martes, 14 de noviembre de 2017

LA PATRIA Y EL PUPITRE

Pedro Conde Sturla


 (1)
     Unos artículos memorables sobre las hermanas y maestras Roques Martínez, que publicó recientemente Ángela Peña en el periódico Hoy, tocaron una nota para mi muy sensible: la de mis breves años como alumno del Colegio Santa Teresita en la calle José Reyes y después en la flamante Avenida Bolívar, bajo la sombra tutelar de las inolvidables Doña Lourdes, Minetta e Itha Roques Martínez, séptimo y octavo cursos de la entonces educación primaria en los años cincuenta.
Yo venía del Colegio Santo Tomás, a poca distancia, en el  Callejón de Regina, que estaba al mando de un sádico que prodigaba “pelas haitianas” y golpes de regla en las manos a voluntad. No el director Manolín Troncoso que era una masa de pan, figura casi decorativa, sino un preboste que usurpaba sus funciones y cuyo nombre no quiero mencionar. La pela haitiana, que era muy dominicana, consistía en doblegar a un estudiante, sujetarlo de espaldas por las manos, meter su cabeza entre los muslos del sádico y golpearlo sin misericordia con una recia regla en las nalgas y a veces en los testículos. Todo un ejemplo de educación trujillista, autoritaria, en la que la disciplina y el saber entraban por los golpes, el abuso y la sangre.
Pasaba entonces -por consejo de un adorado tío materno y voluntad de mi padre y madre-, de un colegio con nombre de santo a un colegio con nombre de santa, de las manos de un bárbaro que inspiraba terror, a las manos de unas educadoras que inspiraban amor. Y además el Santa Teresita era un colegio mixto. Me faltaban ojos para ver tantas muchachas bonitas. Todo un encanto. O lo que parecía ser encantador en esa época nefasta.
Eran los años finales de la Era Gloriosa del Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, Padre de la Patria Nueva, Benefactor de la Patria y Primer Maestro Dominicano, años tenebrosos, y en el Colegio Santa Teresita se respiraba un aire de antitrujillismo velado, un luto velado, dolor y preocupación por familiares y amigos que se encontraban en el exilio o en la lucha clandestina contra la tiranía.
Nada más llegar, el primer día, Doña Lourdes me presentó en el recreo al equipo de jugadores de pelota que me aceptaron de mala gana y con razón. Vieron desde el primer momento que yo era un “maleta”, un mal jugador y un nerd como diría Junot Díaz. Siempre fui un cero a la izquierda en materia de deportes y en matemáticas peor. Equipo en que jugaba era equipo que perdía.
         Mi vocación la había descubierto hacía tiempo y seguí  cultivándola a partir de un día en que hice una travesura y me mandaron a la Dirección, porque yo era nerd a medias y me fajaba con cualquiera a los puños, aunque recibiera más de lo que daba. Doña Lourdes me amonestó dulcemente al tiempo que arreglaba el cuello de mi camisa, según su costumbre, tumbaba unas motas de polvo y trataba inútilmente de poner orden en mi abundante cabellera rubia (hablo en serio), que me caía sobre la frente y los ojos a manera de un  Pudler.
         Me dejó solo, de castigo, al lado de un anaquel, un estante de dos tramos repleto de libros de Julio Verne, Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Emilio Salgari, W. Somerset Maugham, Constant Virgil Gheorghiu, Giovanni Papini, Curzio Malaparte, Stefan Sweig, Emile Zola  y tantos otros autores que en esa época dominaban el mercado y se vendían como caramelos, aunque nadie en el Colegio Santa Teresita les ponía caso.
