miércoles, 11 de abril de 2018

LOS RAROS: Ensayo de interpretación de las obras poéticas de Miguel Alfonseca, René del Risco y Bermúdez y Norberto James Rawlings

Pedro Conde Sturla
  

A pesar de sus limitaciones, el movimiento literario de los sesenta arrancó con tantas fuerzas que pocos autores lograron sustraerse a su influencia, hasta 1974 por lo menos, el año de la algarabía pluralista. Los nombres de narradores y poetas se cuentan, ciertamente por docenas, y adocenados permanecerán en muchos casos frente a la historia literaria que se respete como historia. En un juicio benévolo, sin prejuicios de amiguismo o simpatía proclives, se salva un reducido número. Para fines de estudio y valoración -y no ya de simple mención honorífica- el número se reduce aún más, a unos cuantos raros, rarísimos.


          De la avanzada del 65, los dos primeros poetas en orden de importancia son los dos primeros en orden de aparición representativa: Miguel Alfonseca y René del Risco Bermúdez. La lista de los pioneros, atendiendo a libros publicados y a una mínima exigencia de realización artística, la completa Norberto James.
         Hay notables diferencias de grado y de estilo en la obra de los componentes de este conjunto. Ninguno responde por entero a la tendencia que se le atribuye, a la camisa de fuerza en que ha sido atrapado dentro de este esquema necesariamente rígido y necesariamente flexible. Pero hay, eso sí, unidad de criterios, unidad de atmósfera, unidad en la diversidad.
         Alfonseca es panfletarios, heroica y cualitativamente panfletario. Del Risco adhiere a un tono más depurado. James tipifica el momento más sereno, quizás el más sensible y doloroso a la callada. En rigor, Norberto James es atípico, si bien indisociable de este grupo.
         En la década de los setenta, los nombres de los poetas de choque  sobresalen por razones que no tienen mucho que ver con la calidad del oficio, y el número de los raros se enrarece aún más. El capítulo de los poetas de choque y la poesía sobre la pólvora constituye un evento más sociológico que literario y desde esa perspectiva debe ser estudiado. La estrella de la cofradía (léase Joven Poesía) es Tony Raful. A la sombra del poeta universal Tony Raful, aparece el mítico Mateo Morrison, y a la sombra de Morrison, el robusto Federico Jóvine Bermúdez  y otros poetas de choque.
         La crítica más piadosa echaría de menos ciertos nombres ilustres. ¡Dónde están, por ejemplo, los otrora gloriosos poetas del patio? Algunos, en verdad, se desinflaron como poetas, algunos se esfumaron en la diáspora, y otros, en fin, se aventuraron a probar suerte en el género novelístico, con desigual suerte por cierto. ¿Pero dónde están los grandes nombres y las grandes obras de los integrantes de esa Joven Poesía tan mencionada y antologada? ¿Dónde están esas glorias? Para responder a estas interrogantes hay que tener presente que la Joven Poesía constituye un fenómeno típico en materia de audacia y relaciones públicas: sus integrantes son sus mejores promotores, casi tan buenos como los de La  Poesía Sorprendida (salvando, desde luego, las distancias). Eso explica en parte su nombradía y en parte su ausencia efectiva de la historia literaria propiamente dicha y su especial ubicación en un capítulo de aproximación al estudio de los poetas encasillados en el ruidoso paréntesis de la poesía sobre la pólvora. 
         A su debido tiempo, y en su lugar correspondiente, los mas importante serán objeto de análisis más detallado, objeto de reflexión. Unos, desde luego, como poetas, y otros como fenómeno social. Unos por su obra, y otros por su efigie. A manera de juicio anticipado ya se ha visto, sin embargo, que sobre esa obra de la Joven Poesía en general (sobre “aquellos desesperados y desesperantes textos patrióticos y revolucionarios”, sobre esos textos “que hoy día no parecen tener autores vivos”), la crítica más solvente ha echado paladas de tierra. Pero ellos cavaron la tumba, su propia tumba. Epígonos y sepultureros como Enriquillo Sánchez y Radhamés Reyes Vásquez labraron el epitafio y cerraron  el capítulo con “broche de oro” –si es un cierre aquello y no una apertura-,  logrando plasmar en obras de calidad el sentir y el final de una época. Son los epígonos y sepultureros de la Joven Poesía y también de los ideales de abril. Y un poco también aves de rapiña.
Son quizás los raros más raros, una especie en vía de extinción.




       MIGUEL ALFONSECA:
LA LUZ ENTRE LOS MUERTOS.
        


         Hablar de Miguel Alfonseca, poeta y narrador, implica hablar de René del Risco y Bermúdez: poeta, narrador y cumbanchero. Sus relaciones personales fueron ejemplo de amistad fecunda y profunda, basada en la más estrecha colaboración intelectual. Incluso políticamente estuvieron hermanados. No por casualidad, sino por sus vínculos con el movimiento revolucionario, ambos pasaron la prueba de fuego de las mazmorras trujillistas, donde se perdió buena parte de la juventud rebelde de esa época. Del Risco cargaba con huellas de tortura en las uñas y en la espalda. Alfonseca, “Valiente y capaz, fue atrapado, condenado, torturado y confinado en esa pequeña Isla del Diablo que era la prisión de La Beata. De allí regresó hablando mucho del hambre, de la muerte y de los cementerios”[1] Ambos se integraron, posteriormente, junto con otros escritores y artistas plásticos, al movimiento constitucionalista de 1965. Después de la contienda formaron parte del grupo El Puño, compuesto por las más destacadas figuras jóvenes de las artes y las letras del solar patrio. El cúmulo de experiencias dejaría huellas imborrables en sus respectivas obras, convirtiéndose más bien en sus obras.
         Alfonseca y Del Risco intimaron estéticamente de tal manera, que en sus registros poéticos suele haber vasos comunicantes, como los llama Radhamés Reyes-Vásquez -honesto Yago- en sus ensayos de literatura oral: grandes vasos comunicantes, en realidad. A veces uno de ellos escribía un cuento o un poema a partir de un título o de un verso del otro, y viceversa. Es decir, compartían los temas y las aficiones, y en más de un sentido se complementaban o parecían complementarse. Los dos vivieron y sufrieron -intensamente, por cierto-, en su poesía, en su arte, a diferencia de los vividores de la poesía que vendrían tras sus huellas, copiando en la letra lo que no entendían en el espíritu. Por otro lado, hay que notar que a pesar del mutuo aprecio y de la mutua admiración, nunca cayeron en la trampa de la lisonja. En cuanto poetas y narradores de éxito disfrutaron, eso sí, de una popularidad reservada a los elegidos.
 En la poesía de René del Risco, la historia se asume y se transmite como trauma y depresión. En la poesía más optimista de Alfonseca, la historia es conmemoración, así sea conmemoración de una derrota, y hay cierta apertura hacia un futuro. René del Risco murió trágicamente en la Navidad de 1972. Miguel Alfonseca se refugió en una muerte histórica, en el silencio de los herméticos, hasta la hora de su deceso real: segunda muerte (muy contados poetas acceden a este privilegio). Lo que escribió en sus últimos años, si acaso volvió a escribir, quedó en el dominio de sus íntimos. La muerte prematura en ambos casos, tronchó el compás de espera. Del uno y del otro, malogrados en la juventud de la vejez, había que esperar cosas razonablemente superiores. Hablo de los dos más notables talentos literarios de su generación, quizás de varias generaciones.
         Miguel Alfonseca fue uno de los primeros poetas jóvenes en presentarse al escenario de los nuevos tiempos. En 1965, durante la revolución constitucionalista, publicó su primer libro: Arribo de la luz, un folleto, más bien, en honor de los héroes de junio de 1959. Este poemario, escrito con más entusiasmo que rigor, anunció la apertura de toda una tradición literaria. Con ese mínimo texto se inicia la poesía dominicana de la segunda mitad del siglo XX. Miguel Alfonseca fue el poeta detonante. 
         Arribo de la luz, la obra con que presentó sus credenciales, había sido dada a conocer en la prensa y a través de círculos literarios desde 1963, fecha de su composición. Típicamente es obra de principiante: fogosa, rabiosa, panfletaria. O sea, lo propio de un poeta y militante del Movimiento Revolucionario 14 de Junio. Poeta y militante -no se olvide- que había pasado por las cárceles de Trujillo.
         Arribo de la luz representa, en resumen, un proyecto ambicioso, pero de modesta factura. Ciertamente no brilla por la limpieza de su estilo ni por la novedad de su poesía. Es una obra pionera, eso sí, anunciadora de voces en plena gestación, para decirlo con palabras de la época.
El conjunto de poemas nació gravado con un tributo de admiración al Pedro Mir de Hay un país en el mundo: por eso respira la atmósfera de la epopeya lírica, un filón al parecer inagotable dentro de las varias tendencias de la literatura criolla.
         El pesado gravamen se nota, sobre todo, en los elementos paisajísticos del primer y segundo movimientos. Hay cuatro en total, ya que la obra está orquestada a manera de sinfonía: “Introducción”, “Panorama del hombre”, “Arribo de la luz” y “La sangre que frutece”. Los elementos paisajísticos son propios del ingenio azucarero, aparentemente el mismo ingenio de Hay un país en el mundo, ese ingenio con su “protesta silenciosa”, “su miseria agraria”, sus “bateyes exangües” y sus bueyes masticando el horizonte”. No puede ser otro.
         Fruto de inmadurez, hay ocasiones en que Alfonseca incurre en deslices que lo dejan a medio camino entre la imitación y el calco:

         En Santo Domingo
         el hombre se reduce a piedra o polvo pisoteado,
         amontonándose en grandes huecos de silencio
         donde la muerte gobierna.
        
Nótese que estos versos bordean la paráfrasis, recrean de hecho un conocido paisaje del inapreciable texto de Pedro Mir:

         Hay
         un país en el mundo
         donde un campesino breve,
         seco y agrio
                         muere y muerde
         descalzo
                    su polvo derruido

         El hombre al que canta Alfonseca, con “su hambre sin término,/ sumergido en las llagas de salarios harapientos”, es el mismo hombre al que Pedro Mir canta en “Dominí”, ese hombre “lleno de olvido y dolor,/ estrictamente salario,/ perpetuamente sudor”.
         Afortunadamente, Miguel Alfonseca acumula más deudas con el espíritu que con la letra de los poemas de Mir, aunque por lo general se mantiene dentro de su órbita de influencia. Arribo de la luz, sin apelación, es un libro flojo, como ya se dijo y se ha venido demostrando, pero en su momento llenó un vacío, una necesidad, y en algunas partes anuncia al autor de La guerra y los cantos. Desde entonces tenía Alfonseca un sentido de la organización del discurso poético y una fuerza envidiable, a pesar de que no había desarrollado su potencial: de hecho no lo desarrolló plenamente en sus dos únicos libros publicados. Aun así, se siente al poeta en aquellos “ríos donde lavan ropas campesinas/ y su canto las aves de la tarde”. Se siente, por supuesto, al poeta en aquel pasaje inicial donde “El aire corre como un atleta (…) entre la multitud de brazos verdes de los bosques”. Y se le siente, sobre todo, trepidante, por encima de las caídas y el exceso de crónica, en el tono majestuoso y solemne con que enuncia su profesión de fe, su oficio de cantor, cantor de gestas:

         Yo beso sus rostros
         en las frágiles corolas salvajes
         que al viento se dan como banderas.
         La yerba no puede doblegarlas:
         el sol las mantiene de pie y las nutre.
         Hay una fuerza extraña en ellas,
         como si los muertos surgieran por su savia
         y echaran a través de los colores y el aroma
         su clamor al viento de hélices violentas.

