La casa de
la viuda Pichardo se había convertido en un hervidero humano aquel lunes de abril, el 26 de abril.
Gente que entraba y salía desorientada, nerviosa, sin saber a qué
atenerse, sin entender lo que estaba pasando ni lo que podía pasar más
adelante.
Los izquierdistas no confiaban en los militares
consti-tucionalistas que, en mayor o menor medida, habían for-mado parte del
aparato represivo de la tiranía trujillista y del mismo Triunvirato, y los
militares no podían ver ni en pintura a los izquierdistas, que se habían
forjado al calor de la revolución cubana, pero la traicionera ofensiva de la
aviación daría en breve un giro inesperado a los aconteci-mientos y a las
relaciones entre unos y otros. Desde el día anterior los ataques se habían extendido
a todos los puntos de importancia estratégica donde los constitucionalistas se
habían hecho fuertes, incluyendo los campamentos mili-tares insurrectos, y
habían desencadenado de inmediato el inicio de la resistencia popular, la
construcción masiva de barricadas, la organización de la defensa, la fabricación de cocteles de la famosa marca molotov, la radicalización de las proclamas radiales, la radicalización de la lucha.
Los heroicos pilotos de San Isidro comenzaron enton-ces a masacrar a la población civil, causando estragos, so-bre todo, en los barrios populares de la parte alta, donde las viviendas de madera y techo de zinc se desplomaban bajo el fuego de metralla y ardían como piras, y también en la Ciudad Colonial donde los techos antiguos de las casas no resistían el impacto de las aterradoras balas de impresionante calibre. Entre las primeras víctimas había niños y niñas, amas de casa. Nadie era inocente para los heroicos pilotos de San Isidro.
Los civiles desconfiaban, sobre todo, de la policía, la Policía Nacional, que durante el Triunvirato había realiza-do los peores atropellos, y que en aquellos momentos no parecía manifestarse ni a favor ni en contra del movimien-to, pero mantenía en alto el espíritu represivo, tratando de preservar un orden, una autoridad que ya nadie reconocía.
Cuando los miembros de un carro patrulla intentaron, arbitrariamente, en plena calle El Conde, tomar preso al distraído compañero Asdrúbal Domínguez (un prestigio-so dirigente estudiantil del PSP), una turba lo impidió a pedradas y balazos y el carro patrulla de la policía salió muy maltrecho del episodio, se dio a la fuga.
Para peor, en un gesto de abierto desafío, un grupo de cabezas caliente del PSP rompió la puerta de vidrio, las vitrinas de vidrio relucientes del local del periódico Prensa Libre, el órgano de la reacción por excelencia al servicio del Triunvirato y los peores intereses. Su director era el pe-riodista más odiado y abominable del país, Rafael Bonilla Aybar, alias Bonillita, una basura humana que alguna vez había celebrado con infinito júbilo en su programa radial el asesinato de Manuel Aurelio Tavares Justo y sus compa-ñeros de armas después de haber sido hechos prisioneros a raíz del levantamiento contra el Triunvirato en Manaclas. Bonillita había salvado milagrosamente la vida unas horas antes escapando a pie de una persecución de masas que le pisaban los talones para lincharlo cristianamente, cosa que evitó cuando logró ingresar a la embajada de sus amos.
Bonillita no estaba allí, lamentablemente. Estaba Prensa Libre en su magnifico local, con oficinas despam-panantes para los altos ejecutivos y secretarias de lujo y aire acondicionado central. Las maquinarias de primera, nuevas, supermodernas, la rotativa de última generación más flamante del país, todo perfectamente limpio, pulcro y aceitado. Un patrimonio que a mi juicio, había que pre-servar a toda costa.
