Un relato de
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
El asedio de la Fortaleza Ozama empezó en la mañana del miércoles 28 de abril y terminó el viernes 30 de abril en las tempranas horas de la tarde.
El coronel Lora Fernández, que había ganado fama en múltiples episodios de la resistencia en el puente Duarte, estaba al frente de la operación, con Claudio Caamaño como segundo al mando. Algunas tropas regulares de infantería y un grupo de hombres rana componían la principal fuerza de choque.
El coronel Lora Fernández, que había ganado fama en múltiples episodios de la resistencia en el puente Duarte, estaba al frente de la operación, con Claudio Caamaño como segundo al mando. Algunas tropas regulares de infantería y un grupo de hombres rana componían la principal fuerza de choque.
Esta vez
el coronel Caamaño, cansado de deslealtades, traiciones y deserciones, se había
reunido, horas antes, con los izquierdistas del Catorce de Junio que lo habían
secundado en la batalla del puente Duarte, y había pedido la integración de
toda las fuerzas de izquierda al combate, incluyendo al MPD y al PSD. Ya era
otro Caamaño. El Caamaño que pedía la integración de todas las fuerzas a la
lucha sin reparar en banderías políticas.
Caamaño
informó a los catorcistas que en la Fortaleza Ozama había más de mil quinientas
ametralladoras Cristóbal, fusiles Máuser y abundantes municiones, granadas de
mano y lacrimógenas a granel, bazucas y unas treinta ametralladoras pesadas,
algunas tan anticuadas que tenían que ser enfriadas por agua, conectadas a una
manguera, y eran prácticamente obsoletas, pero no inservibles.
Caamaño
sabía de lo que hablaba. A raíz del golpe de estado contra el gobierno de Juan
Bosch, el 25 de septiembre de 1963, los estudiantes de la UASD, la Universidad
Autónoma de Santo Domingo, nos declaramos en rebeldía y armamos una protesta
multitudinaria.
Caamaño
era el jefe de los cascos blancos de la fortaleza en esa época y nos atacó con
sus fuerzas por los cuatro costados, pero sobre todo desde la entrada principal
que da al Este. Nos castigó con sus cascos blancos durante un día y una noche
con bombas lacrimógenas a las cuales respondíamos con pedradas e insultos, y
eventualmente devolvíamos antes de que se activaran, cosa que no servía para
nada, aparte de hacerlos rabiar. Los cascos blancos usaban máscaras antigás
que, además de protegerlos, les daban un cierto aspecto repelente y monstruoso,
casi como de criaturas extraterrestres.
Luego
cambiamos perversamente de táctica y empezamos a relanzar las bombas contra el
hospital militar de las fuerzas armadas que quedaba a un costado de la puerta
principal y provocamos un éxodo masivo de médicos, enfermeras y enfermos. Desde
ese momento no se arrojaron más bombas en esa área, pero el acoso recrudeció en
los demás puntos y había momentos en que el aire se tor-naba irrespirable y
muchos se desmayaban, con riesgo de asfixia, y tenían que ser evacuados en
ambulancias de la Cruz Roja.
La mejor
manera de defenderse en el campus era tirarse al suelo, donde la densidad de
los gases era menor, y protegerse ojos y nariz con un pañuelo empapado en agua
y vinagre, que muy pocos tenían. Algunos se refugiaban desesperados en los
baños para enjuagarse la cara en los lavamanos, y cuando el agua se puso
escasa, no faltó quien se lavara con agua de los tanques de los inodoros y
otros hasta con agua contaminada de las tazas, sin pensarlo dos veces, porque
la necesidad, como se sabe, tiene cara de hereje. Muy hereje.
La
persona que salió más lesionada de aquel lance, la que se llevó, sin duda, la
peor parte fue la mamá de Caamaño. Durante horas, la respuesta masiva de los
estudiantes a la agresión de los cascos blancos fue gritar una y otra vez a
coro, ininterrumpidamente Caamaño, hijo de puta, una y otra vez Caamaño hijo de
puta, hasta quedarnos afónicos, casi mudos y casi sordos, hijo de puta. Al día
siguiente se retiraron las tropas de cascos blancos dirigidos por Caamaño hijo
de puta y nos dejaron salir sin mayores consecuencias.
