Un relato de
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
Pedro Conde Sturla
Al amanecer de un nuevo día, el domingo 25 de abril, soldados rebeldes, constitucionalistas, al mando del coronel Hernando Ramírez, entre otros, abandonaban los cuarteles y tomaban sin resistencia una parte considerable de la margen occidental de la ciudad junto a las masas perredeístas y militantes de la izquierda revolucionaria. La cabecera del puente Duarte, una amplia plazoleta a orillas del río Ozama, se pobló de una multitud intransigente, y fue reforzada con piezas de artillería en prevención de un ataque de tropas gobiernistas de la base militar de San Isidro, como en efecto ocurrió dos días después.
En el transcurso de la jornada los constitucionalistas ocuparon el palacio de gobierno, depusieron y arrestaron cortésmente a los dos Triunviros, eligieron como presiden-te provisional a un eminente cabecilla civil, que durante la malograda experiencia democrática de Juan Bosch había estado al frente del senado, y se reunieron con delegados de las principales fuerzas beligerantes. El Triunvirato notenía dolientes ni parientes más que en la derecha cavernaria de San Isidro, sede del CEFA, el temido Centro de Ense-ñanza de las Fuerzas Armadas, que disponía de tanques, ar-tillería, infantería y aviación, pero incluso la caverna de San Isidro, con el cavernícola general Elías Wessin y Wessin a la cabeza, estaba dispuesta a tranzarse, a negociar una fórmula de compromiso que no incluyera el retorno de Bosch.
Cuando el coronel Hernando Ramírez y los demás constitucionalistas dejaron claramente establecido que ni el regreso de Bosch ni la constitución de 1963 serían ob-jeto de negociación, la caverna de San Isidro rompió las hostilidades con un ataque de la fuerza aérea al palacio donde todavía se encontraban varios de sus representan-tes. El golpe constitucionalista, que prometía en principio ser rápido e incruento, se había convertido de golpe en el escenario de una mayúscula confrontación.
Desde unas horas antes de este inesperado acontecimiento, mientras los oficiales constitucionalistas y los delegados de la caverna se ponían en desacuerdo al más alto nivel, un grupo heterogéneo de perredeístas e izquierdistas merodeábamos con curiosidad por los pasillos y salones del mismo Palacio Nacional, la sede del gobierno, que se ha-bía convertido en tierra de nadie. Ni en sueños habíamos previsto que alguna vez entraríamos a ese lugar y mucho menos en olor de multitudes. La cantina había sido sa-queada por integrantes de la masa que nos había precedido o quizás por los mismos que la administraban, y se veía un reguero de papeles, cajas y sillas volteadas por todas partes. Reinaba allí un silencio, un desorden relativamente apacibles y poca seguridad, edecanes educadísimos que no se metían con nadie y que acaso advertían gentilmente que no pasáramos de tal sitio, que no violentáramos las entradas de los despachos ejecutivos, que en el segundo piso se estaba negociando y todo volvería, mañana, a la normalidad.
En el recorrido casi turístico alcanzamos a ver al fondo de un pasillo a dos soldados palaciegos que custodiaban una puerta, detrás de la cual se escuchaban voces para no-sotros conocidas, ignominiosamente conocidas. Al rato la puerta se abrió y dejó pasar a un camarero con una ban-deja que sostenía con los dedos de la mano izquierda a la altura de la cabeza y fue entonces que vimos lo que vimos, los vimos claramente, vimos a los dos triunviros, charlan-do despreocupadamente y sirviéndose bebidas de la ban-deja, comiendo aceitunas y otras picaderas, degustando un aperitivo y brindando en deshonor a sus muertos.
Varios de los turistas de izquierda eran catorcistas, mi-litantes del Movimiento Revolucionario 14 de Junio, el 1J4, y tenían malas pulgas. En sus rostros se dibujaba un sentimiento de rabia e impotencia que los demás com-partíamos. Los compañeros del 1J4 habían pagado un pesado tributo de sangre luchando contra el Triunvirato. En el alzamiento de Manaclas y los demás campamentos guerrilleros habían perdido a más de treinta combatientes, incluido el máximo dirigente, y en la resistencia urbana otros tantos, quizás más, la flor y nata, la crema de la ju-ventud revolucionaria.
