Pedro Conde Sturla
Nada vive fuera de la historia, ni siquiera la
historia misma, y mucho menos la novela que es un producto histórico por
excelencia. Lucaks
intuyó su parentesco con la epopeya clásica y estableció la fecha de nacimiento
en los albores de la edad moderna. Cortazar, el travieso, corroboró un poco en
broma esta tesis cuando expresó en un ensayo: “no se me negará que La Ilíada es un esplendida novela”. Sin
embargo, por más que sus orígenes se remonten a la antigüedad, la novela es, en
rigor, el más tardío de los géneros literarios, el más maduro, el más complejo
y difícil, y el que mejor se presta para analizar, auscultar, diseccionar una
época, todas sus épocas. De hecho la novela –casi cualquier novela- puede
interpretarse como una especie de respuesta histórica al problema de la
identidad y el desarrollo de los pueblos: una respuesta intelectualmente
organizada, altamente organizada en la mayoría de los casos.
Partiendo de esta premisa, el estudio de tres novelas fundamentales de la literatura dominicana permitirá demostrar cómo, en sus diferentes claves de lectura, cada uno de estos textos arroja una idea casi siempre explícita acerca del pasado, presente y futuro de la nación: el “destino” de la nación.
Partiendo de esta premisa, el estudio de tres novelas fundamentales de la literatura dominicana permitirá demostrar cómo, en sus diferentes claves de lectura, cada uno de estos textos arroja una idea casi siempre explícita acerca del pasado, presente y futuro de la nación: el “destino” de la nación.
Así, en la novela Enriquillo de Manuel de Jesús Galván, la historia es el resultado
de pugnas maniqueas, la eterna lucha entre el bien y el mal. En La sangre, de Tulio M. Cestero, el
elemento maniqueo se “enriquece” con consideraciones atinentes a la incapacidad
del pueblo dominicano para gobernarse sin el auxilio de la tutela
norteamericana. En Cambio, en la novela Over
de Marrero Aristy, la historia, la identidad nacional, la pugna entre el bien y
el mal son resultado de relaciones concretas de producción dentro del marco de
un ingenio azucarero.
En lo que respecta a Galván, se ha
dicho y repetido y muchas veces que su obra reproduce fielmente la crónica del
padre Las Casas sin apartarse un milímetro de la supuesta verdad histórica (y
en esto alguien ha visto un freno a la imaginación del narrador). En realidad,
es más correcto decir que Galván reproduce fielmente la historia con el
propósito de falsearla.
Los manuales de historia literaria, por
otra parte, dan por descontado que Galván es un cantor de la raza indígena y
suponen de alguna manera que su Enriquillo
(1882) es una apasionada defensa de los aborígenes de La Española, así como una
vibrante denuncia contra los malvados que los oprimieron y finalmente los
extinguieron. Esto no deja de ser cierto, en parte, si se observa únicamente la
extrema superficie de la obra. Pero en el fondo las cosas están de otra manera.
En rigor, Enriquillo es una especie
de canto a las glorias de la hispanidad y de la conquista. Sólo superficialmente
es la historia de Enriquillo. Y aun así, la misma historia de Enriquillo es
diferente. Vale decir: Galván la manipula, la reconvierte en la historia de un
proceso de aculturación interrumpido y malogrado por falta de tacto (algo que
deplora sinceramente).
Si dejamos a un lado la Historia con
mayúscula y observamos los hechos en detalle, con una lente apropiada para
obtener mayor profundidad de campo, descubriremos enseguida las falacias que
oculta la novela en sus implicaciones ideológicas relativas a esa peligrosa
arma de doble filo que constituye el culto indigenista en Santo Domingo, con su
idealización de la raza desaparecida en función de la negación de la raza
actual. Negación de la identidad racial actual.
