Un relato de
Uno de esos días de abril
Pedro
Conde Sturla
Media hora después de los sucesos de la calle Espaillat,
el Gallego y los demás integrantes del comando del PSP bajaron desde la azotea
de una casa vecina al patio de la viuda para esconder las armas en la carbonera
del fondo y salir en procura de otras armas que tenían a buen recaudo.
Con admiración y respeto, y en estricto silencio,
vimos al Gallego demorar en el trámite, casi aposta, metiendo en sacos y
cubriendo con carbón tras carbón las preciosas metralletas Cristóbal de doble
gatillo que envidiábamos con los ojos. No era difícil adivinar nuestras
intenciones y el Gallego era adivino.
Al terminar la operación de encubrimiento, el
Gallego nos encaró con mala cara, su cara habitual en esos casos, nos advirtió
que de ninguna manera habláramos de esas armas, que de ninguna manera les
pusiéramos las manos. Estaban destinadas a compañeros que habían hecho entrenamiento
militar en cuba y no a carajetes universitarios que podían matarse entre sí por
falta de experiencia. La orden era terminante: ¡Qué nadie, en su sano juicio,
se atreva a desobedecer! Pero el juicio nuestro no era muy sano.
Al día siguiente, miércoles 28 de abril, cuando el
Gallego volvió a buscar las armas a la carbonera sólo encontró carbón, como era
de esperar, y le dio un encojonamiento, una rabieta de madre, pero a la larga
tuvo que aceptar el hecho cumplido, aunque no sin haber defecado, metafóricamente,
en las once mil vírgenes y todas las putas que nos parieron.
Ese día, en horas de la mañana, se había iniciado
el asalto a la Fortaleza Ozama y los carajetes universitarios habíamos tomado
las armas de la carbonera y habíamos formado un comando en la azotea de la
panadería de Quico al mando de Valentín Giró, un ex marino, hijo del poeta
homónimo, y nos habíamos fogueado por primera vez en el combate acosando a
cascos blancos que escapaban de la fortaleza por la parte trasera y se rendían,
salvo excepciones, al primer disparo, entregando las armas. Ya no éramos
carajetes universitarios, sino combatientes que en la refriega habíamos
capturado enemigos y nos habíamos hecho dueños de más armas que las que
habíamos robado al Gallego, todo un botín.
El
Gallego no volvería a empatarse con las Cristóbal de la carbonera y tampoco le
harían falta. Cuando volví a verlo portaba una Thompson que pesaba más que él y
luego la cambió por un fusil M1 que se adecuaba mejor a su delgada, casi frágil
anatomía, y a su vozarrón de mando.
Mientras tanto, comenzaron a llegar a la zona
compañeros procedentes de diferentes pueblos del país, quizás treinta o
cuarenta en total. El PSP era un partido de cuadros y sus miembros cabían
holgadamente en cualquier salón de clases, pero la azotea de la panadería de
Quico no era el lugar ideal para operar un comando con tal número de integrantes,
y nos trasladamos a la casa del compañero Buenaventura Johnson, una amplia y
sólida edificación de tres niveles en la calle Espaillat, que reunía todos los
requisitos para establecer un cuartel general. Sin embargo, en ese lugar no
duraríamos muchos días y la partida sería precipitada.
Los miembros de la comisión militar nos organizaron
en varios grupos destinados a cumplir distintas tareas con ellos al frente.
Unos se sumarían al ataque frontal que llevaban a cabo los militares constitucionalistas
y miembros del Catorce contra la Fortaleza Ozama, y otros continuarían
hostigando a los cascos blancos fugitivos, cuyo número era cada vez mayor.
El 29 de abril, en horas de la mañana, salí en una
patrulla comandada por Lisandro Macarrulla (uno de los compañeros con mejor
entrenamiento militar, según se decía), para interceptar a cascos blancos que
se escapaban hacia el norte por el puerto, con el propósito de sumarse, quizás,
a las tropas del CEFA, si lograban pasar el puente. Algunos cruzaron a nado el
río en su desesperación, incluyendo al comandante de la fortaleza, pero muchos
de los que lo intentaron perecieron en el trayecto.