         Yo recojo la simiente que dejaron después de tanta muerte.
        
La saco de las miasmas escondidas,
         las limpio de cenizas, limpio las quemaduras.

         He ahí una muestra de la fuerza de que se hablaba, esa misma “fuerza extraña” a la que alude Alfonseca. Es la fuerza que se desata cuando maneja con propiedad sus recursos expresivos, logrando una tramutación del hecho histórico, elevándolo a la categoría de símbolo y de mito. Ya, desde estos versos, puede notarse como la muerte ronda la poesía de Alfonseca: la permea y la domina de la misma manera que permea y domina la poesía de René del Risco.
         La guerra y los cantos (1966), el segundo y último poemario conocido de Alfonseca, tiene el mismo aliento épico del primero y muchas de sus limitaciones y torpezas, pero responde a otras exigencias de realización, y se realiza, por cierto, a un nivel artístico superior, muy superior.
         Alfonseca adopta, igual que su colega Del Risco en El viento frío, un tono coloquial, descriptivo y narrativo a la vez, supeditando la música y el ritmo a la crónica, porque de crónica se trata. Tampoco podía ser de otra manera: escrita en la inmediatez del combate, esa poesía de Alfonseca es apta, sobre todo, para leerse como historia y aventura, de un tirón. En cambio no se presta para grandes declamatorias, igual que la de René del Risco. De hecho, La guerra y los cantos y El viento frío son el mismo libro: conmemoración y consumación del mismo evento. En la práctica, Del Risco es más depurado, a ratos, que Alfonseca, y a ratos tiene más vuelo y más rigor. La poesía de Del Risco es leve, aérea si se quiere -no liviana-, mientras que la poesía de Alfonseca es grave, ceremoniosa, pero ambos profesaban una ideología estética en común. Además, en las obras de uno y otro se advierte la existencia de un plan maestro, un plan regulador, y un ideal de trascendencia y transgresión de la realidad menuda. Los quince poemas que componen La guerra y los cantos obedecen a ese plan, a un designio, a la voluntad de erigir símbolos con los retazos y fragmentos más dolientes de la zozobra social de aquellos tiempos, tiempos que fueron de guerra y heroísmo, de intervención, de humillación y luto. El libro -ya se dijo- fue escrito en el fragor de la contienda, en 1965, durante los primeros meses de la segunda intervención armada norteamericana. Eso explica muchas cosas: lo explica todo.
         La guerra y los cantos invita a la indignación y al heroísmo, pero también a la reflexión y al amor, a la esperanza, esa esperanza que desafía todos los signos de la adversidad. En cada poema se combinan, por lo general, momentos de gran altura con caídas y recaídas estrepitosas: versos de una sutileza inmaterial con frases de inexplicable rudeza de dicción. Véase, por ejemplo, el pasaje donde “Guinda el cielo sus morados telares” o el otro en que se describe “una sonrisa donde no cabían los dientes”.
         El estilo de Alfonseca parece propio de alguien que escribe rápido, corrige poco y se descuida a menudo. Aun así -con todos sus vicios y defectos-, La guerra y los cantos es un libro sin desperdicios, un libro memorable, si se quiere, por lo menos dentro de su contexto histórico.
         El poema de apertura, “A los que quieren imponer el bozal”, es sentencioso, altanero, discursivo y panfletario, entre otras cosas…!Cómo tenía que ser¡ De hecho, un mal comienzo y un mal poema. Detrás de tan severo discurso admonitorio apenas se nota el poeta.
         Dentro del plan ordenador que rige la obra, “Canto para un joven provinciano” representa el verdadero punto de partida, un punto de partida doble, ya que aquí se describe el proceso de iniciación y muerte que fue común a tantos jóvenes del interior. Ellos acudieron en masa, durante los meses de la revuelta, al llamado de la patria, y en muchos casos se inmolaron en calles y barrios que apenas conocían, combatiendo con piedras o palos en las manos. En otros casos fueron sepultados en tumbas anónimas, en patios y traspatios de la capital, que aún guardan sus restos. En el poema mencionado, un himno al soldado desconocido, Alfonseca evoca y rescata la memoria gloriosa del combatiente caído. Lo evoca y lo rescata, a sabiendas de “que la verdadera muerte es el olvido”. Por encima de la crónica, la poesía empieza a tomar cuerpo en el mecanismo de reiteración que da ritmo y vida a la pieza, pieza de artillería por supuesto:

         Zumbido y tableteo
         y en las calles florecía la sangre.
         Zumbido y tableteo
         y la sangre oscurecía la luz.
         Zumbido y tableteo
         y en las casas quedaban sólo los retratos,
         las botas viejas,
         los libros y herramientas manoseados.

         Entre las primeras composiciones, “Coral sombrío para invasores” sobresale por su dignidad y gallardía poéticas. Diríase, por cierto, que fue escrita a ritmo de redoblante, diríase que es una especie de marcha fúnebre, una condena y un desafío a la prepotencia imperial. Amargo y marcial es el tono, aunque exento, al parecer, de odio: lo que pone de relieve la superioridad moral del ofendido. En esta visión poética del mundo, el agresor se hace víctima de su agravio:

         Morirán sin los abetos de Vermont.
         Morirán sin los grandes pastos rizados por el viento

         sin los frescos terrones de California
         ni la cordillera del Oeste,
         donde el cielo es un pálido patriarca en mansedumbre.

         Morirán sobre una tierra que no es suya,
         entre unos hombres de distinta lengua
ojos diferentes,
y distinto corazón.

“Responso para Jacques Viau Reanau” ocupa un lugar especial en la poesía de Alfonseca. Quizás no se cuente entre sus mejores realizaciones, pero es una de las más sentidas. En realidad, pocos autores de la época dejaron de lamentar, en prosa y verso, la pérdida de este combatiente dominico-haitiano (por adopción y origen), poeta, maestro ejemplar, modelo único de valor e integridad. Alfonseca pertenecía al honroso círculo de sus íntimos y le dedicó el “Responso” y unas páginas de antología tituladas Diario de guerra (funeral del poeta combatiente). El compañero abatido “entre el llanto y los cantos libérrimos”, emerge en toda su estatura, sustentado por las voces de sus coetáneos. Sereno, irrecuperable, mil veces lamentado, Jacques Viau Renaud se convirtió en una de las figuras más recurrentes y veneradas de la historia literaria de los años sesenta y setenta. No sorprende que Alfonseca le cante en estos términos:
        
Toda la isla para tí, compañero.
         Toda la tierra agridulce de los pueblos,
         para tí, compañero.

         En dos de los poemas sucesivos se pasa revista a otras calamidades de la guerra: esas que atañen a la angustia de la madre ante “la señal de un mundo comiéndose a sí mismo” o al desgarramiento por el “pequeño asesinado en la edad del nido”.
         Siguen, en orden del discurso, tres poemas claves concernientes al mar: “Mar de abril (I)”, “Mar de abril (II)” y “Canto del mar en la guerra”. Este conjunto marítimo representa una especie de interludio, un principio del fin: la luz al final del túnel, como suele decirse. En el mar, el poeta se explaya -literalmente se explaya- en la contemplación-interpretación simbólica de la realidad. Toma conciencia del espacio urbano -de la ciudad y de los hechos que sobre ella gravitan- a través del mar, ese mar que no se ausenta:

         El mar no huyó de la guerra y los hombres.
         Estuvo siempre como un padre espantoso
         golpeando el corazón de la ciudad.
,        poniendo sal en avenidas quemadas,
         donde surgían besos como banderas tímidas:
         la decisión de la vida más allá del derrumbe.

         Ese mar de Alfonseca, quien era asiduo visitante de parques y orillas, se yergue majestuoso, ópticamente majestuoso desde las alturas de la ciudad. El farallón que1a atraviesa longitudinalmente a manera de peldaño, permite al poeta describir el espectáculo no metafórico de la guerra “En las gradas de una tarde tendida sobre llamas”. El mar de Alfonseca no es bueno ni es malo, no es maniqueo, puede ser “alimento/ y también una gran dentellada”, puede ser “misterioso y terrible en sus designios”, puede ser “esperanza de salvación” o “amenaza de destrucción”.
         En la visión poética de Alfonseca, el mar es el termómetro político de una ciudad y de una isla que, paradójicamente, viven de espaldas al mar: ignoran al propio mar que las cierne y las concierne, al mar que hace y deshace su historia:

         El mar un día no tuvo gaviotas
         que prolongaran la tarde en su chillido
         ni llevaran algas entre sus patas rosadas
         a la frente solitaria de la roca.

         Si el mar cambia de nota, se altera el equilibrio o es señal de una alteración del equilibrio. En rigor, todo mar se hace turbio en la noche de la guerra. Si se descompone, se descompone la ciudad y se descompone la vida:

         Los dioses de la guerra jugaban a la muerte
         y el mar perdió de pronto sus flores y cinturas,
         sus trillos de paz y de alegría
         para los polvorientos habitantes de la isla.

         La mirada de Alfonseca se hace más penetrante en la última de estas tristes marinas que constituyen uno de los momentos más felices de su poesía. Gana, sin duda, en densidad y fuerza lírica, recuperando para la nostalgia un asombroso cuadro, o al menos un cuadro de asombro, un verdadero paisaje del alma. Otra vez el humor del mar determina el ciclo de la vida, abriéndose o cerrándose a la esperanza:

         Oscuro es el mar en la madrugada
         como un vuelo lejanísimo de aguas,
         como un gran animal de tristeza y espanto
         rodeándonos,
         cercándonos.

         Oscuro es el mar en la hora
         de blancas cabelleras sobre la ciudad,
         de enredaderas malvas y violáceas
         colgando del viento insomne y del cielo:
         aún los pájaros no desgarran la niebla
         y se hunden las estrellas, desoladas.
         El ojo de nuevo se abre al mundo.

