Un relato de
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
Carmela Vicioso viuda Pichardo |
Pedro Conde Sturla
Al empezar la batalla del puente Duarte me
encontraba a una distancia prudente o más bien imprudente del lugar, con una
cuadrilla de compañeros del PSP, haciendo lo que sabíamos hacer, agitando, pintando letreros,
coreando consignas.
Desde el
lugar en que estábamos no podíamos ver la multitud, pero cuando los aviones
bajaron en picada y desataron el pandemónium, su vómito de bombas y me-tralla,
el horror nos partió el alma, se nos quebró como un vidrio, se nos enfrió el
valor.
Caían
bombas y más bombas y el ronco rugir de las ametralladoras apenas se escuchaba.
Lo del palacio había sido solamente un ensayo, ahora parecía que se abría no
una puerta sino todas las compuertas del infierno.
Parecía
el fin del mundo y para mucha gente lo era. El generalito Wessin y Wessin, sus
pupilos del CEFA –el llamado Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas– y los
pilotos de San Isidro confirmaban su vocación de genocidas.
En ese
momento tomamos una decisión de vida o muerte, una decisión salomónica. Nos
mandamos con el rabo entre las piernas hacia la casa de la viuda en la Ciudad
Colonial, pero allí la situación no era mejor.
Para
empezar, la flamante Marina de Guerra, que se había declarado neutral al inicio
del conflicto, se sumó a la causa de los genocidas y varias de sus naves
(destructores y fragatas) se alinearon frente al malecón para castigar a
cañonazos a los constitucionalistas que quedaban en el palacio, que no eran
muchos.
Tan mal
se manejaban con la artillería que pocos proyectiles dieron en el blanco y sólo
atinaron a destrozar viviendas de los alrededores y a matar niños y amas de
casas.
Para
peor, la más importante fuerza militar de la ciudad de San Cristóbal, el
traicionero batallón Mella, también se integró al bando de San Isidro. Un
contingente de alrededor de mil guardias bien armados y bien apertrechados,
marchaba ahora desde el oeste hacia la capital.
Lo peor
de lo peor –aunque era más que previsible–, fue el bestial viraje de los cascos
blancos.
Los
feroces cascos blancos de la policía, a bordo de las perreras antimotines,
habían mantenido una neutralidad cómplice, más bien ambigua. Se desplazaban amenazantes,
lentamente, por esas calles, en sus funestos vehículos cerrados –furgones
policiales a manera de carros fúnebres–, con un conductor y un oficial al
frente, doce tripulantes en la parte trasera y varias mirillas por flanco y al
frente para disparar desde todos los lados.
Apenas un
día antes, durante el curso de una manifestación en el Parque Independencia,
uno de los nuestros se había trenzado en una lucha cuerpo a cuerpo con un
teniente que había salido al mando de su tropa a responder insultos y pretendía
imponer el orden disparando contra los manifestantes vociferantes. Al cabo de
un breve forcejeo, le arrebató la carabina y le dio muerte y puso en fuga a los
subalternos con unos disparos al aire.
Ahora la
situación había cambiado brutalmente. Los comandantes de las unidades de cascos
blancos habían recibido las apetecidas órdenes de abrir fuego sin contemplación,
fuego contra todos, sin importar quienes se encontraran en el camino.
Se
movilizaron entonces –envalentonados por el ataque de las tropas de Wessin y
Wessin sobre el puente Duarte–, sin pérdida de tiempo, sin dudar un segundo, en
dirección este, de oeste a este, por calles paralelas, ametrallando gente a
mansalva con el propósito de empujar a los sobrevivientes hacia la Fortaleza
Ozama, donde sus conmilitones los recibirían a balazos.
Al mismo
tiempo, la radio de San Isidro, la voz de las gloriosas fuerzas armadas (que
había surgido como de la nada desde el ataque del CEFA), anunciaba terroríficamente,
una vez y otra vez, el inicio de la Operación Limpieza, quedarse todos en sus
casas, no resistir. La limpieza de las tropas wessinistas iba a disponer de
insurrectos militares, perredeístas y comunistas sin discriminación.
La
mayoría de los miembros de la juventud universitaria del PSP había estado
alguna vez en prisión y estábamos fichados y sabíamos a que atenernos. Nos
mirábamos unos a otros con las caras largas, afiladas y cobardes.
En
principio, habíamos tenido en contra a la guardia y los tanques y la aviación
de San Isidro, y ahora se sumaban la marina, los gorilas de San Cristóbal, los
cascos blancos de la policía y la voz de las gloriosas fuerzas armadas. Ni el
mar era una opción para los que sabían nadar, aunque muy pocos sabían nadar. El
ruido de metralla era estremecedor y nos dábamos por perdidos. La viuda
Pichardo, mientras tanto, caminaba entre nosotros con su andar desenfadado y su
colorido vestido de ramos y flores.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario