miércoles, 11 de abril de 2018

DE LOS CUENTOS NEGROS

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YO ADIVINO EL PARPADEO

EL IMPERATIVO gardeliano frustró mis aspiraciones: yo iba para cantante, quiero decir cantante de verdad, no un simple merenguero, ni siquiera baladista. Quiero decir cantante de abolengo, cantante de mucha vaselina y mucho pelo, con clase, con estilo,
con escuela, con misterio. Quiero decir cantante de voz aceitunada, melosa, perfumada: un decidor de tangos, por ejemplo.
Yo iba para famoso, sí señor, iba para estrella de variedad y para rico, iba para el cono sur, a Buenos Aires, querido. Ya me veía yo arrullando multitudes, sonsacando lágrimas a mares, rompiendo corazones.
Me presentía yo en la cúspide del mundo, rodeado de periodistas, perseguido por admiradores, tocando y dejándome tocar, firmando autógrafos. Eso, sobre todo eso, firmando autógrafos, conociendo multitud de gente interesante, conociendo y dejándome conocer, tocando y dejándome tocar por los admiradores, dejándome adorar como santo de iglesia, sí señor. Muchos me adorarían por este modo que tengo de
mirarme de reojo sin perderme de vista un sólo instante.

(Los cuentos negros).



 EL ANTICRISTO EN PALACIO

SU SANTIDAD hizo a un lado el cálido edredón de plumas de ganso y se sentó al borde de la cama con un esfuerzo sobrehumano, y por segunda vez, cuando intentó decir sus oraciones, lo castigó un sabor amargo como retama en el cielo de la boca. Casi al mismo tiempo sus pies hicieron contacto con un objeto frío que no podía ser la alfombra. Atrapado en el fuego cruzado de sensaciones adversas y simultáneas, temió que se le hubiese fundido un circuito del cerebro, alguno de los cables del juicio. Incrédulo, se inclinó hacia delante para poder ver lo que creía, aunque no quisiera verlo ni creerlo. El cardenal  Wizchinsky, su ayudante de cámara, secretario personal de primera clase, amigo y confidente de toda una vida, compañero por más de cinco años en las inmundas cárceles polacas, un hombre santo de toda santidad, que nunca en su vida había probado el alcohol ni las mujeres, ni cometido pecado de intención o de hecho, el mismo hombre en cuyo cuerpo se manifestaban los estigmas de Cristo durante las conmemoraciones solemnes de Semana Santa, el reverenciado y sufrido cardenal Wizchinsky dormía de bruces al pie de la cama, desnudo como un cachorro, con una
copa vacía en la mano y una hermosa rosa roja colocada en el inverosímil florero de la espalda, allí donde la espalda pierde el nombre. Colocada, para decirlo así poéticamente con palabras que el inmortal Quevedo  aprobaría, en el mismo trayecto del culo. 

(Los cuentos negros).