         Miguel Alfonseca parece, en definitiva, un “prisionero del ritmo del mar”, como dice el bolero. Por eso vislumbra un poco la historia desde una perspectiva acuática y salobre, una perspectiva aérea, por cierto. En El viento frío, René del Risco observa desde un balcón, y ambos como a través de una ventana, especie de mirador privilegiado que les permite tomar distancia de los hechos en que participaron activamente. Esta puede ser una de las claves de esta poesía: el acercamiento-distanciamiento respecto del “objeto” poético:
        
         Oscuro es el mar a través de esta ventana
         y más oscuro aún en la madrugada de guerra.
         Yo veo los escombros, el resto del incendio,
         allí quedaron cuerpos de muchachos alegres
         para quienes la vida era el combate,
         para quienes la vida fue una infancia enrejada
         y luego las cenizas antes de crecer.

         La mágnifica escena, congelada en el recuerdo y en el recurso poético, no permanece, sin embargo, estática:se abre improvisamente hacia la fe en el porvenir, deja ver una brecha, una esperanza en los mismos colores del amanecer sobre ese mar indispensable:

         Abajo, el ruido de un fusil despereza la calle.
         Alguien golpea los tímpanos del sueño
         anunciando un periódico.
         Claro es el mar.
         Más claro.

         Un rumor de pasos creciendo tira del día.
         En los vidrios, una violenta rotura sin estruendo
         me enceguece.
         El mar de golpe borbota reflejos en Oriente
         desparramando blancos, verdes, azules,
         sobre las liras y violetas de la madrugada.
         La sangre sobre el mar, extendida y brillante.
         Claro es el mar.
         Claro es el mar en la alborada.
         El despertar.

         En las últimas seis composiciones, continúa el poeta “recogiendo las voces de la pólvora”. Todo en ellas se resuelve ahora en lamento, un lamento ininterrumpido, en sordina, que tiene por ritornelo a la muerte, al amor y a la muerte. Alfonseca rinde tributo de admiración y gratitud a los caídos, interiorizando un sentimiento de pesar, un cante hondo, una piedad sincera por aquellos que “Repartieron sus vidas en mañanas de himnos y banderas”, aquellos que “Repartieron sus vidas/ como se reparten los peces/ como el amor en medio de los dientes”.
         A pesar de la tregua y la esperanza, “El incendio queda en (su) corazón” como secuela de un dolor que no renuncia. Se duele el poeta por “la mujer de frutas”, por el “camarada de infancia sollozante/ doblado en el zaguán con el fusil ya frío”. Se duele por el muchacho desconocido que se hizo “mundo muerto/ en las calles desiertas”, y se duele, desde luego, por sí mismo. Alfonseca aspira a escribir, como Andrés Bello, una oración por todos.
         De ninguna manera se resigna el poeta a “abandonar a (sus) muertos”: más bien los invoca y los espera, como en “Canción triste de la guerra”, aferrándose a la ilusión de un retorno. Esos muertos, después de todo, están cargados de vida, son dadores de vida. Después de todo, “Tendrá la brisa que venir con ellos”.
         Es en este contexto, tan definido por circunstancias de luto, que sobresale un verso cargado de inquietantes vibraciones fatalistas: “buscaré lentamente la luz entre los muertos”.
         El cuadro más perfecto que ofrece el libro, y el más audiovisual, se encuentra en “Canto para un muchacho desconocido”. El tema es, para variar, la muerte, eso que Moreno Jimenes llama su majestad la muerte. La poesía, y en especial la buena poesía, es siempre obsesiva, reiterativa, no se dude:

         Bate el viento en tu sepulcro
         cargado de las hojas y la luz de noviembre
         Trae la estación sabor a uvas y manzanas
         en los labios infantiles
         y frente a tí orinan los perros y se aman.
         El polvo casi borra tu nombre sin sonido
         y roe la lluvia tu pardamente gorra sucia.
         La yerba silba en el montón que te apresa
         y niños madurados de pronto por la muerte
         te llevan mariposas y canciones marciales.

         En medio de la guerra y la tragedia de la patria invadida, sólo el amor es lenitivo, única contrapartida de la muerte. ¿Pero qué amor es posible entre invadidos e invasores? No, desde luego, el amor hipócritamente universal que condena y perdona a todos, pesándolos en el mismo fiel de la balanza. Es, por el contrario un amor cargado de energías justicieras: el que se impone, cuando se impone, por voluntad de los pueblos. El que se impone por la verdad: ese amor que no deja de ser amor aunque sea un amor que llame “con voz de pólvora y de sangre”, el “amor en la guerra”, el amor que se cumple “en el joven que lleva su canción y su rifle”. ¿Por qué no?
         Es cierto: “-Abril trajo la guerra y entonces todo ardió”. Pero en la guerra, como en la basura, se engendran calamidades a la par que bondades insospechadas. La guerra desata a veces “una alta floración de la ternura”, descubre solidaridades, pone sobre el tapete sentimientos ignotos a otras situaciones: grandezas y bajezas, grandes bajezas y grandezas. Ya lo había dicho Albert Camus en La peste, a propósito de “lo que se aprende en los períodos de grandes calamidades: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Ahí radica el sentido del poema que Alfonseca dedica al muchacho desconocido:
        
Cantabas asombrado de la miel
         que la guerra entregaba.
         Por ese tiempo de amor entre los tristes,
         por ese amor surjido
         como nacimientos de hombres de la tierra misma,
         del mismo fuego soterrado ciego por milenios.

         En otros momentos reiterativos de la poesía de Alfonseca, el amor que gira o “había girado como una llama dulce”, el amor en tiempo de muerte permanece un poco una incógnita. La incertidumbre asalta al poeta, a pesar de su optimismo visceral, cuando se pregunta “Cómo es el amor después de la caída  de la sangre”. Es la pregunta que se hace, al revés y al derecho, en “Canción triste de la guerra”, que es un estimable poema, obviando ciertas asperezas:

         Después de todo esto tendrán que decirme
         cómo es el amor en las soterradas cenizas,
         cómo es el amor tapiado para siempre,
         oscuro para siempre en madera o cemento…

         Momentáneamente no acierta con una respuesta y se limita a cantar “desde un balcón de vértigo y luceros”, exactamente vértigo y luceros. Ya se ha visto que en la poesía de Alfonseca y Del Risco siempre hay alturas y balcones para contemplar la vida y dar testimonio de los hechos. En las alturas de Alfonseca hay “pájaros frotando su pico contra el cielo”. Del mismo modo, en las alturas del viento frío aparecen “ruiseñores de metal”. Una y otra vez los vasos se comunican.
         Al final de la obra, sólo al final, en “Parque Hostos” y “Variaciones”, el poeta recupera sus lugares amados: el mar, el malecón, las plazas y los trillos. Ese “Parque Hostos”, dedicado a René del Risco Bermúdez, es un símbolo del retorno a lo que podría llamarse normalidad en un país ocupado por tropas yanquis. Hay que tener presente que el Parque Hostos se convirtió durante la guerra en un centro de entrenamiento militar. Si el amor después de “la caída de la sangre” era una incógnita, ahora “Los amantes poseen el mundo al borde de sus besos/ en este parque mutilado recién devuelto al amor”.
         Evidentemente el tono del poeta se hace aun más amoroso y solidario en esta zona, más cristiano: rebosa literalmente de piedad en más de un sentido (quizás no por azar, Piedad Montes de Oca fue su primera esposa). El hecho es que los últimos poemas se proyectan hacia un gran final abierto en el cual la ciudad y el mar se reconcilian, la ciudad y el amor se reconcilian. Incluso, la destruccion y el amor se reconcilian. Tenía que ser así porque el amor militante de Alfonseca, el amor que construye hijos y defiende la heredad, esa clase de amor siempre se yergue sobre las ruinas.
         La reafirmación de los principios de su código ético-estético se da por entero en el poema “Variaciones sobre un verso”. No se trata de variaciones sobre un verso cualquiera, sino sobre un verso de René del Risco dedicado a Jacques Viau Renaud (ese que dice: “Toda la extensión del mar para tu frente”). Se trata, otra vez, de una marina en la que el mar es “la colina al sur de la ciudad”, y se trata, por supuesto, de una conjunción de motivos esenciales al arte de Alfonseca. Aquí están todos o casi todos, en este poema festivo y luctuoso, fechado al 2 de octubre de 1965. Sólo por esta vía -marítima- puede exorcizar los demonios que lo habitan y lo viven. Exorcismo a medias, ya que dentro de las circunstancias trágicas de su poesía, Alfonseca seguiría siendo un “prisionero del ritmo del mar, de un deseo infinito de amar”. Junto al “furioso merengue” de Franklin Mieses Burgos, también el agridulce bolero ha sido nuestra historia:

Detrás han quedado los escombros
y las jornadas del miedo y de la muerte.
         Acaso alguien llora áun sobre un sepulcro
         en tanto el mar se entrega a los amantes
         y tiembla en los tobillos de muchachas.
         En tanto el mar sube por la ciudad
         al encuentro de los ojos del poeta
         cuando avanza triste
         en la contemplación de nidos en jolgorio.

         Los amantes que “unían su soledad” no siempre se entienden en estos poemas, como tampoco se entienden en El viento frío, donde la incomunicación es insalvable. Hay distancias salobres entre ellos, por razones de sensibilidad o de formación, o por simple cobardía. Aquí se percibe una queja:
        
         La amada del poeta, mi hermano,
         pierde su alegría entre la niebla y los letreros.
         Bate su tristeza
         entre ascensores y trenes insomnes
         y mueren las palomas bajo ruedas
         en patadas de los que huyen hacia fábricas.

         La amada del poeta, mi hermano,
         no recibe esta luz -fuerte licor del regocijo-
         donde los hombres de la isla
         han enterrado sus huesos
         sin entregar la morada.

         Quizás ahora el poeta sabe “cómo es el amor después de la caída de la sangre”: lo intuye, parece intuirlo en estos versos finales, crisol en que se funden la pasión y la inocencia.
        
El mar es más salado por la sangre
         mas cunde el alborozo entre las ciguas
         y entre los hombres que se aman.
        
         El amante doblegará su pasión en la noche
         como un niño travieso doblega un árbol tierno.

         El resto de la obra de Miguel Alfonseca está, en parte, dispersa y quizás inédita. En conjunto no es, por cierto, la obra de un gran poeta, pero es obra de una gran fuerza poética -ya se ha dicho. Una obra para leerse y apreciarse como totalidad, sin reparar demasiado en sus defectos, porque es, ciertamente defectuosa, a semejanza de muchas obras maestras. Dígase entonces que es un texto vital, irrenunciable, irrepetible en su unicidad. Dígase que es el legado de un testigo y actor privilegiado, un protagonista de su propia historia. No un espectador desencantado, sino un actor de los hechos, alguien que recibió la palabra de su arte “a través de la zarza ardiente”.
         Miguel Alfonseca, poeta y narrador, eligió morir su primera muerte en el silencio, en el hermetismo, en la ausencia, mas no por eso la segunda muerte lo sorprendió siendo cadáver. Murió lleno de vida y está vivo, “porque  la verdadera muerte es el olvido”. Olvido que ni el poeta ni el narrador se merecen.