El
Caamaño que se reunió con los compañeros del Catorce de Junio para integrarlos
al combate de la fortaleza no era el mismo de aquella vez. La mayoría de los
compañeros del Catorce y del resto de la izquierda le habíamos voceado,
maldecido, lanzado oprobios alguna vez, lo habíamos odiado todos casi tanto
como él nos había aborrecido, y ahora lo reconocíamos por sus méritos como el
comandante supremo de la insurrección. Los izquierdistas nos habíamos
convertido en soldados del coronel Caamaño y combatiríamos al mando del coronel
Juan María Lora Fernández en el asalto al cielo, la casi inexpugnable Fortaleza
Ozama, La Fuerza, como se le había llamado en otra época.
El
coronel Juan María Lora Fernández, primo hermano de Rafael Fernández Domínguez,
el fundador del movimiento constitucionalista, que estaba en el exilio junto a
Bosch, era uno de los mejores soldados del estado mayor de Caamaño, quizás el
mejor. Estaba dispuesto a no fracasar en la difícil empresa y no fracasaría,
por más que pareciera imposible. Sus fuerzas disponían de un tanque AMX,
ametralladoras pesadas y quizás algunos bazucas. Pero eso no era nada en
relación a lo que teníamos al frente.
La
Fortaleza Ozama, con su castillo de estilo medieval y su flamante Torre del
Homenaje, un polvorín a distancia prudente, un aljibe monumental, una muralla
baja y otra muralla alta, y alguna capilla de rigor para purificar los pecados,
había sido construida en los primeros años del siglo XVI en el extremo suroeste
de lo que sería la ciudad de Santo Domingo, enclavada sobre un arrecife que
daba al río y el mar, y no mostraba el menor signo de vejez ni de cansancio.
En el año
de 1797 se erigió el Portal de Carlos III, la actual puerta de entrada de la
fortaleza, con madera de ébano verde africano, según se dice, una joya
arquitectónica, flanqueada por espigadas columnas dóricas. Sobre la almenada y
no tan alta muralla original que estaba al frente, levantaron otra muralla que
hacía juego con la altura y el estilo del portal, varios metros de altura.
Fueron las últimas obras de ingeniería militar que construyeron los españoles
en Santo Domingo.
Detrás
del portal y sus gloriosos ornamentos arquitectónicos, hay una guarnecida,
amplia terraza, recinto amurallado con espacio suficiente para emplazar, como
en efecto se emplazaron, las más mortíferas armas de fuego.
Nadie
hubiera sacado de la fortaleza a los cascos blancos si hubieran tenido voluntad
de combatir.
Ante la
Fortaleza Ozama no había prácticamente un resquicio, una sola rendija para
parapetarse y atacar de frente, una cualquier protección o amparo para
ocultarse o disimularse que no estuviera expuesto de alguna manera al fuego
enemigo.
Sobre la
línea de defensa de la puerta de entrada, el magnífico Portal de Carlos III,
que da a la calle Pellerano Alfau, (la antigua y señorial calle de los Nichos),
los cascos blancos habían construido un nido de águilas, nido de buitres,
emplazando bazucas y cañones ametralladoras que dominaban un reducido espacio
estratégico y vital: una calle de una sola cuadra que termina en la parte
trasera de la Catedral Primada, un espacio desolado, de unos cien metros de
largo, entre fastuosas edificaciones coloniales, desprotegido en su totalidad,
salvo por los bajos muros que circundan los jardines del ábside de la catedral.
El portón de madera de La Fuerza era, paradójicamente el espacio más
vulnerable, y la más artillada y perfecta trampa para los atacantes, una
perfecta ratonera.