MÁS CAFÉ, PORFAVOR,
INFINITAMENTE CAFÉ

EN SU despacho del Palacio de la Esquizofrenia —Cafetería Restaurante El Conde por más señas— Gómez Doorly lee y subraya periódicos. Pide un café, otro café. Vuelve a leer y subrayar periódicos, todos los periódicos (infinitamente periódicos, diría Borges). Con caligrafía perfecta escribe comentarios y poemas al margen, lee y subraya periódicos, recorta, ordena, clasifica, rectifica. Pide un café.  
El hombre mejor informado de La Ciudad Colonial no compra periódicos: está suscrito al basurero de un edificio de apartamentos, donde tiene apalabreado a un conserje, en un barrio pudiente. Allí los botan sin leer, apenas hojeados, a veces precintados y vírgenes. Con este material bajo el brazo, Gómez Doorly asiste puntualmente a su despacho del Palacio de la Esquizofrenia. Un aire ministerial lo distingue: el aire y el porte ministeriales, la cabeza en alto ministerio, el gesto de tipo ministerial, la formalidad de un ministro, la mirada eventualmente ministeriosa, el rostro siempre alegre. Pide un café, otro café —otro café para la mesa 22—, y empieza el arduo proceso de selección. Minuciosamente hojea cada periódico, todos los periódicos, minuciosamente periódicos. A partir de los recortes de periódicos anotados y subrayados, Gómez Doorly construye la revista Cacibajagua, edición clandestina, con más de 300 números publicados. Cacibajagua es su creación original. Para eso vive. Un café, por favor, más café, infinitamente café.
Ministro, pues, sin sueldo y sin cartera, al servicio de su propia empresa de ideales románticos, Gómez Doorly administra cuantiosos recursos oníricos. Entre la vigilia y el sueño, dirige la Fundación Cultural Cacibajagua, un emporio en miniatura del cual depende la revista homónima, o viceversa. Al frente de la fundación, Gómez Doorly se involucra en múltiples actividades. Organiza encuentros artísticos y literarios, emite boletines de información, promueve espacios culturales y participa en peñas y tertulias en las que se debaten con carácter de seriedad los más espinosos temas. El tema de hoy, por ejemplo, versaba sobre un artículo de Enrique Lengüemime, poeta tangencial de la lengua, en el que éste demuestra con pelos y señales su valor mandinga.
Con singular destreza, Gómez Doorly se maneja en el área de las relaciones públicas y en el terreno diplomático. De esta suerte, en su despacho y sala de redacción del Palacio de la Esquizofrenia, el hombre concede entrevistas, ofrece asesoría gratuita, firma autógrafos, firma convenios, aunque no firma nunca un cheque, y asimismo recibe y agasaja a visitantes distinguidos, distrayendo, apenas, su atención del asunto de los periódicos, que ocupa su más valioso tiempo.
Llega, por ejemplo, el maestro Villegas sin anunciarse y sin cita previa y lo recibe en la silla correspondiente a su alto linaje poético, donde le brinda un trato magnánimo, que es lo único que brinda, y vuelve a leer y subrayar periódicos. Llega Rafael Abréu Mejía y discuten sobre un proyecto editorial y vuelve a los periódicos. Llega Díaz Carela y entablan una conversación soterrada y vuelve, otra vez, a los periódicos. Llega Carlos Lebrón Saviñón y poetizan, declaman, producen rumores que tienen que ver con la poesía y vuelve, nueva vez, a la tarea de leer y subrayar periódicos. Pasa, en fin, por coincidencia, Mariano Lebrón Saviñón y lo distingue con un saludo respetuoso. Abréu, por favor, otro café. Y vuelve Gómez Doorly a los periódicos.
Pero si de repente Gómez Doorly se enfrasca en la escritura de un texto, en un poema, y baja la cabeza y baja la mirada y baja la guardia y se encierra como quien dice metafóricamente en su despacho, entonces ya no está para nadie, no recibe. El ministro no está en este momento, no responde al teléfono ni atiende reclamos. Simplemente no está aunque siga estando. Está fuera de la ciudad. El lunes vuelve. El celular fuera de servicio, la limosina en el taller. Llámelo más tarde, diría la secretaria. Simplemente no
está. Café no, por ahora, ni siquiera café.
Sólo cuando el ministro se recupera del trance y vuelve a la realidad, el despacho cobra vida de nuevo y queda abierto al público. Gómez Doorly gira la cabeza como quien se pregunta qué ha sido del mundo mientras tanto y fija la mirada en la taza vacía de café. Pide un café, la cuenta del café, ordena sus enseres en la valija diplomática. Después se levanta el ministro, se despide de sus colaboradores, sale al Conde, mira el reloj, el chofer como siempre retrasado. Se irá en taxi esta vez, mejor a pie.
Cualquier parroquiano puede ocupar la mesa en este momento y la ocupa, pero el despacho de Gómez Doorly está cerrado, definitivamente cerrado. La mesa ahora es sólo mesa, hasta que el huésped habitual —huésped vital— vuelva mañana. Imprima en
ella su magia. 

(Los cuentos negros).





