Poesía de la guerra y la posguerra
(edición no corregida)
PEDRO CONDE STURLA
Toda
crítica, aun la adversa, encierra un elemento de solidaridad, puesto que se
rehúsa a la complicidad del “ninguneo” y del chisme maloliente.”
Octavio Paz
Las
peras del Olmo
ÍNDICE
Introducción
Surgimiento de los equipos
de producción
El nuevo realismo
Los
poetas de choque
Del
nuevo realismo a la poesía sobre la pólvora
Epígonos
y sepultureros
La
asonada pluralista
La
vertiente experimentalista
La
máquina del consenso
Identidad
de una crisis
Poética
de los ochenta
INTRODUCCIÓN
La
poesía dominicana de la segunda mitad del siglo XX empezó a gestarse a partir
de la muerte de Trujillo, o por lo menos en el período inmediatamente
posterior, pero debe su impulso vital a la revolución de l965. De muchas
maneras, la emergente cosecha de autores fue un
producto directo, potencial y anímicamente resultante de la conflagración de abril. En la práctica,
la actividad literaria estuvo durante mucho tiempo influenciada, y casi
determinada, por el magno acontecimiento bélico, aun cuando su temática no
fuera necesariamente belicista. El fenómeno está enmarcado y circunstanciado,
en efecto, por el modelo de dominación imperial, oligárquico y balaguerista
impuesto a partir de la muerte de Trujillo. Es decir, desde la época de la gran
ilusión de cambios y transformaciones revolucionarias al epicentro de terror
neotrujillista encabezado por Balaguer. Desde la afirmación del balaguerismo en
el momento de auge del desarrollismo hasta la crisis del desarrollismo, el auge
del monetarismo y el reflujo de masas provocado por los desgobiernos del PRD.
Desde la crisis del monetarismo y el
retorno de Balaguer en olor de santidad, hasta la perspectiva de la abolición
de la patria por vía de la penetración, el abandono, la transculturación, la
enajenación del patrimonio material y moral del pueblo dominicano. En fin,
desde la segunda intervención armada norteamericana hasta el proceso de
recolonización auspiciado, paradójicamente -¡a fin de siglo¡- por el flamante
Partido de la Liberación Dominicana (PLD).
Dentro
de ese marco se han registrado hasta la década de los noventa varias tendencias
literarias, cuando no pretendidas
escuelas o movimientos, en algunos casos con aspiraciones de vanguardia. Hay
por lo menos tres corrientes poéticas cuyos respectivos cursos pueden ser deducidos
en su relativa especificidad. En primer lugar, el nuevo realismo de los
pioneros del 65 y su vertiente degradada: la poesía sobre la pólvora (a lo que
se suman epígonos y sepultureros). En segundo lugar, la oleada experimentalista
de los setenta, en la que se inscribe el pluralismo como catalizador, y
finalmente la poesía de los ochenta, poesía de la crisis, erótica y nihilista a
veces, la poesía de la hora veinticinco, la llamada poesía posmoderna, con
tendencia al abstraccionismo y al misticismo en algunos casos recientes.
Desde
luego, ninguna de estas poéticas existe en estado químicamente puro y tampoco
representan toda la diversidad de la época. Además, debe tenerse en cuenta el
aporte de los miembros de las viejas generaciones. La gente del 48, por
ejemplo, da lo mejor de sí en esta etapa, junto a varios independientes y
sorprendidos. De ellos se alimenta el río que no cesa, conjunto de poéticas
misceláneas que atraviesa las fronteras del tiempo, desde la noche larga del
trujillato hasta el posible finis patria.
El
estudio de estas poéticas o ideologías estéticas y su presentación en un cuadro
unitario, que permita seguir y observar nítidamente las líneas de desarrollo,
facilitará la entera reconstrucción de lo que Walter Binni llama “experiencia
poética total”: La experiencia poética de autores “grandes”, “medianos” y
“pequeños” en su auténtica relación con la historia, “relaciones y nexos entre
la subjetividad creadora y el entorno social”. No una simple historia de
contenidos y formas estilísticas, ni simple serie de personalidades y de obras
brillantes, sino dialéctica viviente entre imaginación y realidad, “historia de
relaciones y de nexos dentro de la cual se desenvuelven personalidades y obras
en las que la varia tensión de una época se transforma, cuando se
transforma, en valor artístico”[1].
La poesía -dice Binni- “no es una flor que adorna y conforta la prosaica casa
de los hombres, sino una voz profunda de sus problemas totales”. 2
Para
decirlo de otra manera, el destino de la literatura corre parejo con el sentido
de la historia. Y así, durante las últimas cuatro décadas de esta etapa
entrañable y sombría, hemos asistido a un proceso de apropiación literaria de
la realidad. En la poesía de este período quedó el registro de una época. Viva
quedó la memoria de un breve renacimiento espiritual, el boom de la esperanza. Viva quedó la memoria de un viento frío que
es expresión de derrota y de una victoria secreta. Viva quedó la memoria de la
incertidumbre, del ocaso de la rebeldía, del advenimiento de la crisis que
acompañó a la caída del socialismo y el supuesto fin de la historia. El vasto
proyecto de apropiación se manifiesta desde luego en diversas formas de
percepción e intuición poéticas, y se extiende, específicamente, desde ese viento frío de René del Risco y
Bermúdez –poeta, narrador y paradigma- hasta “este tiempo ‘cool’ de
incertidumbres y pérdidas de las utopías colectivas.”[2]
SURGIMIENTO DE LOS EQUIPOS
DE PRODUCCIÓN
La literatura
posterior a la muerte de Trujillo responde a necesidades emergentes dentro de
un clima de renovación y cambios en el que germinaron grandes esperanzas destinadas a convertirse en grandes
frustraciones. Hoy resulta claro que no podía ser de otra manera. El proceso de
transformación se operaba a nivel epidérmico, no en la estructura real de la
sociedad, de modo que sólo afectaba las relaciones de subordinación y mando. Es
decir, la transformación se llevaba a cabo en el sentido auspiciado por el
Príncipe de Salinas, flamante protagonista de El gatopardo: “cambiar un poco las cosas para que todo siga como
antes”. Lo que parecía una revolución era un cambio de mandos dirigido por las
altas instancias del imperio. De cualquier manera, un cambio de mandos no
dejaba de ser una revolución política después de treinta y un años de tiranía.
En
materia de apertura y libertad se respiraba un aire nuevo que venía al
encuentro de nuevas exigencias, un aire cargado de curiosidades de feria que
hacían abrir los ojos al más indiferente. Así penetran a chorro los libros
prohibidos, circulan libremente las ideas prohibidas. Los poetas prohibidos y
los escritores prohibidos regresan del exilio. Al cabo de una larga noche,
asoman las primeras luces del alba.
Los
poetas, narradores y artistas plásticos que salieron a la luz pública en aquel
escenario posterior al descabezamiento de Trujillo, asumieron un compromiso a
voces con la sociedad: comprometieron el arte y la vida, se declararon
solidarios con la humanidad doliente. Eran, por definición, voceros de un orden
más justo. La mayoría escribía en condiciones apremiantes, enfebrecida por
la urgencia de transformar el mundo,
algo que entonces parecía mágicamente próximo y posible: un sueño, una utopía
al alcance de la mano. En semejante estado de ánimo, había poco espacio para el
individualismo, a pesar de que connotados héroes políticos del momento eran
notoriamente individualistas. Aun así, el heroísmo, el sacrificio individual,
respondía al llamado social. Escritores y artistas actuaban o decían actuar en
función colectiva, Cuando no estaban organizados se organizaban en un partido
político o en una organización cultural. Si esta no existía, la fundaban. Arte
y Liberación, que fue la primera en su género, representó un caso típico. Más
que asociación, se constituyó en grupo de acción, grupo de choque y agitación
cultural. Agrupaba a “poetas, narradores, ensayistas, pintores, autores y
acciones teatrales, artistas plásticos y músicos”[3].
Entre los integrantes se destacaba la figura ecuestre de Silvano Lora,
principal orientador y animador. Las actividades públicas incluían
“exposiciones pictóricas, recitales, conferencias, espectáculos musicales y en
general se consiguió audiencia entre la clase obrera y la pequeña burguesía”[4].
Al
mismo tiempo, la poesía de Pedro Mir se convierte en un fenómeno de masas. La
edición estudiantil del grupo Fragua de Hay
un país en el mundo y seis momentos de esperanza (1962), penetra y se
difunde como torrente: en pocas semanas
se agotan cinco mil ejemplares. El hecho da lugar a un fenómeno extraño,
inédito en un país donde escasos autores sobrepasan ventas superiores al primer
nivel de los cuatro dígitos. Algo aun más insólito: Pedro Mir se convierte en
ídolo de multitudes. Los recitales del poeta en centros obreros concitan a
millares de personas que hacen suya su poesía y la erigen en bandera porque se
reconocen en ella.
Pedro
Mir fue un caso aislado, es cierto,
aunque también los autores noveles cosecharon éxitos importantes a lo largo de
la década de los sesenta. Algunos lograron alcanzar un reconocimiento poco
menos que fulminante, a veces inmerecido, pero siempre explicable. Había, sin
duda, un público receptivo y una actitud receptiva. Ciertas obras hicieron
impacto sobre la sociedad desde el momento de su aparición y fueron acogidas
con entusiasmo, un entusiasmo sincero, visceral. Sólo en períodos como estos,
de tantas agitaciones sociales, participa la poesía con tal intensidad en la
historia. Fue ciertamente un momento feliz para la literatura y el arte, un
momento irrepetible, el inicio de una nueva experiencia.
Los
primeros poetas que precipitaron sus inquietudes en folletos y cuadernos
insertos en la nueva temática social, fueron Grey Coiscou y José Goudy Pratt.
Los autores de Raíces (196?) y Vértice (l962) se adelantaron, en este
sentido, a sus compañeros de generación, pero no perseveraron muy más allá en
el oficio, no trascendieron el hito histórico. En general, “la avanzada de los
poetas de 1965”[5], como
define Baeza Flores a los pioneros, en términos castrenses, muy apropiados, se
inició y se congregó desde temprano en la revista Brigadas Dominicanas, dirigida por Aída Cartagena Portalatín, y más
tarde en las páginas del suplemento literario de El Nacional de ¡Ahora!, dirigido por Freddy Gatón Arce. En la
revista de Aída, aparte de los mencionados, se dieron a conocer o se conocieron
mayormente Antonio Lockward Artiles,
Juan José Ayuso, René del Risco Bermúdez y un tal Miguel Ángel Alfonseca
Sorrentino, el futuro Miguel Alfonseca.
En
virtud de la euforia y disponibilidad epocales, no sorprende que una parte
representativa de los nuevos escritores, poetas y artistas plásticos tomara
parte en la contienda del 65, junto a varios de sus predecesores. Jacques Viau
Renaud, poeta dominico-haitiano, patrimonio de la dignidad insular y
combatiente de primera línea, dejó en ella la vida tras ser alcanzado por fuego
de mortero.
En
el fragor de la contienda, Alfonseca publica su histórico poemario Arribo de la luz (l965), que data de
1963, seguido de La guerra y los cantos
(1965), en el que sobresale, vibrante, “Coral sombrío para invasores”. Su
brevísima obra -como se dirá más adelante- es el legado de un testigo y actor
privilegiado, un protagonista de su propia crónica. No un espectador desencantado
sino alguien que asume el sentido de la poesía y de la historia en términos de
conmemoración, así sea conmemoración de una derrota, y se abre a la confianza
en un futuro. Es una poesía militante a fuerza de rabiosa y libertaria, una
poesía escrita en la inmediatez del combate, que a pesar de sus limitaciones
brilla por su fuerza potencial, y dio origen a la apertura de una corriente
literaria. Con Miguel Alfonseca se inicia prácticamente la poesía dominicana de
la segunda mitad del siglo XX. Miguel Alfonseca fue el poeta detonante o, si
quiere, catalizador, de esa nueva poesía.
A Miguel
Alfonseca se suma, en olor de identidad, Juan José Ayuso, un poeta muy desigual
y de difícil ubicación y clasificación. Ayuso, ya conocido por poemas como
primer y segundo “Canto rudimentario”
(1959), “Nuevos cantos” (1962-64) y otras entregas poéticas en
periódicos y revistas (y sobre todo por un cuento de antología titulado
“Deliríum tremens”), publica como
Alfonseca unos belicosos, o igualmente belicosos “Cantos de guerra” (1965) y un “Tercer canto rudimentario” (1966),
que hacen causa común con los acontecimientos. En el primer canto, así como en
el segundo, Ayuso ensayaba una especie de fórmula híbrida
socio-existencialista. Aún en los “Nuevos cantos”, el poeta no le hallaba una
explicación satisfactoria a su contorno, pero a la altura de “Cantos de
guerra”, Ayuso pareció encontrar no solamente un sentido de la vida, sino
también un sentido de la poesía. En el tercer canto ya no quedan huellas de sus
primitivas angustias existenciales, y en cambio se han reforzado y purificado
notablemente los argumentos de orden político y social. Baeza Flores lo celebra
por el uso del collage, que fue toda una novedad en su época, y por la producción
de “textos bastante definidores de una nueva posición ante la vida y la poesía
y una nueva manera de expresar lo que viene a ser una ruptura generacional”.[6]
Al
calor de la refriega nació también el Frente Cultural, “comando del espíritu en
el cual estaban hermanadas al fusil las ideas que movieron el fusil”[7].