Desde las
terrazas almenadas de la Torre del Homenaje, que duplican en altura a casi
todas las edificaciones de los alrededores, sobresalían los cañones ametralladoras
de calibre .30 y .50, todas las ametralladoras del mundo.
Los
cascos blancos habían tomado también los techos de las viviendas contiguas a la
fortaleza, como la Casa de Bastidas y allí habían instalado ametralladoras y
habían infiltrado francotiradores en casas de la vecindad como primera línea de
defensa.
A todo lo
largo de la muralla frontal, que corre hasta la parte final de la calle Las
Damas, había cascos blancos apostados con las mejores armas en la posición más
ventajosa. Desde la parte sur, frente a las calles José Gabriel García y Hostos
y desde la parte baja del malecón, no había posibilidad de enfrentarlos.
El
corredor de la calle Padre Billini estaba igualmente bajo el dominio de
ametralladoras y bazucas emplazadas sobre las imponentes murallas, y cubrían
todo el escenario a lo largo de la Ciudad Colonial hasta la última calle en esa
ruta, la Palo Hincado, donde le habría costado trabajo a un mosquito
atravesarla y salir vivo, porque los cascos blancos no ahorraban municiones y
disparaban como posesos, una forma de demostrar su superioridad militar e
intimidar a sus adversarios.
Algunos
combatientes se posicionaron en los techos de los palacetes de las calles
cercanas, a prudente distan-cia frente a la fortaleza, y emplazaron
ametralladoras en los pocos sitios disponibles, pero siempre en desventaja
respecto a la artillería de la Torre del Homenaje, que los superaba en altura y
en volumen de fuego. Era poco lo que podían hacer frente al infierno que
desataban los cascos blancos sitiados en las elevadas terrazas almenadas de La
Fuerza, y el acercamiento lateral estaba prohibido por el fuego de los
francotiradores que disparaban desde los techos vecinos, de arriba abajo,
cazando a los imprudentes como conejos, igual que harían después los
francotiradores yanquis desde el edificio de Molinos Dominicanos, en la margen
opuesta del río Ozama.
Una gran
parte de los combatientes eran mirones, la mayoría de ellos sin armas y se
refugiaban en las calles paralelas de los alrededores, sin intervenir en el
conflicto más que como espectadores, confiando en que alguien cayera para tomar
el fusil o esperando el desenlace para hacerse de un arma después de la toma de
la fortaleza, si acaso se tomaba. La mayoría de los combatientes armados y sin
experiencia tampoco asomaban las narices más allá de las esquinas que les daban
protección y eventualmente disparaban una ráfaga ciega que no servía para nada.
Era lo más que podía hacerse, y aun así a riesgo de perder la cabeza.
Pero en
general, los hombres rana, los soldados regulares y los catorcistas entrenados
en el combate en Cuba, los pocos que habían logrado ubicarse en lugares
estratégicos en los techos, en algunos patios y recovecos, detrás de algún
portal, una ventana providencial con vista a la fortaleza empezaron a hacerle
un daño terrible al enemigo. Ellos no desperdiciaban balas, disparaban un solo
tiro cuando había algún blanco visible y se apartaban de inmediato del lugar
para no ser ubicados. Poco a poco, las bajas que causaban los combatientes
constitucionalistas empezaron a ser altas, sobre todo entre los artilleros, que
eran las presas más codiciadas y la vez más vulnerables porque el poder de
fuego de sus armas pesadas les daba una falsa sensación de seguridad y se
exponían más de lo prudente en la acción.
Al cabo
de largas horas de combate, sobre las líneas de defensa de La Fuerza había
bazucas y ametralladoras abandonadas, y no aparecían voluntarios para hacerse
cargo de ellas. Para peor, algunas ráfagas de metralla habían castigado a los
cascos blancos parapetados en las terrazas privilegiadas de la Torre del Homenaje
y al primer golpe abandonaron cobardemente sus posiciones. El volumen de fuego
había cesado considerablemente, y esto permitía escuchar con mayor claridad el
lúgubre contraste entre el sonido de la ráfaga de metralla disparada al azar y
el solitario sonido de un solo golpe de fusil, el golpe seco de una bala certera
que disparaba un combatiente constitucionalista y causaba una baja.