         Recuerdo que saqué el primer tomo de “La isla misteriosa” de Julio Verne  y unos minutos después de comenzar a leer ya estaba alucinando, sumergido en la lectura profunda del libro, ajeno a toda realidad que no fuera la realidad de la novela. En eso volvió Doña Lourdes y me levantó el castigo. Yo le rogué que me dejara un rato más de castigo, por favor, Doña Lourdes, pero Doña Lourdes fue implacable. Me levantó el castigo, que fue el castigo más grande. Volví sin volver al aula, casi ausente, soñando con los misterios que me deparaba la lectura de “La isla misteriosa” y sonó el timbre de salida al mediodía, ¡qué vaina! En esa época, en la pequeña ciudad de Santo Domingo donde todo quedaba cerca y había poco tránsito de vehículos, los horarios escolares de los colegios se dividían en dos tandas, de 8:00 a.m. a 12 m.  y de 2:00 p.m. a 4:00 p.m, algo absurdo. Perdí momentáneamente la esperanza de seguir leyendo a Julio Verne ese día, y pensé que al día siguiente buscaría pendencia con el primero que se me acercara para que volvieran a ponerme de “castigo”, pero en el portón de la José Reyes, por donde salían los estudiantes, me esperaba Doña Lourdes con el libro en la mano. Me entregó el primer volumen de “La isla misteriosa” con un gesto entre cómplice y  travieso y yo le agradecí con la mirada más brillante y dulce que pude componer.
Lo devolví, para su sorpresa, después del fin de semana y ella  me prestó el segundo tomo en el que descubrí todas las verdades sobre el capitán Nemo. Se acostumbró a prestarme libros, todos los libros del glorioso estante, pero nunca se acostumbró al hecho de que yo siguiera leyendo libros durante el recreo, y como me tenía colgado del alma me preguntaba por qué no salía a jugar con los demás estudiantes si tenía libros de sobra en mi casa. Le dije que yo leía varios libros a la vez y que mi juego favorito eran los libros, aparte de ciertas actividades “delictivas” como miembro de pandillas barriales, que no venían y no vienen al caso confesar. 
Doña Lourdes no aceptaba, eso sí, por causas de fuerza mayor, que faltara a las clases de Educación Física y a las marchas que el régimen trujillista hacía obligatorias para desfilar frente al Generalísimo en fechas muy especiales como el día de su cumpleaños o el día en que había tomado  el poder.
Doña Lourdes siguió prestándome libros como quien alimenta a un pajarito y en menos de un año consumí todos los volúmenes del precioso anaquel. Alimentó mi vocación literaria, mi amor por las letras, y yo le pago con letras, con estas letras, si acaso puedo pagarle de alguna manera.
Hay muertos que se recuerdan con alegría, afirmaba el Che Guevara. Las hermanas Roques Martínez cargaban sobre sus hombros con un pesado fardo. De alguna manera  heredaron la moral y la rebeldía de las grandes discípulas del gran “sembrador” puertorriqueño, como llamó Juan Bosch a Eugenio María de Hostos, la herencia rebelde y moral de grandes educadoras como Salomé Ureña y Ercilia Pepín, entre otras, y a todas las recuerdo con alegría.
A Doña Lourdes la recuerdo y la celebro solamente así, con inmensa alegría junto a sus hermanas de tan grata memoria, seres humanos de excepción en medio de la podredumbre, mujeres que hicieron de la vida un continuo ejercicio del heroísmo cotidiano que es, al decir de Máximo Gorki en “El reloj”, la suprema expresión del heroísmo.

