Pedro Conde Sturla
A Humberto Frías, a su grata memoria
[Este artículo fue publicado originalmente en el suplemento Ventana del Listín Diario -cuando era el “Listín Diario”- en el año de 1998, y se reproduce ahora porque de nuevo está de moda la renovación del espacio urbano de la Ciudad Colonial, la zona intramuros en conjunto. Lua preocupación ante el deterioro de barrios enteros y la desaparición de inmuebles y sitios de esparcimiento valiosísimos sigue siendo la misma, igual que la desconfianza en la solución que se dará al problema, si es que se lleva a cabo el proyecto. Un proyecto que arranca con una lentitud pasmosa, y que al parecer tomará años, que causa malestares a los inquilinos de las zonas intervenidas y daños a las edificaciones. Un proyecto que implica, sospechosamente, la remoción de enormes cantidades de material para el soterrado de los servicios, y su irracional sustitución por otro, amén de la eliminación de las aceras y posiblemente de la copiosa arboleda de la calle Arzobispo Portes, entre otras barbaridades quizás parecidas al infame cauchicidio de la casa de Bastida].
Los burócratas de la cultura se devanan la sesera reinventando la cultura, pero ésta se les niega porque la cultura no se inventa desde arriba: es una secreción social de los pueblos, comunidades, familias. La cultura se identifica con la vida. Incentivar la vida equivale a incentivar la cultura.
De aquí hay que partir para examinar las propuestas, e incluso las iniciativas concretas en pro de la rehabilitación física y cultural de la zona colonial, la ciudad intramuros en conjunto.
En el viejo San Juan, la cultura no es una propuesta: es un hecho, porque allí está lleno de vida lo que aquí está lleno de muerte.
A mi amigo boricua, el independentista Arsenio Suárez Franceschi, le debo el primer contacto con el viejo San Juan. La emoción, ese día, era doble, si no triple. Una por la temeridad de Arsenio al volante, otra por la estadía en Puerto Rico, otra por el deslumbramiento. Ninguna ciudad, después de Florencia, me había causado tal impresión.
Al viejo San Juan, de noche, sobre todo de noche, cuando la luz conspira a favor de la magia y la poesía, el visitante ingresa alucinado. Aquí la plaza a ritmo de melodías tropicales, aquí las calles adoquinadas con adoquines de piedra tallada (no adefesios de cemento), aquí las galerías repletas de paisanos y turistas, aquí el Museo de las Mariposas, aquí la casa de Ponce, aquí el incandescente Paseo de la Princesa, aquí el embrujo del coquí en los jardines de El Convento. Aquí también, por cierto, La Perla tenebrosa, el barrio pobre, donde pocos se atreven. Es la ciudad de Ricardo Alegría, su rehacedor. Promontorio macizo y quebrado, vertedero y vivero de cultura. La cultura y la vida volcadas hacia el exterior, como en Florencia, salvando las distancias.
En la zona colonial de Santo Domingo predomina la cultura de la muerte, cultura de la indolencia, del sucio y la basura, cultura del abandono, del atraco. Trujillo no le dio mayor importancia y destruyó a su antojo lo que quiso, declarando “peligro público” las edificaciones que entorpecían sus proyectos. Balaguer Amparo le cantó en su “Guía emocional de la ciudad romántica” y la dejó morir, seguir muriendo, a manos de arquitectos que se hicieron con partes de sus restos.
Las ciudades se mueren, como la gente, a pedazos, antes de ser difuntas. Se mueren o las matan. Pipí Trujillo, en los años cincuenta, mató el faro centenario de la José Gabriel García, desmantelándolo pieza por pieza para venderlo como chatarra. El Club de la Juventud, histórico por definición, murió de muerte natural en la misma década. Igual murieron o desaparecieron las mariposas de San Fernando, a las que el poeta Jóvine cantó en poema memorable. Después se murieron las retretas, las divertidas misas en latín, se murió la tanda vermut, se murieron el matinée, los paseos en el Malecón. Se murieron un poco los domingos porque no había domingos sin retretas, sin misas en latín para ir a mirar a las muchachas, y mucho menos sin tanda vermut, sin matinée y paseos en el Malecón
En el ámbito de la ciudad extramuros murieron o morirían por esa época los paseos en coche, las guaguas de dos pisos y las fiestas con luna sobre El Jaragua, el demolido Hotel Jaragua. Y para colmo, Güibia también había muerto. Güibia, el único balneario de la ciudad de Santo Domingo, había muerto de asfixia a consecuencias del dragado del puerto y la contaminación durante la era gloriosa. Años después, los bancos del Malecón de Santo Domingo y el malecón de la preciosa playa de Boca Chica serían vilmente asesinados por síndicos reformistas y perredeístas.