La literatura es “bella” porque habla
con sus silencios, y una de las tareas interesantes del historiador literario
es hacer que la obra hable, incluso contra sí misma. Galván no se propuso en
ningún momento escribir la epopeya de los indígenas de la isla, y mucho menos
condenar a fondo la obra de conquista llevada a cabo por los súbditos del
cristianísimo rey Fernando. Es el mismo Galván quien aporta el argumento más
contundente en este sentido cuando suplica y advierte al lector que no lo crea
afectado “de la manía INDIÓFILA”. Galván aclara en la nota que no pasará “nunca
los límites de la justa compasión a una raza tan completamente extirpada por la
cruel política de los colonos europeos, que apenas hay rastro de ella entre los
moradores actuales de la isla”. Como
puede verse, no tiene cabida en el pensamiento de Galván el sentimiento épico
de admiración por la lucha de los aborígenes. Se trata simplemente de la
expresión de un sentimiento paternalista de “justa compasión”, expresado por un
espíritu cristiano, noblemente compungido en sede literaria por la suerte de
esos seres inferiores que merecían ser educados pero nunca maltratados,
aprovechados y no exterminados (incluso por aquello de la escasez de mano de
obra que luego se presenta como problema).
A pesar de haber explicado con lujo de
detalles los motivos y razones ideales de Enriquillo, cuando éste se subleva y
coge el monte, Galván traiciona un poco sus sentimientos y se deja sorprender
observándolo con el mismo sentimiento de derrota de un ama de casa que saca del
horno un pastel arruinado por el exceso de calor. El dolor de Galván es ver
destruida esa obra maestra de aculturación que representa Enriquillo, moldeada
con tanta paciencia. Galván parece sugerir que era necesario seguir como al
principio: domesticando a la raza indígena sin perseverar en el abuso para no
correr el riesgo de convertir a un cacique sumiso en un rebelde. Dicho de otra
manera, la obra de Galván tiene un carácter admonitorio. Es por eso que en la
“Reseña retrospectiva” de su libro podemos leer que “las conclusiones que en el
ENRIQUILLO se deducen de yerros pasados” deben ser tomadas como “admoniciones
de yerros análogos…” De esta manera
resulta claro que Galván se plantea el problema indigenista al revés. Su
supuesto discurso indigenista es de tipo defensivo y paternalista. Galván
admira e Enriquillo en la medida en que éste trata de ser más español y más
castizo, más cristiano, más devoto, más sumiso. De ahí que en fondo deplora la
insurrección, no la exalta. Incluso, cuando el cacique enriquillo se decide a
emplear el supremo recurso de las armas, pone al cielo por testigo de que sólo
a las fuerzas de las circunstancias deben atribuirse el hecho. El astuto Galván
se vale de éste y otros trucos para presentar la insurrección del indígena como
un hecho providencial, desprovisto de connotaciones sociales, subversivas. Y al
eliminar estos datos, Galván elimina la parte “nociva” del mensaje, el mal
ejemplo. El Enriquillo de Galván no se rebela, sino que se entrega, por decirlo
así, en manos de la Justicia Divina. Es lógico pensar que el personaje
Enriquillo necesitaba de esta coartada o justificación final para no abandonar
el camino real que le había trazado el autor desde el principio. Con este
pretexto, ni siquiera puede afirmarse que Enriquillo tomó en sus manos la
justicia. Simplemente “sucedió lo que Dios quiso”. Los mortales, como es
sabido, no deben nunca tomarse este género de iniciativas.
El Enriquillo
de Galván tiene por base una filosofía maniquea que permite explicar y
justificar las mayores injusticias sociales sin cuestionar el sistema que las
produce. Todos los males son atribuidos a la simple naturaleza del ser humano,
a la eterna pugna entre el bien y el mal. Por tanto, sólo a la desigual pelea
entre buenos y malos debe acreditarse la facultad de mover el resorte de la
historia y producir cambios. El universo de Galván está poblado por fantasmas
metafísicos, sin cuerpo y casi sin sustancia social. Galván descuida el análisis de la sociedad en
que viven sus personajes, esto es, crea una sociedad utópica en la cual la
realidad no es dialéctica sino unidimensional, en la cual los conflictos son
sólo individuales y no de clase, en la cual no hay ningún problema moral o
social directamente ligado a la estructura económica. Galván establece una neta
distinción maniquea “entre un estrecho grupo de personas que ejercita un
autoritarismo absoluto (valiéndose de medios de convencimiento y constricción
que tienen una eficacia espantosa) y la masa de los desheredados y oprimidos,
compuesta por hombres desprovistos de raciocinio y hasta de instinto, dóciles
siervos a quienes la persuasión organizada ha negado la capacidad crítica, y el
miedo cualquier perspectiva de salvación”.
