Pedro Conde Sturla
César Vallejo (1892-1938),
el universal poeta peruano, dijo en un poema que nació un día en que Dios
estaba enfermo y que se moriría un jueves en París con aguacero, pero el
vaticinio meteorológico le falló en parte: murió un viernes con llovizna, casi como
quien dice lo mismo. Además, Dios siempre está enfermo. Lo estuvo para Vallejo
toda la vida, y no sólo el día de su nacimiento, y Vallejo se lo sacó en cara,
se lo reprochó muchas veces, porque era creyente pero malcriado.
Fue un ser
inconforme, rebelde, que vivió atosigado por estrecheces económicas y grandes
angustias existenciales, y nunca se adaptó al clima intelectual de su patria.
Soñaba, como casi todos los escritores y artistas, con París. París era la Meca
y hacia París partió en 1923 en un viaje sin retorno, después de haber
publicado dos libros memorables de poemas, Los heraldos negros (1918) y Trilce
(1922). (Otros dos serían publicados después de su muerte Poemas humanos y
España, aparta de mí este cáliz (1939).
En París no
mejorarían sus condiciones de vida ni sus tormentos existenciales, pero ser
pobre en París, sufrir en París es, desde luego, encantadoramente parisino. Allí
son muchos los que viven miserablemente felices. En París quizás estaba todo lo
que Vallejo anhelaba, incluyendo la
muerte. Quizás le bastaba para olvidar sus miserias contemplar desde la Plaza
de la Concordia o el Jardín de las Tullerías el paisaje imponente, casi
surrealista, casi mágico de la ciudad más bella del mundo, el imponente Sena
que se desliza indolente entre las más preciadas joyas arquitectónicas.
Vallejo era un poseído,
un fundamentalista religioso y social, religioso a su manera, criticó muchas
veces los desmanes de Dios y las desigualdades sociales. Lo manifestó sin
tapujo en su primer libro:
Hay golpes en la
vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! / Golpes
como del odio de Dios; / como si, ante ellos, la resaca de todo lo sufrido / se
empozara en el alma... / ¡Yo no sé! Son pocos; pero son... / Abren zanjas
oscuras en el rostro más fiero / y en el lomo más fuerte. / Serán tal vez los
potros de bárbaros Atilas; / o los heraldos negros que nos manda la muerte. / Son
las caídas hondas de los Cristos del alma / de alguna fe adorable que el
destino blasfema. / Esos golpes sangrientos son las crepitaciones / de algún
pan que en la puerta del horno se nos quema. /Y el hombre... Pobre... ¡Pobre! Vuelve los
ojos, / como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; / vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se
empoza, / como charco de culpa, en la mirada.
La misma actitud
crítica prevalece en otro poema irreverente:
LOS DADOS ETERNOS
(Para Manuel Gonzales
Prada, esta emoción bravía y selecta, una de las que, con más entusiasmo, me ha
aplaudido el gran maestro).
Dios mío, estoy
llorando el Ser que vivo; / me pesa haber tomádote tu pan; / pero este pobre
barro pensativo / no es costra fermentada en tu costado: / ¡tú no tienes Marías
que se van! / Dios mío, si tú hubieras sido hombre, / hoy supieras ser Dios; / pero
tú, que estuviste siempre bien, / no sientes nada de tu creación. / ¡Y el
hombre sí te sufre: el Dios es él! / Hoy que en mis ojos brujos hay candelas, /
como en un condenado, / Dios mío, prenderás todas tus velas, / y jugaremos con
el viejo dado. / Tal vez ¡oh jugador! al dar la suerte / del universo todo, / surgirán
las ojeras de la Muerte, / como dos ases fúnebres de lodo. / Dios mío, y esta
noche sorda, obscura, / ya no podrás jugar, porque la Tierra / es un dado roído
y ya redondo / a fuerza de rodar a la aventura, / que no puede parar sino en un
hueco, / en el hueco de inmensa sepultura.