pcs, viernes, 09 de enero de 2009.

        

 (2)


Los artículos de la  acuciosa periodista Ángela Peña sobre las hermanas y maestras Roques Martínez, con su peculiar manera  de rescatar episodios del heroísmo cotidiano de  vidas que son historia patria -páginas que invito a leer en las ediciones digitales del periódico Hoy-, han movido a mucha gente a desempolvar recuerdos e incluso, en mi caso, un artículo casi olvidado de Enriquillo Sánchez donde habla de “un porvenir para la nostalgia”: Habla del Colegio Santa Teresita y las tenaces mujeres que “sentaron la patria en un pupitre”.
Ángela Peña recrea, con mucho tino, noticias acerca de la fundación del colegio por Minetta Roques en 1931 y su activa participación en la resistencia antitrujillista, el derrumbe de  Doña Lourdes al ver su colegio de la Avenida Bolívar convertido en un cuartel de las fuerzas de intervención norteamericanas en 1965, cosa que le provocó un primer ataque cardíaco. En su juventud, como dice Ángela Peña y consta en la historia patria, había enfrentado con un gesto de extraordinaria dignidad a las mismas tropas de ocupación durante la intervención armada de 1916.
Con igual lujo de detalles Ángela Peña describe los esfuerzos de Itha Roques Martínez por modernizar la educación, partiendo de las propuestas de Piaget, Montessori y Pestalozzi, entre otros, promoviendo la creatividad individual y la evaluación del conocimiento mediante métodos no tradicionales que incentivaban el  “desempeño diario y el interés por saber”. Fue ella –al frente de la dirección del colegio entre 1965 y 1967- la que llevó más lejos un proyecto radical de transformación de la enseñanza, tronchado lamentablemente por su muerte prematura.
Muchas páginas sobre las hermanas y maestras Roques Martínez se han escrito y escribirán sin duda en el futuro, pero ninguna tan brillante, tan densa de nostalgia y de poesía como la que escribiera el finado Enriquillo Sánchez (1947-2004), otro alumno del Santa Teresita mucho mejor dotado de talento literario, de un peculiar talento literario.
Lo de Enriquillo es un poema, un paisaje audiovisual y una historia que describe magistralmente en “Tres mujeres que sentaron la patria en un pupitre”, uno de sus textos más brillantes y quizás desconocidos.
Lo conservo milagrosamente en un recorte de prensa amarillento, sin fecha, sin identificación del periódico, con unos 28 años de antigüedad, ya que el párrafo final remite al “3 de marzo de 1981”, fecha del 50 aniversario de la fundación del Santa Teresita.
Es una pieza de orfebrería literaria que yo habría querido escribir, pero él lo hacía mejor. La exaltación de las hermanas Roques Martínez  nunca ha alcanzado tanta altura, gracia y finura como en las palabras aladas que el célebre Enriquillito (así le llamaban en el colegio) dedicó a su glorioso magisterio.