FÁBULA DEL FABULADOR

LO DE MARQUESA es otra historia. Ahora Dato está en París de Francia. El relato de cómo la sedujo y la llevó al orgasmo por teléfono es una suerte de filigrana.
El Dato se acomoda, dirige las antenas del recuerdo en dirección a la memoria feliz de aquel encuentro, se prepara para darle largas a un relato y relata. Era la primera vez que cometía adulterio por teléfono...
Pero la marquesa telefónicamente infiel era ninfómana, insaciable, una mujer difícil de satisfacer, en pocas palabras. Difícil, incluso, hasta para un hombre como él, dotado por supuesto con la potencia sexual de un fauno. De manera que, después del primer asalto, cuando Dato daba por cumplida su misión, creyendo haberla complacido a saciedad, la marquesa reaccionó como una gata en calor, dando muestras de un renovado apetito. El apetito de quien ha probado apenas un bocadillo, un simple aperitivo, y siente que el estómago se expande. Tenía hambre, más hambre, y la comida era él. Ahora le tocaba a ella seducir al seductor y lo sedujo, lo atrajo a la perdición
con cantos de sirena. La marquesa era mujer de una belleza implacable y de tal modo experta en artes amatorias que con el guiño apropiado era capaz de provocarle una erección a la estatua de un santo.
Primero fue el chasquido en el auricular. Dato se estremeció. Con un simple chasquido de la lengua le puso todos los pelos de punta, por no hablar de otra cosa. Un miauguleo sensual crispó sus nervios, una jaculatoria obscena lo sacó de casillas, perdió el control —a sus años— y allí lo estamos viendo en su cama de hotel barato parisino, momentáneamente abandonado a la vergüenza de la jaculación precoz, junto al teléfono.
Dato se empleó a fondo en el siguiente asalto con toda su mala leche, de la cual más adelante le quedaría poca, y al cabo de un complicado preámbulo erótico basado en técnicas orientales que no podía revelar, le acarició fonéticamente el pubis (Dató, Dató,
mon amour). Casi rendida, la marquesa ripostó con un nuevo chasquido, una vez y otra vez y otra vez. Pero en esta ocasión Dato estaba pre venido —ya lo hemos visto— y le soltó un pasaje del Cantar de los cantares en un latín tan licencioso y provocativo que le
alborotó gravemente el hormonamen. (Dató, Dató, mon amour). Hubo una pausa, un silencio. Al otro lado escuchó los gemidos de una diosa en agonía, arrastrando las eres en forma proporcional a la intensidad del placer y dio por terminado el asunto. Pero
la marquesa se repuso en breve y volvió a la carga con susurros y siseos, frases y fraseos parecidos a cosas del demonio y en cuanto bajó la guardia (o mejor dicho: al revés) lo ordeño sin piedad hasta que se puso azul, como hacía con todos sus amantes. Azul pintado de azul.
Dato se aplicó de nuevo con la voz y el tacto, el tacto de la voz —su único órgano sexual disponible en ese momento. Se aplicó con devoción, con destreza
inaudita, soplándole al oído unas palabras aladas de aquellas de las que habla Homero en La Ilíada . Halagó su inteligencia, su vanidad —por supuesto— su belleza. Sutilmente la condujo a un estado de éxtasis que era primero místico antes que sensual y la marquesa se desvaneció dulcemente. Esta vez había tratado de ganársela y se la ganó espiritualmente, apelando a sus sentimientos profundos y no a sus bajos instintos, hurgando entre los pliegues preciosos del alma, no del sexo. En algún lugar había encontrado a la marquesa virginal y casta, que era la que ahora le interesaba. La marquesa, en efecto, dormía tranquila, con un sueño apacible al otro lado del teléfono.
La experiencia del diestro había triunfado sobre el instinto animal. Podía tomar su merecido reposo de guerrero. Dormiría también, junto al teléfono
abierto, por si acaso.
Fue entonces cuando escuchó aquel jadeo de fiera enardecida que lo llenó de terror. El asunto iba en serio, muy en serio. Ahora —pensó— le sacaría la sangre,
porque otra cosa no le quedaba. Ocurrió, sin embargo, lo que nadie habría podido imaginarse a esas alturas. La marquesa se pronunció con una voz liviana, afrodisíaca, plena de leche y miel bajo la lengua libidinosa de serpiente del paraíso, una voz en la
cual estaban conjuradas todas las artes de Venus y las argucias del demonio. Dato acusó el golpe —¡Misericordia, Señor, misericordia!— antes de verse arrastrado
al torbellino de un orgasmo múltiple que le dejó el corazón en mangas de camisa.