Al
anochecer cesaron las hostilidades y se hizo un silencio espeso como una
niebla, un silencio de mal augurio, que se cumplió puntualmente. Desde hacía
rato había empezado a esparcirse un rumor, un rumor maligno, al que en
principio no le dimos mucho crédito, pero era cierto. Unos cuantos cientos de
marinos norteamericanos estaban desembarcando en el puerto de Haina desde las
cinco o seis de la tarde. Era el primero de muchos desembarcos, pero la noticia
no iba a tumbarnos el ánimo ni a socavar el espíritu combativo.
Durante
el segundo día de combate ya era evidente que los cascos blancos estaban
vencidos, atemorizados ante las maniobras militares cada vez más audaces que
desplegaban los sitiadores, presionando sin cesar sobre la plaza. Y lo que más
temor infundía era la presencia del tanque, que hasta el momento no había
entrado realmemente en acción.
El
comandante del tanque AMX, un hombre sin nombre o poco conocido, prácticamente
anónimo, un héroe fuera de serie, el que manejaba la mejor arma posible para
reducir a los cascos blancos, movía su pieza como en un tablero de ajedrez, con
extrema prudencia, ocultándola, disimulándola para no perderla a golpes de
bazuca, jugando a la defensa siciliana en una calle donde estaba expuesto, muy
cercanamente expuesto a su destrucción. Un par de veces disparó contra el
frente de la fortaleza insinuando apenas el cañón desde una esquina de la calle
Pellerano Alfau y retrocedió enseguida para preservar el arma con gran
inteligencia. Los disparos no fueron muy efectivos pero llenaron de terror a
los sitiados.
Los
cascos blancos combatieron más o menos dignamente durante un tiempo prudente,
pero fueron cayendo víctimas de abatimiento, del infinito miedo que los derrumbó
moralmente, y el miedo los venció.
El último
día, cuando la resistencia y el volumen de artillería de los cascos blancos
estaban flaqueando a vista de ojos, dos cabrones pilotos de San Isidro hicieron
un vuelo rasante y ametrallaron la fortaleza para “motivarlos” a seguir
peleando, y dejaron un saldo irrepetible de muertos y un caos en el mando.
En ese
momento privilegiado, el tercer día de combate, el comandante del tanque AMX,
salió de su refugio y marchó de frente contra la puerta de la fortaleza a toda
marcha por la calle Pellerano Alfau, apoyado por infantería armada y suicidas
sin armas. Tantos eran los nervios como la inexperiencia y mala puntería, que a
fuerza de cañonazos abrió un hueco en la muralla, justo al lado derecho del
portal, pero el portal de madera quedó intacto a pesar de su tamaño monumental.
Aun así, el hueco fue providencial. El fuego de infantería eliminó lo poco que
quedaba de la resistencia sobre el portal. Pocos minutos después se abrían de
par en par las puertas de la fortaleza y el tanque y la infantería realizaron
una entrada triunfal.
Detrás
del tanque venían masas irredentas armadas y desarmadas y lo que ocurrió
después fue un pandemónium. Se produjeron balaceras terribles cuerpo a cuerpo,
pero en general los cascos blancos estaban más interesados en rendirse que en
pelear y se rindieron finalmente a los soldados regulares y hombres rana, salvo
excepciones. Entre muchos de ellos se produjeron episodios de histeria, de
incontrolable terror, pero no tardaron mucho en apaciguarse y entregarse como
angelitos que nunca habían hecho nada para merecer la muerte.
NOTA: Mi
sincero agradecimiento a Hamlet Hermann y Fidelio Despradel –protagonistas y
testigos de excepción de estos hechos– por los valiosos datos que me
proporcionaron sus libros (Francis
Caamaño y Abril) para escribir
este relato, cuyo verdadero autor es el pueblo dominicano.
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