Un sentido de la nada
lo corroe en momento de angustiosa duda:
Y SI DESPUÉS DE
TANTAS PALABRAS
¡Y si después de
tantas palabras, / no sobrevive la palabra! / ¡Si después de las alas de los
pájaros, / no sobrevive el pájaro parado! / ¡Más valdría, en verdad, / que se
lo coman todo y acabemos! / ¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte! / ¡Levantarse
del cielo hacia la tierra / por sus propios desastres / y espiar el momento de
apagar con su sombra su tiniebla! / ¡Más valdría, francamente, / que se lo
coman todo y qué más da...! / ¡Y si después de tanta historia, sucumbimos, / no
ya de eternidad,
sino de esas cosas
sencillas, como estar / en la casa o ponerse a cavilar! / ¡Y si luego
encontramos, / de buenas a primeras, que vivimos, / a juzgar por la altura de
los astros, / por el peine y las manchas del pañuelo! / ¡Más valdría, en
verdad, / que se lo coman todo, desde luego! / Se dirá que tenemos / en uno de
los ojos mucha pena / y también en el otro, mucha pena / y en los dos, cuando
miran, mucha pena... /Entonces... ¡Claro!... Entonces... ¡ni palabra!
En Un hombre está mirando a una mujer (de
Poemas humanos) una de sus creaciones más audaces y justamente celebradas, el
motivo religioso adquiere una nueva dimensión en la subversión de la sintaxis y
la exhibición de un estilo vanguardista rabiosamente propio que ya había
anunciado el poemario Trilce (triste y dulce) en 1922.
UN HOMBRE ESTÁ MIRANDO A UNA MUJER
Un hombre está
mirando a una mujer, / está mirándola inmediatamente, / con su mal de tierra
suntuosa / y la mira a dos manos / y la tumba a dos pechos / y la mueve a dos
hombres. / Pregúntome entonces, oprimiéndome / la enorme, blanca, acérrima costilla:
/ Y este hombre / ¿no tuvo a un niño por creciente padre? / ¿Y esta mujer, a un
niño / por constructor de su evidente sexo? / Puesto que un niño veo ahora, / niño
ciempiés, apasionado, enérgico; / veo que no le ven / sonarse entre los dos, /
colear, vestirse; / puesto que los acepto, / a ella en condición aumentativa, /
a él en la flexión del heno rubio. / Y exclamo entonces, sin cesar ni uno / de
vivir, sin volver ni uno / a temblar en la justa que venero: / ¡Felicidad
seguida / tardíamente del Padre, / del Hijo y de la Madre! / ¡Instante redondo,
/ familiar, que ya nadie siente ni ama! ¡De qué deslumbramiento áfono, tinto, /
se ejecuta el cantar de los cantares! / ¡De qué tronco, el florido carpintero!
/ ¡De qué perfecta axila, el frágil remo! / ¡De qué casco, ambos cascos
delanteros!
Cuán
diferente, en cambio, es el concepto
religioso del lusitano Fernando Pessoa (1888-1935) en su maravillosa,
conmovedora y reposada oración panteísta titulada No creo en Dios. Sólo un ateo
sincero es capaz de predicar una religión tan racional y conmovedora. Una
religión que subscribo militantemente.
NO CREO EN DIOS
(poema de El cuidador de rebaños)
No creo en Dios por
que nunca lo he visto. / Si quisiera él que yo creyese en él / Sin duda vendría a hablar conmigo, / Empujaría
la puerta y entraría / Diciendome ¡Aqui estoy! / (Tal vez esto suene ridículo / Para aquel que, por no saber lo que es
mirar las cosas / No comprende al que habla de ellas / Con el modo de hablar
que enseña el verlas de verdad.) / Si Dios es las flores y los arboles, / Los montes, el sol y el claro de
luna, / Entonces creo en él, / Creo
en él a todas horas, / Toda mi vida
es oración y misa, / Una comunión con los ojos y los oídos. / Pero si Dios es los arboles y las
flores, / Los montes, la luna, el
sol, / ¿Para que lo llamo Dios? / Lo
llamo flores, árboles, monte, luna, sol.
/ Si él se ha hecho, para que yo lo vea, / Sol y luna y árboles y
montes, /
Si él se me presenta
como árbol y monte / Y claro de luna y sol y flor, / Es por que quiere que yo
lo conozca / Como árbol, monte, luna, sol, flor. / Y yo lo obedezco / (¿Sé más
de Dios que Dios de sí mismo?) / Lo obedezco viviendo espontáneamente, / Como
uno que abre los ojos y ve, / Y lo llamo luna y sol y flores y árboles y montes
Y lo llamo sin / pensar en él / Y lo
pienso con los ojos y los oídos / Y ando con él a todas horas.
(para irene y
yoryito, amén de la alejandra).
pcs, miércoles, 09 de enero de 2013
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