Cuando mis vandálicos compañeros del PSP, que no veían más allá de sus narices, arrojaron gasolina y periódi-cos y prendieron fuego a las maquinarias, intenté apagar el incendio y alertar contra el despropósito, contra la im-previsión de reducir a cenizas una imprenta que nos habría debido servir más adelante. Pero la mayoría de los com-pañeros del PSP, sobre todo un corpulento abogado santiaguero, no veían –como dije–, más allá de sus narices, más allá de aquel momento, de aquel día, y me sacaron a empu-jones y a cocotazos, como muchacho al fin medio malcria-do, coño. Luego llorarían lágrimas de sangre por estúpidos.
Durante el incendio, que fue grande, sólo lamenté que Bonillita no estuviera en el medio. Él se merecía el infierno que había creado participando en el derrocamiento del go-bierno democrático de Juan Bosch, y en los innumerables crímenes de los cuales se había hecho cómplice.
La reacción de los militares constitucionalistas contra los ataques de la aviación no se hizo esperar. Más tem-prano que tarde comenzaron a proporcionar armas para el pueblo y se inició un nuevo capítulo particularmente violento: El asalto a los cuarteles policiales y varias gran-diosas jornadas de glorioso batallar. Fue, sin duda, la más sangrienta etapa de la guerra.
El asalto a los cuarteles policiales se realizaba con todos los medios disponibles, que no eran muchos, a veces con piedras y palos y bombas molotov y pocas armas de fuego, a veces a puros cojones. En general los policías no oponían mayor resistencia y entregaban sus armas alegremente, so-bre todo en la medida en que más armas caían en manos de insurgentes. Otros, excepcionalmente, fueron protago-nistas de episodios de resistencia y valor a toda prueba, y en el trámite dejaron el pellejo. Los muertos se contaban por centenares, la ciudad olía a sangre, el olor a vinagre rancio y podrido, que es olor de la muerte y de la sangre, y la aviación continuaba castigándonos duramente.
Pronto desaparecía la desconfianza entre los principa-les y más radicales actores de la contienda y se producirían cambios de lealtades políticas y alianzas coyunturales entre militares, comunistas, perredeístas e incluso trujillistas.
Ante el incesante acoso de la aviación de San Isidro, un grupo de veteranos pilotos que alguna vez habían servido a un régimen de oprobio, se prestaron a realizar una ope-ración temeraria que hubiera cambiado en breve, o quizás precipitado, el curso de los acontecimientos. Con la com-plicidad de un sargento mayor de la base aérea de la ciudad de Santiago, intentarían tomar unos aviones para devolver el golpe a los agresores, golpe por golpe. La operación, dirigida y organizada por un prestigioso trujillista, el cé-lebre y celebrado Vincho Castillo, contaba con el apoyo casi simbólico de dos clandestinos comunistas del PSP y terminó en un fracaso mayúsculo, rotundamente fracaso. En el momento crucial, el sargento mayor de Santiago se plumeó, se acobardó, y la complicidad se tradujo en trai-ción y en orden de arresto para los pilotos. El prestigioso trujillista y los clandestinos comunistas pudieron escapar, pero los pilotos fueron hechos prisioneros y enviados a San Isidro. Durante varios meses nadie apostaba un centavo por sus vidas.
Del prestigioso trujillista no volvió a saberse en mucho tiempo, no dejó ni señales de humo. Volvió a aparecer en olor de santidad en el gobierno del Dr. Joaquín Amparo Balaguer Ricardo, el verdugo de los constitucionalistas, impuesto por las tropas de ocupación del imperio durante doce años, aunque jugó un papel moderado frente a la barbarie.
En general, la vida estaba desvalorizada en esos días. Desde el momento en que los constitucionalistas se ne-garon a transigir con los gorilas de Wessin, los agentes del imperio empezaron a mover los hilos de una trama siniestra para ahogar en sangre a los miembros del movi-miento constitucionalista. Sólo se trataba de ganar tiempo para desatar contra nosotros todos los perros de la guerra del mencionado complejo militar de San Isidro, el temi-do CEFA (Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas), que integraba unidades blindadas, artillería, infantería y aviones artillados para la masacre.
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