                MEMORIAS DEL VIENTO FRÍO
         La noche del 20 de diciembre de 1972, René del Risco Bermúdez  acudió a una cita con el destino en la avenida George Washington –el malecón de la ciudad capital. Era una cita al parecer ineludible, a juzgar por las veces que había sido presentida: una cita con la muerte prematura, muerte a destiempo junto al mar que el poeta amaba.
         El hecho trágico que enlutó a su familia, también ensombreció y traumatizó al mundo de las letras, y entre los escritores jóvenes y menos jóvenes se extendió un sentimiento de vacío y orfandad. No era, ciertamente, para menos. A los “treinta y siete años de edad y en perfecta salud”, Whitman había comenzado publicar sus Hojas de hierba. Casi a la misma altura de la vida, en pleno goce de sus facultades intelectuales, René del Risco Bermúdez se retiró bruscamente del escenario en que había obtenido el más amplio reconocimiento, llegando a ocupar un espacio privilegiado, único entre los miembros de las nuevas promociones. De hecho, y a pesar de su partida a destiempo, se reveló como el más sobresaliente talento literario de su generación, quizás de varias generaciones.
         Del Risco nació en 1936 en Macorís del mar, tierra de peloteros y poetas, y en la práctica soñó con ser ambas cosas. La pelota, como deporte, se respiraba en el aire: la poesía la llevaba en la sangre, siendo  nieto de Federico Bermúdez, el notable cantor de Los humildes. Hoy se sabe que descolló como animador, publicista, narrador y poeta, aunque no como pelotero. Eso sí, fue fanático irreductible de los Tigres del Licey.
         Como tanto jóvenes de la época, Del Risco participó –ya se he dicho- en la lucha política antitrujillista dentro del Movimiento Revolucionario 14 de Junio y conoció temprano la cárcel –“fruta negra”,  la llamaba Roque Dalton. Allí sufrió vejaciones y torturas que no doblegaron su espíritu, pero dejaron huellas en su cuerpo, un cuerpo que mostraba las clásicas quemaduras de de cigarrillos en las espaldas y señales inequívocas de martirio en las uñas.
         Antes y después de su breve estación en el infierno, desempeñó variados oficios y al parecer alguna vez quiso ser abogado, según demuestra el hecho de haberse inscrito en la Facultad de Derecho de la universidad estatal, única a la sazón en el país. Por lo demás, no hay que acudir a su biografía para obtener información pormenorizada de primera mano. Muchas de sus empresas en la lucha por la vida –incluyendo su “fracaso como pelotero”- están documentadas en unos versos de iniciación que hoy resultan casi sorprendentes por su carácter festivo, excepcional y extrañamente festivo:
         ...................................
yo caí, me recogieron,
         me acostaron en el jón,
         y en aquella situación
         ¡momento grave y severo!
         dejé de ser pelotero
         y cambié de profesión.
        
         He tenido profusión
         de profesiones y empleos;
         he dado mil zigzagueos
         en una y otra cuestión.
         He vendido desde ron
hasta espacios de parqueos,
........................................

“Qué es usted? Si me preguntan
en un barrio: “¡Locutor!”
en un salón?: “¡Escritor!”
en un patio?: “¡Tamborero!”
en la iglesia soy santero
y en la calle...Yo, que soy?

         Por el mismo estilo, Del Risco amaba definirse como “poeta y cumbanchero”, y al decir de alguno de sus íntimos quería que le pusieran este mote en su epitafio. Afortunadamente se destacó más como baladista que como cumbanchero: Del Risco escribió, en efecto, letra de canciones de inspiración honda y genuina, entre las cuales se recuerdan “Si nadie amara”, “Magia”, “La ciudad en mi corazón”,  “Mira que mundo”, “Matices”, “Así, tan sencillamente” y “Una primavera para el mundo”. Algunas de éstas alcanzaron éxito en las voces de notables intérpretes de la talla de Horacio Pichardo, Francis Santana, Fernando Casado, Niní Cáfaro, Luchy Vicioso, Felipe Pirela y Marco Antonio Muñiz.
         Por añadidura, el hombre fue un brillante publicista. Publicista, quizás, a regañadientes, a contrapelo de su vocación literaria, quizás a contraconciencia, quizás como simple manifestación de su desbordante energía intelectual. No se sabe. En todo intento de aproximación a una vida y una obra cabe un margen razonable de duda. De lo que nunca podrá dudarse es de su humanidad  y talento.
         Su producción literaria incluye cuentos, sonetos y poemas en versos libres que fueron recopilados, en su mayoría, después de su muerte. También anunció el poeta  una novela, Del júbilo a la sangre, de la cual se desconocen detalles más o menos precisos.
         La primera edición de los cuentos se publicó bajó el título de una de una de sus narraciones: En el barrio no hay banderas (1974), mientras que los Cuentos y poemas completos aparecieron en una edición incompleta que data de 1981.
         Casi toda la obra conocida de René del Risco cubre un arco de tiempo comprendido entre 1961 y 1972. En vida sólo publicó un libro: El viento frío (1966), pero sería un libro memorable, un libro de época, generacional, destinado a convertirse en parte esencial de la realidad que lo inspiró, un libro vivo, palpitante de historia y de hondas vibraciones sociales.
         Algunos de los aspectos más notables de la poesía de René del Risco –la parte sumergida del iceberg- se encuentran en los sonetos mencionados, sonetos escritos, por cierto, a la sombra de José Ángel Buesa. Este dato es, desde luego, anecdótico y paradójico: el poeta y revolucionario que junto a Miguel Alfonseca iba a inaugurar en su tierra una nueva era y un nuevo sentir literarios, se inició espiritualmente en la capilla de un romántico rezagado, exiliado cubano por más señas. La madeja de las contradicciones no se despeja por el hecho de que el novicio recibiera en edad temprana tales influencias, ni en virtud de que las obras de Buesa rivalizaran en su época con el volumen de popularidad y venta de las  obras de los grandes maestros latinoamericanos, incluyendo a Neruda. En rigor, René del Risco Bermúdez se mantuvo siempre fiel al espíritu romántico de Buesa, logrando producir –eso sí- una síntesis o por lo menos una simbiosis entre el caudal erótico, personalista, y el aliento social en olor de multitudes.
         Desde los más tempranos sonetos de René se anunciaba lo que sería el gran tema de su obra: el tema de la muerte. Esa muerte, la misma muerte que en la poesía de Alfonseca constituye un motivo esencial, lo arropa todo en la poesía de Del Risco. La diferencia estriba en que en uno la muerte es sentimiento y en el otro, a la vez, presentimiento. Prácticamente no hay en la obra de René un resquicio poético –uno sólo- por donde no se lea o se avizore a la muerte, la muerte fiel, la muerte convidada. Eso podría explicar su admiración por cierta zona de la poesía de Buesa. Por ejemplo, en “Pequeña muerte”, Del Risco traduce casi la misma idea necrófila  del Buesa de Oasis, aquel que dice: “Después de haber vivido la mitad de la muerte/ hay que seguir muriendo lo que aún queda de vida.” Véase si no:
        
Dime por qué tu insistes y te empeñas
         en negar esta muerte que no escribes,
         si es esto de soñar lo que no vives
         un modo de morirte en lo que sueñas.
         ...........................................................
         Comprende que estás vivo, que moriste
         en toda aquella vida que viviste,
         que no podrá el pasado retenerte.

         En “La casa”, que es una pieza excelente, una de las mejores, el poeta expresa un sentimiento parecido:

         Todo ha ido muriendo lentamente en tu pecho
         y seguirá muriendo, hasta que tú te mueras.

         “Soneto ante la rosa” es una variación, una de sus tantas variaciones sobre el tema:
        
         Hay un silencio en ti, hay una cosa,
         una callada muerte que reposa,
         una lejana muerte suspendida...

         nada comienza en ti, nada clausuras,
         en ti sólo es presencia lo que duras
         abriéndote y cerrándote en la vida...!

         El conjunto de sonetos consta de unos veintidós en total, si se aceptan ciertas licencias, pues hay varios con colas y modalidades que escapan al rigor de la preceptiva. Dentro de este conjunto, pocos se apartan de la idea de la muerte, o de un cierto tipo de muerte, exceptuando algunos ardientes y gozosos como “Este soy”:

         Este soy yo, tu llama, tu alimento,
         tu herradura, tu pan, tu todavía,
         tu tibia alternativa, tu alegría,
         tu ceniza final, tu aturdimiento.
        
         Por lo general, el poeta no se disimula, no se llama a engaños, se muestra como se siente: abatido, pesimista, incurablemente depresivo y paranoico, aparte de fatalista. Casi siempre está prevenido, receloso, a la defensiva. Casi siempre se muestra suspicaz, desconfía de lo que se le ofrece al disfrute puro y simple de los sentidos. Nadie como René sabe encontrar amargura en los más dulces néctares: nadie como él sabe trocar la miel en hiel. He aquí una muestra, una de muchas:

         Toco tu mano, y ya soy diferente,
         dispuesto a la ternura, me dominas
         y siento que en silencio me caminas
         venciendo mi amargura combatiente.

         .........................................................

         Yo sé que esto no es cierto, sin embargo,
         que el mundo sigue siendo tan amargo
         como ante de que en sueño lo conviertas...!

         De cualquier manera, hay que admirar sin reservas la superior lucidez del artista, la forma en que asume su sentimiento trágico de la vida, tal y como se pone de manifiesto en otras facetas de su obra. Así, en “Tiempo de espera”, aparecen ya claramente definidos los elementos claves de su poética y de su personalidad poética:

         Casi muriendo ya, sólo en la espera
         del  prometido día sin quebranto,
         sobre la dura piedra de mi canto
         establecí mi Patria verdadera.

         Aparté mi lucero, mi bandera
         de amarga soledad alzada en tanto
         nutrí de dura luz mi desencanto
         de paloma angustiada y prisionera.

         Aquí mora mi voz, aquí en la esquiva
         soledad donde espero la misiva
         de alegre fuego o muerte mensajera;

         aquí se nutre el arpa, aquí detengo
         el poderoso arco que sostengo
         para que el entusiasmo no se muera.