En otra era no menos gloriosa le tocaría el turno a esa joya de paisajismo e ingeniería que fue, alguna vez, el Parque Independencia, con su glorieta, sus fuentes, sus túneles de trinitarias y su inmensa población de ciguas palmeras. Las mismas que al atardecer, convertidas en ciguas bombarderas, obligaban a desalojar la plaza.
En lugar del viejo Parque Independencia se construyó otro muy nuevo, muy moderno (aunque ya de ancianidad), semejante en modo particular a un corral ganadero, con cerca y abrevadero. Y en el lugar de la espigada glorieta de antaño, que fue a parar a una finca de guardias, se irguió un monolito inverosímil cuya improbable belleza arquitectónica es tendencialmente fascista. ¡Ay, Doctor, qué dolor!
La muerte llegó a los cines de la ciudad intramuros, que era como decir todos los cines, los principales cines de Santo Domingo, aparte del presuntuoso Elite de la Pasteur. Así murió primero el glamoroso Olimpia de la Palo Hincado, murió el Rialto de tres pisos, con dos pisos para ver películas y uno para motel. Al cine militar de la calle Las Damas (del que pocos tienen noticias, igual que el baño de María de Toledo frente a la planta de “Timbeque”) lo remodelaron y convirtieron en Auditorio del Arzobispado. Al Santomé de El Conde lo ultimaron a golpes de mandarria. Al más viejo de todos, El Capitolio, justo frente a la Catedral primada, lo embalsamaron arquitectónicamente, conservando la fachada y lo convirtieron en tienda para turistas en espera de tiempos mejores. El Leonor glorioso murió y reencarnó en El Colonial, se hizo de nuevo difunto y permanece difunto: depósito de almas muertas. Un garaje igual que el Rialto.
Años más tarde, el arrogante Elite de la Pasteur murió de muerte ignominiosa. El cine de Gazcue, el cine de la burguesía trujillista donde era obligatorio asistir con saco y corbata a las tandas nocturnas, el engreído cine donde se cobraba la fortuna de setenta y cinco y cincuenta centavos de peso por platea y balcón, terminó convertido en canal de televisión. El canal 13. ¡Qué sarcasmo!
La zona colonial carga ya con un exceso de muerte, un peso muerto, literalmente, que amenaza con hundirla. Patios muertos, casas muertas, pero también casas sin vida y casas que nunca nacieron, como la clínica del doctor Pozo, en la calle Isabel la Católica. El célebre doctor Pozo invirtió sus recursos en el ideal de una clínica que nunca llegó a ser clínica. Inconclusa, la maciza edificación sirvió como residencia estudiantil, allá por los años treinta del pasado siglo, cuando la sede de la universidad estatal se encontraba en la misma calle. Al cabo de unas décadas de abandono, volvió a la vida, en el gobierno de los diez años de Balaguer, como sustituta interina del edificio de correos, y luego, de nuevo, dejada fue al abandono.
El horrible palacete de los Vicini, en la 19 de Marzo, tampoco llegó a nacer. Nunca o casi nunca ha estado habitado, hasta una época reciente
Por esos mismo alrededores, en la 19 de Marzo a esquina Padre Billini, hay otro horror de casas sin vida, deshabitadas, con espacios inmensos reducidos a viles almacenes. Casas sin vida son los espacios cedidos a embajadas como la Argentina, Italia, así como a instituciones y fundaciones ociosas, que de año en año realizan alguna actividad.
