Pedro Conde Sturla
Confieso que Gógol me hace recordar episodios de la remota infancia
pueblerina, veladas a la luz de velas y velones o temblorosas luces
incandescentes amarillas, literatura oral, cuentos espeluznantes y espeleznudos
en boca de personas que creían y te hacían creer al pie de la letra en lo que
contaban, cuentos de galipotes, de
muertos que salen o aparecen, del diablo en persona fumando cachimbo, echando
fuego por la nariz, cuentos que te ponían los pelos de punta, la piel de
gallina, te aflojaban el fulimiñín y te ponían a ver nimitas (admitiendo que
existan esas palabras), convertían el corto e interminable camino de regreso a
la casa en una dimensión desconocida...
Un cuento que nunca se me olvida es el del compadre. El compadre iba
por la vereda, ¿saben?, la que pasa junto al arroyo y se mete en el cacaotal, que
comenzaba a teñirse de sombras, y se moría de miedo, de ganas de fumar. Pero
los fósforos se habían mojado y había que aguantarse las ganas, aguantarse el
miedo y las ganas de fumar, que era peor. Iba pitando, silbando como de
costumbre, para espantar las ánimas, para espantar el miedo que no se le
quitaba, las ganas de fumar y de repente…
De repente lo vio cuando venía hacia él, allá lejos lo vio, a una
distancia eterna. Claro está que lo vio, aunque de lejos, aunque al principio
lejos. Y venía caminando, igualmente quizás venía pitando, venía quizás silbando
pero también fumando: en la boca la lumbre lo alumbraba.
Y se seguía acercando a paso lento, pero ya no silbaba. Era un paisano, con su
machete al cinto. Cuando lo vio
de cerca la lumbre no alumbraba, tenía dientes de oro, todos los dientes de oro.
El compadre le dijo buenas noches y le pidió candela
para prender el pachuché. El otro abrió la boca y le enseño los dientes, todos
los dientes de oro, a modo de saludo y se tanteó un bolsillo, en búsqueda de
fósforos.
Que Dios me lo bendiga, dijo entonces el
compadre. El otro se detuvo, se le mudó el semblante, se lo quedo mirando un
segundo y le enseñó los dientes, todos los dientes de oro, le dijo ¡Prenda aquí!,
y largó un candelazo por la boca…
Algo parecido le paso a Moreno hace
muchos años. Moreno regresó cansado de trabajar y se encerró en el ranchito que
había alquilado el día anterior, techo de zinc, tablas de palma, piso de
cemento. Lo había alquilado a buen precio porque a nadie en los alrededores
parecía interesarle y tenía un buen tiempo desocupado a causa de rumores
infundados, chismes de patio, supercherías en las que Moreno no creía.
Viviriá allí con su familia, su mujer y
cuatro hijos, dos varones, dos hembras, un perro prieto. Pero esa noche estaba
sólo, estaría solo hasta que llegara la mudanza con el resto de los muebles y
su gente.
Los vecinos lo habían visto llegar, lo
saludaron de lejitos, lo miraron con aprensión,
con recelo, se hicieron cruces. En esa
casa no se puede vivir, le habían dicho, hay presencias extrañas, se oyen voces,
la mecedora empieza a mecerse.
La mecedora, sí, cuál mecedora. Moreno no creía en esas cosas y se sentó
en la cama, empezó a decir sus oraciones, a quitarse las botas. No creía en
esas cosas, pero más le valiera haber creído.
No quería creerlo hasta que vio la mujer, la cabeza de la mujer que lo
miraba desde el rincón. Empezó a creerlo de verdad cuando la cabeza de la mujer
comenzó a crecer, a llenar con su presencia todo el espacio sin dejar de
mirarlo. Lo miraba a los ojos con un olor podrido y se acercaba. Moreno se puso
blanco, momentáneamente blanco, tembloroso y ajado como un papel. Encomendó su
alma al Altísimo. Ahora estaba creyendo. Misericordia, Señor, misericordia. Ahora
estaba creyendo de verdad…
El mejor de todos los cuentos me lo contó varias veces tío Raúl. Tío
Raúl venía en su mula de paso fino de la finca de El Pozo y le había cogido la
noche, noche negra encendida. Amenazaba lluvia y el cielo estaba tronando,
relampagueando. Antes de llegar al puente la mula se espantó, se frenó. Tío
Raúl le clavó las espuelas y la montura no respondió. Estaba aterrada. Trató de
convencerla por las buenas hablándole al oído, pero la mula no quiso entrar en
razones.
Alguien, con sombrero, de estatura imponente, estaba reclinado en una
barandilla del puente y parecía estar mirándolo
con malos ojos. Tío Raúl le pidió que por favor se quitara del lugar, que le estaba espantando la montura,
que lo dejara pasar, pero el hombre del sombrero no se movió, no respondió, se
quedó mirándolo con la misma impertinencia.
Por, favor, repitió tío Raúl, mire que está casi lloviendo y va a caer
un diluvio. El hombre del sombrero no se inmutó, no se movió, no respondió y lo
seguía mirando con malos ojos.
Al cabo de un buen rato, después de agotar sus mejores recursos
persuasivos, tío Raúl se apeó de su mula de paso fino y se dirigió hacia el
impertinente que lo doblaba en tamaño. Ya había perdido la paciencia. De nuevo
le pidió, le rogó para que por favor lo dejara continuar pero el impertinente
volvió a dar la callada por respuesta y lo miraba con sorna, con descaro. En
ese momento pareció llevarse la mano al cinto y tío Raúl supo que se estaba
jugando la vida. Sacó raudo el machete, tiró un planazo al cuerpo, escuchó un
ruido seco, paff, y vio la figura desplomarse, caer más bien al río como una
yagua seca.
Como lo que era.
P.S.: Cerca de ese lugar había un ranchito de mala muerte que no
parecía tener dueño, nadie lo había reclamado en años. Era el ranchito que
había alquilado Moreno .
1 comentario:
¡Formidable!
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