         Los poemas en versos libres de René del Risco Bermúdez conforman la zona menos intimista de su obra, sin duda la más aguerrida y a la vez el tono menor de su poesía, con excepción de algunas piezas claves. Aquí desde luego no está ausente -ni podía estar ausente- el tema o ritornelo de la muerte. No ya la muerte propia, la muerte presentida que lo embarga desde sus raíces, sino la muerte ajena, la muerte de los otros. René llevó un registro poético, bastante minucioso por cierto, de sus compañeros de ideales caídos entre 1963 y 1971. Varias de sus composiciones, entre las que se cuentan “Por la muerte de muchos” y “Aquí o en otras tierras”, exaltan la memoria de Jacques Viau Renaud. En “Palabras al oído de un héroe” rinde tributo a Manolo Tavárez Justo, y en “No está bien, sin embargo”, recuerda  Maximiliano Gómez (El Moreno). Esta es, sin duda –por su ritmo, frescura y sentimiento- la composición más sobresaliente del grupo, un verdadero logro de equilibrio poético-emocional:

         Está bien si la fruta picoteada
         se desprende del tallo y viene a tierra
         y enloda su dulzura;
         siempre queda
         el mundo en grave paz,
         no ocurre nada.
         .........................
         Está bien la paloma en la cornisa
         el beso en la mejilla, la mirada
         espejo de la risa
         y la imprecisa
         frontera entre la noche y la alborada.

         Bien la mujer que siempre me acompaña,
         bien la mesa del pobre, el agua fresca,
         el pan elemental, la simple araña,
         bien que llueva, que escampe,
         y que anochezca.
         Hay que aceptar el mundo en su inviolable
         redondez planetaria o de moneda,
         justa es la soledad, es aceptable,
         la vida y el cansancio que nos queda.
         Lo que no puede ser, lo que no entiendo
         es que tú como un pájaro cansado
         de mucha libertad, de haber cantado
         en el árbol más alto y más abierto,
         mueras así, de un modo tan sencillo,
         tan en paz, tan sin plomo, ni cuchillo,
         que a mí se me haga extraño
         que estés muerto...!
                                                                                                                
         La lista de estos poemas conmemorativos se completa con una media docena de títulos que incluyen: “Unas palabras con Che Guevara muerto”, “Por todos nuestros muertos, “Oda erguida en la muerte de Julián Grimaud”, “Canto para un muchacho de mi pueblo”, “Oda a César Bautista” y “Oda  sobre la tumba de mi amigo Jesús”. En general, se trata de textos mediocres, intrascendentes, que no salen del montón, y en ningún caso se elevan a la altura de “No está bien, sin embargo”, pero que en cualquier caso dan muestras del genuino interés del poeta en la preservación de sus vínculos originales: preservación de sus ideales.
         Otra zona, igualmente dispareja, de su poesía en versos libres recoge una especie de crónica de aquella época convulsa en la que a Del Risco le tocó participar. Si unas veces derramó la miel de su poesía sobre sus seres queridos, otras veces arrojó veneno –merecido veneno- contra invasores y traidores. “¡Caramba, General!”, por ejemplo, es una sátira contra un conocido militar destituido graciosamente de su cargo por un designio de la Presidencia.
         Algunas de las más representativas composiciones de este grupo forman parte de un auténtico rosario de lamentaciones por el destino de la patria invadida. Entre las más dolientes se cuentan “Oye, patria”, “Palabras para invasores”, “Ofrenda lamentable a un general invasor”, así como la gallarda “Oda gris por el soldado invasor”.  Esta última, muy celebrada en su tiempo, no carece de cierto valor histórico y poético:
        
         Venido de la noche,
         quizás de lo más negro de la noche,
         un hombre con pupilas de piedra calcinada
         anda por las orillas de la noche...
         De oscuro plomo el pie y hasta los besos
viene del vientre lóbrego de un águila
que parirá gusanos y esqueletos
para llenar su mar, su territorio...
Y aquí está saltando por las sombras,
por detrás de alambradas y del miedo,
recorriendo caminos enlodados
con palabras de sangre para todos...

         Dentro de su producción en versos libres, René del Risco reservó, por supuesto, lugar para el amor. Ese amor, igual que en la poesía de Alfonseca, suele encontrarse en el reverso de la medalla, en la otra cara de la guerra y la muerte, pero fundido igualmente con la guerra y la muerte, y a menudo con un paisaje marino bailando al fondo. Véanse, por ejemplo, “Carmen sugerida junto al mar” y “La amiga de la guerra”, y sobre todo “Palabras por Eurídice perdida” y “Palabras para Eurídice”, que son las mejores de este conjunto de marinas. En ellas, las criaturas del paraíso se trenzan junto al mar, amándose dichosas las unas sobre las otras:
        
Palabras de leñador yo te decía
cuando caía sobre ti
sobre tus ágiles piernas
y la espuma jugaba entre tus dedos frágiles...

¡El mar, Eurídice!
               
         Pero la dicha, como de costumbre, dura poco, muy poco en casa del pobre. Fatalmente, una “dolorosa certidumbre”, un “cruel presentimiento” hacen nido en el “corazón oscuro y caluroso del poeta. No podía ser de otra manera.  Aquel amor, aquella etapa dichosa no sobrevivirían al cambio brusco de las circunstancias.

         Nadie hubiera podido robarnos aquel mar
         aquella ardiente edad entre los árboles,        
         si el cuerno de la guerra
         no aturde nuestra frente
         con su sombrío aliento de cenizas...

         Es importante notar, en este punto, cómo el sentido del amor en la poesía de Del Risco se corresponde plenamente con su sentido de la vida –con su sentido trágico de la vida-, y estos a su vez con su sentimiento religioso. En casi todos los casos sale a relucir su humanidad doliente y fecunda, así como su concepción epicúrea de la existencia. Cierto es que el tema religioso lo toca pocas veces, pero cuando lo toca lo hace con altura, como corresponde. Así se manifiesta plenamente en uno de sus poemas más tempranos, “Palabras a Dios”, que data de 1961:

No serán perseguidos de tus ejércitos de Ángeles, Señor
estos que ahora no hacen más que celebrarte
en su propio deleite;
porque vivir sin ti es esperarte
con el pecho manchado por la inocente culpa;
por esa culpa, Dios, que no podemos eludir
los que de ti descendemos por milagro.

Aparentemente lo seduce al poeta la creencia en un dios verdaderamente bondadoso, ajeno a la idea del infierno, un auténtico dios de redención espiritual y social:

He aquí Señor que estoy en ti,
que está en la tierra tu hijo
como tu lo has querido;
sin sucias lágrimas que me impidan verte
en la hora preciosa del dolor
y esperando con fe la buena miel y la abundante leche
que ha de manar un día
bajo los pies salvados de los hombres,
de esta tierra que tú nos regalaste.

En la obra poética de René del Risco Bermúdez, El viento frío sobresale por su dimensión poética y humana. En esta fase de su producción, el código ético-estético reposa en un ideal menos epicúreo que político. Conceptualmente, su poesía aspira ahora a realizarse en lo social y aparece más definido el compromiso: un compromiso de solidaridad con sus semejantes. Nótese de inmediato que El viento frío es un libro de atmósfera. Atmósfera más bien enrarecida a pesar de la brillantez del paisaje. Atmósfera de un agobio –frustrante, traumática, depresiva. Atmósfera de una derrota que no dejó de ser gloriosa. Atmósfera donde el amor y el desamor se conjugan permanentemente con el hastío, la soledad, la tristeza y la muerte. Muerte y memoria en el escenario de la ciudad innombrada, crónica de un mundo enfermo de egoísmo, epopeya íntima de un poeta que muere de muerte ajena.  
         En términos sociales, El viento frío expresa el punto de vista del combatiente intelectual pequeño burgués que se reintegra al orden, un orden restablecido mediante el habitual expediente de brutalidad por tropas yanquis, necesariamente yanquis.
         Lloviendo sobre mojado, puede afirmarse que El viento frío  es el símbolo de la frustración de la pequeña burguesía comprometida con los cambios sociales. Ninguno de los autores que vivieron las jornadas heroicas y esperanzadoras de abril, ha dejado de sentir el soplo del viento frío. Esto es, la resaca de la guerra, la aceptación obligada de las limitaciones del ambiente, el reingreso en un presente sacudido pero intacto, medianamente soportable por la confianza en un futuro. Un futuro incierto, sin embargo, castigado, postergado por el monstruo de la represión que se tragó cuatro mil vidas en doce años de continuismo balaguerista.
         En las hermosas y certeras palabras de Juan José Ayuso, El viento frío “es viento de derrota y desilusión, es viento de enterrar sueños, es aire frío que sopla de noche en la tumba sin luz donde reposan las derrotas de los hombres...”.
         El escenario se reduce a la ciudad, y la ciudad se reduce al ángulo sitiado por los invasores entre el mar y el río: la zona colonial y sus alrededores. No se la nombra porque es una ciudad simbólica, ciudad cementerio, ciudad de lutos recientes, ciudad falsa poblada por especies de fantasmas que viven una vida de mascarada. Junto a ellos se encuentra una minoría selecta. Ilusos que se niegan a vegetar, rebeldes que no dan por terminada la revolución y actúan con hechos o palabras. Contra todos –fantasmas, ilusos y rebeldes- el poder afila sus instrumentos. A fuerza de conformismo y a fuerza de represión, la sociedad restablecida sana, se limpia el rostro de la ciudad innombrada. El gobierno invierte en obras públicas de relumbrón, política de vitrina. Los aparatos de presión del estado dominico-americano  seleccionan sus víctimas. Uno por uno –cuando no en grupos- irán cayendo los dirigentes de la revolución. Dirigentes, activistas, comandantes: artesanos del sueño que se hundía. También cayeron otros –cientos de otros- que sólo tenían la culpa de ser inocentes, inocentes atrapados por la lógica del poder en situaciones de terror. Esto es, infundir miedo en los que están, incluso en los que no están.
         Ambiente y circunstancias determinan, como se ha visto, actitudes extremas, influyen sobre todo en el punto de vista del observador. He aquí un dato interesante: la puesta en escena de El viento frío  está condicionada por una estrecha faja de espacio libre dentro de la ciudad zombi. Desde esta perspectiva, hay que notar que la mayoría de los textos parecen haber sido escritos o pensados desde un balcón (igual que algunos de los poemas de Alfonseca), casi como buscando aire para escapar de la asfixia de posguerra. En efecto, el balcón es el sitio de observación privilegiado para fines de orientación. Desde el balcón se domina el espacio físico que ocupa la estructura poética, una estructura ausente, como diría Humberto Eco, calculada al milímetro, incluso visible, pero ausente físicamente: espejismo que engaña a los sentidos sin dejar de ser realidad para los ojos.
         En menor medida, cafetería y cinematógrafo cumplen funciones similares a las del balcón, pero con una sutil diferencia: la cafetería, como el cinematógrafo, representan el punto de vista del observador integrado, no del espectador apocalíptico que era René, el René que miraba desde el balcón el caos que se organizaba sobre la ruina de los ideales de abril. Presumiblemente se trata del balcón de la casa que habitaba el poeta en la Avenida España. Balcón mirador, balcón observatorio, balcón indiscreto, balcón telescopio de Galileo, balcón desde el cual puede verse, siempre verse,  a la muchacha que se peina, se cambia se perfuma, se maquilla, lo mismo que al hombre que pasa por debajo con su carga de ilusiones cotidianas. Balcón, en fin, para ver la vida en sus aspectos más engañosamente inmediatos, balcón ventana de la vida. En el fondo se trata de eso: el poeta vive la vida como mirando a través de una ventana, sin tomar parte en ella, a la distancia que le imponen su “yo” y sus “circunstancias”.
         El punto de vista del autor frente a su obra también concierne al tono y al estilo, no sólo a la ubicación. René eligió –como Alfonseca en La guerra y los cantos- un tono coloquial y un estilo realista y simbólico que no traiciona su porfiada vocación romántica. La obra es descriptiva, prosística por elección. Es narrativa. Todo el libro es un gran conversatorio donde el narrador está junto al poeta o sobre el poeta. De hecho, los poemas tienen ritmo pero no tienen música, no tienen melodía, no se prestan a grandes declamatorias. Como Picasso en Guernica, René del Risco renunció a los colores, a las notas altas, estridentes. El viento frío es obra asonante, a veces disonante, o más bien monocorde, sin más adorno que su sencillez ni más belleza que su verdad profunda.
         El primer poema, el que da título al libro, empieza naturalmente con altura, desde el balcón de marras, y con una nota que es casi de optimismo, escrita como al final de una larga convalecencia:
        
