jueves, 19 de abril de 2018

GÓMEZ ROSA Y LEDESMA: EL REINO EN EXTINCIÓN


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         Pedro Conde Sturla


         Alexis Gómez Rosa es nuestro más abundante y calificado poeta moderno, un excelente crítico/poeta, un espíritu festivo, imaginativo, desacralizador o iconoclasta. Es un rebelde a carta cabal, con demostrado talento, apabullante talento y una mente en permanente ebullición, un personaje inquieto, un tipo cuya inquietud y capacidad de iniciativa perturba, molesta a los envidiosos, a los ineptos, a los cortesanos, a los burrócratas que medran tímidamente a la sombra del poder.  
Alexis está siempre más allá de los dictados de la burrocracia, inventa cosas, produce ideas, entiende que el trabajo en el ámbito de una secretaría de cultura es como la poesía para los griegos, es creación.
Se fajó de campana a campana para llevar a cabo el proyecto “Cruzando el río”, una antología del grupo literario “La Antorcha”, que brilló en los años sesenta y setenta (aunque muy poco), y al final, casi al final se lo quitaron de la mano, se lo escamotearon, le quitaron el prólogo que había escrito, le negaron su condición de editor, lo ningunearon, lo dejaron a mitad del río. 
Cuando se atrevió a protestar en las páginas de “Areíto” recibió las diatribas de dos criados respondones: Mafeo Robinson y Berrinche Eusebio. Mafeo Robinsón lo mafeó, Berrinche Eusebio lo eusebició. Lantigua, el Secretario de Cultura, apoyó a sus polluelos. En breve recibiría Alexis Gómez una lacónica comunicación. La Secretaría de Estado de Cultura prescindía de sus servicios, de sus muy valiosos servicios. El cuarto vate de la poesía moderna dominicana quedaba cesante, fuera del juego, aunque ninguno como él tiene asegurada su entrada al Salón de la Fama.
Pero los cazadores de brujas no quedaron satisfechos, no le perdonaron su rebeldía y han continuado el hostigamiento. La última travesura de los muchachos de cultura fue eliminar el prólogo que Alexis Gómez había escrito para la primera edición del libro “Facturas y otros papeles” de Luís Manuel Ledesma. Es el colmo de la mezquindad, una mezquindad que afecta sobre todo al autor del libro que nunca debió aceptar el despropósito. Afecta, desde luego, indirectamente a Gómez Rosa y afecta en primer lugar a los responsables de la Secretaría de Cultura, una secretaria en la no hay cabida para el talento y la generosidad intelectual de Alexis Gómez Rosa.
Aquí en esta página cabe, sin embargo, aunque no de cuerpo entero, ni de ancho ni de largo porque ocupa mucho espacio el poeta. Cabe su prólogo, el magnífico prólogo de Alexis Gómez Rosa que los burrócratas de La Secretaría de Cultura se permitieron rechazar. Esta es una manera como cualquier otra de pasar a los deudores “Facturas y otros papeles”:

LUIS MANUEL LEDESMA: POETA DE UN REINO EN EXTINCIÓN


Cuando la vida nos regala un buen poema es motivo para la fiesta. Ahora, cuando el poema viene de una mano amiga el festejo es doble, porque además de la excelencia escritural que pone a circular, nos lo entrega en la envoltura del afecto imperecedero. Luís Manuel Ledesma (Esperanza, provincia de Valverde Mao, 1949), me acostumbró al sobresalto, al asombro, en aquellos años setenta de intransferible alegría y libertaria inocencia fundadora, para los que no faltaba el amor ni el licor que los dimensionaran en los parques de intramuros o del Ozama: río que tantas veces atravesamos a pie con el tembleque del puente Duarte, o en destartalados carros de concho de diez centavos.
Ledesma, el cachondo Ledesma, era y es un poeta en estado químicamente puro: un órgano de la naturaleza para la imagen aguerrida y deslumbrante, o la feliz metáfora sorprendente y sorprendida donde resplandecía un pobre amor.
Cortas resultaron las caminatas que emprendimos para entretejer versos que previamente habíamos subrayados en manoseadas antologías. En esos días la Biblia era el volumen de poesía norteamericana del cubano Eugenio Florit, editado por Unión Panamericana, de Washington, D.C., donde aprendimos a ver lo poético en el diario acontecer de la existencia (abandonado el cíngulo del amanecer y el mirar en lontananza), a descubrir la poesía en el luminoso ardor de las cosas. Con los norteamericanos eso aprendimos: tratar la poesía con ese dejo de familiaridad de quien conoce al cojo sentado y al ciego durmiendo. Sabiduría de pueblo que podíamos apreciar en cada bocado de “Spoon River Anthology”, de Edgar Lee Masters: poeta que inicia (además de la selección de Florit), una corriente nueva de voces enérgicas y desafiantes. El nos enseñó a venerar la fiesta que es el poema, porque “la inmortalidad no es un don; a la inmortalidad la conquistamos. Y sólo aquél que lucha con denuedo logrará poseerla”. Enseñanza inicial, a los veinte años, que el poeta Ledesma profundizó en el conocimiento de otros poetas como W.H. Auden, Elizabeth Bishop, Hart Crane, E.E. Cummings, T.S.Eliot, Robert Frost, Carl Sandburg, Langston Hughes, Randall Jarrell, Amy Lowell, Ezra Pound y Wallace Stevens, que perseguíamos en la Biblioteca Lincoln del Instituto Cultural Domínico-Americano. Un libro arrastraba al otro, el que acentuaba nuestra voracidad de muchachos que se impusieron abrir bien los ojos. Y con los ojos abiertos en la desmesura del saber, vi al poeta conjugar su vocación inicial en la teneduría de libros, con lecturas de los poetas fundamentales desde los románticos ingleses, alemanes y simbolistas franceses  –vía el modernismo hispanoamericano–, hasta la moderna poesía expresada en obras de los mexicanos José Emilio Pacheco y Homero Aridjis; el chileno Enrique Lihn y los peruanos Rodolfo Hinostroza y Antonio Cisneros. Valido entonces la otra cara de la moneda que traduce una realidad más cerca del Hoyo de Chulín o La Yaguita de Pastor. Diferencia de matices. La poesía de un universo y otro convergen con igual espíritu de búsquedas expresivas porque uno es la prolongación del otro. Realmente atravesábamos las aguas de un río que suma muchos afluentes: pasado y presente en un diálogo de confrontaciones y afinidades en el que se fue forjando un universo en consonancia con nuestras apetencias y motivaciones.  Dos antologías pasaron a ser libros de cabecera: “Antología de la poesía viva latinoamericana”, de Aldo Pellegrini y “Poesía en movimiento”, de Octavio Paz, entre otros. En ellos hicimos nuestra primera residencia latinoamericana con la que ganamos carta de ciudadanía poética. Ese derecho nos permitió tocar la puerta No. 62 de la calle Espaillat donde vivía el cachondo mayor: Franklin Mieses Burgos.
“Padre y maestro mágico”, a dúo le decíamos; a lo que el viejo respondía: “liróforo celeste”, con alegre complicidad. (Alexis Gómez Rosa, Ciudad Colonial, Santo Domingo, 2009).
                 
        (2) 

        La primera parte de esta entrega hirió susceptibilidades enfermizas y provocó reacciones histéricas entre admiradoras de Luís Manuel Ledesma que se dieron por ofendidas, no sé por qué, y se vieron en el deber de publicar artículos de desagravio, enviar insultos por correo electrónico, retorcer mis  argumentos y defender a rajatabla, justificar la intolerancia que provocó la salida, el despido de Alexis Gómez Rosa de la Secretaría de Cultura.
La publicación del prólogo de Alexis Gómez Rosa, que fue excluido por mezquindad de la primera edición del libro   “Facturas y otros papeles” (a cargo de la Secretaría de Cultura), tiene como propósito principal llenar un vacío, exaltar, dar a conocer la obra y los asuntos vitales de Ledesma a través del fino y penetrante bisturí crítico y poético de Alexis Gómez Rosa.
En Gómez Rosa –para envidia de todos sus detractores- se da una doble, una rara condición y una rara intuición. Cualquier aproximación crítica a un texto es siempre poética, necesariamente visionaria y poética. En él es inseparable el poeta del crítico. Su crítica es pura poesía. Se puede comprobar en la siguiente y última parte del prólogo amputado por la perfidia y el ejercicio perverso del poder:


LUIS MANUEL LEDESMA:
POETA DE UN REINO EN EXTINCIÓN

Conjuntamente con el autor de “Sin mundo ya y herido por el cielo”, se inició una amistad edificante con Don Manuel Rueda: otro talento, otra personalidad, y a el seguiríamos “haciendo escuela” en la experiencia pluralista. Si Mieses Burgos nos proporcionaba el placer de la tertulia, con Manuel Rueda desentrañábamos la madeja del texto. Entre uno y otro armamos muchas escuelitas en la cafetería de la Facultad de Humanidades en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Sus alumnos: fugaces, de ocasión, dejaban bajo la mata de mango sus temblores y relámpagos. Recuerdo, de aquellos que no faltaban, a los poetas Enriquillo Sánchez y a Fernando Vargas (esgrimiendo siempre el “Ulises” o el “Finnegan´s wake”, de James Joyce),  a Víctor Hugo Deláncer; pero, por sobre todas las cosas, las motivaciones poéticas: Marcia Facundo, Nora Pieters, Josefina Pimentel.
La UASD prestó los pupitres para una gran amistad que reunió a poetas, cuentistas, pintores (con Geo Ripley a la cabeza), cineastas, sicólogos y sociólogos. El pensamiento marxista-estructuralista nos acogió, obligándonos a discurrir por las aulas con la cita oportuna que legitimara nuestro discurso. Se hacía preciso citar  a Marcuse o a Carlos Castilla del Pino; a Levi-Strauss o a Gyorgy Lukács; a Simone de Beauvoir o a Umberto Eco. El poeta Ledesma se mantuvo al margen de esas terribles confrontaciones, quizás, avizorando, las cicatrices que luego llenarían la piel del hombre nuevo. Pocos nos atrevimos a poner el dedo en la llaga mucho antes de la caída del muro de Berlín, denunciando los crímenes y abusos de lesa humanidad que ahora casi todos condenan. Todavía estaba fresco en la memoria el monstruoso atropello en Praga y el “Caso Padilla”. No más. Muchos nos quitamos el bobo e hicimos la crítica de una historia de atrocidades que callamos “porque no se podía coincidir con el enemigo”. ¡Mierda! El poeta Ledesma lo supo y se alejó de una práctica izquierdosa que produjo una montaña de insensateces y despropósitos para el museo de cosas inservibles.
Porque dolía y duele la sangre de los buenos. Porque no supimos ser honestos para refundar la República.
          Caminamos.
Sobre nuestros pasos regresamos al origen de una sociedad que a rajatablas quisimos modificar, de manera mecanicista, al margen de una historia con características muy propias.
Podría parecer extraño: la literatura nos enseñó la vida porque la vida era la literatura. Mucho a poco (¡muchísimo!), fuimos avanzando, leyendo, tropezando, levantándonos, volviendo a leer, al ritmo de un país que surge  de un trauma que dejó, fruto de la guerra fría, en el cuerpo social graves heridas.
El poeta en silencio sufrió su drama personal no sin desgarraduras, en una época en que por deporte se anatematizaba a quienes abrazaron la carrera militar, o simplemente se integraron a sus filas. Aunque auxiliar mecanógrafo del área administrativa, el poeta Ledesma por influencia paterna, devino en policía y candidato a Contador Público Autorizado. En ambas carreras él mismo se dio de baja por culpa de la diosa poesía, que no lo apartó del todo del sueño materno de hacer profesional uno de los suyos. Enorme responsabilidad le ocupaba. Continuar los estudios de contabilidad que Don Ramón Francisco aquí había legitimado en la cuadratura del círculo y, en otras tierras, convirtieron a Eliot, Kavafis y Pessoa en poetas numerólogos. O probar suerte en el extranjero gracias a las becas del Partido Comunista Dominicano que después de un maratónico periplo te depositaba en Moscú. Con todo el dolor que la decisión implicaba, el primogénito del teniente Pedro Ledesma y de Doña Chela González, terminó asustado preparando su equipaje. Atrás iban a quedar la provincia y el famoso cura del merengue; las primas de Maizal y los arroyos risueños y juguetones de los que siempre habla Beby; el barrio humilde de la capital y los sobresaltos de la vieja que no ha pegado el ojo.
         