No es casual que escritores como Galván
–al referirse a los problemas de la conquista- pongan siempre el acento en la
contraposición de dos mundos: civilización y barbarie. Esta típica fórmula
maniquea da lugar a una representación esquemática y aproblemática de la
sociedad que surge del choque entre cultura española y cultura aborigen. De
este modo, una vez decidido que la civilización estaba de la parte de los
españoles, hay poco que decir a favor de los aborígenes en cuantos
representantes de la barbarie. A menos que estos no se sometan a los primeros,
civilizándose debidamente. Toda noción de historia e identidad nacional se
reduce entonces aquí al culto de lo hispánico.
La celebre novela La sangre (1914), de Tulio M. Cestero, comparte con el Enriquillo de Galván la gloria de
contarse entre las novelas capitales de la literatura dominicana, no sólo por
la excelencia de su estilo y realización, sino por su condición y carácter de
fundadora de ideología (falso concepto de la realidad en la acepción marxista).
No en balde Manuel Arturo Peña Batlle –numen prolífico del trujillismo- creía
“firmemente que La sangre es la mejor
novela dominicana”. Opinión parecida, aunque por razones diferentes, sostenían
Pedro y Max Henríquez Ureña.
En sus líneas generales, La sangre es la historia del
revolucionario Antonio Portocarrero y un poco también la historia de la “ciudad
romántica” de Santo Domingo, la ciudad colonial, desde el primer gobierno de
Lilís (1862) hasta la Convención Dominico-Americana (1907). Más que una vida
bajo la tiranía, como se subtitula la obra, es una verdadera novela de las
revoluciones. Y más que eso, todo un ensayo de interpretación de la historia
dominicana en términos de sicología social. Desde este punto de vista, La sangre es lo que suele llamarse una
novela histórica y también una apasionada tesis política.
La carrera de revolucionario del
protagonista se reduce a una cadena de fracasos provocados –como sugiere la
trama- por su propia idiotez y su falta de sentido práctico, su exceso de
idealismo. Al cabo de años de vicisitudes, Portocarrero toma una especie de
conciencia acerca de sí mismo y del país, y termina derrotado de un modo
abyecto. No es un simple fracasado, sino un perfecto fracasado. Fracasa, en
efecto, no sólo en política, sino también en sus aspiraciones, fracasa como
persona, fracasa como esposo, fracasa en la paternidad al nacerle un hijo
anormal, fracasa como tenorio, fracasa patéticamente como guerrillero, fracasa
como conspirador, fracasa como editor, como intelectual incluso como trepador
social. Es un antihéroe, o mejor, un héroe ridículo. Cestero lo define como un
Quijote, un admirador de Dulcinea. Implícitamente hace mofa de la vocación
quijotesca de su personaje. A pesar de la pureza de sus ideales originales,
nada hay en él digno de admiración sino de escarnio, o de pena si acaso. De
alguna manera es un imbécil que se lanza contra los molinos de viento de la
historia, un cretino, un exaltado. En síntesis, un prototipo de revolucionario
indeseable. Hay que notar, de paso, que de alguna manera Portocarrero es
también prototipo del intelectual hostosiano positivista, creyente en las
posibilidades del progreso nacional independientemente de proteccionismos y
tutelas foráneas.
El modo en que Cestero construye su
personaje es casi tan impresionante como el modo en que lo destruye, con una
especie de candor que parecería casual si no fuera intencional y maligno. Lo
destruye con inteligencia, con fina sutileza, insinuándose en sus pensamientos,
royéndolo por dentro. Portocarrero, en efecto, vigoroso al principio de la
novela, se deshace poco a poco en las manos del lector. Lo que queda es una
entelequia. El personaje Portocarrero representa, pues, desde este punto de
vista, la más corrosiva, denigrante y cruel caricatura de un idealista
revolucionario.