         Debo saludar la tarde desde lo alto
         poner mis palabras del lado de la vida
         y confundirme con los hombres
         por calles en donde empieza a caer la noche.

         Es la nota de alguien que –por lo menos en propósito- decide aceptar, asumir la vida y el mundo como son, no como quisiera que fuesen:

         porque todo ha cambiado de repente
         y se ha extinguido la pequeña llama
         que un instante nos azotó...

         La conciencia de ese cambio se traduce, momentáneamente, en resignación forzosa, forzada por las circunstancias de las que ya se dijo:

         Ahora estamos frente a otro tiempo
         del que no podemos salir hacia atrás...

         Se trata de una resignación rebelde, quizás de una rebeldía resignada. Todo parece entonces reducirse a un simple juego de palabras que, como todos los juegos del homo luden, encierra un sentido segundo. Rebeldía resignada o resignación rebelde implican de muchas maneras la existencia de un mecanismo de rechazo mediante el cual el poema, todos los poemas de El viento frío, se niegan a ellos mismos: niegan lo que ofrecen. Para usar términos de la publicidad comercial (en los cuales Del Risco fue un maestro), el soporte de promesa niega la promesa o se convierte en su contrario. Así, la diversión es hastío, la palabra “alegría” es víctima de una doble adjetivación que la hace gris o lúgubre, de manera que todo lo que es alegre es triste, “amargamente alegre”, dice el poeta. La compañía trae aparejada un sentimiento de soledad, el amor se torna en desamor, la vida es muerte, la ciudad es infierno, escenario de una derrota. Lo que empieza siendo hermoso es el inicio de la invasión del viento frío:

         Es hermoso ahora besar la espalda de la esposa,
         la muchacha vistiéndose en un edificio cercano,
         el viento frío que acerca su hocico suave
         a las paredes,
         que toca la nariz, que entra en nosotros
         y sigue lentamente por la calle,
         por toda la ciudad...

         Lo anterior se explica en función de un viejo y permanente drama existencial, que es el que se reproduce en El viento frío: el drama del hombre dominado por el sentimiento de vacío frente al sinsentido de una vida, el paradójico vacío existencial de un hombre lleno de poesía. El mismo sentimiento conduce al rechazo de la existencia como ficción, a la ficción de vivir por vivir, a la falta de autenticidad de las relaciones humanas instaraudas por los vencedores. El poeta narrador se queja de la indiferencia, se duele porque “ya no son tan importantes los demás”. Se dirige a Belicia, nombre ficticio de una entrañable  persona cuya identidad no viene a cuento:

         Belicia, mi amiga,
         tal vez debamos ya cambiar estas palabras.
         Atrás quedaron humaredas y zapatos vacíos,
         y  cabellos flotando tristemente...
         ya no son tan importantes los demás...

         El ingreso al orden reconstituido implica el trauma de un segundo nacimiento o de una segunda muerte a través del proceso de adaptación al clima de posguerra, posiblemente la renuncia a sus ideales. He aquí el conflicto. El mundo que se le ofrece es el mundo de la indiferencia, ajeno por completo al heroísmo, a la solidaridad, a la esperanza:

         Porque hemos regresado, Belicia.
         Ahora paseamos junto a los jardines
         y discutimos de otras cosas,
         y yo no admito tu dureza,
         y tu descubres mi egoísmo
         y en fin Belicia, amiga mía,
         ya los demás no son tan importantes
         y tú y yo debemos comprender
         que estamos en el mundo nuevamente...

         En ese ambiente, y para un artista de tan fina sensibilidad, la alegría individual carece de sentido o tiene un sentido egoísta. Quien aspira a la felicidad colectiva no se conforma con menos. Insumiso, rebelde, se diría que al poeta le resulta imposible ser feliz por sí solo, no puede ser alegre sin los otros. El origen de su mal, de su tristeza, es histórico: su ego enfermo es proyección del malestar social. Lo que es alegre individualmente, es triste de rebote, socialmente triste. Por carambola, alegría y tristeza van juntos cuando sopla el viento frío. Polos de una misma dialéctica:
        
         Porque entonces, estás tú.
         Y ya no puede haber ciudad
         donde los hombres andan
         con un presentimiento grave en la mirada,
         donde los diarios traigan
         esos descorazonadores titulares
         de las primera planas,
          y un niño sienta
         el mismo odio que nosotros
         mientras nos lustra los zapatos.
         Porque, entonces, estás tú;
         tan dulcemente junto a mí,
         que hasta puedo engañarme con tu risa
         y llegar a creer
         que este es un día alegre...

         La misma lógica, dentro de las mismas circunstancias, justifica el sentimiento de soledad que sufre el poeta en la vida y en el poema que la traduce. El poeta de El viento frío siempre está sólo, aun si se encuentra en compañía de los demás. La paradoja es aparente. En condiciones de viento frío el poeta es un extranjero en su tierra, un “inadaptado”, un soñador aferrado a un código ético-estético que no se corresponde con los valores del momento. Vale decir, un exiliado en su interior. Defiende ideas y principios por los que ha visto morir a muchos de sus compañeros, y a pesar de que la vida le sonríe en términos de realizaciones personales, el poeta no se siente realizado. Al parecer no se sentirá realizado ni en la época de sus mejores éxitos literarios y económicos. Siempre da la impresión de ser alguien que hace el esfuerzo por adaptarse al medio sin traicionar lo mejor de sí. Repugna de los clichés y deja constancia, aborrece los lugares comunes y las falsas nomenclaturas, y también deja constancia. No es alguien que disfruta de los favores que le dispensa el medio. Más bien se trata de una persona que se siente agobiada por las exigencias de “la simulación en la lucha por la vida”. La inocente taza de café se le antoja una trampa:

         Puedo pensar que esa taza de café
         delante de ti,
         junto a tus manos,
         es un oscuro pozo donde empiezas a hundirte
         desde las ocho menos cuarto,
         víctima de toda una vida nómada, desolada, tonta...

         La soledad del exilio interior, que se expresa en términos sociales, también concierne a sus relaciones íntimas con las “mujeres” y “muchachas” que pueblan el pequeño universo de El viento frío. La compañera de ocasión no falta, en efecto, casi nunca, a veces en número plural. De hecho es omnipresente. Aun así, en la mejor compañía posible, el poeta no reprime y no disimula un sentimiento de soledad, soledad en buena compañía, como ya se dijo. Parecería que la compañera de ocasión, muchacha o mujer, presencia inexorable en cuanto fantasma y símbolo, siempre está un paso atrás de su sensibilidad y su inteligencia: no lo representa al poeta, no lo llena. Hay un vacío  entre ambos, una distancia. Y el sentimiento de soledad reaflora, otra vez, en términos sociales:

Tu quizás no lo adviertas,
pero ahora hablas con palabras corrientes,
         te preocupan las cosas que a todas las mujeres
         molestan alguna vez,
         las cosas que nunca mencionaste en otro tiempo...
         Yo, junto a ti, pienso y sufro,
         siento este momento que se va,
         la mecedora de metal,
         cartas que debo escribir,
         todo lo sufro,
         lo comprendo...
         yo sé que el tiempo es todo esto irremediable,
         la infancia con su luz,
         toda la mentira,
         las equivocaciones,
         tú,
         tú, Belicia, también eres el tiempo...
         Ahora la niña retoza entre tus piernas
         y yo podré mirar las casas con jardines
         pero mañana no será esto otra vez,
         además, estarás tan disgustada...!
                Si yo te dijera en voz alta estas palabras que escribo
         entonces te sería fácil
         comprenderlo todo,
         el desencuentro,
         lo que dejamos de ser
         como quitarnos un anillo...
         Pero, en verdad, quizás no está del todo bien,
         tal vez yo quiera mostrarte
         un lado demasiado feo del mundo.

         La taza de café que recela una trampa representa el final de ese tránsito desde la enfermedad del amor hacia el hastío, el desamor y el hastío. Nueva vez queda en evidencia la imposibilidad de ser felices juntos, nuevamente es víctima de la ficción de vivir, el vacío, la distancia, la incomprensión:

         Porque para todos hay un tiempo, nada más.
         Después nos descabeza el hastío.
         Nos arruinamos en gestos
         y feroces intentos.
         Nos vamos quedando en una amarga soledad,
         en una inexorable soledad
         de café, de implacables ojeras de ceniza...

         A propósito de la taza y del café, hay que anotar otro dato significativo. Entre los elementos gráficos que el autor eligió para ilustrar sus textos, ninguno es más elocuente, importante y recurrente que la taza de café. De un total de nueve fotografías, incluyendo portada y contraportada, cuatro corresponden a la taza de café, dos a la calle, una a la cafetería, otra a la misteriosa Lucy Ann Astwood –junto a una ventana- y la última a la propia efigie del poeta. (El poeta pensante y fumante, el vaso lleno de un líquido precioso, en un ambiente sugestivamente brumoso).
         Las fotos comentan los textos, naturalmente, y a su vez son comentadas por los textos. La importancia de unas y otros, en cuanto a su valor representativo, se confirma plenamente al analizar los motivos explícitos de la  poética de El viento frío, que es la poética de la obra completa de René del Risco. Todo ello habla del orden y el método con que se planificó el libro, un libro obsesivo, página por página, concebido, no cabe duda, por un obseso. Nada hay aquí tan obsesivo, sin embargo, como la obsesión por la ciudad y la muerte, la muerte en la ciudad y la ciudad en la muerte. Ciudad y muerte son palabras que se alternan y se repiten de tal manera que  aun en su ausencia están presentes. Hasta en el epígrafe aparece la palabra muerte. La dedicatoria tiene ciudad y muerte aparejadas, apareadas, matrimoniadas, indisolublemente juntas:

te llamas Vicky, Luisa, Aura, Rosa
y no importa...
A ti,
porque en esta ciudad mueres conmigo,
me acompañas,
y no haces más que repetirte, en mis palabras!