En el Frente Cultural, donde brilló de nuevo la iniciativa de Silvano Lora, se
aglutinó buen número de pintores, fotógrafos e intelectuales de diferentes
promociones en calidad de “trabajadores de la cultura”. El Frente tuvo a su
cargo la propaganda gráfica de la zona constitucionalista, incluyendo caricaturas,
fotomurales, consignas y anuncios. También organizó exposiciones pictóricas,
ciclos de cine forum, lecturas de poesía. En el mes de julio, el más crítico de
la guerra, puso a circular el folleto Pueblo,
sangre y canto, “fruto fecundo de la plena identificación de los escritores
dominicanos con la heroica lucha del pueblo por su libertad e independencia”[8].
El folleto recoge textos plurigeneracionales de René del Risco, Abelardo
Vicioso, Juan José Ayuso, Rafael Astacio Hernández, Pedro Mir, Miguel
Alfonseca, Máximo Avilés Blonda, Pedro Caro y Ramón Francisco.
Esta
rica experiencia de participación en equipos plurigeneracionales e interdisciplinarios,
dio frutos más allá de los límites físicos y temporales del levantamiento. En
el triste diciembre de ese mismo año, concluida la contienda y con tropas de
ocupación en cada esquina, el Frente Cultural editó un segundo folleto, Permanencia del llanto, con poemas del
desaparecido Viau Renaud. Un emotivo prólogo de Antonio Lockwad Artiles, acompaña
la obra, destacando valores de quien en vida fuera su amigo y una presencia
única.
Pero
el registro más minucioso de la crónica convulsa de esa época se escribe en el
extranjero y es obra de Manuel del Cabral. La isla ofendida (1965),
poemario de la ira impotente y el dolor, pregona a los cuatro vientos las
infamias cometidos por los interventores y el coraje de los
Constitucionalistas.
También
la voz solidaria de Neruda se deja sentir desde el extranjero con un
“Versainograma a Santo Domingo” que se cuenta entre las cosas más feas que
escribiera. E incluso, un poema del español Francisco Villaespesa en protesta
por la primera intervención armada norteamericana de 1916, “Canto a Santo
Domingo”, vuelve a vivir un cuarto de hora de gloria, actualizándose en las páginas
de la revista ¡Ahora! en los días previos a la voladura de sus
instalaciones
Justo es reconocer que para esa misma época otros poetas
latinoamericanos como Octavio Paz (e incluso algunos norteamericanos), dieron
muestras de solidaridad ocupando las gradas de la antibarbarie. A manera de
contrapartida, el dominicano Héctor Incháusteghi Cabral publica en 1967 su Diario
de la guerra (poemas) en el que expresa su tácita condena a quienes
considera hacedores de guerras y muertes, sean estos invadidos o invasores.
Después de la
guerra vino El viento frío (1967) de
la frustración en la palabra de René del Risco, acaso el más dotado de los
escritores de su generación. En términos sociológicos, El viento frío
expresa el punto de vista del combatiente intelectual pequeño burgués que se
reintegra al orden, un orden restablecido mediante el habitual expediente de
brutalidad por tropas yanquis, necesariamente yanquis.
En la poseía de René del Risco –como se
volverá a decir- la historia se asume y se transmite como trauma y depresión.
Así, El viento frío es, de alguna manera, el símbolo de la frustración
de la pequeña burguesía comprometida con los cambios sociales. El viento frío (como dijera Vicens Vives
a propósito del Quijote) expresa el desgarramiento del personaje atrapado entre
la retórica del pasado y la realidad del presente. Ninguno de los autores
que vivieron las jornadas de abril ha dejado de sentir el soplo del viento
frío. Esto es, la resaca de la guerra, la aceptación obligada de las
limitaciones del ambiente, el reingreso en un presente sacudido pero intacto,
medianamente soportable por la confianza en un futuro. Un futuro incierto, sin
embargo, castigado, postergado por el monstruo de la represión que se tragó
cuatro mil vidas en doce años de continuismo balaguerista.
En las hermosas y
certeras palabras de Juan José Ayuso, El viento frío “es viento de
derrota y desilusión, es viento de enterrar sueños, es aire frío que sopla de
noche en la tumba sin luz donde reposan las derrotas de los hombres...”.
Es importante destacar que a partir de
l967, a partir de El viento frío, los registros comienzan a multiplicarse y se produce una
polarización de las poéticas. Las vías, en cuestión, se bifurcan o multifurcan
hasta conformar el margen de participación plural de la etapa siguiente. La
madurez, el estudio, la investigación producen nuevas opciones de realización
del signo poético que se niegan a ser encasilladas en títulos genéricos.
Primera y significativa manifestación del fenómeno fue la publicación de Sobre la marcha (l969), de Norberto
James Rawlings, a la cual seguiría La
provincia sublevada (1972). Con este primer texto se abre de pronto una
ventana que amplía el horizonte de los artistas del verso y por primera vez
entran, en plan épico, los inmigrantes cocolos a la poesía. El poema “Los
inmigrantes”, que es la pieza fuerte del libro, constituye, junto a las obras
anteriormente mencionadas de Alfonseca y Del risco, uno de los hitos históricos
indiscutibles de la década. Es a partir de aquí que empieza a resquebrajarse el
bloque monolítico: la unanimidad del coro de las primeras voces, y a
manifestarse más o menos claramente las nuevas tendencias. (Dígase, por
ejemplo, “La patria montonera”, de
Ramón Francisco, poema en que acontece una tentativa de fusión por vía
experimental de lo criollo con lo clásico). Los poetas de la avanzada cantaban
como quien dice a una sola voz. Ahora hay contrapunto, simultaneidad de voces
cantando. Es cierto, sin embargo, que por lo menos un grupo representativo de
poetas permanece anclado por convicción a la poesía de denuncia y de protesta,
la temática social a rajatabla, pero con un lenguaje más depurado que reduce o
dosifica, sin eliminarlo nunca del todo, el léxico bélico y denota mayor
conciencia del oficio. En este contexto, Andrés L. Mateo da a conocer los
poemas de Portal de un mundo, con los
que ganara un merecido reconocimiento. Portal
de un mundo es una obra de aliento, optimista y vigorosa, que opera en
sentido contrario a El viento frío y
se hermana con algunos textos de Alfonseca y sobre todo de Ayuso en la
presentida y “secreta alegría del triunfo”[9]
En esa dirección
se mueve Pedro Caro con el Nuevo canto
(1968), Asombro de la muerte (l969) y
Del diario acontecer (1972). Héctor
Díaz Polanco ensaya, con éxito, el género panfletario en Los enemigos íntimos (1969), donde destaca su “Canto al hombre
común”, mitad admonición, mitad condena.
En cuanto a las
mujeres poetas (o poetisas, como quiere el diccionario) hay que incluir
necesariamente a Jeannette Miller y Soledad Álvarez, dos mujeres al borde y
reservar quizás un espacio futurista (una interrogante) para otras voces del
género, no con carácter definitivo, sino a manera de hipótesis de trabajo, ya
que se trata de un área poco estudiada e incluso menospreciada.
A juicio de Baeza
Flores, “Tanto Jeannette Miller como Soledad Álvarez, entre los poetas de 1965,
vienen a significar una fe de vida y una reafirmación de la poesía femenina
dominicana tanto en su calidad, como en su exploración, en la intensidad de la
onda emotiva y expresiva como en la inquietud existencial.
Soledad Álvarez
desarrolla una labor de activista políticasocial y cultural, destacada, junto a
sus compañeros de generación, mientras Jeannette Miller se inclina hacia la
crítica de las artes plásticas y es, además, una lírica viajera, inquieta,
existencial, imaginativa.”[10]
Jeannette Miller,
con sus Fórmulas para combatir el miedo
(l972), vuelve al tema de la ciudad y la frustración, objetivando la realidad
urbana y existencial en cámara lenta. Jeannette Miller –al decir de Manuel
Rueda- es una poetisa “que ahonda con crudeza y desesperación para ofrecer en
cada poema un testimonio, lo más descarnado posible, de sus propias experiencias”.[11]
Pero Jeannette Miller da rienda suelta a su angustia con dosis de fino humor.
Es una descreída, nihilista o agnóstica o quizás todo a la vez. Confiesa no
creer en las flores ni en sí misma, ni “en Hamlet Prometeo Segismundo y
Huidobro/ tampoco en Jean Paul Sartre”. Y para colmo, la antropología la
entristece. Sin ella faltaría un capítulo de esta historia.
Soledad Álvarez,
una voz singular digna de aprecio, es la
poetisa reticente, que se da a cuentagotas, “azul y pequeña contra el
viento”. En sus textos, el testimonio y el eros van de la mano de “una
simbología leve, sutil y desgarrada”.[12]
Escribe poemas inocentes que recogen “una cotidianidad casi notarial”[13]
(“Si nacieras llamándote Luis Pérez”) o describe su drama personal en unos
versos terribles en los que expresa los sentimientos más intensos con trazos
tan ligeros que parecen espuma (“Poemas”). Es la poetisa del amor pasión, una
incendiaria. Ella también es parte imprescindible de esta historia.
A
fines de la contienda, incluso antes en algunos casos, los activistas del arte
y la literatura comenzaron a reagruparse en organizaciones que respondían al
mismo espíritu, al mismo contenido histórico que animaron la formación del
Frente Cultural. Primero en el tiempo, El Puño fue el primero en importancia
tanto por la calidad de sus integrantes como por la calidad de su producción.
Al grupo adhirieron Miguel Alfonseca, René del Risco Bermúdez, Marcio Veloz
Maggiolo, Iván García, Ramón Francisco, Enriquillo Sánchez, Alberto Perdomo
Cisneros, Armando Almánzar Rodríguez, Antonio Lockward Artiles y los pintores
José Ramírez Conde y Norberto Santana.
Antonio
Lockward posteriormente renuncia al grupo y funda La Isla, integrado por
Wilfredo Lozano, Fernando Sánchez Martínez, Jorge Lara, Andrés L. Mateo,
Norberto James, Pedro Caro y Héctor Amarante.
En
La Máscara se agrupan Aquiles Azar, Ángel
Haché, Hector Díaz Polanco, Piedad Montes de Oca, Lourdes Billini de
Azar y otros. En La Antorcha participan
Alexis Gómez Rosa, Enrique Eusebio, el mítico Mateo Morrison, Soledad Álvarez y
Rafael Abréu Mejía. Nuevos grupos, que sería prolijo enumerar, se forman por
igual en las provincias: algunos bajo la dirección e inspiración de Manuel Mora
Serrano.
Junto
a ellos publicaron otros jóvenes y no tan jóvenes como Pablo Nadal, Orlando
Gil, Héctor Dotel, Juan Carlos Mieses, y los poetas de la generación del 48 de
la última etapa de la revista Testimonio: Luis Alfredo Torres, Lupo
Hernández Rueda, Rafael Valera Benítez, Rafael Lara Cintrón, Víctor Villegas. Y
entre otros, el exhuberante, anárquico y prolífero Juan Sánchez Lamouth, de
quien se dirá más adelante.
La
actividad de estas agrupaciones atrajo un festival de concursos artísticos y
literarios, que fue, quizás, lo más significativo del período. En ellos, a
través de ellos se expresó lo mejor de la producción en cada género, una producción
artística y literaria de resistencia al retroceso político. Es decir, a
contrapelo del poder que en muchos casos patrocinaba o auspiciaba de alguna
manera los concursos.
EL NUEVO
REALISMO
En términos de
práctica social puede comprobarse, como se dijo al principio, que la literatura
criolla de la segunda mitad del siglo XX empezó a gestarse a raíz del
tiranicidio de mayo, aunque debe su
impulso vital a la revolución de 1965. Las tropas yanquis que aplastaron la
insurrección constitucionalista, impusieron graciosamente en el poder a una de
las figuras más potables del remanente de la tiranía: el Dr. Joaquín Balaguer,
heredero de Trujillo y principal beneficiario de la fracasada contienda. Estos
hechos gravitaron (y gravitan) trágicamente sobre la conciencia y la realidad
de los dominicanos, hasta el punto de convertirse en factores determinantes de
nuestra historia reciente. Los principales registros poéticos de la época
recogen por lo menos el eco del conflicto, la intervención yanqui, la represión
balaguerista durante la dictadura de los doce años (1966-1978), así como la resaca
de la dictadura y las frustraciones subsiguientes. Abril y sus consecuencias
fueron los temas dominantes.