Tomando por la calle de Las Mercedes desembocamos
en la romántica calle Las Damas, la calle de la fortaleza, donde las balas
zumbaban como mosquitos. Con saltos de canguro la atravesamos sin consecuencia
y nos resguardamos a un costado de la muy antigua Capilla de los Remedios, al
lado del viejísimo y siempre puntual reloj de sol.
Desde ese lugar, y a esa altura y distancia, se
dominaban todos los movimientos del puerto, pero no era mucho lo que podíamos
hacer para frenar la huida de los cascos blancos y apropiarnos de las armas,
que era el principal objetivo.
Un solitario guardia constitucionalista, armado con
un Máuser, salió como de la nada y se acercó a conversar con el comandante
Macarrulla, a compartir una información que resultaría muy valiosa, y al poco
rato nos hicieron señas de que los siguiéramos. Nos infiltramos, entonces, a
través de unos vericuetos, en unas polvorientas y amplísimas oficinas del
gobierno repletas de papeles desde el piso hasta el techo: La otrora señorial
casa de la familia Dávila, la dueña de la Capilla de los Remedios en época de
la colonia.
El
guardia descerrajó de un tiro el candado de una respetable puerta de hierro y
nos condujo hacia abajo por una ruta que al parecer conocía de memoria, hasta
un recinto amurallado con cañones coloniales que todavía surgían amenazantes
desde las troneras. Luego supe que se trataba del fuerte que llaman El Invencible.
Era el lugar ideal para enfrentar a los cascos blancos en fuga.
Diez minutos más tarde, Lisandro Macarrulla y el solitario
guardia consticionalista, que al parecer tenían ojos más afilados que los
nuestros, divisaron una larga hilera de cascos blancos sin uniformes y sin
cascos, pero con armas cortas y largas, y en número muy superior al nuestro, según
nos informó Macarrulla.
Sin embargo, nuestra posición en el fuerte El
Invencible era inmejorable y eso nos daba ventaja.
Yo no los vi, no recuerdo haber visto a los cascos
blancos. Lisandro nos ordenó bajar la cabeza y nadie los vio, salvo Lisandro y
el guardia.
Lisandro esperó a que se alejaran un poco para
tenerlos de espalda y no de frente, sacó el cuerpo y gritó ¡alto!, muy alto, y
los conminó a rendirse. Los cascos blancos tenían miedo y tenían prisa, una
combinación peligrosa.
Algunos soltaron las armas y echaron a correr, pero
otros respondieron con ráfagas de ametralladora, cosa que era de esperar, y de
inmediato Lisandro se agachó detrás de un cañón colonial, bajo un diluvio de
balas, y comenzó a disparar casi a ciegas, igual que hicimos nosotros y el solitario
guardia. Disparar a ciegas, por encima de la muralla arriesgando sólo las manos
y no la cabeza, como nos había instruido encarecidamente el comandante
Macarrulla.
El
tiroteo duró pocos minutos porque los cascos blancos estaban más empeñados en
huir que en combatir y cuando nos dimos cuenta ya habían desaparecido. En el
lugar dejaron unas cuantas Cristóbal y algunos Máuser y ni una mancha de
sangre. El intercambio de disparos había sido incruento, pero no infructuoso.
Más peligroso fue regresar al comando de Buenaventura
Johnson, trotando todo el tiempo en formación compacta, como ordenó Macarrulla,
para evitar el asalto de cantidad de gente que reclamaba y estaba dispuesta a
quitarnos por la fuerza las armas que habíamos obtenido, gente a la que
arrollábamos puntualmente sobre la marcha, sin romper filas, gracias a la firme
determinación del comandante, que iba al frente, repartiendo culatazos cuando
era necesario.
Lisandro Macarulla era un hombre hecho y derecho,
de unos treinta años quizás, casado y con hijos, y ejerció sobre nosotros,
muchachos de apenas veinte años cumplidos, una autoridad más paternal que
militar, y manifestó en todo momento gran preocupación por nuestra seguridad.