         En un poema hermético como “Esta dulce mujer...” –tan hermético que casi parece un muro de contención, impenetrable- sólo es posible recuperar para el entendimiento una especie de aura simbólica, evocación de una atmósfera de muerte y desolación en la ciudad sugerida, apenas insinuada. La ciudad, la ciudad obsesiva de René del Risco, la ciudad que se desdobla en mil facetas, la ciudad que él pinta y dice, una ciudad que todavía lleva el estigma de la invasión, la ciudad que es el escenario natural de la derrota y la muerte, circo romano para el disfrute de fieras amaestradas que observan sin ser observadas. Nadie ha tenido un sentimiento tan arraigado y profundo de la ciudad como el “provinciano” René. En la ciudad que él dice y redice no matan sólo las balas. Matan las convenciones, el egoísmo, el conformismo, el consumismo moldeador de conciencias tranquilas:

         Si nos atrevemos a salir,
         nos matarán los otros.
         Nos obligarán a pisar un pedal,
         a tragar rápidamente letreros, paredes, alguna voz,
         a huir toda la noche
         como buscando a nadie.
         Nos matarán los otros...!

         Sobre este tema hay otras variaciones que remiten a una misma inquietud. El peligro de muerte dentro de la ciudad acecha permanentemente, pero no siempre se trata de un peligro de muerte física. A menudo se trata de un peligro existencial, peligro de muerte en vida. A la trampa de la taza de café se le agrega una nueva amenaza. La ciudad escenario de la muerte se convierte en ciudad victimaria:

         esta misma forma de morir
         que tiene una muchacha
         llamada Vicky, Luisa, Aura, Rosa,
         ante una taza de café,
         víctima de toda una ciudad,
         de toda una vida nómada, terrible, tonta...

         Aparentemente no hay escapatoria. Dentro de la ciudad, la muerte aprieta, teje su lazo, no hay alternativa, no hay salida:

         Esta ciudad
         en  la que te fatigas y recuerdas
         y huyes de ti con mucho miedo,
         con el temor de entristecerte demasiado.
         Esta ciudad
         no te olvidará ni un solo instante,
         como todos, estás para esta muerte...!

         La ciudad implacable, escenario de la muerte, ciudad a veces victimaria, también es ciudad que hace escarnio de sus habitantes, objetos de burla:

         Porque ya sólo nos quedan ojos
         para estrujarlos dolorosamente en las vidrieras,
         para ver la lluvia sordamente caer
         entre arrugados papeles y zapatos,
         para mirar este otoño
         con extrañas mujeres
         en cuyos rostros la ciudad
         se burla de nosotros.

         El momento poético más terrible tiene lugar allí donde el amor se conjuga con la ciudad y la muerte:

         Hasta que llegue este momento
         en que nos damos cuenta
         que toda la ciudad
         la devoramos juntos
         con palabras y whisky en esta sala...!
         Tú, que hablas tan cerca de estas cosas,
         me convences como nadie
         de que el amor entre nosotros,
         es un serio trabajo de la muerte...

         Todo ello es posible en la ciudad perdida, dantesca antesala del infierno, ciudad generadora de discordia, egoísmo, indiferencia. Es la ciudad que sustituyó a la ciudad generadora de esperanzas, ciudadela de las ilusiones combatientes. La ciudad irrecuperable:

         Aquella ciudad no la hallarás ahora
         por más que en este día
         dejes caer la frente contra el puño
         y trates de sentir...
         No, no era esta ciudad.
         Te lo repito...

         Por lo que puede apreciarse, hay pocas notas alegres en la obra de René del Risco y Bermúdez, incluyendo sus cuentos, sus magníficos sonetos y versos libres. Todo en esa obra conspira, por el contrario, a favor de la sombra. Todo en ella habla, parece hablar de un poeta densamente poblado por la muerte. René vivió agobiado quizás por un presentimiento o vocación de muerte prematura. En más de un sentido, su arte poética es anticipación y presagio de la muerte, de muchas formas posibles de la muerte, entre ellas la muerte física y la muerte por inmersión social, la muerte por asfixia que conduce al conformismo. En más de un texto, en serio y en broma, se describe suicida. La descripción es acertada porque casi todo en él va de la mano de la muerte, la muerte que percibe próxima, posible, la muerte convidada.
         Ansiedad de muerte y ansiedad de vida se corresponden con su personalidad ciertamente compleja. Es neurótico, por supuesto, hipersensible, depresivo, tal vez más autodestructivo que suicida, aunque nadie está más cerca del suicidio que un depresivo. Con frecuencia recurre a somníferos, recurre a la bebida y lo justifica porque “hay necesidad de ti, salobre vino hermano”. Por ser mal bebedor, hace mala bebida y hace crisis. El hecho en que perdió la vida permanece ambiguo: un accidente suicidio, uno de los pocos hechos ambiguos de su biografía. Pero su muerte era anticipable.
         Por otro lado, mucho ha contribuido la maledicencia a difundir la tesis del suicidio, alimentando el mito de un René asqueado de sí mismo en cuanto revolucionario enganchado a publicista. Posiblemente René sufrió sus contradicciones como han testimoniado sus más cercanos amigos, y sobre todo sus más cercanos enemigos. Dejó constancia de ello en más de un poema memorable, y más específicamente en “Entonces, ¿para qué”, el último del libro:

         Para qué entonces, si sabemos
         que esta hoja de parra del amor mentiroso
         se cae a cada instante y nos desnuda
         y nos muestra tal como somos
         hipócritas, cobardes, ingenuos a propósito,
         verdugos,
         lamedores a sueldo del látigo y el palo...

         A pesar de todo, René no traicionó sus ideales. Vendió “su fuerza de trabajo”, no su conciencia. Probó el buen vino y el éxito económico, más no perdió la moral. Alejado de la política militante, vio caer a sus compañeros y los incluyó en su registro poético, dejando constancia de su adhesión a la lucha. Inútil es buscar motivos que no existen. La muerte de René del Risco y Bermúdez –el más dotado narrador y poeta de su generación- estaba escrita en su obra.


LOS DIFUSOS COLORES 

DE LÁPICES AJENOS

        
Norberto Pedro James Rawlings, de nacionalidad dominicana, portador de la Cédula Personal de Identidad No. 39145, Serie 23, nació en el año de gracia de 1945 en el Ingenio Consuelo, San Pedro de Macorís, “convirtiendo por segunda vez” en madre a su madre.
         De cuna humilde –cual testimonia la condición de padres obreros, tíos y primos mecánicos, electricistas, torneros, artesanos­- el susodicho no recibió por bienes de familia más que un caudal de buenos modales y un temperamento sanguíneo, engañosamente apacible, y pertenece, por derecho de sangre, al más auténtico linaje cocolo, De ahí su orgullo de clase, que también es orgullo de origen, de raza, de actitud, de mérito.
         Al igual que todos los chicos del entorno azucarero, Norberto Pedro vio transcurrir su infancia en un compás de espera monótono y parejo, contrapunteado por el bullicio del tiempo de zafra y el “duro silencio de batey en tiempo muerto”. En esas circunstancias se moldeó su carácter, el carácter de un niño de la provincia aldeana, con más sombras que luces a pesar del sol abrazador.
         A edad temprana, el reverendo Douglas (cura párroco de la iglesia anglicana) lo inició en sus primeras vocaciones artísticas: el piano y la pintura, que fueron durante un período fuentes de entretenimiento y modo de vida. Después ocurrió lo inevitable en estos casos: el muchacho empezó a escribir literatura, se trasladó a la Capital y consiguió trabajo para costearse los estudios de bachillerato, desempeñando “oficios de tinieblas”: obrero, mecánico, telefonista, etc. Una beca cubana lo rescató del trance y el hombre se hizo Licenciado en Filología. Otra beca oportuna lo llevó a Estados Unidos, donde obtuvo el doctorado en Lengua y Literatura Hispánica. En la actualidad reside en Boston como todo un caballero bostoniano. Quizás por eso se aferra, más que nunca, a sus vínculos afectivos con el terruño. En el fondo, y a contrapelo de su barniz aristocrático, sigue siendo un hijo de la caña y el cantor de la provincia.
         Para fines de cómputos, hay que consignar que sus títulos universitarios son posteriores a la investidura de poeta, que obtuvo en 1969 con la publicación de Sobre la marcha. La obra fue toda una revelación, sin duda –revelación y herejía- y quedó constituida de inmediato como uno de los hitos literarios de la década. Por primera vez, la épica de los inmigrantes irrumpe triunfalmente en las letras dominicanas y ocupa desde entonces un lugar propio, en espera de nuevos cultores.
         El resto de su obra no hace más que confirmar sus obsesiones, y también sus limitaciones. De hecho, el poeta no ha superado su primer libro, aunque ha escrito otros textos dignos de consideración. En La provincia sublevada (1972), especie de segunda parte de Sobre la marcha, evoca la frustración de una infancia  sin “libros/ ni bicicletas”. Persigue la “poesía de  los días/.../ en difusos colores/ de lápices ajenos”. En Vivir (1982) describe el trauma de la readaptación al suelo patrio después de la fructífera experiencia cubana. En Hago constar (1983) se recoge, se antologa y se despide del país, sin aportar nada nuevo. Quizás nunca regrese, pero con lo que dejó es suficiente.
         De este período, Norberto James es el único poeta de relieve que no procede del círculo de la pequeña burguesía. Es un poeta proletario, el primero que descuella en el contexto de la literatura posterior al descabezamiento de Trujillo. Así lo presentó el lúcido Antonio Lockward de otra época, quien tuvo el privilegio de escribir el prólogo de Sobre la marcha con palabras que aún son dignas del recuerdo, dignas de antología:

         “!¿Norberto James?!...¿Cómo me dijo?..., ¿pero de quién es hijo ese tipo? ¡Yo nunca lo había oído mentar!...¿De Miramar?...!Ay, Dios mío, un cocolo!
         Norberto James. No Troncoso ni Peynado. Salido del Ingenio  Consuelo, hijo de Dolores Rawlings, a quien dice:
        
‘“Qué difícil se me hace
permanecer en calma
estar alegre
sabiéndote flagelada
por la severidad del exilio
-tu autoexilio.-’’’