De aquí la
emergencia de esa escritura rabiosa, estridente y muchas veces panfletaria de
los años sesenta y setenta, la misma que tanto malestar produce en las claves
de lecturas y lectores. ¿Cómo podía ser de otra manera?
Andrés
L. Mateo, uno de los protagonistas del momento, explica que “Los hombres que
comenzaron a hacer literatura en el país inmediatamente después de la muerte de
Trujillo enfrentaron en un período relativamente corto y brusco la
desmesurabilidad de una época que sacaba a la luz contradicciones que habían
ido madurando a lo largo de cientos de años. De un golpe, como tomados por el
cuello, se nos lanzó al escenario de la lucha política. La época de las
revoluciones se abrió de pronto y nos sorprendió con piedras y palos en las
manos, con un arsenal teórico siempre de ocasión, con la rapidez del que echa
mano de la cita precisa para entusiasmar al auditorio. Y allí donde el
simplismo épico sustituía la complejidad dialéctica, la realidad, por encima de
las consideraciones emotivas, imponía sus determinaciones”[14].
El
imperativo histórico dictaba, en efecto, sus condiciones sobre estos jóvenes
autores desvinculados -aislados literalmente en la isla, por obvias razones de
censura- de las corrientes de pensamiento universal. La natural reacción
antitrujillista implicaba el rechazo de la cuasi oficial Poesía Sorprendida del
régimen, al tiempo que la vinculación con el postumismo y la poesía social de
los llamados Independientes del 40, corría pareja con la búsqueda e inhalación
del oxígeno que representaba (y representa)
la poesía de Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Blas de Otero, García Lorca,
Nazin Hikmé, Vallejo, León Felipe, incluso Huidobro y muchos otros que, como
los anteriores, ya habían matrimoniado en la verdad poética la sensibilidad y
la pasión revolucionarias.
En
cuanto a las mencionadas influencias locales de los Independientes del 40,
Pedro Mir representó por algún tiempo la fuente nutricia y el modelo por
excelencia (una influencia, por cierto, poco menos que paralizante, debido a su
incapacidad de evolución).En medida menor influyó Héctor Incháusteghi Cabral,
el de Poemas de una sola angustia de
1942, otro independiente. Se apreció, por igual, la presencia anárquica,
prolífera, exuberante de Juan Sánchez Lamouth, especie de poeta puente entre
los postumistas y las agrupaciones de posguerra, con gran ascendiente entre los
miembros de La Antorcha, por lo menos.
Pocos,
en principio, repararon en la obra de Franklin Mieses Burgos o simplemente no
la asimilaron, quizás porque no se prestaba a las intenciones y a las
necesidades del momento. Su técnica poética, una de las más depuradas de la
literatura dominicana del siglo XX, tampoco era del dominio de
principiantes.
Está
claro que el elenco de autores no es casual ni gratuito: más bien traduce una modalidad
social, una exigencia y un sentir históricos, la exigencia de un realismo
comprometido, realismo social y político, exigencia de una visión no
mediatizada de la realidad, no intervenida, auténtica en su descarnada
inmediatez. Después del reino del silencio se impone el imperio del grito.
José
Alcántara Almánzar tiene razón cuando afirma que la literatura del período
bélico y posbélico “se caracterizó por la agresividad, el compromiso con la
circunstancia política, la espontaneidad, el carácter de crónica y la capacidad
para testimoniar unos hechos sangrientos”, así como por “el panfleto político
desembozado, la descripción de experiencias personales, y la frustración
provocada por la ocupación militar yanki y sus consecuencias.”[15]
Son
esos, sin duda, los rasgos típicos del movimiento, rasgos naturales de una
poesía que aspira a seguir el ritmo de los tiempos. De ahí que en el registro
de la época se incluyan preferentemente el pasado inmediato y el presente, es
decir, la historia en movimiento. Alcántara Almánzar se refiere, con propiedad,
a un texto de Miguel Alfonseca en términos de “reseña poética”.[16]
El hecho es que el poeta se convierte ahora en reportero de la historia (que es
como convertirse en reportero de la vida), una historia de la que en ese
momento se siente protagonista y responsable. Exalta y reivindica las grandes
hazañas revolucionarias en emotivos cantos de guerra, pero también el heroísmo
anónimo de los inmigrantes cocolos. Rescata la memoria del compañero caído, al
tiempo que denuncia la injerencia extranjera, deplora la alienación del hombre
común o la desolación del intelectual sometido al viento frío de la derrota. La cotidianidad,
el diario acontecer, cobran un sentido inusitado.
En
sentido estricto, la novedad del movimiento es relativa. Nuevo en el espíritu,
no lo es en la letra. Es nuevo en la actitud, en la exigencia de cambios, en lo
que trae de apertura, en su emoción libertaria, incluso en su intransigencia,
en su rechazo del pasado y en su visión de futuro. Pero en la forma no aporta
variaciones o novedades trascendentales. Imposible decir que el nuevo realismo
produce un salto cualitativo hacia un estilo superior o completamente
diferenciado de poesía. De cualquier manera, el vino nuevo en odres viejos
tiene un sabor especial, como también fue especial la intensidad y el
inmediatismo que, sin desmedro de lo conceptual, se manifestó en ciertos textos
de esa época. “Si el salto no fue cualitativo en términos formales, es decir,
si no hubo una completa ruptura con la tradición literaria dominicana (hay que
admitir que muchos no la conocían), por lo menos podría decirse que apareció
una manera distinta de ver y tratar las cosas, una nueva
sensibilidad, e incluso un decir
diferente que habría de consolidarse posteriormente”.[17]
El
nuevo realismo representa, eso sí, una específica experiencia literaria. Si no
es original, es inconfundible, si no es químicamente puro, tiene personalidad
propia, es hijo legítimo de su tiempo, hijo de abril, producto y subproducto de
un tiempo de agitaciones y de cambios. El hecho es que, la guerra de abril,
conjuntamente con la revolución cubana,
aquellas jornadas de la sociedad Arte y Liberación y la propia efervescencia
cultural de la época posibilitaron el
conocimiento y posterior discusión de las coordenadas históricas e ideológicas
que gravitan sobre la producción artística y literaria, proporcionando así, a
la poesía, una función utilitaria que marcaba un deslinde con la producción
anterior.[18] Las
circunstancias que le dieron origen determinaron ese carácter funcional,
carácter doméstico, si se quiere, o de servicio. En una palabra: ancilar
LOS POETAS DE
CHOQUE
El concepto de la literatura
en términos de práctica social, utilitaria, pragmática, trae aparejado cierto
desdén por el buen cultivo de las formas y a veces –muchas veces- una mala conciencia
del oficio. Este fenómeno se puso de manifiesto a finales de los años sesenta,
cuando algunos grupos de escritores de versos y machacadores de prosa
intentaron hacerse pasar por poetas y narradores de clase, escudándose en la
necesidad de un arte revolucionario. La mayoría, sin embargo, fue neutralizada
por la crítica intemperante o simplemente colgó los hábitos. Mientras tanto, el
nivel de facturación poética se mantuvo relativamente alto entre los mejores
exponentes de la nueva poesía, que por cierto se cuentan con los dedos de una
mano. Sobrevino entonces un segundo asalto de poetas con lenguaje de trinchera,
esta vez coronado por el éxito. El éxito consistió en la instauración del reino
de la llamada Joven Poesía, que durante un largo período tuvo en sus manos el
monopolio de la cultura de barricada. En la década de los setenta el grupo se
enroscó en el suplemento literario del diario La Noticia y en la universidad estatal, y extendió su influencia a
los clubes culturales que proliferaban por esa época en el país. Algunos de sus
miembros tuvieron acceso a posiciones de mando en la Biblioteca Nacional y en
el canal oficial de televisión, y desde allí expandieron aún más su radio de
acción. Por otro lado es notorio que todos, casi todos los integrantes de la
Joven Poesía fueron traducidos al francés, al inglés, y desde entonces ocuparon
y ocupan páginas memorables en antologías de autores nacionales y extranjeros.
Páginas, sin duda, inmerecidas, en su mayoría, y por eso igualmente memorables.
De hecho, rara vez un grupo de poetas tan poco dotados para la poesía –salvo
excepciones de rigor- recibió tantos galardones, tanto sentido homenaje. Si no
se reconocen aquí sus méritos literarios, hay que reconocer que los miembros de
la Joven Poesía dominaron las técnicas de promoción, además de los medios de
promoción, y se promocionaron a gusto.
En principio, el club de la
Joven Poesía no se limitaba a la cofradía de La Noticia: era un nombre genérico para designar a los autores de
posguerra. El nombre, pues, fue objeto de apropiación ilícita por parte del
minúsculo grupo, en el cual, por cierto, se manifestó desde temprano la
tendencia a decrecer cuantitativa y cualitativamente. La tendencia se acentuó
con la publicación del “Manifiesto pluralista” (1974) de Manuel Rueda, que produjo
una grave fractura en las menguadas filas de la Joven Poesía. Algunos de sus
miembros más capaces adhirieron de palabra o de hecho al movimiento, o bien se
subscribieron a técnicas de vanguardia que no eran patrimonio exclusivo del
pluralismo, y empezaron a realizar una
obra de calidad por vía experimental, ajenos al compromiso de la Joven Poesía
con el lenguaje de trinchera. Desde ese momento, y en cuanto al punto de vista
estético-ideológico, el grupo se redujo al hueso, a pesar de la masa corporal
de algunos de sus más sonados mentores. Con alguna excepción, prevalecieron los “poetas de choque”. El
eufemismo se le agradece a Claude Couffon (traductor al francés y antologista
de esa Joven Poesía), quien lo aplicó inocentemente, y por cierto en sentido no
peyorativo, para elogiar a uno de sus
aguerridos integrantes.
Aquí se hablará de los
poetas de choque, que son poetas de pose -ya sin comillas- para distinguirlos
de los poetas de vocación, poetas de formación intelectual. Los poetas de
choque son epidérmicos por definición: aquellos que escriben la palabra
“proletario” y se sienten realizados como el boy scout que realiza su buena acción del día. Apenas pueden ver el
lado chato de las cosas y por eso su visión es achatada, simétrica, pareja,
conforme a un mundo arreglado a imagen y semejanza de sus estrechos pasadizos
mentales. Son unidimensionales, renuentes como la capa al toro, obstinados como
el toro a la capa. La ignorancia, y no solo la falta de recursos, tampoco les
permite otra cosa. En general no promedian un libro de lectura al año y exhiben
–cuando exhiben- la típica cultura literaria de folletín, a veces cultura de
oído, o un nivel de información primaria. No es extraño, por obvias razones de
analfabetismo, que muchos hayan pretendido hacer poesía como partiendo de cero,
ignorando a los precursores que, sin embargo, estaban ahí, al alcance de la
mano, casi todos vivos y famosos. En rigor, no podría llamárseles mediocres a
los poetas de choque sin temor de halagarlos. Sólo la audacia y el verso libre
los hace creer poetas. En el fondo odian la poesía y lo demuestran. Quizás por
esto se impone un ajuste de cuentas al cabo de tantos años de atropello.
DEL NUEVO REALISMO
A LA POESÍA SOBRE LA PÓLVORA
Los
grupos que dieron vida a la primera fase de la literatura de posguerra se
dispersaron a principios de la década del setenta, una década contrasignada por
la muerte de René del Risco y Bermúdez. Este fenómeno, unido al surgimiento de
la llamada Joven Poesía a fines de 1969, anunció el comienzo de la degradación
de los ideales de abril en términos de exponentes de calidad y, por ende, en
términos de ideología estética. Esto es, en términos vitales.
René del Risco y Bermúdez,
el más dotado de los insurgentes del 65, murió trágicamente en la Navidad de
1972, pero no fue la única víctima. Domingo de los Santos, poeta en cierne, ex
combatiente, también murió a destiempo. Otros, como Miguel Alfonseca, eligieron
una muerte histórica en el silencio y el exilio interior. Algunos fueron
seducidos por el poder o simplemente doblegados por las necesidades económicas.