El indignante cuadro de los triunviros que charlaban y comían despreocupadamente nos provocó una subleva-ción de los sentidos, la sangre hirviendo en las venas. Una sola idea cruzaba entonces por nuestras cabezas: acercarnos disimuladamente y sorprender a los guardias, desarmarlos y entrarles a tiros al par de hijos de putas que custodiaban, pero los guardias al parecer leyeron nuestras intenciones, las interpretaron claramente y nos hicieron señas de man-tener la distancia. Portaban metralletas de paracaidistas, de una marca para mí desconocida, y no venía al caso desa-fiarlos a mano pelada.
Cuatro de los compañeros catorcistas y uno del PSP se alejaron del grupo y entablaron una conversación soterrada. Unos minutos después nos llamaron discretamente y preguntaron si estábamos dispuestos a todo. De hecho estábamos dispuestos a todo, pero no sabíamos lo qué era el todo. Los compañeros informaron que había una posibilidad, aunque remota, de conseguir armas cortas. Ellos irían en procura de las armas mientras nosotros permanecíamos merodeando, vigilando, haciéndonos los desentendidos, pero con ojo avizor. La otra parte del todo consistía en neutralizar, después de la llegada de las armas, a los custodios de la puerta a punta de pistola y ajusticiar piadosamente a los triunviros. La emoción ahora nos embargaba.
Pasó una hora y otra hora y los compañeros no llegaron, nunca llegaron, se habían perdido en la madeja de los acontecimientos de ese día. Pero nosotros entonces no lo sabíamos y seguíamos esperando, tercamente esperando. Fue una carrera contra el tiempo que perdimos. Ni el tiempo ni las circunstancias estaban a favor. Cuando escuchamos el peculiar sonido de unas aspas, chop, chop, chop, comprendimos que se iban a salir con las suyas. Un helicóptero bajó a recoger a los triunviros y se elevó de inmediato, los vimos elevarse, ausentarse, con un sentimiento indefinido de frustración, fuera del alcance de nuestras manos y de la justicia. Aquel par de miserables, de viejos morirían, disfrutando de la inmensa fortuna robada que legarían a su progenie y con honores de estadistas.
Unos minutos más tarde se producía el sorpresivo ata-que de los aviones de San Isidro al palacio. Escucharíamos primero un lúgubre ronquido, como si de repente se estu-vieran descorriendo las puertas del infierno. Era el sonido más siniestro que había oído, y provenía en efecto del in-fierno, de las infernales voces roncas de los aviones artilla-dos con ametralladoras de gran calibre, sin mencionar el silbido de los cohetes o bombas que arrojaban.
El impacto de aquellas bombas fue devastador en el ánimo de muchos constitucionalistas y lo que se produjo a continuación fue como un concierto de incertidumbre, una desbandada en regla, si acaso tienen reglas las desban-dadas. Algunos uniformados cambiaron, literalmente, las armas por un traje de civil y desaparecieron del escenario. Algunos civiles se fueron sin deshonor a sus casas y otros a la embajada norteamericana para congraciarse con el imperio, con las gracias terrenales del imperio, llorando a lágrimas vivas y traicionando la causa con acusaciones falaces.
Incluso el coronel Caamaño, uno de los oficiales de elite que encabezaba el levantamiento, el valiente coronel Caamaño flaqueó en ese momento. Se sintió anonadado, desconcertado, derrotado quizás, se asiló en la embajada de Ecuador una noche, solo una noche que lamentaría du-rante el resto de sus días. Por esa debilidad se castigaría a sí mismo llamándose cobarde frente a sus compañeros de armas en voz alta (su primo Claudio Caamaño y el coronel Montes Arache) cuando fueron a buscarlo para que obe-deciera al llamado de las armas. Pero nunca más volvería a flaquear en su vida el coronel Caamaño.
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