jueves, 30 de noviembre de 2017

LA NOVICIA REBELDE

Un relato del libro Monedas en la fuente
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Pedro Conde Sturla

La primera y única vez que sor Ángela de la Cruz tuvo la desdicha, la ingrata y trágica experiencia de toparse frente a frente con un hombre desnudo, lo que se dice desnudo -en su plena y total desnudación-, se le antojó que era el demonio por el cuerno que portaba entre las piernas. El Callejón de los curas estaba a oscuras, pero la oscuridad no disimulaba aquella   impúdica figura de jardinero que se bañaba con manguera a   la luz de la luna en el jardín de la casa curial con puertas   abiertas de par en par. Sor Ángela de la Cruz, la novicia Ángela de la Cruz, beatífica y castísima de nacimiento, huyó despavorida hacia el convento de Santa Clara, en las cercanías del palacio del Príncipe, y se acogió al amparo de las monjas de clausura.
Al cabo de un delirio que duró varias semanas, y con la bendición de la santa madre Alejandra -la madre priora-, pidió ser confinada a una celda de la que no saldría hasta el fin de sus días, consagrada todo el tiempo a la meditación, la oración, el castigo corporal, la mortificación de los sentidos en todos los sentidos, incluyendo el sentido común. Sin embargo, a pesar del rigor con que se aplicaba al ejercicio de sus devociones, nunca pudo escapar de aquella imagen, aquella fatídica visión de hombre desnudo que de repente irrumpía -persiguiéndola con una manguera- en sus sueños más risueños.
Una noche, en la peor de sus pesadillas, no pudo resistir más, y en un acceso de locura se rasgó las vestiduras, se rasgó la piel de los pechos abundantes y se arrancó los ojos con las uñas.
La pérdida de la vista no hizo, por desgracia, más que agudizar su sensibilidad, afinar en grado extremo los mismos sentidos que en vano había tratado de aplacar, y ahora aquel demonio de hombre desnudo y con manguera, que seguía persiguiéndola por igual en la vigilia y en el sueño, también se le manifestaba en el sonido de los pasos: Todos los pasos de hombres que pasaban por la calle aledaña le sonaban a pasos de hombre desnudo y con manguera. El demonio se le manifestaba ahora en el suplicio del tacto de tal modo que, al tocar el rosario y las imágenes sacras y el libro de devociones, palpaba a un hombre desnudo y con manguera. En los pocos alimentos que tomaba, en el agua inodora e incolora, percibía  el sabor de hombre desnudo y con manguera. El aire que respiraba tenía olor a hombre desnudo y con manguera. Sólo a veces, a manera de compensación casi divina, un amigable soplo de turistas nocturnos fumando marihuana llenaba los rincones de su alma, derramaba bendiciones que invocaban a un extraño sosiego y, por momentos, le parecía levitar y levitaba.
Pero cuando su vecino el Príncipe, el Gatopardo criollo salía de correrías, desde su limosina blindada con las ventanillas cerradas le llegaba el aliento del perfume de París de Francia que no enmascaraba el olor a hombre  y se arrojaba contra las paredes y llegaba en su desesperación al paroxismo. El olor a hombre la volvía loca, literalmente loca, y seguía persiguiéndola en la figura del demonio desnudo con manguera.
Ella trataba de escapar, siempre escapaba, pero en su último sueño, fatalmente, el desnudo que la perseguía noche y día la atrapó, manguera en mano, la inmovilizó sobre el duro lecho de monja de clausura y, para su sorpresa, apenas suavemente, dulcemente, con aquella manguera que siempre había aborrecido, se insinuó entre los bordes gloriosos de su secreta piel. En un acto de resignación, inmóvil, indefensa, ¡hágase señor tu voluntad!, se entregó a lo inevitable, y el demonio desnudo realizó el milagro tan secretamente temido, más bien apetecido.
Al amanecer de un nuevo día, el mármol de la muerte modelaba en su rostro un gesto de intensa placidez, inmensa paz, incruenta beatitud. El drama corporal, el caudaloso océano que se había derramado en su interior, descendía ahora en cascada, en multitud de oleadas en los pliegues desnudos del vestido, un poco a la manera de una escultura de Bernini. La mano sobre el corazón que había redoblado como un tambor de hojalata, la curva de sus labios desdibujada en un rictus de pecaminosa felicidad en el gran momento de un éxtasis infinito, hablaban de una santidad a toda prueba, como si un ángel travieso la hubiese castigado con infinitas flechas, mil puñales de agravio, mil puñales de gratitud, mil puñales de gozo para la gloria que ahora se merecía hasta el fin de los tiempos.

pcs, jueves, 11 de diciembre de 2007.


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