Varios se agotaron o desinflaron antes de producir la obra que prometían, o
produjeron una obra insignificante y fuera de época, o bien colgaron los
hábitos y se dedicaron a la investigación, la enseñanza o la publicidad. Uno de
ellos se convirtió en usurpador y traicionó a su poesía, entre otras cosas,
haciéndose reo de plagio (un plagio inexcusable, sin duda, a pesar de sus
motivos razonablemente románticos). El resto se dividió entre emigrantes
voluntarios e involuntarios, sin olvidar a un pequeño equipo que fue a parar a
Cuba con fines de estudio: Norberto James, entre ellos, Andrés L. Mateo y
Soledad Álvarez.
Por otro lado, el
surgimiento de clubes y asociaciones populares que vinculaban el activismo
cultural con la política de izquierdas, provocó terribles episodios de
intolerancia que en algunas ocasiones culminaron con la eliminación física de
sus miembros. Tal fue el caso, el triste caso, de los cinco integrantes del
club Héctor J. Díaz, raptados, asesinados, abandonados sus cuerpos la misma
noche en diferentes puntos de la ciudad capital con huellas de tortura
vesánica, según testigos presenciales.
En manos de la Joven Poesía
y su retaguardia de poetas de choque con pretensiones de vanguardia, el nuevo
realismo no tardaría en desnaturalizarse, dando inicio a un proceso de
involución irreversible, inequívocamente irreversible, que corría parejo con el
proceso de involución política y conduciría a su desplazamiento por la poesía
de redoblante y a su virtual extinción histórica. De ahí que el nuevo realismo
se identifique, erróneamente, o se confunda a veces con lo que Mercedes Santos
Moray ha llamado, en su libro homónimo, “poesía sobre la pólvora”, entendida
como realismo de barricada. Estaríamos así en presencia de un filón espurio
donde se mezclan el oro, la plata y la escoria en proporciones similares a las
que se registran en la naturaleza.
Desgraciadamente,
los mismos elementos que dieron vida al nuevo realismo, contribuyeron a darle
muerte, una muerte sin duda prematura, que reveló su frágil naturaleza. De esta suerte, el pasaje del nuevo realismo
a la poesía sobre la pólvora tuvo lugar en forma de un proceso brusco, de incontenido
descenso de calidad. La intensidad y el inmediatismo característicos de la
primera etapa, la etapa del despegue, se reducen de pronto al registro de
trivialidades altisonantes, y el enfoque se hace superficial, desprovisto de
profundidad de campo. El grado de la escritura, cada vez menos elaborada,
remite a un lenguaje de expresión rasante, pura crónica periodística. El tono
se vuelve más estridente y panfletario en la medida en que se descuida y se
pierde lo conceptual. Los títulos de libros y poemas son, por eso,
intercambiables: Huellas del dolor, Huellas de la ira, Aniversario del dolor. Por añadidura, el sentido de la historia
comienza a limitarse o se limita, principalmente, a la caza de efemérides. A
veces el poeta se anticipa al destino y escribe, por ejemplo, un texto “en
memoria” de un héroe vivo para ponerse presente a la mañana de su muerte en las
páginas de los suplementos literarios. Quizás no fue casual que Marcio Veloz
Maggiolo compusiera, en 1972, una “Elegía a Juan Lockwad”, cuyos primeros versos pueden ser interpretados a manera
de sátira contra la literatura de efemérides:
Este
Juan Lockward se morirá, sin dudas.
Habría
que pensar en su epitafio
Nada
tiene de extraño que la literatura y los literatos de esa época, contrario a lo
ocurrido en los años sesenta, hayan sido ignorados por su público potencial.
Ellos mismos, los literatos de la edad dorada de la Joven Poesía, la década de los
setenta, se arrinconaron y se marginaron por incapacidad, porque el arte no
surte efecto social si no surte, primero, efecto artístico. En ese detalle está
contenida la diferencia entre los poetas de avanzada del nuevo realismo y los
cultores de la poesía sobre la pólvora, la diferencia entre los pioneros y los
poetas de choque.
Queda,
pues, entendido que el apostolado de la Joven Poesía es un crimen de lesa cultura.
Nada pudo oponer al pluralismo, que no fuera su propia oquedad. Nada pudo legar
a las nuevas generaciones, al margen de una lección de arribismo como fenómeno
literario. De hecho, la Joven Poesía es un salto hacia atrás, no una síntesis
dialéctica como propone o parece proponer Andrés L. Mateo en su mencionada
antología:
“Cada uno de
estos grupos expresaba una postura en el amplio espectro ideológico de la
nación dominicana, y la incorporación de otros, así como el cedaceo de los
novísimos y la desaparición en pleno de los agrupamientos, originó lo que se
conoce ahora como Joven Poesía, o Poesía de Posguerra.”[19]
Otro punto en el que difiero de Andrés L.
Mateo concierne precisamente a la génesis y valoración de este fenómeno.
En primer lugar,
no puede aceptarse la afirmación de que esa Joven Poesía es hija del “cedaceo
de los novísimos y la desaparición en pleno de los agrupamientos” de posguerra.
Esto equivale a inferir que los exponentes de la Joven Poesía decantaron y superaron
los niveles de realización artística de los pioneros del sesenta, lo cual es
falso, razonablemente falso, y falaz. En opinión de Miguel D. Mena, sociólogo y
poeta, “La Joven Poesía, como grupo
despresionado, instala la imagen de un no-deber-ser, de vacío, en tanto su
legado como colectivo no marcó un punto trascendente con respecto a la
literatura de los 60, traduciéndose sus actos a un activismo cultural
despreocupado de nuevas propuestas estéticas o éticas.”[20]
En segundo lugar,
tampoco es demostrable que la Joven Poesía constituye movimiento o escuela con
suficiente personalidad para ser englobada en un aparte histórico-literario
(sino más bien sociológico), y mucho menos como ejemplo de buena poesía. Lo que
se entiende por Joven Poesía nunca fue más que una agrupación de amigos y
“enemigos íntimos” con posiciones teóricas disímiles, enfrentadas, cuando las
hubo. Nunca estuvieron de acuerdo ni –interesados- en definir una estética
común. En la práctica, y en cuanto Joven Poesía, nunca lograron insertarse en
un espacio poético propio.
Andrés L. Mateo
se resiente en su, antología, por el “juicio liquidacionista que cabalgó sobre
esos textos” de la Joven Poesía “en los años setenta”, el cual era, a su
entender, “extemporáneo e interesado.” [21]
En abono de la verdad hay que decir que el juicio liquidacionista se encargó de
darlo la historia, quizás no con silencio, pero al menos con una indiferencia
poco menos que apabullante. Tal vez haya que reprochar, en cambio, el exceso de
elogios referidos a principiantes que apuntaban a más de lo que dieron.
La antología de
Mateo no recoge, por cierto, la labor de poetas de un mismo universo. Reúne,
sin distinción, a pioneros, poetas de choque, epígonos y experimentalistas. Por
una parte discrimina y por otra incrimina. El criterio de selección es tan
errático que deja fuera del molde a escritores de mayor valía que algunos de
los que figuran en el texto. Pienso en Wilfredo Lozano, Radhamés Reyes-Vázquez
y Luis Manuel Ledesma. En sentido inverso, la inclusión de José Enrique García,
Soledad Álvarez y Cayo Claudio Espinal sería excusable si pertenecieran a ese
ámbito. Mi idea es otra. Igual que José Mármol, “Persevero en distanciar de
todo cuanto atiene a la poesía de posguerra a Cayo Claudio Espinal y José
Enrique García, pues, aunque coetáneos, provienen de otro estilo escritural,
que deriva de concepción distinta de la literatura, centrada en la preeminencia
del lenguaje como problema fundamental de ésta.” [22]
Ahora bien, está claro que, si no pertenecen al dominio de la poesía de
posguerra, aun menos pertenecen al dominio de la Joven Poesía. Al ámbito y
dominio de la Joven Poesía pertenecen, de hecho y de derecho, Tony Raful, Mateo
Morrison, Federico Jóvine Bermúdez y otros poetas de choque independientes,
como el celebérrimo Candido Gerón, que no figura en la antología y lo merece.
Casi todos los demás sumaron, desde temprano, a sus registros poéticos las
búsquedas experimentalistas y no caben, no se corresponden, simplemente no
encajan en este capítulo, por lo que deberían figurar en letra aparte.
Para
peor, en los entresijos de la retórica que coloca a la Joven Poesía en un marco
de calidad, también se la sugiere, sutilmente, cual depositaria del legado de
los pioneros del sesenta. La sugerencia,
desde luego, no sorprende, en boca de un integrante que es el máximo teórico y
antólogo de la cofradía.
Menos, mucho
menos que depositarios de ese legado, los jóvenes poetas fueron usurpadores,
aves de presa y ni siquiera epígonos. La escasa buena poesía de los sesenta
pasó por ellos, no a través de ellos. A título de gloria permanecerán, si
permanecen, como punto de referencia, cultores de una poética que raramente
cuajó, si acaso cuajó, en obras representativas de un momento, de una
situación, una época.
Para concluir,
puede decirse que, en cuanto ideología estética, la poesía sobre la pólvora
representó una corriente y un dogma dominantes durante la década de los
setenta, en la que sobrevivió a golpes de audacia, degradada, estridente, sobre
los hombros de los poetas de choque, y paulatinamente empezó a ceder el paso a
tendencias innovadoras experimentalistas, con las cuales ya cohabitaba. Aún a
finales de los ochenta mantenía el movimiento su precaria existencia, en base a
publicaciones que parecían vivir fuera de la historia, cuestionadas –como se ha
visto- con acritud por integrantes de la que Andrés L. Mateo ha llamado, entre
cariñoso y despectivo, generación de “puñitos rosados” [23]:
Miguel D. Mena, José Mármol, ¡esos muchachos! Es decir, los poetas de la
crisis, poetas de la hora veinticinco: los ochentistas.
Precisamente José
Mármol, uno de los críticos más severos de la Joven Poesía, cierra el tema con desenfado y aspereza:
“Aquellos jóvenes
poetas subyugaron la palabra a la sociedad, ignorando así la preeminencia de la
lengua, que no sólo es el elemento esente del hecho poético, sino además, el
verdadero fundamento de la sociedad y la cultura.”[24]
A juicio de Mármol, “De ese yerro se
obtuvo el que los poemas de posguerra se levantaran sobre una basamenta ética
radicalmente perecedera; vale decir, extraliteraria y extraestética, al punto
que hoy día no parecen tener autores vivos aquellos desesperados y
desesperantes textos patrióticos y revolucionarios.” [25]
EPÍGONOS Y
SEPULTUREROS
Al margen de un
depositario histórico de pacotilla como pretendió ser la Joven Poesía, la saga
de abril repercutió de alguna manera en voces que mantuvieron un vínculo muy
especial de continuidad en la ruptura, unión y desunión a la vez. Voces como
quien dice del purgatorio, marginadas o automarginadas, en todo caso
marginales, independientes. Voces que en algún momento tomaron distancia de esa
experiencia poética, objetivándola, ganando en perspectiva, observando en
detalle lo que otros percibían como bulto. De este coro de voces forman parte Enriquillo
Sánchez, por ejemplo, y Radhamés Reyes-Vázquez, epígonos y sepultureros, a la
vez, de la poesía de la guerra y la posguerra.
Si es cierta la
propuesta de Novalis, en el sentido de que “los contrastes son semejanzas
invertidas”[26],
ambos poetas coinciden, mayormente, en sus divergencias. El primero es un
dandy, y el segundo un bohemio, para decirlo así, eufemísticamente. Enriquillo
Sánchez se separó a tiempo de sus compañeros de ruta, desentendiéndose del
mecenazgo de alabanzas que orquestó la Joven Poesía, y salió en pos de un más
alto mecenazgo: el que correspondía a sus aspiraciones de poeta homérico.
Reyes-Vázquez fue rechazado, de plano, por razones políticas, y nunca entró en
el redil de la Joven Poesía, a pesar de haber presentado credenciales de poeta
de choque en sus libros de iniciación. Tanto el uno como el otro, sin embargo,
echaron raíces en el mismo patio.
Durante cierto
tiempo, el registro poético de Enriquillo Sánchez anduvo parejo (o a la saga)
con el de Juan José Ayuso, trillando el sendero de las buenas intenciones, y
alguna vez se malquistaron por la propiedad del título de un libro (entre
“menudo para devolver” y poesía “de once varas” anduvo la cosa, nada
trascendente, pero en fin...).
Posteriormente
Enriquillo Sánchez se hizo de una voz propia, o por lo menos apropiada. A
golpes de inteligencia, que le sobra, se fabricó una identidad literaria: eso
que Plinio Chaín llamaría “señas secretas de un escritor”, el toque
inconfundible, definitorio. Rápidamente, pues, se estableció como polemista,
con un estilo entre vainero y burlador que es la mejor definición de su poesía
y de su prosa: ese decir las cosas medio en serio y en broma, un poco típico de
Cortazar, su maestro. Alguna vez, por supuesto, leyó a Marx, sin pasión, otro
maestro, del cual abominó. De Marx lo sedujo, precisamente, el estilo más que
la letra, en cuanto estilo venenoso y jodedor. La esencia del estilo de
Enriquillo Sánchez, en cuanto estilo vainero y burlador, es un poco herencia de
Marx en cuanto estilo venenoso y jodedor, mutatis mutandis.
