Pedro Conde Sturla
Una de las razones por las que Rusia -o mejor dicho el zar de Rusia- se
involucró en la primera guerra mundial a favor de Inglaterra y Francia tuvo
mucho que ver con una promesa envenenada que estos países le hicieron y que
“nunca tuvieron la intención de cumplir: el control ruso de Constantinopla y de
los estrechos del Mar Negro después de una guerra exitosa contra
Alemania”. [i]
Al zar de Rusia, o
de todas las Rusias, el tiro le salió por la culata como bien se sabe. Perdió
el poder, perdió el favor de Inglaterra, que se negó a darle asilo y perdió
luego la vida junto a toda su familia a manos de los bolcheviques. A las tropas
aliadas tampoco les fue muy bien en el escenario del Imperio Otomano, en lo que
es hoy Turquía, básicamente.
El
arrogante imperio inglés y la prepotente Francia planeaban desde hacía tiempo
la guerra contra Alemania y el desmantelamiento del seis veces centenario
Imperio Otomano. Esto último no parecía cosa difícil. El Imperio Otomano se
había desangrado y debilitado en las recientes guerras de los Balcanes
(1912-1913) donde había perdido la mayor parte de sus territorios europeos y no
estaba en condiciones de participar en otra contienda, pero el sultán Mehmed V
cedió a la presión de Alemania y sus propios consejeros y el tiro también le
salió por la culata. La monarquía otomana moriría con el imperio pocos años
después.
Para darse una idea de los intereses que estaban en juego sólo hay que leer los
siguientes párrafos:
“Alemania
necesitaba a los otomanos de su lado. Los planes del Orient Express, que
transportaría pasajeros a través de los Balcanes hasta Constantinopla,
finalizaron en 1888. El Sultán dio permiso a banqueros alemanes para expandir
el ferrocarril hasta Bagdad, lo cual habría permitido al Imperio Otomano formar
parte de la Europa industrializada. A cambio habría otorgado una importante
presencia alemana en el golfo Pérsico, lo cual supondría una considerable ayuda
para el control de sus colonias de ultramar, y una mayor facilidad para su
comercio con India, aparte de suponer un valiosísimo acceso al petróleo de
Irak”.
“La alianza se
formalizó con un tratado secreto, firmado por el Imperio otomano y el Imperio
alemán el 2 de agosto de 1914, un día después de que Alemania declarara la
guerra al Imperio ruso. La alianza fue ratificada por muchos oficiales
otomanos de alto rango, incluyendo el Gran Visir Said Halim Pasha (equivalente
a un jefe de cabinete occidental), el ministro de Guerra Enver Pasha, el
ministro de Interior Talat Pasha, y el jefe del Parlamento Halil Bey”.[ii]
Para Inglaterra y
sus aliados la derrota del Imperio Otomano era algo que se daba por descontado
y la operación militar orientada a la conquista de Estambul, la capital, que
entonces se llamaba Constantinopla, parecía cosa de rutina. Tanto el armamento
como los soldados otomanos habían dado pocas pruebas de calidad y valor en las
mencionadas guerras de los Balcanes y ni siquiera se esperaba que las tropas
resistieran con empeño una invasión que tendría como respaldo un potencial de
fuego que arrasaría con las defensas y los reducidos defensores. De hecho, los
británicos, con Winston Churchill a la cabeza, estaban al parecer convencidos
de que se trataría de un paseo militar, “una operación naval relámpago”. Se
abrirían paso a fuerza de cañones, en unas pocas horas atravesarían el estrecho
de los Dardanelos y en pocos días pondrían sitio a Constantinopla en las
orillas del mar de Mármara. El hecho conduciría a la rendición de la ciudad y
la consiguiente derrota del Imperio Otomano, abriría una ruta expedita hacia
Rusia, el rearme y reabastecimiento de la misma y la posibilidad de castigar
desde el este al Imperio Alemán y Austrohúngaro para aliviar la terrible
presión en el empantanado y ensangrentado frente occidental.
Era una idea
brillante, estúpidamente brillante, y el tiro salió también por la culata.
Sin mencionar el
sacrificio de los otomanos, un alto precio en sangre lo pagaron los
soldados australianos y neozelandeses, jóvenes soldados procedentes de las
colonias o excolonias británicas a quienes les fue concedido el honor y el
privilegio de venir a luchar y morir desde el otro lado del mundo por la madre
patria en una guerra ajena. Una guerra planificada al milímetro por una élite secreta inglesa,
cuyos padres fundadores fueron Cecil Rhodes, William Stead, Lord Esher, Sir
Nathaniel Rothschild y Alfred Milner.
