(Un relato del libro Monedas en la fuente)
Pedro Conde Sturla
Pedro Conde Sturla
Vagamente recuerdo haberte amado. Ahora que te escurres furtiva en la memoria recuerdo vagamente haberte amado, la espiral de tus trenzas amarillas, la sonrisa distante y caprichosa, el negro de tus ojos, la chispa que ahora enciende la hoguera de nostalgia. La hoguera que esculpe, que dibuja, al decir de un poeta, el humo de tu rostro.
Eran días de lluvia y de infortunio. En aquel tiempo de lluvia adolescente, la diminuta lumbre de las tardes florecía en tus trenzas como una dulce rosa enrevesada. En aquel tiempo, vagamente lluvioso, recuerdo que te amaba y recuerdo que amabas como yo los días de lluvia. Amo los días de lluvia, esos días morosos y cordiales en que el leve contorno de las cosas adquiere una doble presencia en el perfil del agua y la atmósfera de la ciudad se siente densa, cargada de poesía.
Había algo de magia en la ciudad lluviosa de aquellos días, un aura de misterio, la melancólica lluvia que caía suavemente sobre los mansos atardeceres de abril y finales de mayo, el contraste entre la pesarosa bruma y el encanto de los robles venezolanos de la Avenida Bolívar en flamante explosión de colores a veces malva y azulados a veces.
Después de mayo, en cambio, aquel incierto mayo, empezó a percibirse en ese ambiente bucólico, engañosamente apacible, un violento contraste con el toque casi siniestro, el aire reservado de ciertas residencias de lujo, ventanas caídas, puertas cerradas, casonas cerradas que parecían deshabitadas. Una densa impresión patibularia. El terror. Metáfora del terror que invadía los más íntimos espacios. El filo de un terror que cortaba como el hielo. Toque de queda y ley marcial. La cacería humana. La soldadesca del régimen agonizante tumbando puertas y ventanas, arrestando opositores, torturando, realizando ejecuciones sumarias. El terror en lecho de muerte después de mayo.
Parecía que el mundo hubiera enloquecido de repente y nos rechazaba de repente con una brutalidad que no habíamos anticipado. El fuego de metralla. El lúgubre movimiento nocturno de las fuerzas de seguridad del estado. El ladrido de los perros.
De aquella época preservo una imagen trágica en el momento de nuestra despedida en el aeropuerto. Estás tú en esa imagen, tomada del brazo de tu madre, el brazo enlutado de tu madre. El luto de tu madre. El llanto de tu madre. Los grandes ojos rojos encendidos, glaciales y vacíos. Fue un simple adiós entre adolescentes al doblar de la infancia, uno de esos episodios que carecen, aparentemente, de importancia y sin embargo se graban para siempre y vuelven una vez y otra vez en la vigilia y vuelven en el sueño una vez y otra vez.
Volví a verte después, muchos años después, durante un breve retorno, cuando ya casi no éramos amigos y casi nos habíamos olvidado. El encuentro fue más bien un desencuentro. Los años y la vida y la distancia hacen cosas terribles como esa. El abismo del tiempo, muchas veces, convierte amigos y amantes en extraños. Se había apagado el eco de nuestras conversaciones y nuestro idilio platónico en la sala de tu casa de la calle Cervantes era cosa pasada, agua pasada. Nuestra relación estuvo siempre circunscrita a ese espacio que ahora estaba abandonado, ahora en venta. El humo de tu rostro estaba como ausente en el humo difuso de otros rostros. Salvo cosas triviales, no teníamos nada que decirnos.
Ya no eras la chica de las trenzas ni volverías a serlo. Se había dibujado en tu sonrisa una amargura aleve, y en tus ojos, negrísimos, se había consumido el brillo de otra época, la voz desencantada, tristísima la voz, la chispa que encendían tus palabras. Aparte de ciertos detalles, para quien no te hubiera conocido en tu vasto esplendor, lucías y relucías, pero no eras la misma. Te parecías un poco, lentamente a un otoño. Parecías levemente, dignamente marchita.
Algún giro de tuerca, un vuelco del destino te jugó una trastada, convirtió tu carita de rosa encendida en esa grave máscara de soledad, ungida de soledad. Quizás las huellas de un amor incurable.
Ahora he vuelto a verte y ya no eres. Apenas treinta años y ya no eres ni serás para siempre. Ahora al verte así, perdida entre los sórdidos espacios de la muerte, pienso en días de abril, pienso en la lluvia, la memorable lluvia de aquella adolescencia, pienso en aquellos mansos atardeceres de abril, las veces que juramos que al caer de la tarde, como al caer de la vida, desde las ventanas de tu casa veríamos llover. (Al poeta y amigo Ramón Tejera Rosas, por “El humo de los rostros”).
pcs, santo domingo 23/01/20
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