Desde su columna
“Palotes” en la extinta revista ¡Ahora¡,
Enriquillo Sánchez emergió en los años setenta (así lo presenta Baeza Flores)
como un “dandy” y un “policía de las letras” [27].
El dandy coqueteó por algún tiempo con las ideas revolucionarias. El policía
terminó por adherir al nuevo orden.
De acuerdo con el
diagnóstico certero de Baeza Flores, Enriquillo Sánchez “quiere ser ‘diferente’
y para serlo subraya la ‘ligereza’, el humor”[28].
La boutade es su fuerte, la
ocurrencia brillante, y, sobre todo, la burla, especie de macana. “La burla,
este paso de ballet mental, de mente muy aguda, es un gracioso decir de
Enriquillo Sánchez...”, dice Baeza Flores [29].
Enriquillo Sánchez, en efecto, se burla de todos y de todo, aunque nunca ha aprendido
a burlarse de sí mismo.
En el párrafo
final de su tesis universitaria, la burla remite a un juicio liquidacionista.
Enriquillo Sánchez decretó la muerte de la joven poesía dominicana y de la
“poesía bisoña” en general, y pidió para ellas “el tiro de gracia”[30]
y dio las gracias. La publicación de Maguita
(1976) –otro tiro de gracia-, le granjeó, por supuesto, un nicho aparte.
Proclamado por Bosch poeta homérico, da por difunto un mito y crea el suyo
propio.
Reyes-Vázquez, al
igual que Enriquillo Sánchez, comulgó en su poesía iniciática con los temas
heroicos de la época. Su primer libro, estridente desde el título, anunció El imperio del grito (1971), con el que
se acreditó como poeta de choque independiente. Después cantó a la muerte, La muerte en el combate (1972), en el
más dulce estilo rafulesco-morrisoniano. Fueron errores de juventud, sin duda,
productos de una terrible confusión de orden ético-estético. Ni el heroísmo ni
la dignidad conmueven las fibras de Reyes-Vázquez. El encuentro del poeta con
la auténtica materia de su poesía se produjo a partir de libros como Las memorias del deseo (1985 ) y, sobre
todo, El hombre deshabitado (1987),
que es su obra clave, su mejor biografía existencial. Aquí ya es otro el poeta,
el verdadero. Ahora es el poeta que, a la manera de Proust, traduce la
experiencia del pasado como función y realización de la memoria, memoria y
deseo, evocación y conjuro, magia y exorcismo. Sobre esta base, el rescate o
reconstrucción de las vivencias cobra vida en una atmósfera alucinante y,
paradójicamente, lúcida. Igual que Enriquillo Sánchez, Reyes-Vázquez reniega de
las ilusiones de la década de los sesenta y les da cristiana sepultura. Nadie
mejor que él podía hacerlo. El hombre
deshabitado es otro tiro de gracia, especie de epitafio, mortaja y
panegírico de la poesía “bisoña”.
Epígonos y
sepultureros a la vez, Enriquillo Sánchez y Rhadamés Reyes-Vázquez
trascendieron y finiquitaron la poética del nuevo realismo, superando las
instancias de pobreza o indigencia intelectual demostradas mil veces por los
poetas de la Joven Poesía hipotecados a la poesía sobre la pólvora. En
adelante, sólo habrá que esperar que las circunstancias no vuelvan a requerir
de su caudal sonoro, por cierto menos caudal
que sonoro en la época de la decrepitud.
LA ASONADA
PLURALISTA
El proceso de involución política de
los años setenta, que
corría parejo con el proceso de involución poética de la Joven Poesía, se
expresaba en el afianzamiento del régimen balaguerista por vía del exterminio del movimiento
revolucionario y oposicionista en general, y también mediante la ampliación de
las capas medias en función de
amortiguador o cojinete. A lo anterior se suma, entre otras cosas, la introducción
de la cultura de la droga, desconocida
hasta entonces en el país como fenómeno social, y así también el cohecho, el
soborno, la compra de conciencias y el otorgamiento de miles de visas para
canalizar hacia el Imperio las energías de la juventud rebelde.
Nada tiene de extraño que en pleno auge de ese
proceso sonaran las trompetas de la vanguardia pluralista de Manuel Rueda,
“frente estético de la burguesía” al
decir de Tony Raful en su época de agitador revolucionario. La etiqueta,
obviamente le queda grande al movimiento que fue una estrella fugaz, no un hito
histórico de gran envergadura, más bien un mínimo deslumbramiento. No obstante,
hay que reconocer que el pluralismo representó y representa de alguna manera un
llamado soterrado –implícito- al ausentismo político, al abandono del
compromiso y a la idolatría del signo, del signo por el signo.
También
hay que reconocer que fue el acontecimiento literario más resonante de la
década de los setenta. Muchas cosas cambiaron después que Manuel Rueda
introdujera en 1974 el pluralismo, “el último intento vanguardista que hemos
tenido, hasta ahora”.[31]
La publicación de su obra clave, Con el tambor de las islas. Pluralemas
(1975), fue sin duda un acontecimiento, un grave acontecimiento.
Independientemente de su importancia histórica, que aún debe ser evaluada, el
pluralismo tuvo por lo menos el mérito de sacudir la modorra provincial de
nuestras letras, perturbando por cierto el sueño de la Joven Poesía y sirviendo
de catalizador a un proceso de reagrupación y actualización de jóvenes y no tan
jóvenes.
Como
travesura al fin, el pluralismo provocó más escándalo que reflexión, pero no
dejó de tener efectos positivos, renovadores, lo que indujo a la temprana
adhesión a conocidos artistas de la pluma, el pincel y el teclado. Dicho sea de
paso, el pluralismo no arrastró simplemente a grupos de admiradores en pos del
maestro inimitable, más bien hizo precipitar inquietudes que estaban en el
aire, planteando diversas opciones de búsqueda en el terreno de la práctica de
la escritura. Su aporte, es decir, se produce específicamente en este sentido
de acicate a la exploración –por vía experimental- de las posibilidades de
realización del signo poético. Si no fue tan original ni tan auténtico, el
pluralismo fue por lo menos oportuno.
Algunos
se sumaron al movimiento buscando en la novedad el impacto que no lograban con
obras de calidad. Otros, en cambio, bebieron de las fuentes tenidas por
originales, que nunca fueron patrimonio del numen de Rueda, e hicieron su
propio camino experimentando con registros que no eran de ascendencia criolla.
El pluralismo, como el experimentalismo de esos años, se inserta por el
contrario en un proceso continental con claros antecedentes históricos, y
contaba con representantes tan señeros como un señor llamado Octavio Paz, quien
realizaba por entonces una labor de vanguardia, similar a la que haría Rueda
siguiendo un poco sus huellas. En general, y salvando desde luego la distancia
y el sentido de las proporciones, todos los proyectos de vanguardia de esa
época (dígase concretismo, pluralismo, poesía visual y otros ismos) se
presentan como creaciones originales, escamoteando patentes que ya otros habían
escamoteado y que en algunos casos se remontan al período de la Grecia Clásica.
De
cualquier manera, y a pesar de su origen relativamente espurio, en el plano
local el pluralismo fue a la larga una saludable reacción contra el alto nivel
de envenenamiento ambiental producido por tanta escritura de vuelo rasante, la
misma que ya amenazaba eternizarse en textos de poetas que parecían haber sido
viejos desde jóvenes. Bien dice Rueda en “Claves para una poesía plural”, que
“El valor primordial de toda empresa vanguardista, tanto de las liberadoras
como de las que no lo son, es el sacudimiento sísmico que provocan, prestando
un servicio estimable de acomodación a las accidentadas capas geológicas de la
cultura.”[32]
Rueda
define el pluralismo o integracionismo como “un ensayo de simultaneidades, de
lecturas y de grafismos integrados en una unidad de lecturas que el poeta llama
bloques.”[33] En
teoría, “El bloque poético
multidimensional que sustituye aquí al verso en su horizontalidad única abre el
espacio a nuevas dimensiones. Leer un bloque significará moverse, no sólo hacia
adelante, sino hacia atrás, hacia arriba, hacia abajo y en diagonal, lográndose
todas las combinaciones que el ánimo, el capricho o la agudeza del ojo deseen.”[34]
En teoría, “la visión armónica simultánea en la lectura garantiza y facilita la
síntesis, ayudando a la comprensión. Es lo que he llamado el acorde poético, el
cual fija y sustenta el sentido y la resonancia, generando la frase y la
melodía.”[35] En teoría
–siempre en teoría- el pluralismo se propone la “Liberación del verso desde lo
lineal a lo espacial o multilineal; desde lo unívoco a lo multívoco. Verso
vertical, horizontal, en esguince, en diagonal, simultáneo, fragmentado, como
si una cámara lo sorprendiera en sus infinitas posiciones de significado frente
al lenguaje.”[36] El
ambicioso proyecto contempla, en teoría,
la “Consolidación del bloque gráfico-espacial-sonoro como unidad referencial.
Dentro de este bloque las simultaneidades harían el papel de modificantes
continuas, comentadoras del discurso que quedaría por ello despojado de lo
accesorio y expandido en diversas direcciones hacia significados múltiples e
imprevistos. El sistema de lectura funcionaría en cualquier dirección en un
espacio tiempo circular que se expandiría y retrocedería a voluntad del
lector.”[37]
Como
puede advertirse, el pluralismo es, en cuanto teoría, una propuesta
inteligente, finamente elaborada por un prosista de fuste, músico y poeta de
inteligencia brillante, y destinada, por cierto, a personas inteligentes. Ahora
bien, en la practica, en la realización práctica, las cosas funcionan de otra
manera o mejor dicho no funcionan. Con el pluralismo sucede un poco como en la
fábula de Andersen. Dos embaucadores confeccionan, o simulan confeccionar para
el emperador un traje maravilloso que las personas tontas no pueden ver.
Previamente advertidos, todos los sabios de la corte, y el propio emperador
frente al espejo, admiran, por no ser tontos, las cualidades del atuendo inexistente
que el emperador lucirá en un desfile. Resultado: el emperador desfila en
pelotas ante una multitud de tontos que –por no parecer tontos- fingen
deslumbrarse ante la belleza del vestido que no viste, hasta que un niño,
imprudente, mete la pata y dice lo que ve, lo que no ve. El emperador está
desnudo, simplemente desnudo. Para una persona tonta como el niño del desfile,
un pluralema de Manuel Rueda, en general, no es más que un basurero de palabras
y símbolos gratuitos. Hay signos, representaciones, ecuaciones, ideogramas,
caligrafías, graffiti, círculos, hexágonos que a las personas tontas sólo
producen perplejidad o una sonrisa cínica. Mi caso.
Una
de las más notables realizaciones del numen de Rueda es “El ojo del presente”,
un pluralema mecánico, mecanicista, porque también la mecánica se integra o
pretende ser integrada en el ámbito escénico del pluralismo, junto a la música
y el álgebra. Aquí encontramos una especie de vástago o “tirilla de papel” que
se articula a una doble ranura en la página 78, permitiendo un movimiento
fálico, de adelante hacia atrás y viceversa, mediante el cual es posible
avizorar la palabra “hombre”. Hombre y hombre, falo y falo. Un ideal estético.
Pero
la pieza fuerte del libro es “Canon ex unica”, un pluralema perverso, endiabladamente
perverso, y escatológicamente ejemplar, sin duda. Es, quizás, la obra maestra
del maestro del pluralismo, la mejor y la peor. En esta ocasión Manuel Rueda
prescinde de la parafernalia visual y superflua del pluralismo, y elabora un pluralema “limitado a su eficacia
meramente sonora”, muy sonora, o sea, “un pluralema abstracto y fonético”.[38]
Ahora el texto de Rueda se construye, se
concentra y se sustenta en un juego intrincado de palabras que siempre ha sido
su fuerte. Juego de palabras que se abre ocasionalmente al entendimiento y
permite descifrar ciertas claves terribles. “Canon ex unica” se reduce a una
embestida rencorosa, aviesa, una emboscada impúdica contra personalidades de
las letras dominicanas que simplemente ignoraron, criticaron, se mostraron
ajenas o indiferentes al pluralismo o no le rindieron culto al maestro ni
reconocieron, por tontos o ingenuos, el genio de su genial creación.