          Su atención, por favor.
Iberia, líneas aéreas de España, anuncia la salida de su vuelo 4637 con destino al aeropuerto de Barajas, Madrid.

El poeta Ledesma partió una tarde de junio. En la maleta dos o tres pantalones, camisas, ropa interior  y un nervioso cuaderno de poemas que ha esperado tres décadas para ver la luz pública. “Facturas y otros papeles” es un libro inédito  ganador. Obtuvo el primer lugar del concurso de poesía que organizó para la Editora la Razón, en el año 1974, el poeta Mateo Morrison. Doblemente ganador, me atrevo a decir, porque al galardón suma la excelencia de su escritura que sobrevive al tiempo, desplegando un surtidor de imágenes nuevas: imágenes en derroche.
Por el tema, necesariamente, tenemos que asociarlo con los “Poemas de la oficina” (1956), de Mario Benedetti que, a su vez, debemos asociar con el argentino Roberto Mariani, autor del volumen “Cuentos de la oficina” (1925), que le sirvió de inspiración. En común los dos libros tienen el clima y un tono celebratorio de humor de sobremesa. Común también la sencillez de lenguaje y esa visión totalizadora de quien tiene por misión “relojear”, asegurar puertas y ventanas, conectar la alarma, antes de echar llave a la cerradura y apagar las luces. Ahora bien, donde el poeta dominicano se distancia de su prestigioso antecesor, es en la resolución poética mucho más elaborada y eficaz; trabajada en la médula. Ledesma es el poeta de lo urbano que ha recorrido la gran urbe a través de los ojos de T. S. Eliot (vía Jaime Gil de Biedma), de los poetas de dos antologías emblemáticas: la “Antología de la nueva poesía española”, de José Batlló y “Nueve novísimos españoles” de Josep María Castellet.
Porque decir la ciudad es decir la cafetería, el cine, la tienda de ropa, el lugar de trabajo, el piano bar, el burdel, y todos esos poetas hicieron esquina con la modernidad en una de esas iglesias del mercado en su oferta y demanda. Ledesma no fue la excepción. De ahí que su “Factura y otros papeles” esté impregnada del aire viciado de tabaco del señor Schecker (“…palabras bonitas de diccionario mercantil / que nos llegan mullidas con algo de tabaco”.) y del perfume a suicidio de la señorita Violeta un lunes de marzo.
Poema tras poema, Ledesma ha ido creando una galería de personajes maniáticos y furtivos que exhiben  su malicia como Fernández, que “presiona las teclas de la Olimpia como si fueran ombligos de bañistas”, y Méndez, taciturno, detenido en “sus gastos por concepto de cine y subsistencia”, vislumbrando “la adquisición de una moto / en la que pueda ascender al paraíso”. Ojo de poeta que hizo suyo el reclamo de Nicanor Parra, de poner a correr la mirada para descubrir el alma de las cosas. Puntillista en la descripción, el poeta hace gala pormenorizada de su observación para catalogar las personalidades del conjunto, o las diferentes formas de una realidad corporal, como se puede apreciar en “Relación de senos en contabilidad al 30 de junio”.
Ledesma, dueño de un particular sentido de economía verbal y limpieza expositiva, a veces nos suspende en la lectura dejando la sensación de sorpresa para la próxima página, convertida  en sorpresa realmente porque el poema ha terminado. En otros momentos, en los poemas cortos, adquiere su voz un tono epigramático de filosa contundencia, que hacen de sus “Panfletos” artículos de fina ironía que se han aposentado en el aprecio del lector, a pesar de la distancia.
Luis Manuel Ledesma se fue a Nueva York en 1980, ilusionado con la democracia de Whitman y consciente de la advertencia de Martí. Allí hizo familia y trabajó dejando la piel en diarios y publicaciones de la gran urbe. Alejado del mundanal ruido, sin dejar de escribir, hoy regresa con el poemario inicial de aquel lejano 1974 para entregarlo impreso, “con la misma actitud de quien cancela un cheque” que tiene fondos para solventar su compromiso con la poesía y la sociedad. (Alexis Gómez Rosa, Ciudad Colonial, Santo Domingo, 2009).



















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