Lo había conocido el día anterior, en el episodio de la carbonera, junto al
inolvidable Getulio de León, ya que ambos formaban parte del comando que
participó en el ametrallamiento de la perrera de la Espaillat
Nuestra relación no duró más que la breve y extraña
expedición contra los cascos blancos que nunca vi, pero nos unió para siempre,
a pesar de que nunca volvimos a encontrarnos. Su joven esposa vino en la tarde
al comando de Buenaventura, pasaron la noche juntos y al amanecer partieron con
rumbo para nosotros desconocido.
De eso me
enteraría con sorpresa al cabo de un tiempo, porque otras cosas ocupaban
entonces mi atención, múltiples cosas, y el sábado, 30 de abril, volví a vivir
otra experiencia extraña, casi surrealista. Casi, por poco, la última de mi
vida.
Edmundo García, un personaje irrepetible, único en
su especie, regresó de los alrededores de la fortaleza con la noticia de que en
el extremo sur del puerto, casi en la desembocadura del río, había una
embarcación abandonada y llena de armas, y no tuvo que hacerse de rogar para
que una media docena de entusiastas partiéramos de inmediato con él a la
aventura, aunque ninguno estaba seguro de que la información fuera cierta.
La embarcación, un pequeño yate, estaba en
territorio de nadie, demasiado cerca de la parte trasera de la fortaleza y
demasiado expuesta a los nidos de ametralladoras de la base naval, en la ribera
opuesta del Ozama, en Sans Souci, y además tenía sueltas las amarras y se
encontraba a un metro del muelle, como quien dice a la deriva.
Por fortuna, había por todas partes contenedores,
vehículos y cajas con mercancía que nos servían de refugio, pero para llegar al
objetivo teníamos que atravesar un descampado. Aún así, persistimos en el
empeño y tras una breve carrera para tomar impulso saltamos a bordo de la nave.
Había
muchas armas, en verdad, y los compañeros más diligentes me aventajaron en la
acción, las tomaron y salieron a la carrera, pero yo me quedé rezagado. En un
camarote encontré una funda con una pistola Colt 45 y varias granadas de
fragmentación francesa, las típicas piñas amarillas y una Cristóbal, y en el
mismo momento sentí que unas balas roncadoras perforaban el casco de la
embarcación.
Salí despavorido, con la funda en la mano izquierda
y la Cristóbal en la derecha y vi que la embarcación estaba ahora más lejos de
lo prudente para saltar al muelle, pero salté, de cualquier manera, impulsado
por la fuerza de la desesperación que me invadía y casi de puro milagro alcancé
la orilla, atravesé a grandes zancadas el descampado y me puse a salvo detrás
de unas cajas, pero en el salto dejé caer la funda con la Colt y las granadas.
Allí pasé varias horas en solitario, escuchando el
pesado tableteo de las ametralladoras y el zumbido de las balas que reventaban
contra la pared del fondo. No podía moverme y no pensaba moverme, desde luego,
hasta que ocurrió un hecho inesperado. Una manada de cascos blancos en fuga
avanzaba al galope, en estampida, y todos avanzaban hacia mí.
Ahora estaba entre el fuego y la sartén y sólo
había una cosa que hacer. Corrí como un demonio, como un poseso, como una
bicicleta, bajo el fuego de metralla, en dirección al malecón y quince minutos
más tarde, sin aliento, sin resuello, regresé al comando de Buenaventura, donde
ya nadie me esperaba vivo.
Era la
segunda gran carrera que daba y no sería la última. Casi siempre, en esos días,
me recuerdo corriendo y casi siempre en dirección contraria al combate, combatiendo
de espaldas.
En el ínterin, la Fortaleza Ozama había sido tomada
a sangre, a fuego, a puros cojones, y yo me había perdido el magno evento.
Una semana después de la proclama en que José Francisco
Peña Gómez llamaba al pueblo a insurrección, los constitucionalistas habían
obtenido su última victoria. La última victoria de la revolución de aquel
abril. La Fortaleza Ozama, símbolo de opresión durante siglos, había caído para
constituirse en símbolo de rebeldía y libertad y en la radio constitucionalista
se escuchan las notas gloriosas de La Marsellesa.
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