El
pluralema se abre con una especie de invocación, salutación homérica a las
musas, en el más despectivo sentido de la palabra, y la primera musa
(presumiblemente), la primera víctima es Ramonina Brea de Céspedes, alias
Monina: “analiza la mona lisa/ se viste de seda y lisa se queda/ y mona se
queda/ y ano se queda”. Después le toca el turno al feliz consorte, Diógenes
Céspedes: “se hizo en el césped/ buscando su pedo con su linterna”. Lo que
sigue a continuación deja de ser gracioso y se convierte, a ratos, en un
diluvio de imprecaciones soeces: “( vicio visible : pedorrea fonomatorroidea/
lapsus culingüe por irritación/ ventrílocua)”. El poetiso arremete como toro,
ciego de ira, sin reparar en honras ni reputaciones. Difama, injuria, hiere. El
texto asume en pleno la dimensión escatológica, y es tal la riqueza cloacal,
excrementicia, que el propio autor sale
embarrado.
Lo
curioso del caso es que en las pocas páginas que cubre este glorioso engendro,
Manuel Rueda no parece advertir o sufrir sus contradicciones, o bien prefiere
ignorarlas por vía del descaro. Su propia mordacidad lo traiciona, lo delata,
lo envenena, lo pierde, lo desnuda, lo deja en cuatro patas, “en veinte uñas”,
como diría y dijo el poeta Jóvine Bermúdez a propósito de otro personaje de
nuestras letras.
Para
zaherir a la gentil Doña Marianne de Tolentino, juega golosamente con el apellido,
lo trabaja, lo desdobla, lo traduce de paso a golosina, lo traduce a tolete
–miembro viril entre nosotros-, boccato di cardinale para el poeta gay, y comete
de paso harakiri.
A la
dulce Aída Cartagena Portalatín, la de “Una mujer está sola”, le dedica una
andanada brutal: “porta la lata y el lote/ y enverdiabla su latín (...)
¡pardiez qué cacha!/ rompe la bacinilla si se agacha”. Más adelante añade:
“monstrua que menstrua”, aunque seguramente por envidia.
A
Víctor Villegas y Abelardo Vicioso les reserva y obsequia una parrafada inmemorable:
“caín que de villa llega/ con abe el lerdo y el tardo/ (k b en k de kamarada
este cadáver)”.
A
Federico Jóvine Bermúdez lo celebra en términos agropecuarios: “pilodoro que
sueña el vermudín/ del jobo vine”.
Los ojos
se le van detrás de Tony Raful, “fermoso onán”, cuyo nombre compone y
descompone graciosamente: “aul bedul ceful turul/ rato de rata en abedul”. En
el colmo de la infamia, para agredir a Abel Fernández Mejía, irrespeta la
memoria de la madre, Abigail Mejía, autora, entre cosas de una novela llamada Sueña
pilarín. A ella le llama “mejigalla”: “mejigalla del pil ar in”.
El
escándalo y la indignación llegaron por supuesto a la prensa. De hecho poco
faltó para que Manuel Rueda no fuese desplumado o baleado en un lance e incluso
llevado a los tribunales. José Israel Cuello, el entusiasta editor de la
preciosa edición de quinientos ejemplares de la obra, que quizás la había leído
sin entenderla o sin medir sus alcances ni consecuencias, probablemente insultado
en su inteligencia, la recogió y mutiló, a excepción de ciertos ejemplares como
el mío (¡je, je!) que valen un Perú.
Tanto bastó para que desde un diario de derecha sempiterna, El Caribe,
una voz autorizada desautorizara al mutilador en nombre de la libertad de
expresión. Emisoras de radio y televisión, suplementos literarios y mentideros
de patio participaron de lleno en la polémica y el país se llenó de voces,
cartas abiertas y cerradas, incidencias públicas y privadas. Rueda se defendió
con genio, por supuesto, que le sobraba, argumentando inocencia en cuanto a los
términos procaces que se le atribuían por mal entendimiento. Desde su despacho
en el Listín Diario, el decano de la prensa nacional de aquel entonces,
Don Rafael Herrera, respondió a la falacia con palabras precisas y solemnes y a
mi juicio lapidarias:
“Nosotros
vemos un gran porvenir en la literatura cloacal, como una rebelión contra la
moral pequeño-burguesa.
Creemos
en la libertad de todas esas exploraciones del espíritu, pero ¿está uno obligado
a que lo embadurnen con el producto, con el tesoro ganado en esas
exploraciones?”[39]
A
eso se reduce un poco el pluralismo de Manuel Rueda. Escándalo, infamia, injuria
y un par de poemas maricómicos. El terreno quedó abonado, claro, con estiércol.
LA VERTIENTE EXPERIMENTALISTA
Una influencia similar a la ejercida por el
pluralismo se dejó sentir a partir del “Foro internacional de joven poesía”,
celebrado en 1975 en el país con participación de figuras latinoamericanas de
discreto relieve. En el mismo evento se abrió
una brecha interesante en el
ambiente cultural criollo al propiciar la proyección y ejecución de poesía
visual, concretista y, en definitiva vanguardista, como, por ejemplo, Iconos
y transparencias de un dominicano de la diáspora: Edgar Paiewonski Conde[40].
La realización de las ferias del libro contribuyeron por igual a la difusión de
los concretismos del grupo brasileño Noigandres y los poemas de Haroldo de
Campo, que tuvieron cierto nivel de incidencia no sólo entre los poetas residentes
en el país, sino también entre los que hacían y hacen su trabajo poético en los
Estados Unidos. Entre ellos, y aparte del ya mencionado: Carlos Rodríguez y
Sherazada Vicioso, la autora de Viaje desde el agua (1981).
Muy saludable para nuestras letras –así sea por las
polémicas y contradicciones a que ha dado lugar- fue la divulgación de las
ideas estéticas del grupo francés Tel Quel y Henric Meschonnic, a través de las
intervenciones públicas y los numerosos artículos de Diógenes Céspedes. Lo mismo
puede decirse de la publicación de textos de algunos poetas latinoamericanos
como Iván Silén y Rafael Catalá en la colección poética Luna Cabeza Caliente
que dirigía Alexis Gómez. Estos últimos influyeron, sin lugar a dudas, en
miembros de las últimas promociones, como es el caso de Dionisio de Jesús y
Plinio Chaín, quienes suman a sus registros poéticos las búsquedas
experimentalistas.
La importancia de la producción poética posterior a estos
fenómenos se expresó en términos de calidad y, sobre todo, en términos de
cantidad. Muchos ignoraron o pretendieron ignorar el fenómeno –la brecha recién
abierta por el empuje de la corriente experimentalista- y siguieron fieles a la
anterior práctica literaria, pero la ruptura ya estaba planteada, era un hecho
irreversible. El “Foro internacional de
joven poesía” –que fue en parte un intento de contrarrestar la tormenta
pluralista- acusó un efecto boomerang volviéndose contra algunos de sus
organizadores al confirmar – como se vio- un espacio para los registros poéticos
inclinados al experimentalismo y su acápite pluralista. Enésima demostración de
que la literatura y los literatos de abril habían cumplido ya su ciclo
histórico.
Ahora bien, la ruptura, en lo que atañe al pluralismo, se
operaba a escala epidérmica, superficial. Era la ruptura vacilona del gran
vacilador y maestro Manuel Rueda, quizás el temperamento artístico más
completo, creativo y devastador de su época. En otros casos, la ruptura del
signo, de los signos, no era ruptura de los vínculos, no de las raíces
históricas comunes a toda la literatura del momento. Fue algunas veces una
renovación, no siempre una claudicación, un cese al fuego, a lo sumo, pero no
siempre una renuncia, no siempre una entrada a la torre de marfil, no siempre
un abandono, un adiós a las armas. Más de un poeta comprometido renovó su
compromiso renovando su arte con el nuevo signo de los tiempos.
La utopía de los vínculos, precisamente, el sentimiento
histórico de las raíces comunes se tradujo de inmediato en la producción de obras
de incuestionable importancia. Varios “discípulos” de la escuela
experimental evolucionaron por cuenta
propia y superaron, de hecho, al maestro inimitable, el cual se quedó por las
ramas, escandalizando, mientras otros profundizaban.
En la órbita del escándalo se inscribe
Apolinar Núñez -un miembro de la avanzada pluralista- con su libro de Poemas
decididamente fuñones (1972). Más importante, quizás, fue la labor
desplegada por Luis Manuel Ledesma, otro de los integrantes –y teórico- del
pluralismo. Ledesma fue una especie de meteoro que dejó ciertas huellas, antes
de perderse en la diáspora. De él quedan
poemas sueltos, no carentes de importancia, y un libro inédito, Facturas
y otros papeles, premiado en un
concurso del vespertino La Noticia.
Uno de los textos representativos de este período es Consignas
& sub-versiones (1980), de Enrique Eusebio, el macabro “Mecanógrafo de
actas de difunto”. Enrique Eusebio, una eminencia gris en sentido figurado, no
proviene de las filas del pluralismo, es un opositor irreductible. Ya desde el
prólogo de su libro declara su deuda con Octavio Paz y los formalistas rusos, y
partir de uno y otros deduce su propio sistema de escritura libre. Su obra lo
sitúa – entre nosotros- como autor de algunas de las piezas más logradas en su
género.
Alexis Gómez Rosa fue uno de los primeros –entre los
jóvenes- que se inició en esta práctica experimental, y el más perseverante,
sin duda, y el más copioso y abundante. Gómez Rosa presentó, en efecto, una
exposición de poesía concreta en Casa de
Teatro en 1975, que luego publicó en la revista ¡Ahora! con el título de Pluróscopo (1976). Oficio
de post muerte fue editado en el país en 1977, pero hay una edición
anterior de 1973, la edición neoyorquina. El resto de su obra no hace más que
confirmar su itinerario, su apego a
registros experimentales fonéticos, sobre todo, no espaciales. Ahí tenemos, por
ejemplo, High Quality Ltd (1985), Contra la pluma la espuma (1990), una
edición bicéfala, de doble cara y doble título. Ahí tenemos a New York Ciy
en tránsito de pie quebrado (1993), Si Dios quiere y otros versos por
encargo (1997), Self service poems (2000) y ahí tenemos,
finalmente, la edición artesanal de Adagio cornuto (2001). Este último,
que es, al parecer, su libro favorito, data de 1993 y ya había sido publicado
en el primer cuerpo del volumen Self service poems. Es un libro clave.
Es un libro cuya importancia está quizás destinada a crecer con el tiempo y el
escándalo, y por razones no estrictamente literarias. Es un libro que algún día será, quizás, un punto de
referencia obligatorio, un antes y un después, un hito, una bandera de lucha de
minorías marginadas, una proclama, un punto de partida, y de llegada. Pero es
también un libro que difícilmente podrá ser leído –y con razón- sin prejuicios.
Por eso la crítica mojigata no se ha atrevido hasta ahora a develar sus claves.
Adagio cornuto, un texto autobiográfico sin más –un texto negro,
negrísimo y maldito-, es de muchas
maneras una especie de manifiesto bisexual. El poeta describe con lujo de
detalles su conversión en “la otra”, su metamorfosis sexual/existencial, su
transformación de capullo en oruga, de oruga en (mari)posa. Para escribir una
obra semejante hace falta la misma dosis de valor que de impudicia.
Algunos
de los más importantes autores de la época (entre los cuales hay, por lo menos,
dos abstemios) fueron lanzados al estrellato por una desaparecida firma
licorera que instituyó los Premios Siboney. Rara vez, en nuestro país, los
premios literarios se corresponden con la calidad de la obra. En este caso se
trata, evidentemente de una excepción excepcional. No fue un simple equívoco,
un desacierto que se convirtió en acierto por compensación de errores, y mucho
menos un tiro loco que dio en el blanco por casualidad...varias veces seguidas.
Por el contrario, cabe la posibilidad de reconocerle méritos al jurado, el cual
estuvo integrado por Máximo Avilés Blonda, Freddy Gatón Arce y Manuel Rueda.
El primer agraciado fue Cayo Claudio Espinal, ganador del
Premio Siboney de Poesía 1978 con Banquetes de aflicción (1989). Cayo
Claudio es discípulo de Rueda, el más aventajado sin duda (tanto o más que el
maestro), y en su libro ensaya y recrea variadas técnicas del pluralismo. Es
decir, combinación de colores y colorines, círculos y caleidoscopios de
palabras, composición y descomposición de signos, explosiones tipográficas que
no conducen a ninguna parte, no producen sentido ni producen mayor efecto,
salvo deslumbramiento y desconcierto. Ahora bien, al margen de malabarismos tipográficos
y pirotecnia verbal, Cayo Claudio Espinal es dueño de una obra de densidad
poética excepcional que se pone de manifiesto en casi todos sus textos. Y se
pone de manifiesto, sobre todo, en el asombroso poema que dedica a José
Contreras, un texto de consagración, uno entre otros. Su obra posterior, La
utopía de los vínculos (1982), confirma la calidad de su poesía iniciática.