En cambio su amigo Arturo –alter ego
del autor de la novela-, sin ser tan puro ni intransigente, es un personaje
socialmente útil y representa un modelo a seguir. No es un parásito como
Portocarrero. Es un hombre, un político realista que lamenta la firma de la Convención
Dominico-Americana que puso las aduanas del país en manos del imperio
norteamericano, pero al mismo tiempo entiende que hay que aplicar “la lección
de los hechos consumados”: el destino del pueblo dominicano “es ser absorbido
por el yanqui”. La Convención -razona Arturo, y con él Cestero- “mortifica a
nuestro patriotismo, pero no amenaza la independencia: el mal no está en ella
sino en nosotros mismos. Por otra parte, nos pone en contacto con un gran
nación, de cuyas instituciones y costumbres civiles tenemos que aprovecharnos”.
La Convención –añade Arturo- no es “obra del gobierno…es el fruto del
desacierto de tres generaciones…”. La clave del desarrollo parece estar, a
juicio de Arturo, en el baile del tow
steps y en el juego de la pelota, el base
ball. Los soñadores, en definitiva, han hundido al país. La identidad
patria, la historia patria, corren parejas con la tutela norteamericana.
La novela Over (1940) de Ramón Marrero Aristy marca, en cambio, un hito en
nuestra literatura en cuanto portadora de un discurso avanzado en términos de
interpretación novelística de la realidad social dominicana. Aquí el problema
histórico nacional no deriva de la contraposición maniquea entre civilización y
barbarie ni deriva de los desaciertos quijotescos de los soñadores, sino de un
mecanismo objetivo de regulación del comportamiento: las relaciones sociales de
producción vigentes en un ingenio azucarero que es fácil identificar con el
Central Romana Corporación.
Daniel Comprés, el protagonista de la
obra, no es un insurrecto como Enriquillo ni un revolucionario como Antonio
Portocarrero. Es un pequeño burgués caído sorpresivamente en desgracia por
culpa de la madrastra. Echado, por el padre, de la casa, se ve obligado a
enfrentar la vida sin haberse preparado para ello. Enfrenta, de improviso, el
desamparo, la inseguridad, los malos tratos, y se ve obligado a buscar empleo. Gracias
a sus relaciones de clase obtiene la concesión de una bodega y se hace
bodeguero al vapor. Bodeguero del central azucarero en un batey sin nombre. En
la primera partida de productos que le suministran, descubre que la cantidad es
inferior a lo estipulado. El central cobra un over al bodeguero y el bodeguero deberá cobrar un over a los braceros si quiere cuadrar
sus cuentas. A su vez, lo braceros perciben parte de su salario en vales que
sólo les permiten comprar en la bodega y representan otra variante del over. Managers, policías y capataces
pagan y cobran over, y en esencia
toda la actividad económica se eslabona en una cadena que implica el over y regula el comportamiento, lo
determina en gran medida, comprimiéndolo en el reducido cerco del central.
La novela, en conjunto, sensibiliza al
lector respecto a este tipo de situación y lo hacer partícipe del dolor social
a través de la frustración del bodeguero pequeño burgués que sólo denuncia la
explotación cuando le toca sufrirla en carne propia, cuando le concierne
directamente. La experiencia de Daniel Comprés no lo convertirá en
revolucionario al estilo de Mauricio Báez y su Compañero Justino José del Orbe,
sino en oportunista, con la firme determinación de trepar en la escala social.
En efecto, Comprés sale dispuesto a no volver al ingenio cueste lo que cueste.
Lo empuja el miedo pavoroso a la miseria, que es la peor forma de violencia
como decía Gandhi. El mal existe en gran parte porque la realidad social lo
determina. Aunque le pese a quien le pese hay que cobrar y pagar el over, porque las necesidades materiales
lo exigen. Identidad nacional, historia, cultura se hermanan todas de alguna
manera con el over.
pcs, 1994
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