(Los cuentos negros).


PROFUNDO PÚRPURA

SU EMINENCIA Reverendísima terminó de firmar unos papeles sobre el escritorio de caoba centenaria y ordenó que hicieran entrar a la muchacha y la muchacha entró como quien dice envuelta en una nube de velos vaporosos, flanqueada literalmente por una corte de camareras solícitas, piadosas, que a su paso esparcían agua de rosas. Aquella nube de velos vaporosos, que apenas la ceñía dulcemente, respondía a la más leves ondulaciones de su anatomía, y en medio de esa corte de camareras solícitas, piadosas,
parecía santa de altar en procesión, mecida al viento. Las camareras solícitas, piadosas, se cuadraron, se humillaron religiosamente en presencia del Príncipe aun más piadoso y la presentaron un poco en actitud de ofrenda —la ofrenda de la virgen— y un poco también a manera de trofeo, esperando por supuesto su aprobación. Respetuosamente descorrieron la nube de velos vaporosos que cubría su cuerpo impúber. La nube de velos vaporosos cayó al suelo sin vida, como un cuerpo sin alma, y la muchacha infeliz quedó en pelotas, ruborizada un poco y sorprendida. En cambio los ojos del Príncipe piadoso cobraron otra vida. Sus pupilas se dilataron, por no hablar de otra cosa, y agradeció infinitamente al Señor por aquel regalo del cielo. Era una campesinita preciosa, deliciosa, blanquita, delgadita, bañadita, desnudita —de las que se cosechan todavía en los cerros de Gurabo—, con unas teticas largas y afiladas como puntas de lanza, piernas torneadas como quien dice a mano por el mucho subir y bajar lomas y unas nalguitas tímidas, puyonas, un poco cohibidas y esmirriadas, que parecían de juguete, nalguitas de fantasía, como le agradaban a su Eminencia, que era parco en sus gustos. Alabado sea el Señor.
Bueno, en honor a la verdad, aquel espécimen, aquel magnífico ejemplar montuno de la sierra, campesinita blanca y desnudista y virgen, intocada, no era
un obsequio del Señor, directamente al menos, ni tampoco del cielo, sin descartar por supuesto la intervención, la voluntad divina, porque por algo estaba allí, en presencia del siervo de Cristo. Provenía más bien de sus fieles de la Diócesis de Santiago —mano
de Dios en cualquier caso— y sobre todo de la fidelidad condicional del obispo, al cual tendría que pagar su peso en whisky. Cuatro o cinco cajas por lo menos de las muchas docenas que le enviaban en Navidad. Whisky Pinch, por lo menos, de doce años. El obispo era puntilloso en esa materia y tenía un paladar refinado. Su amor a Cristo era casi tan grande como su amor al whisky.
Sin apartar los ojos de su presa, el Príncipe Piadoso la devoraba intensamente —boccato di cardinale a no dudar. La imaginaba Salomé, sin Herodes, tendida en su blanquitud en una cama, sobre una sábana negra, quizás roja, y en su interior tocaban a gloria todas las campanas del pecado, el sexo alegre bajo la sotana. Pero lo que sus ojos apreciaban lo despreciaba su fino olfato, su finísimo olfato de gourmet consumado, hecho a las exquisitas mesas del Vaticano donde tantas veces había desayunado y conversado con el Papa en perfecto itañol, sin mencionar cenas y banquetes. Un aleteo leve en las ventanas nasales denunciaba su desaprobación o disgusto. Huele a pobre.
(Los cuentos negros).





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