Para peor, mucho peor, la Casa de Francia, la institución más viva de la zona, amenazó con morirse y se murió. Se murió y dejó sumida en la muerte y la oscuridad a la calle Las Damas, calle apagada y sin vida, en la cual se sembraron árboles que sólo servían de estorbo a la imponente arquitectura colonial.
Peor que peor: En el largo, costoso, interminable proceso de remodelación de la zona, muchas cosas se han perdido, y otras, por desgracia, se conservan. Triste fue el episodio de la remodelación de La Fuerza, la fortaleza del Ozama. “Rescatando” la muralla original que corre frente a Las Damas, el inefable arquitecto restaurador derribó la parte superior, hasta dejarla convertida en la patética muralla almenada decreciente que hoy se aprecia. Sin saberlo, o sin importarle, el arquitecto derribó doscientos años de historia, derribó parte integral de la última obra construida, junto con la puerta actual, por los españoles en Santo Domingo, a fines del siglo XVIII. Derribó el arquitecto un trozo de muralla que había sido erigido precisamente en función de la nueva puerta y del nuevo ambiente. Derribó, en fin, la armonía, el sentido de las proporciones, hasta dejar el lugar convertido en lo que es hoy: meadero de gatos, paisaje prostibulario. Un poco como el que recoge José Mármol en su poema “Apología de la aguja”.
En el colmo de los agravios, a la vez que de un lado se liquidan un trozo de muralla y un ambiente valiosos, del otro se preservan la ignominia, la fealdad ciclópea, trujillista, de los muros que atenazan el perímetro suroeste de La Fuerza. No sugiero, sin embargo, que sea demolido, porque también los monumentos de oprobio tienen valor histórico. De hecho, lo correcto sería la eliminación de algunos lienzos de la fachada ominosa. Los que ocultan, entre otras cosas, las obras de defensa de la batería baja de la fortaleza y su entorno.
Afortunadamente las ciudades reviven o pueden revivir a fuerza de iniciativas audaces. Reviven como se mueren, a pedazos. Ahí está el caso de la histórica Cafetería que se salvó de la destrucción, gracias a los buenos oficios de un mecenas. Esto hay que celebrarlo, igual que la actual remodelación del edificio del Palacio de la Esquizofrenia (la Cafetería Restaurante el Conde). Se ha realizado también la remodelación y ampliación del Hostal de Ovando y del Hotel Comercial. Se ha realizado la reencarnación del Hotel Francés. ¿Habrá luz entonces al final del túnel de la muerte? Todo presagia luz, la luz de España.
España repuso hace mucho tiempo algunas de las luces que apagó (durante el Gran Incendio, por ejemplo). Luces y lámparas maravillosas en el parque Colón, luces de ensueño en El Conde, luces por los alrededores. Luz, al fin, o, al menos, luminarias, en la Cuna de América. Pero la luz no es todo. Hay que seguir reviviendo a los muertos. Hay que tomarle ahora la palabra a un gobierno que se interesa o finge interesarse en la cultura y el diálogo, y en el marco de un movimiento de conciencia por el rescate de la zona, proponer y proponerse una serie de objetivos.
Proponer, por ejemplo, el rescate de las salas de cine. Arturo Rodríguez Fernández habría estado dispuesto a inmolarse metafóricamente por la resurrección del cine Rialto, convertido en parqueo de un hotel alemán. Hace muchos años, Arturo orquestó una campaña, que no llegó a feliz término, a favor de la rehabilitación de esa sala y su conversión en cinemateca nacional.
Actualmente podría intentarse con más fe y mejores augurios, pero la tarea es difícil. Hay tres salas de cine criminalmente cerradas en la zona intramuros.
Crimen de lesa cultura: tres salas con un total de seis cines (porque El Colonial es cuadrúpedo). El Rialto, mejor que ninguna, podría ser la cinemateca anhelada y también el Olimpia. Cualquiera de las otras pudiera ser sala de teatro, sala de música, sala de conferencias o estudio de cine. Es decir, cualquier cosa preferible al abandono y la muerte. Y el Auditorio del Arzobispado, el antiguo cine de las fuerzas armadas, debería servir para algo de vez en cuando.