TRES MUJERES QUE SENTARON LA PATRIA EN UN PUPITRE

Porque es una criatura la patria.
La patria primera, la patria prístina, son los niños, los pobres de edad y de cálculo, los que no pueden manchar ni oscurecer porque habitan la luz y la derrochan, aunque no sepan, como el cocuyo, que llevan la barriga encendida, hendiendo la noche con su candela necesaria.
Ella era huraña y le dieron cuaderno, lápices, pizarra, tiza, una tarea de moriviví y cartabón, signos, canciones, deberes. La patria es un nacimiento cotidiano. Si no se la pare cada día, la patria permanente se afea y se seca; rota está la patria de los viejos cuando no le llevamos el cántaro diario. Hace cincuenta años, las Roques sentaron la patria en un pupitre, para que tuviera donde crecer sin miedo.
No hago poesía. Me amarro al relámpago de José Martí, sencillamente. Hemos perdido el valor de imitar a José Martí, este hombre que habla con la entraña florecida o amarga, como si sólo lo escuchara su madre. ¡Qué no le dice un niño a su madre! Lo que le dicen los niños a la madre, José Martí se lo dijo a la humanidad. Nadie, ni antes ni después, ha tenido ese valor. No hago poesía. Estoy hablando de tres madres.
Llegué al Santa Teresita en 1962. Tenía catorce años y sabía cómo se había escrito la historia del Colegio. Más que una escuela, el Santa Teresita había sido una institución de resistencia nacional. La dictadura acosó siempre, pero aquellas madres modelaban un barro de dignidad y decoro, y no cejaron. Recibían a los hijos de los opositores, sin cobrarles un centavo. Esos muchachos no eran educados en cursos rutinarios ni matriculados en primaria. Eran matriculados en la protección de madres que desafiaban el régimen, sin que nadie pudiera protegerlas a ellas. Los cursos eran un abrigo, casi un escondite. Aquella fue una primaria de la solidaridad. Pero todo era un espejismo, una ilusión del abrazo, porque no había garantías para nadie. Las Roques prodigaron una protección que no tenían. Como las conozco bien, sé que amarraban el rostro con su rictus mas severo, alzaban la frente limpia y tomaban sus criaturas de la mano, fingiendo la más invencible fortaleza, hasta confundir al propio tirano, que se extraviaba en ese ejercicio de la osadía maternal, sin sospechar que el amor es una fuerza, que la ternura manda, que la luz escribe un texto secreto que el poder no descifra y que la debilidad más radical inventa sus mecanismos y su camino. No leyó Trujillo aquella hazaña del desamparo. La práctica docente fue labranza, práctica política en su máxima dulzura.
No hablo de don José Ricardo Roques, el padre de la pléyade, el patriota, el periodista, ni de los hermanos que se decidieron por la lucha y el exilio cuando los términos de elección eran la sinecura o la tumba. No hablo ahora de los principios de pedagogía que ellas han convertido en realidad durante cincuenta años, de esos criterios que sin estar escritos constituyen la permanencia, en su inevitable mutación, de la escuela dominicana que Eugenio María de Hostos echó a andar. Hablo de lo que veo, de lo que he visto, de lo que tengo ante los ojos.
Veo a la señorita Minetta, ágil como una descarga eléctrica, penetrando los secretos del alma humana, vigilante, aguda, demasiado débil ante la debilidad, lista siempre para pelear por causas ajenas, haciéndose a sí misma con todo material generoso, abrazada a sus hijos como el viento a la estrella.
Veo a dona Lourdes, erguida en la soledad de su rectitud, resignada a la sabiduría que es a veces un madero, tejiendo corazones de mujer y de hombre con un gesto o una ausencia ardiente y meditada, alumna ella misma de un silencio que puede ser toda la riqueza de la tierra, y oigo sus campanadas para disolver un mitin de estudiantes de las antiguas UER y ANES que habíamos preparado José Antonio Columna, Roberto Cassá, Lil Despradel y yo en el patio del Santa Teresita, pininos en los que naufragó mi vocación política.
Veo a dona Itha y es una lluvia lo que veo y me toca el polen con su voz recién nacida. Está asomada a la ventana en la casa de la calle Seibo, muy temprano en la mañana clara. En sus labios despierta el día. Ella pone las manos sobre la garúa y nos dicta, traduciendo del sueño. Después la muchacha va a jugar en su regreso como la harina en el horno.
Hay un porvenir para la nostalgia. En los deberes del 3 de marzo de 1981 está el de ponerse a conversar tranquilamente con la nostalgia. EI tiempo, a veces, tiene la conducta en rojo. Hoy sacó buena nota. Hizo la tarea, se arrancó las palabras del corazón pobrísimo, explicó la lección y se fue a dormir con la pureza.



pcs, viernes, 16 de enero de 2009

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Un honor para mí leer sobre mi amada abuela, Lourdes Roques, y sus hermanas. Hoy, seguimos cultivando la Patria en sus retoños; con el amor, la rectitud y a favor de los valores que tanto necesita meta sociedad de hoy. Dra. Amalia Incháustegui de Hernández, Directora Colegio Santa Teresita

Anónimo dijo...

Como ex alumna del Colegio Santa Teresita. Doy gracias a Dios por estas magnificas personas que forjaron en mi gran parte de
Mi ser. Eran especiales una especie en extinción. Gracias doña Lourdes Doña Minetta doña Itha. Doña Atala y a toda esa gran familia por esos años vividos en amor y rectitud

Anónimo dijo...

Haber leido todo este texto de corrido sin hacer pausa, me transportó a aquellos momentos, recuerdos que persisten en mi memoria como un sueño no vivido en el local de la José Reyes, luego el de la José Joaquín Pérez, efímeramente la Bolivar a dos cuadras de la Máximo Gómez y finalmente la Bolivar esquina Pedro A. Lluveres.
Recuerdo a doña Mineta y su extremo cariño aun con su particular disciplina con quien pasé todos mis años de primaria como un hijo, incluyendo haber estado semi-interno en la José Joaquín Pérez donde tenía una cotorra en el comedor. Estuve con Itha en intermedia con otra dimensió de la amabilidad, poco tiempo compartí con doña Lourdes a quien veía como una abuelita ya que yo había perdido la mía. Todos esos años los pasé como si cada día asistía a un sueño y luego al salir del colegio me cargaba la verdadera realidad de mi vida en los hombros. Amado Hasbún Martínez.