domingo, 29 de abril de 2018

EL VIOLINISTA

Pedro Conde Sturla



Una noche aparentemente apacible me encontraba, como tantas otras veces, zambullido entre sacos de arena en una trinchera de la calle Santomé, casi frente al comando San Lázaro, en compañía de amigos muy queridos, compañeros de armas y de alma. Recuerdo, en particular, al lumpen Melendito y al lumpen Marinito (así nos llamábamos cariñosamente), a José Amado Camilo y a Cocolo Canova (un seudónimo). También recuerdo que fue una  noche lírica. Para vencer el tedio, el aburrimiento, Cocolo empuñó el Mauser por la culata, lo apoyó sobre el hombro izquierdo como si fuera el arco de un violín  y comenzó a interpretar El lago de los cisnes. De modo que allí estábamos, deleitándonos con la prodigiosa interpretación de la música de Tchaikovsky (cualquiera sea la forma en que se pronuncie) y de repente un mortero, una granada de mortero nos dio una sacudida monumental, sacudió toda la zona. Había hecho impacto a una distancia imprudente, posiblemente sobre un techo de zinc, y luego cayó otra y cayó otra en diferentes lugares, se escuchó el tableteo de las pesadas ametralladoras del imperio, un par de cañonazos, luego la débil respuesta de nuestra artillería en la periferia de la zona constitucionalista. Los combatientes que dormían se despertaron con las armas en las manos, empezaron a salir del comando San Lázaro, de todos los comandos, uno tras otro, en una sucesión que parecía interminable. El espectáculo era de alguna manera alucinante. Siempre me llamó la atención ver tanta gente con tanta disposición para el combate en tan desiguales condiciones.
Media hora más tarde, cuando todo había por el momento terminado, salimos de la trinchera, hicimos un recorrido por los alrededores en busca de muertos o heridos. Al regresar al refugio nos dimos cuenta de que el Máuser, el arco del violín del violinista imaginario, estaba tirado en el suelo, pero el violinista había desaparecido. 

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