La clínica del doctor Pozo o cualquier inmueble en desuso, pero sobre todo la clínica del doctor Pozo, podría adquirirse y habilitarse para estudios de pintores, escultores y grafistas que pagarían con su trabajo rigurosos contratos de alquiler, no cesiones gratuitas, y mucho menos concesiones vitalicias. Ninguna otra labor, como la de los artistas de la plástica, daría tanta vida a la zona. Ahí están el modelo Francés y Boricua, de los que Freddy Javier y tantos otros podrían dar testimonio. Y hay más. Así como el capitalismo naciente generó la clientela burguesa que a su vez generó a los artistas y el arte del Renacimiento, el turismo de cruceros podría generar, en cuanto clientela, si no un renacimiento, un boom, un auge de la plástica. Siquiera la mejor realización de un modus vivendi.
Con mayor razón entonces hay que proponer y proponerse la creación de una escuela como la que funciona en Altos de Chavón: arte, moda, diseño. ¿Por qué no?
Proponer y promover espectáculos musicales, recitales, charlas, instalaciones y perfomances, teatro de mimos, titiriteros, representación de pantomimas y entremeses como el de Gutiérrez de Cetina, que fue la primera representación teatral en el nuevo mundo, frente al callejón de los curas.
Exigir de las instituciones extranjeras alojadas en la zona un mínimo de realizaciones semanales para intensificar el uso del espacio. Poblar la zona, darle vida. No sólo luces, sino también cámara, acción
Proponer, en fin, como Virginia Álvarez, una institución autónoma de la cultura, con vocación de servicio como gestor cultural. No Secretaría de la Cultura, no burócratas, sino pregones de la cultura, activistas interesados en la cultura.
El modelo existió en la zona, al alcance de la mano, igual que el pájaro azul de la felicidad. Ese modelo de gestión cultural autónoma, revitalizador, creativo, sin compromisos con el poder, nació en Santa Bárbara hace muchos años con la idea de una Bienal Marginal que, para sorpresa de muchos, desbordó la marginalidad. La idea sólo existía en la cabeza de un pintor soñador, agitador, comunista, gestor y activista cultural de toda la vida. Silvano y Lora a la vez, que es mucho ser.
Silvano dió lo mejor de sí en escenarios, países y circunstancias diversas y adversas. En la revolución de abril dirigió la propaganda del Frente Cultural, algo parecido hizo en el París de mayo de 1968 y en la Panamá de Torrijos. Pero lo de Santa Bárbara fue quizás su mayor reto y una de sus mejores realizaciones. Realización plural, no sólo personal.
Santa Bárbara es un barrio marginal dentro de la extrema marginalidad, dos veces marginal, dos veces amurallado. De hecho está arrinconado, literalmente arrinconado contra las murallas del Fuerte del Ángulo y un muro de la vergüenza (así hay que llamarle, en rigor, porque la pobreza es vergüenza ajena).
Allí, en Santa Bárbara, se inició un típico proceso de remodelación al estilo balaguerista. Remodelación es sinónimo de desalojo en el diccionario del poder: comienza por la expulsión de la gente y termina por privar de vida el contexto. Sin embargo, la remodelación no se produjo y el sector fue abandonado a su suerte, pero siguió viviendo, malviviendo. Actualmente Santa Bárbara es un promontorio en ruinas sin más adorno que la buena calidad de sus habitantes.
Carece de todo, pero le sobra espíritu. La riqueza espiritual de esas familias es el elemento más valioso a preservar. Esa riqueza espiritual fue la que salió a flote con más fuerza, durante la IV Bienal Marginal. Espectáculos de música, baile, canto y poesía, pintura, frituras, instalaciones, luces, sonidos, fanfarria de calderos vacíos. Fue una fiesta de todos, con participación de hombres, mujeres y niños. Y fue también un mentís, una sacada de lengua, una rechifla al gobierno que los privó, recientemente, de un edificio que había sido construido para ese proyecto alternativo.
El grupo de activistas nucleados en torno a la figura ecuestre de Silvano Lora es el mejor ejemplo de lo que puede hacerse con voluntad, con garra, sin mayores recursos que la imaginación y sobre todo con amor y respeto por la marginalidad y la pobreza: respetabilísimas formas de cultura.
