Pedro
Conde Sturla
10/11/2013
Dejo
en manos de los lectores esta pieza de antología que es el prólogo del
diccionario Clave escrito por Gabriel García Márquez. Una pieza que destila
magia y debería ser estudiada como objeto de culto. Es
una obra pequeña e inmensa del autor de Cien
años de soledad (con la “e” invertida en la primera edición por razones de cábala ). De ese
libro dijo Bosch en la plena lucidez de su inteligencia fuera de serie: “Es la
obra más importante escrita en español después de el Quijote” y no se
equivocaba.
Hay grandes escritores en America latina, pero muy pocos escritos producen el goce de la palabra de García Márquez, el destello, la explosión de significados, el despliegue de semejante fuerza telúrica.
El episodio, aparentemente trivial, en el que narra su visita en compañía del abuelo a un circo, su encuentro con un diccionario al que define como un juguete para jugar el resto de la vida solamente podía describirlo de esa manera un genio que convirtió la palabra en pura magia.
PCS
Hay grandes escritores en America latina, pero muy pocos escritos producen el goce de la palabra de García Márquez, el destello, la explosión de significados, el despliegue de semejante fuerza telúrica.
El episodio, aparentemente trivial, en el que narra su visita en compañía del abuelo a un circo, su encuentro con un diccionario al que define como un juguete para jugar el resto de la vida solamente podía describirlo de esa manera un genio que convirtió la palabra en pura magia.
PCS
De qué hablamos cuando hablamos de hablar
GABRIEL GARCIA MARQUEZ
Tenía cinco años cuando mi abuelo el coronel
me llevó a conocer los animales de un circo que estaba de paso en Aracataca. El
que más me llamó la atención fue una especie de caballo maltrecho y desolado
con una expresión de madre espantosa. “Es un camello”, me dijo el abuelo.
Alguien que estaba cerca le salió al paso. “Perdón, coronel”, le dijo. “Es un
dromedario.” Puedo imaginarme ahora cómo debió sentirse el abuelo de que
alguien lo hubiera corregido en presencia del nieto, pero lo superó con una
pregunta digna:
–¿Cuál es la diferencia?
–No la sé –le dijo el otro–, pero éste es un
dromedario.
El abuelo no era un hombre culto, ni pretendía
serlo, pues a los catorce años se había escapado de la clase para irse a tirar
tiros en una de las incontables guerras civiles del Caribe, y nunca volvió a la
escuela. Pero toda su vida fue consciente de sus vacíos, y tenía una avidez de
conocimientos inmediatos que compensaban de sobra sus defectos.
Aquella tarde del circo volvió abatido a la
casa y me llevó a su sobria oficina con un escritorio de cortina, un ventilador
y un librero con un solo libro enorme. Lo consultó con una atención infantil,
asimiló las informaciones y comparó los dibujos, y entonces supo él y supe yo
para siempre la diferencia entre un dromedario y un camello. Al final me puso
el mamotreto en el regazo y me dijo:
–Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es
el único que nunca se equivoca.
Era el diccionario de la lengua, sabe Dios
cuál y de cuándo, muy viejo y ya a punto de desencuadernarse. Tenía en el lomo
un Atlas colosal, en cuyos hombros se asentaba la bóveda del universo. “Esto
quiere decir -dijo mi abuelo– que los diccionarios tienen que sostener el
mundo.” Yo no sabía leer ni escribir, pero podía imaginarme cuánta razón tenía
el coronel si eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos
preciosos. En la iglesia me había asombrado el tamaño del misal, pero el
diccionario era más grande. Fue como asomarme al mundo entero por primera vez.
–¿Cuántas palabras habrá? –pregunté.
–Todas –dijo el abuelo.
La verdad es que en ese momento yo no
necesitaba de las palabras, porque lograba expresar con dibujos todo lo que me
impresionaba. A los cuatro años dibujé al mago Richardine, que le cortaba la
cabeza a su mujer y se la volvía a pegar, como lo habíamos visto la noche
anterior en el teatro. Una secuencia gráfica que empezaba con la decapitación a
serrucho, seguía con la exhibición triunfal de la cabeza ensangrentada, y
terminaba con la mujer, que agradecía los aplausos con la cabeza otra vez en su
puesto. Las historietas gráficas estaban ya inventadas pero las conocí más
tarde en el suplemento en colores de los periódicos dominicales. Entonces
empecé a inventar historias dibujadas sin diálogos, porque aún no sabía
escribir. Sin embargo, la noche en que conocí el diccionario se me despertó tal
curiosidad por las palabras, que aprendí a leer más pronto de lo previsto. Así
fue mi primer contacto con el que había de ser el libro fundamental en mi
destino de escritor.
