Pedro Conde Sturla
Durante la guerra de Estados
Unidos contra España en Cuba, que tuvo como pretexto inicial la voladura del
Maine junto a la tripulación negra en la Habana, un soldado norteamericano
recibió la orden de llevar a la isla un mensaje a García. El soldado no se
inmutó, no pestañó, no inquirió, no se turbó frente al hecho de que en Cuba los García debían ser
abundantes y la tarea improba. Simplemente se cuadró y obedeció y fue a Cuba y
de alguna manera entregó el mensaje a García. Un mensaje a García (“La
carta-milagro de Elbert Hubbard para forjar en el compromiso responsable”) es
un texto fundamental de la ideología norteamericana y castrense. Representa la
obediencia a ciegas. La del soldado que no
pregunta ni cuestiona, cumple con la misión y entrega el mensaje o
simplemente bombardea, con napalm, las aldeas y diques de arrozales en Viet Nam
por órdenes de Kissinger, Premio Nóbel de la Paz y criminal de guerra al mismo
tiempo.
Mi admirado Stefan Zweig, el
judío austriaco que se suicidó en Brasil junto a su esposa (lecturas de infancia y de mi edad madura),
escribió sobre la falacia de la obediencia ciega en Momentos estelares de la
humanidad. Napoleón derrota al ejército prusiano, que se repliega hacia
Bruselas donde lo espera Wellington, y manda al Mariscal Grouchy en seguimiento
de las tropas “vencidas pero no aniquiladas” para que no se juntaran con las de
Wellington, como en efecto se juntaron. Grouchy persigue sin éxito a los
prusianos, que se repliegan a marcha forzada. El estado mayor de Grouchy se
rebela. Le dicen que hay que dejar la inútil persecución y acudir en defensa
del Emperador en Waterloo, donde ya se escuchan los cañones. Pero Grouchy
impone su autoridad. Dice que recibió órdenes del Emperador de perseguir a los
prusianos y no tiene contraórdenes e insiste. De modo que los prusianos
llegaron primero a Waterloo y Napoleón perdió la batalla, su última batalla,
gracias a la obediencia servil y a la falta de iniciativa personal de Grouchy.
El Mariscal obediente a ciegas perdió a su Emperador.
En un libro de mi mayor
devoción, La condición humana, de Andrés Malraux, un personaje dice:
“Solamente un bellaco mata o se deja matar por obediencia”.
Durante la intentona
golpista contra Hugo Chávez Frías, dos veces presidente electo de Venezuela,
ocurrió un hecho extraordinario que conmocionaría al mundo. El Capitán
Rodríguez, desobedeciendo órdenes superiores,
le preguntó en secreto al mandatario cautivo si era cierto que había
renunciado a su cargo, y como la respuesta fuera negativa, el capitán Rodríguez
tuvo los cojones de cuadrarse y decirle que él seguía siendo leal a su
Presidente y Comandante en Jefe, y le pidió dejar un mensaje que envió a media humanidad y cambió el curso de los
acontecimientos. El capitán desobediente, incumplidor de órdenes superiores,
salvó a su presidente y a la democracia venezolana, y de paso a la dignidad
latinoamericana. Por eso Chávez volvió a ser Presidente de Venezuela. Un
guardia que no cumplió órdenes arbitrarias es el responsable del regreso de
Chávez. Quizás todavía no sabe lo que hizo, el alcance de su hazaña. Por los
siglos venideros se hablará del capitán Rodríguez que no cumplió órdenes
fatídicas, y desobedeciendo a sus superiores fue leal a una causa justa. A él
lo saludo y lo celebro con las palabras que Whitman dedicó a Lincoln en un
poema memorable: “Oh capitán, mi capitán...”
No hay comentarios.:
Publicar un comentario