Fruto del ingenio, en el amplio sentido del término, su poesía es necesariamente agridulce, amarga y doliente, y a la vez tierna. Representa  el momento más sereno de la poesía joven de esa época, el más apacible y doloroso a la callada. Norberto James nunca levanta la voz, no grita, no incurre en estridencias. Es un poeta metódico, con un estilo directo y seco.  Usa las palabras para construir versos simétricos en los que cada frase es un directo complemento de la anterior. En la construcción se traduce una voluntad de aprovechamiento exhaustivo de las ocasiones temáticas: de aquí que la órbita creativa corresponda siempre a un giro alrededor de un motivo fijo. Se diría que Norberto pertenece a la clase de poetas que se agotan o quieren agotarse en un tema. Las piezas de Sobre la marcha tienen algo de máquina de precisión, de flema inglesa, de guerrero en reposo. La capacidad de acción del poeta está por debajo de su posición de espectador. Norberto es, en efecto, más testigo que actor.
Otra nota distintiva de su poesía radica en la carencia de música y movimientos rumbosos. Salvo raras excepciones, en su obra sólo se escucha música soul. Casi todos sus textos se inician y se desarrollan  con una cadencia lenta, triste. Se trata, ciertamente, de una poesía que “no asiste a las grandes bacanales del idioma”, como dijera Enriquillo Sánchez en una memorable ocasión. Por ello su poesía es visual, casi nunca auditiva, como si fuera escrita para sordos. Leyendo un poema de Norberto se tiene la impresión de asistir a una fiesta muda. Sus paisajes preferenciales están instalados en una geografía de quietud y silencio donde podría advertirse el vuelo del menor insecto. Todo esto se corresponde, desde luego, con su propia biografía intelectual: “qué puede dar/ un triste muchacho sin paz/ que no sea su heredada calma/ su duro silencio de batey en tiempo muerto?”.
Una novela y una poesía se escriben y se leen de la misma manera en que se escribe y se lee una vida. Y la vida, como las novelas y la poesía, solo sirven para ser vividas. Para vivir la poesía de Norberto hay que meterse adentro, ponérsela como un saco, porque se trata de una poesía que no se da superficialmente. Es una poesía reticente, igual que el autor, una poesía que tiene el don del distanciamiento y de una cierta ingravidez: a veces flota, parece flotar sobre la base de conceptos finamente elaborados. Es poesía de contenido, exenta de frivolidades, una poesía que sólo toca las fibras más sensibles:

No es culpa nuestra
-Maggy-
que los niños ignoren
la casi inexplicable ternura de la flor.

La poética de Moreno Jimenes encarna un poco en Norberto James, a través de la influencia de su colega y mentor Juan Sánchez Lamouth, de quien ya se dijo fue una especie de poeta puente, el enlace entre el realismo social de los postumistas y el nuevo realismo de los años sesenta. Esta influencia se manifiesta en el carácter austero y calculador de la poesía de Norberto, en su notoria economía de recursos, en su búsqueda de la expresión exacta, e incluso en la prudencia que proviene de “el aprendido miedo a las palabras”. No hay audacias verbales en esta poesía de Norberto, y ni siquiera riesgos calculados. Norberto, en su poesía, hace votos de pobreza y humildad, al igual que Moreno Jimenes, igual que Incháustegui Cabral y Sánchez Lamouth. Semejante poética de austeridad implica el culto a la forma llana, desadorna, sin grandes modulaciones rítmicas, escasa de efectos y rica de afectos, pero sin el “temblor metafísico” que Manuel del Cabral advirtiera en la poesía de Moreno Jimenes. En lugar del temblor está la ternura, que es otra forma de sacudimiento. Por su ternura y delicadeza, algunas piezas de la obra de Norberto parecen haber sido escritas para piano:

Si me ves llegar
-sonriente-
con un libro bajo el brazo
       beso tu niña
te pido me cuentes de tus viajes
y sonrío mientras hablas alegremente
de la primera vez que te perdiste
en Riverside
        no me creas.
-Aquí-
junto a estos cuadros
y la sonora presencia de Für Elise
        te recuerdo.
Te siento ligada a cada objeto
y por momentos me veo obligado a aceptar que
        te he perdido
y que realmente
no eres la misma colegiala del amor breve
que no supe buscar a tiempo.

Otras veces, en la brevedad de textos como “Te sentí venir”, la ternura hace el milagro de los peces y el poema se multiplica en luces y sombras, desborda su propio espacio físico y se proyecta hacia vastos espacios interiores. La chispa que le da vida al poema se origina en un drama tan menudo como universal: el drama del pobre que no tiene nada que ofrecer salvo su propia riqueza espiritual. Esta es, quizás, la composición más honda de Norberto, y una de las más hermosas de cuántas se escribieron por esos años.

Te sentí venir
con tu lento acopio de luz
cargada de alegrías
        quise compartirlas
ignorando quizás tu brevedad en mi tiempo.

No puede darte más que amor
y la limpia timidez que de niño me acompaña.
Más ¿qué puede dar
      un triste muchacho sin paz
que no sea su heredada calma
su duro silencio de batey en tiempo muerto?

Parco y ligero, con el don de una cierta ingravidez y una cadencia suave –de las cuales ya se dijo- Norberto James sólo parece capaz de sentir la alegría de la palabra diáfana, transparente, oculta en la “llaneza del lenguaje”, una llaneza alada. En esa misma nota llana y alada rindió tributo de admiración y aprecio a su amigo y mentor Juancho Lamouth:

    Uno a uno
han silenciado los perros.
Una a una se te han apagado
las lámparas amargas lámparas
que rodearon tu borrascosa existencia.

¿Acaso no levantan vuelo las humildes palabras de este otro testimonio tan gravemente sentido?:

Ya no te alcanzan las sales del viento.
Ya no te alcanzan los continuos dolores
que aquí permanecen.

Todos los elementos de esa poética confluyen en una de sus creaciones más celebradas: “Los inmigrantes”. Este ha sido considerado el texto clave de la obra de Norberto James, y quizás lo sea, a pesar de ciertas aristas terribles. Lo cierto es que en “Los inmigrantes” el poeta se da y se juega por entero, desatando los fuegos agridulces de la provincia al evocar la memoria de su estirpe. Aquí está su verdadera biografía, la de su familia, su progenie, su raza. El poema, no por casualidad, se abre paso desandando el vía crucis de “minorías preteridas”, apenas dueñas de su orgullo y su identidad:

Aún no se ha escrito
la historia de su congoja.
Su viejo dolor unido al nuestro.

En la remembranza de sus orígenes, Norberto se emplea a fondo contra la enfermedad de la ignorancia y el olvido, recreando la historia de los inmigrantes cocolos:

   No tuvieron tiempo
-de niños-
para asir entre sus dedos
los múltiples colores de las mariposas.
Atar en la mirada los paisajes del archipiélago.
Conocer el canto húmedo de los ríos.

La historia de los cocolos pasa, desde luego, por la famosa danza de los millones, que fue el producto de las alzas del azúcar durante la primera guerra mundial. Está dejó profundas huellas de realizaciones materiales en el pueblo de San Pedro de Macorís, y quedó en la memoria colectiva como una época feliz. El poeta contempla en retrospectiva la danza de los millones y la describe, en principio, con tintes luminosos, que parecen augures de venturanza. Los tintes se van tornando oscuros, sin embargo, cerrándose paulatinamente a la vida y la esperanza:

   Hubo un tiempo
-no lo conocí-
en que la caña
los millones
y la provincia de nombre indígena
de salobre y húmedo apellido
tenían música propia
y desde los más remotos lugares
llegaban los Danzantes.

   Por la caña.
Por la mar.
Por el raíl ondulante y frío
muchos quedaron atrapados.
Tras la alegre fuga de otros
quedó el simple sonido del apellido adulterado
difícil de pronunciar.

La prosperidad no llegó a los cocolos, por supuesto, ni al barrio de Miramar, donde vivió el poeta. Fue una ilusión de masas. A eso alude James Rawlings. La realidad del surrealista barrio de Miramar la deja, en cambio, plasmada en una imagen realísima, felicísima:

El polvoriento barrio
cayéndose sin ruido.

Antonio Locward Artiles fue el primero en advertir la “resonancia” épica, o más bien épico lírica, de “Los inmigrantes”. La resonancia del poema se me antoja, no sé por qué, al efecto que produce un solo de batería, un redoblante tal vez, que acompaña la mención de los protagonistas de la historia. El mecanismo de reiteración puede lucir a ratos mecánico o monocorde, una especie de “Bolero” de Ravel, pero en eso consistió básicamente la “novedad” del registro poético que dio nombradía a Norberto James. Escuchemos:

Óyeme viejo Williy  cochero
fiel enamorado de la masonería.

Óyeme tú George Jones
ciclista infatigable.

John Thomas  predicador.

Winston Brodie  maestro.

Prudy Ferdinand  trompetista.

Cyril Chalanger  ferrocarrilero.

Aubrey James  químico.

Violeta Stephen  soprano

Chico Conton  pelotero.

En el poema, en fin, se hace justicia a una ola de inmigrantes que, partiendo desde abajo, se ha dado a conocer -con su dedicación, su humildad, su seriedad, su laboriosidad- por sus aportes a la cultura, a la ciencia y al deporte en todas las áreas. Por eso Norberto reivindica para ellos y para él un espacio propio, no al margen, sino dentro de la sociedad que han contribuido a enriquecer. El suave Norberto construye, a la par, en su poesía, una conciencia y una patria espiritual. No es la poesía de uno que se margina, es la poesía de un marginado que se integra de pleno derecho “en esta patria mía y vuestra”.
El texto remite de muchas maneras al proceso de mestizaje de la nación dominicana, al verdadero melting pot americano, ese crisol de razas que caracteriza al pueblo de Santo Domingo. Norberto Pedro James Rawlings no plantea, no propone, pues, una distancia, sino un acercamiento respecto a una cultura que lo negaba y lo niega desde la cúspide, aunque lo reconocía y lo reconoce desde la base. Porque sabe que aquí, entre nosotros, hay un espacio para todos, implícitamente reconoce y hace reconocer que nosotros somos ustedes y somos un poco todos, y al realizar su pequeña y gran proeza literaria abre, quizás, sin darse cuenta una ventana que permite respirar un aire nuevo, modifica una sensibilidad. Provoca y produce un cambio en la sensibilidad y en la percepción social de los meritorios inmigrantes cocolos. El resto es historia patria. Aún así, la última palabra no está dicha. Norberto Pedro James Rawlings escribe todavía desde Boston, y escribe bien, aferrado al terruño.




[1] Brigadas Líricas, No. 5, abril de 1972, p. 8. Citado por Baeza Flores, op. cit., p51.

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