Un gran maestro de música ha dicho que no es
humano imponer a nadie el castigo diario de los ejercicios de piano, sino que
éste debe tenerse en la casa para que los niños jueguen con él. Es lo que me
sucedió con el diccionario de la lengua. Nunca lo vi como un libro de estudio,
gordo y sabio, sino como un juguete para toda la vida. Sobre todo desde que se me
ocurrió buscar la palabra amarillo, que estaba descrita de este modo simple:
del color del limón. Quedé en las tinieblas, pues en las Américas el limón es
de color verde. El desconcierto aumentó cuando leí en el Romancero Gitano de
Federico García Lorca estos versos inolvidables: En la mitad del camino cortó
limones redondos y los fue tirando al agua hasta que la puso de oro. Con los
años, el diccionario de la Real Academia -aunque mantuvo la referencia del
limón– hizo el remiendo correspondiente: del color del oro. Sólo a los
veintitantos años, cuando fui a Europa, descubrí que allí, en efecto, los
limones son amarillos. Pero entonces había hecho ya un fascinante rastreo del
tercer color del espectro solar a través de otros diccionarios del presente y
del pasado. El Larousse y el Vox –como el de la Academia de 1780– se sirvieron
también de las referencias del limón y del oro, pero sólo María Moliner hizo en
1976 la precisión implícita de que el color amarillo no es el de todo el limón
sino sólo el de su cáscara. Pero también ella había sacrificado la poesía del
Diccionario de Autoridades, que fue el primero de la Academia en 1726, y que
describió el amarillo con un candor lírico: Color que imita el del oro cuando
es subido, y a la flor de la retama cuando es bajo y amortiguado. Todos los
diccionarios juntos, por supuesto, no le daban a los tobillos al más antiguo,
compuesto en 1611 por don Sebastián de Covarrubias, que había ido más lejos que
ninguno en propiedad e inspiración para identificar el amarillo: Entre las
colores se tiene por la más infeliz, por ser la de la muerte y de la larga y
peligrosa enfermedad, y la color de los enamorados.
Estos escrutinios indiscretos me llevaron a
comprender que los diccionarios rupestres intentaban atrapar una dimensión de
las palabras que era esencial para el buen escribir: su significado subjetivo.
Nadie lo sabe tanto como los niños hasta los cinco años y los escritores hasta
los cien. Los sabores, los sonidos y los olores son los ejemplos más fáciles.
Hace muchos años me despertó a media noche la voz de un cordero amarrado en el
patio, que balaba en un tono metálico de una regularidad inclemente. Uno de mis
hermanos menores, deslumbrado por la simetría del lamento, dijo en la
oscuridad: “Parece un faro”. Una tisana hecha con hierbas viejas tenía el sabor
inconfundible de una procesión de Viernes Santo. Cuando al Che Guevara le
dieron a probar la primera gaseosa que se hizo en Cuba para sustituir el
refresco del Cuba Libre, dijo sin vacilar ante las cámaras de televisión: “Sabe
a cucaracha”. Más tarde, en privado, fue más explícito: “Sabe a mierda”.
¿Cuántas veces hemos tomado un café que sabe a ventana, un pan que sabe a baúl,
un arroz que sabe a solapa y una sopa que sabe a máquina de coser? Un amigo
probó en un restaurante unos espléndidos riñones al jerez, y dijo, suspirando:
“¡Sabe a mujer!”. En un ardiente verano de Roma tomé un helado que no me dejó
la menor duda: sabía a Mozart.
Creo que este género de asociaciones tiene
mucho que ver con las diferencias entre un buen novelista y otro que no lo es.
En cada palabra, en cada frase, en el simple énfasis de una réplica puede haber
una segunda intención secreta que sólo el autor conoce. Su validez tendrá que
ser distinta de acuerdo con quien la lea y según su tiempo y su lugar. Cada
escritor escribe como puede, pues lo más difícil de este oficio azaroso no es
sólo el buen manejo de sus instrumentos, sino la cantidad de corazón que se
entregue en el único método inventado hasta ahora para escribir, que es poner
una letra después de la otra.
Para resolver estos problemas de la poesía,
por supuesto, no existen diccionarios, pero deberían existir. Creo que doña
María Moliner, la inolvidable, lo tuvo muy en cuenta cuando se hizo una promesa
con muy pocos precedentes: escribir sola, en su casa, con su propia mano, el
diccionario de uso del español. Lo escribió en las horas que le dejaba libre su
empleo de bibliotecaria y el que ella consideraba su verdadero oficio: remendar
calcetines. Lo que quería en el fondo era agarrar al vuelo todas las palabras
desde que nacían. “Sobre todo las que encuentro en los periódicos –según dijo
en una entrevista– porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las
palabras que tienen que inventarse al momento.” En realidad, lo que esa mujer
de fábula había emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la
vida. Es decir: una empresa infinita, porque las palabras no las hacen los
académicos en las academias, sino la gente en la calle. Los autores de los
diccionarios las capturan casi siempre demasiado tarde, las embalsaman por
orden alfabético, y en muchos casos cuando ya no significan lo que pensaron sus
inventores.
En realidad, todo diccionario de la lengua
empieza a desactualizarse desde antes de ser publicado, y por muchos esfuerzos
que hagan sus autores no logran alcanzar las palabras en su carrera hacia el
olvido. Pero María Moliner demostró al menos que la empresa era menos
frustrante con los diccionarios de uso. O sea, los que no esperan que las
palabras les lleguen a la oficina, sino que salen a buscarlas, como es el caso
de este diccionario nuevo que me ha llegado a las manos todavía oloroso a
madera de pino y tinta fresca.
Y cuyo destino podría ser menos efímero que el
de tantos otros, si se descubre a tiempo que no hay nada más útil y noble que
los diccionarios para que jueguen los niños desde los cinco años. Y también,
con un poco de suerte, los buenos escritores hasta los cien.
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