José Enrique García fue el ganador del Premio Siboney de
Poesía 1979 con El fabulador (1980), una obra de aliento whitmaniano,
cósmico y plural, nacida “desde un lirismo pensante, silencioso, nutrido de
meditaciones interiores”[41].
José Enrique es un poeta finísimo con un sentido preciso del oficio. El oficio
del poeta es el oficio de fabular, lo sabe desde niño y lo practica: “alguien
tenía que ser dijo la multitud/ uno bastaba y ese era yo de cuerpo entero”. En
su registro poético no hay mucho espacio para malabarismos espaciales y
colorísticos. “El poeta no se rige por el fluir del pensamiento ni por la
jerarquía de las imágenes y metáforas, sino por su contexto lingüístico. Se
trata de un ritmo fonético, cuyo escabel son la cantidad, la acumulación y la
organización de las grandes unidades, conforme agrupamientos que se alternan en
todo el poema. Es el mismo procedimiento que percibimos en algunos poemas
pluralistas e incluso anteriores de Manuel Rueda, y prácticamente en toda la
obra de Gatón Arce a partir de los años sesenta y en la poética de Cayo Claudio
Espinal”[42].
El Premio Siboney de Poesía 1980 recayó en la obra De
puño y letra (1981) de Manuel Marcano Sánchez. Toda una revelación. Marcano
es un poeta para el que la poesía es reinvención y revolución de la sintaxis,
puro juego de palabras, sentido lúdico del oficio. En De puño y letra
hay un desborde de imágenes y conceptos estimabilísimos. El humor y el ingenio
como tabla de salvación frente a la “Mierda de vida que arropa su vergüenza”.
Marcano se sitúa bien cerca de Vallejo (un Vallejo bien asimilado) y de Miguel
Hernández, y del sentimiento de la muerte que fue común a ambos. Impresionante,
en este sentido es el poema “Se vuelve a la tierra”, donde habla de la madre,
“único pergamino de mi tomo solo/ esquela prevista pena celeste pobre algodón”.
Es el poema de la madre que se muere, un cante jondo de duras reflexiones: “Que
esa almohada para mi sueño/ pájaro para mi verso Que esa/ rama para mi río esta
atolondrada fertilidad parida/ sea una ausente carne que se muere/ lo pienso y/
no lo puedo creer”. Igualmente notables
son sus giros idiomáticos, sus audacias verbales y sus recursos en general. Hay
en su poesía verdaderos hallazgos poéticos, textos que no desmerecen en
relación con los de sus maestros. Vale la pena escucharlo cuando habla del
“falso oficio de tender las palabras”, de su tristeza surrealista con los “testículos
herniados”, del “rostro mío aprendido en los espejos” o bien cuando se inventa
que un “puño levanta infinito su corazón y piensa”. Por momentos su poesía se
adelgaza como “las huellas de las gaviotas” de Neruda y se hace un tanto
etérea: “Tú a lo lejos te asemejas a octubre”.
Otro Afortunado, Juan Carlos Mieses, fue galardonado en dos
ocasiones con el premio de marras, la primera por Urbi et orbi en 1983 y
la segunda por Flagelum Dei en 1985. Ya en este punto la duda se abre
paso. Uno se pregunta si en esa época faltaban poetas o sobraban premios o bien
si la obra de Mieses reúne tantos méritos. Títulos en latín, “saga de las
correrías” de Atila, “leyendas exóticas”, “fantasías orientales”. Lo poco que
puede apreciarse es que el autor tiene escaso contacto con su medio. Algo
similar ocurre con Manuel García Cartagena, ganador del Premio Siboney 1984 con
Palabra, un texto místico, de acento bíblico. Cartagena, sin embargo se
ha diferenciado en otras facetas del oficio, y, en opinión de Gómez Rosa, “ha iniciado
una obra híbrida verdaderamente atractiva, en la que alterna el mundo del rock,
el budismo zen y la preocupación por el lenguaje situándose a la cabeza de esta
desafiante tendencia.”[43]). Uno de los fenómenos más originales y refrescantes de esos
tiempos de cambios y transformaciones violentas en el quehacer poético fue el
surgimiento del colectivo Y punto.., integrado por figuras vinculadas en su
mayoría a la publicidad y a las artes gráficas. De acuerdo con Alexis
Gómez, a partir de la irrupción de este grupo “la publicidad cede sus armas a
la poesía, creándose la tendencia que el novelista y poeta Marcio Veloz
Maggiolo denomina poesía publicitante.”[44]
Lo cierto es que el colectivo Y punto... editó irregularmente durante cierto
tiempo un Nosdalaganario de literatura en el cual, por supuesto, el
humor, la provocación, la irreverencia campeaban por sus fueros. Tomás Castro
sobresale en este contexto por avieso y travieso, es un iconoclasta, un
desacralizador. Su primer libro, Amor a quemarropa (1984) fue un best
seller que vendió tres ediciones en un año. Según Manuel Rueda, la obra de
Tomás Castro “trae una voz nueva a la joven poesía dominicana donde se explotan
con finura y plasticidad los refinamientos del sexo y del humor, a medio camino
entre el antipoema y el epigrama.”[45]
Es la obra satírica de un poeta satírico, un sátiro con cara de sátiro. En el
mismo sentido se orientan sus libros posteriores, especialmente el segundo, Entrega
inmediata y otros incendios 1985), Entre la espada y el espejo (1986),
Vuelta al Cantar de los cantares (1986), Bodas de tinta (1987) y
finalmente Epigramas del encubrimiento de América (1992). Son libros que hablan y se confiesan y
se confirman desde el título como burla y parodia, aunque también un poco se
repiten. Quizás le urge al poeta renovar su vena lírica.
Los dos más típicos representantes de la poesía
publicitante de la que se habló más arriba son Pedro Pablo Fernández (o
pedropablofernández o PPF, como suele firmarse) y el altísimo cronopio René
Rodríguez Soriano, un cortaziano devoto. “Sus textos –dice Gómez Rosa- se
inscriben en una textura de unidad rítmica que procede del marketing o se da
como resultado de observar los cambios poéticos de la modernidad.”[46]
Pedro Pablo Fernández es un solitario, un malcriado, un
individualista rebelde, irreverente, que no comulga en capilla ajena, y sobre
todo un provocador, un descomponedor del orden que establecen las palabras (que
es también un poco el orden establecido). Tiene, por eso, el ojo clínico, una
mirada ácida, un humor vitriólico (“humor exacerbado en humor negro” dice el
Gómez), y un talento natural -o quizás innatural- para revertir lugares comunes
y gastarse bromas macabras En “Autosemblanza” se describe, con toda
propiedad, como “poeta marxdito/ cocacólico; nudista,/ pepsimista,/ católico/
apostólico/ y rockmano”. Por definirse, se define como “el espermatozoide/ y su
guarismo,/ la sal y su ortopedia,/ la brisa calva, el bosque en muletas.” O
bien “el cigarrillo/ que suicida en el humo”.
La
edición de sus libros corre un poco pareja con su carrera de misántropo. Por Alexis Gómez sabemos que el
poemario Cundeamor (1993) apareció en “Edición fotocopiada y de vigilada
circulación.” Según Alexis Gómez esta “Es la respuesta de Pedro Pablo Fernández
a la imposibilidad de publicación comercial y ausencia de editoras. Es también
el rechazo a la manipulación de los concursos literarios: la otra forma de
publicar en Santo Domingo.” [47]
La obra de muchos autores, la mayoría, circula en el anonimato, pero la obra de
PPF circula, si es que circula, en la clandestinidad. Y con razón. Todo poeta
se parece a su poesía, de la misma manera que la crítica debe parecerse al
poeta (meterse en el traje del poeta). Si un título como Fragmentaciones
(1981) revela su vena explosiva, Presencia y monólogo (1983) lo retrata
en una intimidad sosegada. Sístole y diástole (1986) expresaría, a
priori, un desgarramiento digno de cuidados intensivos. Pop-emas
rockmánticos (1986) habla, sin duda, de su naturaleza efervescente.
René
Rodríguez Soriano, narrador y poeta, se dio a conocer con unos poemarios que de
inmediato llamaron la atención por sus títulos kilométricos, extravagantes,
fuera de serie. Uno de ellos, el segundo y el más audaz, parece más bien una
especie de trabalenguas, un reto al lector más diestro. Se trata de Textos
destetados a destiempo con sabor de tiempo y de canción (1979).
Anteriormente había publicado Raíces
con dos comienzos y un final (1977), y luego Canciones rosa para una
niña gris metal (1983) y Muestra gratis (1986). Hay desafío,
experimentación y provocación desde los títulos, humor y nostalgia desde los
títulos. Sí, la nostalgia, el desafío, el humor van de la mano en los versos de
este muchacho grande y manso que a pesar de su juventud llegó a la poesía “lleno
de otoño y perchas con los ángulos sordos”, el mismo que en sus momentos de
crisis (que al parecer son muchos) “se asila sin tiempo en los patios/ de la
infancia” y habla de una mujer que “te mira a los ojos con dos llagas
profundas/ azules y distantes”. En la obra de Rodríguez Soriano abunda la
expresión coloquial, dadá, surrealista, la imagen insólita, a veces
deslumbrante. No hay que sorprenderse si en uno de sus textos aparece de pronto
“una libélula enjundiosa, acatarrada y desnuda”, o una composición “Freudiana
con llovizna y alcanfor”. Pero aparte de sus arrebatos líricos de tono mayor,
hay momentos íntimos casi místicos en su poesía, especies de susurros, momentos
en que el poeta serenamente se encomienda al silencio, “ahora y en la hora de
la lluvia amor.”
La
obra de varios poetas que vivieron y escribieron -y en muchos casos viven y escriben todavía-
en el extranjero, quedó signada de alguna manera por esa experiencia: el alejamiento,
la diáspora, el exilio ocasionalmente voluntario o impuesto en la lejana
orilla. Para la mayoría, Nueva York fue el hogar de esas vicisitudes, el punto
de referencia material y espiritual que marcó a fuego unas vivencias.
La excepción, en más de un sentido, es Pedro Vergés, otro
novelista y poeta. Pedro Vergés agotó una rica y larga estadía al otro lado del
atlántico, en España, donde cosechó importante éxitos literarios. Temprano se
inicia como poeta con la publicación de Primeras palabras (1966), Juegos
reunidos (1971) y La escasa merienda de los tigres (recopilación de
inéditos de Miguel Labordeta, 1975). En 1976 obtuvo un accésit al prestigioso
Premio Adonais de poesía con su libro Durante los inviernos, y
posteriormente se alzó con la XV entrega del Premio Blasco Ibáñez con la novela
Sólo cenizas halllarás (Bolero). Poco tiempo después regresó al país
cargado de honores, y desde esa época su producción bibliográfica no ha
experimentado cambios significativos.
Pedro
Vergés no es precisamente experimentalista o vanguardista, pero en su registro
poético hay ciertos toques, ciertos aires, ciertos procedimientos inconfundiblemente modernos, sobre todo en lo
que respecta a la recuperación e integración de recursos de época. De acuerdo
con el jurado que le concedió el accesit al Premio Adonais de 1976, “Es indudable
la capacidad poética de Pedro Vergés para infundirle vida a sus rememoraciones,
a sus imaginaciones, con un lenguaje enormemente plástico donde alternan la
ironía, el realismo y el deslumbramiento. Sus características encajan, por
tanto, dentro de una manera muy actual que incluye algunas raíces exóticas,
semejantes a las del modernismo de otra hora”.[48]
Hay inquietud, inconformidad, desarraigo, búsqueda, preocupación por el
lenguaje, hay apuestas, hay riesgos y atrevimientos en la poesía de Vergés. Y
en ocasiones hay mucho mar y agua, y mucha sal. De hecho, Pedro Vergés tiene
una visión acuática y salobre de la poesía. “El poema es un pez”, dice, en “De cómo describir lo que se hace”. El poema
“imita el movimiento/ de los peces del agua”. El poema, “Sumergido primero/ por
azules profundos,/ baja hasta el fondo, baja/ hasta el origen mismo/ de la nada
y del cero.” Sus recuerdos, nostalgia, reminiscencias, su idea de un regreso al
país natal, sus más finas intuiciones poéticas cobran formas azules, oceánicas:
“Allá me espera el agua, la luna que perdí/ la rosa de tu pecho”. O bien. “Allá
me espera el cansado silencio y el ultrajado/ péndulo del mar.” Y en fin: “La
luz que tanto amé, mis frágiles naufragios escolares/ mi azul, mi azul del
aire...” Desde esa misma perspectiva acuática, el poeta se interroga, duda, y
luego existe: “Yo no sé de qué forma recogeré esa lumbre que la/ tarde
derrama...”