El sangriento
episodio lo describe en parte, como se verá a continuación, un irónico
cronista:
El fracaso de “la más noble Cruzada”
Luis Reyes
“Eran unos espléndidos jóvenes. Su
casi completa desnudez, su altura, su majestuosa y sencilla figura, sus rosados
cuerpos quemados por el sol y liberados de toda grasa por el calvario que
estaban pasando, todo eso junto producía algo tan cercano a la absoluta belleza
como siempre había anhelado contemplar en este mundo”. No se trata de la
descripción de un guerrero de la Ilíada por Homero, sino de
unos soldados de la Primera Guerra Mundial. Eran los Anzacs, los
voluntarios australianos y neozelandeses que luchaban contra los turcos en
Gallipoli, tal como los veía el novelista escocés Compton Mackenzie, oficial de
la inteligencia británica fascinado por la homofilia.
Pero en enero de 1916 estos modernos
Alcibíades estaban tan derrotados como los 300 espartanos del Paso de las
Termópilas. Y el precio que pagaron fue aún superior, 10.500 de aquellos
“espléndidos jóvenes” de las antípodas se quedaron para siempre en las arenas
de Gallipoli, y el total de muertos aliados en la campaña fue superior a los
44.000. Un rotundo desastre y además un sacrificio inútil, pues la
operación no sirvió para nada... Algo que sería corriente en la Gran
Guerra.
El plan de apoderarse de los
Dardanelos, el paso del Mediterráneo al Mar Negro, fue concebido por Winston
Churchill y, como todas las suyas, fue una idea brillante, aunque imposible de
llevar a cabo. La fortuna le había regalado a Churchill a los 40 años su
mejor juguete, la Royal Navy, pues era primer lord del
Almirantazgo (la extravagante forma inglesa de decir ministro de Marina). No
había en el mundo una máquina bélica semejante, aquella imponente flota hacía
de Inglaterra la primera potencia del globo.
La Gran Guerra, tras un mes de
arrolladores movimientos del Ejército alemán, se había estancado en la
frustrante “guerra de trincheras”. No era situación que aguantase el carácter
de Churchill, que enseguida elaboró un plan para forzar los Dardanelos y atacar
a Turquía. La idea de golpear al enemigo en “the soft underbelly”
(literalmente, el blando bajo vientre, el punto flaco) sería una obsesión para
Churchill hasta la Segunda Guerra Mundial. Para tener el control, era una
operación naval, con acorazados viejos que no podían enfrentarse a los modernos
cruceros alemanes en el Mar del Norte.
En 1915 los rusos pidieron una ayuda
que aliviase la presión que sufrían de los turcos, pero las operaciones navales
fracasaron, para frustración de Churchill. Entonces se pasó a un plan que
incluía el desembarco de una fuerza terrestre importante en la península de
Gallipoli, para dominar los estrechos desde tierra. La Fuerza Expedicionaria
del Mediterráneo, de 78.000 hombres, tenía una división francesa, dos
británicas y dos del Anzac (Australian & New Zealand Army Corps). Eran
tropas con buen espíritu, aunque faltas de experiencia, pero el plan de
operaciones resultaría pésimo.
Para empezar tenía la oposición
frontal del número dos de Churchill, el primer lord del Mar
(jefe de la flota), almirante Fisher. Pero el principal defecto de la operación
es que daba por hecho que los turcos no ofrecerían mucha resistencia, y nunca
se deben hacer planes contando con la colaboración del enemigo. El error del
servicio de información fue doble, los turcos serían unos combatientes
formidables y además habían guarnecido Gallipoli con muchas más tropas de las
previstas.
El plan operativo en sí adolecía de
falta de unos objetivos bien definidos, varias veces se cambiaron sobre la
marcha; los expedicionarios carecían de buenos mapas (el Estado Mayor usó guías
de viajes para la planificación); no había bastante artillería; muchas tropas
eran bisoñas; el equipo no era el adecuado; la intendencia funcionó mal, y el
general en jefe aliado, Hamilton, no estaba capacitado para la tarea. Añádase
el importante factor de la geografía, que se había ignorado, pero que daba
siempre una posición dominante a los turcos y convertía las posiciones aliadas
en verdaderas trampas, y, por último, una casualidad decisiva: el jefe turco de
la zona resultó ser el mejor comandante del Ejército otomano, Mustafá Kemal,
luego llamado Atatürk (Padre de los Turcos), el forjador de la moderna Turquía.
Todo estaba listo para el desastre.
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