los mares americanos capturó otros seis
barcos de guerra, mercantes aparte. También rescató de Génova un
botín secuestrado de dos millones de pesos, y participó en la toma
de Orán y en el posterior socorro de la ciudad. Después de ésas y
otras muchas empresas, nombrado comandante general del apostadero
naval de Cartagena de Indias, a los 54 años, y tras rechazar dos
anteriores tentativas inglesas contra la ciudad, hizo frente a la
fuerza de desembarco del almirante Vernon: 36 navíos de línea, 12
fragatas y varios brulotes y bombardas, 100 barcos de transporte y
39.000 hombres. Que se dice pronto.
He
visto dos retratos de Edward Vernon, y en ambos -uno, pintado por
Gainsborough- tiene aspecto de inglés relamido, arrogante y chulito.
Con esa vitola y esa cara, uno se explica que vendiera la piel antes
de cazar el oso, haciendo acuñar por anticipado las medallas
conmemorativas de la hazaña que estaba dispuesto a realizar. Pese a
que a esas alturas de las guerras con España todos los marinos
súbditos de Su Graciosa sabían cómo las gastaba Don Blass, el
cantamañanas del almirante inglés dio la victoria por segura. Sabía
que tras los muros de Cartagena, descuidados y medio en ruinas, sólo
había un millar de soldados españoles, 300 milicianos, dos
compañías de negros libres y 600 auxiliares indios armados con
arcos y flechas. Así que bombardeó, desembarcó y se puso a la
faena. Pero Medio hombre, fiel a lo que era, se defendió palmo a
palmo, fuerte a fuerte, trinchera a trinchera, y los navíos bajo su
mando se batieron como fieras protegiendo la entrada del puerto.
Vendiendo carísimo el pellejo, bajo las bombas, volando los fuertes
que debían abandonar y hundiendo barcos para obstruir cada paso, los
españoles fueron replegándose hasta el recinto de la ciudad, donde
resistieron todos los asaltos, con Blas de Lezo personándose a cada
instante en un lugar y en otro, firme como una roca. Y al fin, tras
arrojar 6.000 bombas y 18.000 balas de cañón sobre Cartagena y
perder seis navíos y nueve mil hombres, incapaces de quebrar la
resistencia, los ingleses se retiraron con el rabo entre las piernas,
y el amigo Vernon se metió las medallas acuñadas en el ojete.
Blas
de Lezo murió pocos meses después, a resultas de los muchos
sufrimientos y las heridas del asedio, y el rey lo hizo marqués a
título póstumo. Creo haberles dicho que era vasco. De Pasajes, hoy
Pasaia. A tiro de piedra de San Sebastián. O sea, Donosti. Pues eso.
Arturo
Pérez-Revertepcs, 12/03/2015,
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