Ahora bien, lo que vale para Santa Bárbara es válido para el resto de la ciudad intramuros, como modelo de gestión cultural autónoma, a mayor escala. De hecho, es el modelo perfecto para una zona que, a diferencia de Santa Bárbara, tiene dolientes pudientes. Ellos podrían patrocinar el renacimiento comercial, humano y urbano de esos predios, si no lo esperaran todo del gobierno. Pero como todo lo esperan, sin necesidad, del gobierno, industriales, comerciantes y banqueros del lugar no se han sentido en el deber de dotar a la ciudad intramuros, su gallina de los huevos de oro, de un servicio propio de recogida de basura y limpieza. Tampoco han pensado en declarar una independencia, siquiera efímera, en materia de energía eléctrica, cuando hace tiempo que debieron buscar a este problema una solución de conjunto, solución social y no individual, como acontece. De la política gubernamental sólo pueden esperarse ideas remendonas. Remiendo sobre remiendo y remodelación sobre remodelación ya se han tragado centenares de millones y no se avanza. La improvisación, la falta de planificación, la falta de ideas de conjunto impiden el desarrollo del enorme potencial de la zona. Con el concurso de todos los dolientes, un modelo alternativo de desarrollo y de gestión cultural autónoma no debería esperar del gobierno: se adelantaría al gobierno, trazaría pautas y exigiría del gobierno, a partir de realizaciones concretas, no a partir de intenciones.
Al malvado Cuchi le agradezco por haberme presentado a Silvia Zimmermann durante su breve estadía en el país (algo hay que agradecerle a Cuchi Elías). En esa grata ocasión, la distinguida escritora argentina me obsequió un ejemplar de su libro “La dimensión de lo imposible” (¡qué a propósito!), con una dedicatoria en que aludía “a la mágica ciudad de Santo Domingo”. Magia, sí, tenía magia la ciudad en esos días festivos, y ella como extranjera se apercibía mejor que nosotros. Pero la magia existía y existe a retazos, desde la Avenida del Puerto, por ejemplo, en los alrededores del Alcázar y La Catedral, en la recoleta calle Luperón. Magia dispersa, no la magia de conjunto que emana del viejo San Juan. Tenemos, sin embargo un patrimonio cultural mayor, mucho mayor que el del Viejo San Juan, pero escondido, en tinieblas, disimulado entre lotes de basura, esparcido, clausurado, muerto, deshabitado, sin vida.
Para restaurar armoniosamente el conjunto hay que pensar en ideas de conjunto, partiendo de premisas claras, muy claras. Se puede contribuir a desarrollar y a reactivar culturalmente un espacio acondicionándolo físicamente con inversiones que pueden ser millonarias, pero si no se logra preservar, insertar e integrar el elemento humano en el tejido urbano, no se producirá cultura ni desarrollo. Desarrollo a secas, quizás, producción de un vacío, como el que existe en el cementerio eclesiástico de los alrededores de la catedral.
Para la ingente tarea de restauración, no remodelación pura y simple, hay que contar con todos, llamar a todos los que sienten y padecen por la Ciudad Colonial la misma fascinación desesperada. Es decir: comerciantes, banqueros, empresarios, propietarios, residentes, visitantes, periodistas, escritores y críticos, artistas plásticos y sintéticos, músicos y bailarines, teatrantes, cineastas, cinéfilos y cineteros, bandas militares, bandas civiles, bandas armadas de imaginación, diseñadores, modistos, modistas y modelos, artesanos, limpiabotas, maniceros, paleteros y peleteros, “chiriperos borrachos” y “alaridos de Miriam”, fotógrafos, ilusionistas, floristas, contorsionistas, gimnastas, carnavaleros y chichigüeros, comunistas, agitadores, clarividentes, soñadores y despistados, gobiernistas y oposicionistas, miembros del clero y comparsa, fuerza pública y privada…En fin, si a alguien se omite o se olvida, culpa es de la memoria, no del deseo.
Nota: Publicado en 1998 en el suplemento Ventana (dirigido por Marianne de Tolentino) del Listín Diario cuando era y está dedicado a la grata memoria de Humberto Frías.
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