Sherazada (Chiqui) Vicioso vivió y sobrevivió durante 16
años a las mil y una vicisitudes en las entrañas del monstruo, arrastrando una
existencia jalonada de episodios traumáticos. Allí, en Nueva York, vivió y
estudió, se hizo licenciada en Sociología e Historia de América Latina, obtuvo
una maestría en Diseño de Programas Educativos. Aunque el balance no es completamente
negativo, de esa época conserva profundas cicatrices emocionales, por las
cuales todavía paga tributo de rencor a la Gran Manzana. Más fructífera, desde
el punto de vista humano, fue su estadía en Brasil, país en el que realizó
estudios de postgrado en Administración de Proyectos Culturales. El desempeño
de cargos en organismos internacionales la llevaron después a conocer mucho
mundo, sirviendo a ideales de dedicación y entrega a los que su nobleza obliga.
Chiqui Vicioso se reparte un poco como activista del feminismo, educadora, ensayista, poetisa
y dramaturga. “Su poesía, sin embargo –dice Manuel Rueda- no cae en
fáciles clichés, manteniéndose en un ámbito de experimentación constante
que la alejan de las tradicionales efusiones con que la mujer ha expresado
siempre su intimidad.” La autora de Viaje desde el agua (1981) y Un
extraño ulular traía el viento
(1985) es, en esencia, una mujer apegada a causas pérdidas, de esas que no
esperan mayores recompensas de la lucha que la lucha en sí misma, la felicidad
de la lucha, quizás la única posible, dentro de los parámetros de la dignidad y
el decoro. En el poema “Identidad” encontramos la mejor definición de sí misma.
Ella es “Esa muchacha retraída/ que sale temprano a mojar sus rosas/ sus flores
moradas y amarillas/ que casi no habla porque parece distante”. Su tono es de
agua mansa, líbrame Dios. Su tono es, quizás por eso, mitad admonitorio,
preventivo, mitad quizás premonitorio. Advierte “que el que insiste en ser
feliz/ en una ciudad como esta/ debe prepararse para sus represalias”. Piensa
que “el sentido común es el arma/... de los vencidos.” Pero no se deja vencer.
Sueña con “una interpretación azul del amarillo” y no se deja vencer. De alguna
manera, dice la perdedora, “el Señor vino a redimirme de la pasión/ y a ganar/
este juego que siempre gano.” Entre revolución y cristianismo, gane o pierda es
lo mismo. Lo que cuenta es la lucha.
A diferencia de Vergés y la Vicioso, otros poetas
importantes como el ya comentado Luis Manuel Ledesma y Carlos Rodríguez Ortiz,
partieron para quedarse. El primero se esfumó desde joven –ya se dijo- y el
segundo murió a destiempo recientemente, allá en Nueva York.
Ledesma podría ser un personaje imaginario, y en cierto modo
lo es: una especie de eremita, un misántropo. Gómez Rosa lo dibuja y lo
describe con unos tonos opacos y sombríos, típicos de aquellas contrafiguras
del cine negro: errático, errabundo, descreído, taciturno, baldío. Un
pesimista, en fin, desengañado y burlón. “En él, como en Oliverio Girondo, las
ideas más optimistas se pasean en un carro fúnebre, contrapunteadas por una
inconmensurable carcajada...”[49]
Así, pues, en “Canción de la buenamuerte”, una composición sutilmente
necrofílica, en la que “El amarillo viejo de otoño abunda en octubre”, aparece
bien definido y logrado su precario sentido de la vida. Dice aquí el poeta: “Se
haga llama el silencio de estar quieto”. Después hace ofrenda de sí mismo: “Al
flujo constante del saber de la rosa/ A la buena muerte doy el largo del
hueso”. Esboza una sonrisa finalmente, y piensa en el escape imposible: “Con un
poco de suerte me le voy a la muerte/ Adiós palabras”.
El poeta y bohemio Carlos Rodríguez Ortiz vivió poco y
deprisa, pero vivió sin, duda, intensamente e intensamente escribió. Intensidad
es, quizás, el rasgo más definitorio de su poesía y su vida. Si corta fue su
existencia, profunda es la huella. Por lo menos notoria en nuestras letras de
vanguardia, digna de admiración y asombro, y de respeto. Los logros, los
múltiples aciertos del poeta tronchado en plena lid, permiten valorar al que
fue y permiten prefigurar al que no fue. Si el “si” condicional –por
antihistórico- no malograse el argumento, habría que pensar en qué cosas habría dado más adelante.
Rodríguez Ortiz asimiló a Vallejo y otras influencias
afines, traduciéndolas, sin embargo, a un plano de realizaciones
personalísimas. Un único libro, casi perfecto desde el título, El ojo y
otras clasificaciones de la magia, le granjeó el Premio de Poesía Pedro
Henríquez Ureña 1994, certero como pocos. Alexis Goméz Rosa –siempre Alexis-
celebra el texto con un juicio emocionado y consagratorio, definiéndolo como
“un poemario vigoroso, limpio, hermético y de inusitados recursos, donde
convergen y dialogan los planos de la mejor y más reciente poesía
latinoamericana.”[50]
Algo no menos sobresaliente es el hecho de que en casi toda la escasa poesía de
Rodríguez Ortiz aparece a retazos una especie de biografía existencial,
biografía intelectual, por supuesto, hecha jirones, propia de un alma que se desangraba o consumía en el
ejercicio de la poesía y la bohemia. De
esa bohemia que lo mató habla, sin rencor, en términos de “cerveza a las dos de
la mañana y otras saludables horas posteriores”. En otros versos, de antología,
el poeta Rodríguez Ortiz (“siempre organizando su desgarrante biografía”, como
dice el Gómez) parece retratarse y se retrata a sí mismo en un ingenioso
inventario de emociones y palabras, palabras y motivos, razones de su existir:
“Hay una voz casi trompeta en las configuraciones del escándalo/ y de mi orgía
guardada./ Tanteo este saber, esta abundancia de la carne y no es que quiera/
descargarme, es que todo cae, se encaja delante de mis ojos/ con un ritmo en el
viento, una brizna, un orgasmo.”
Una tierna
densidad humana, y ya no el drama terrible, se manifiesta a veces en versos más
apacibles, pasajes de buen amor donde lo bucólico lo risueño y el humor -cierto
humor- se dan cita: “Los cuervos hablan hoy en la mañana y mi ventana es un
nidal./ El libro de estas cuerdas es una fiesta/ que acaba a ratos./ Amanece y
está el residuo limpio de la noche./ Una muchacha duerme en la otra sala, /un
amante en el sofá y mi mujer, que es la del ronquido.”
.
Al margen del proceso de involución política
representada por el continuismo balaguerista, la década de los setenta
sorprendió por la pujanza de nuevos movimientos culturales de carácter popular.
El fenómeno se hizo evidente en la proliferación de clubes barriales,
asociaciones, talleres y colectivos de escritores que en breve plazo cubrieron
las más apartadas regiones del país, acarreando en ocasiones inquietudes
artísticas insospechadas por caminos vecinales de pesadilla. El sumario de
actividades de estos grupos incluía jornadas semanales de estudio y discusión, participación
en charlas, recitales, agitación cultural, edición de boletines, etc.
Lamentablemente, y por las mismas razones sociales que les dieron origen, la
mayoría de sus integrantes se revelaron consumidores y no productores de
cultura, bajos consumidores, por cierto, en el mejor de los casos, cuando no
simples activistas o animadores, dado el grado de indigencia material e
intelectual.
Sin embargo, a pesar de que la importancia de estos
movimientos fue más de orden cuantitativo que cualitativo, o quizás
precisamente por ello, una especie de alarma se disparó en los organismos de seguridad del estado,
con consecuencias trágicas, en ocasiones, monstruosamente trágicas. Recuérdese,
por ejemplo, el ya mencionado feroz asesinato de los muchachos del club Héctor
J. Díaz.
El hecho es que, frente a la ampliación del margen
de participación de grupos cada vez mayores y conspicuos de artistas y
escritores, el sistema activó mecanismos más o menos sofisticados tendentes a
recuperar, integrar o canalizar por otras vías la disidencia social,
substrayéndola del contexto popular en la medida de lo posible. El sucedáneo de
la política balaguerista de exterminio y aislamiento de los movimientos de
masa, que, como se dijo anteriormente, incluyó la difusión del sistema
universal de la droga en el país, creó también las condiciones para el
surgimiento de poetas que encarnaban ideas contrarias a los postulados
revolucionarios y democráticos en general. Los efectos colaterales de está
política se manifestaron en la reducción del grado de disponibilidad de
numerosos exponentes de las artes y las letras. Voces que en otra época se
levantaban a favor de ideas avanzadas, fueron reducidas al silencio y a la
obediencia, o fueron simplemente seducidas por el poder, cuando no se vendieron
en cuerpo y alma. Así, mientras el consulado norteamericano concedía visas a
granel, miles de visas, para aligerar la presión de una juventud que optaba entre
el inconformismo o la diáspora, la Gulf and Western abrió un espacio llamado
Ciudad de los Artistas, en La Romana, para reeducar a pintores que pudieron
haber acompañado a Silvano Lora en las jornadas de los sesenta. Por otra parte,
los gobiernos de la esperanza perredeista, entre 1978 y 1986, se apuntaron sus
éxitos reacomodando a figuras consagradas de la cultura en posiciones
burocráticas, acomodaticias, cuando no abiertamente de derechas. La más
evidente, paradójica y realizada tentativa de asimilación del mordente
revolucionario de un escritor fue la infeliz resolución de una cámara de diputados
que tituló Poeta Nacional a Pedro Mir Valentín. Fue un despropósito en materia
de legislación estética y una ironía, sin duda, un sarcasmo, ya que la obra de
Pedro Mir recoge el grito de campesinos sin tierra que rara vez han recibido
muestras de simpatía concreta por parte de los legisladores. Lo peor, sin
embargo, no fue la concesión del título sino su aceptación. Desde ese momento
ingresó oficialmente el poeta al rebaño, al predio de las buenas conciencias.
Poeta nacional titulado, poeta domesticado, poeta de lujo. Poeta nacional por
encima de Manuel del Cabral, por ejemplo, y muchos otros, que al parecer no lo
eran, a pesar de la mayor solidez y raigambre de sus obras.
Los mecanismos de integración del sistema adoptan,
ocasionalmente, como se ha visto, una apariencia inocente, o por lo menos
inofensiva, más no por eso carente de una sutil eficacia. Para los fines de
lugar, concursos artísticos y literarios, por ejemplo, premios, homenajes y
todo tipo de reconocimiento con carácter de oficialidad se apoyan y se
complementan, fomentando el conformismo, la mediocridad, el arribismo, la
codicia, y son propicios a chismes y
componendas, aparte de que se prestan para expresar favores políticos. La
proliferación de premios y reconocimientos al ejercicio artístico y literario
distorsiona más bien o corrompe la esencia cultural, de ninguna manera la
impulsa o la promueve. Premios y reconocimientos de carácter mercurial se
desdoblan y degradan en símbolos de dudoso prestigio social cuyo valor es
meramente honorífico y pecuniario, y poco o nada tienen que ver con la
literatura o el arte. Premios y reconocimientos, en cuanto certificados de
calidad oficial y aliciente económico recompensan al escritor de estos lares
como ente no productivo, marginal. Por un minuto se lo saca del aislamiento que
padece como ave rara, se lo integra y se lo deposita como ejemplo. En la
cultura del subdesarrollo, todo premio literario es un premio de consolación,
Tanto así que en la mayoría de los casos ni siquiera se contempla la publicación
de la obra. Su importancia reside en su carácter de regulador y glorificador
social. De hecho, todo premio se perfila, desde su nacimiento, como golosina
que el sistema otorga al conformismo: especie de certificado de buena conducta,
agasajo a la conciencia tranquila, nunca –o raras veces- a la inquietud
rebelde. Por eso los premios se manejan
de manera tramposa. El premio literario es el paliativo, la respuesta fácil e
irresponsable al decaimiento de la cultura, a la disminución del círculo de
lectores. En lugar de invertir en educación, que es la base del desarrollo
cultural, se amplía la cobertura de los premios. En lugar de subvencionar los
libros, que cada vez más se convierten en artículos de lujo, se derrochan sumas
millonarias en la celebración de Ferias del libro que sólo benefician a los
libreros.
A la iniciativa oficial, y con muestras de gran
interés, se suma muchas veces el sector privado. Así, aparte de los codiciados
y desacreditados Premios Anuales –una
dádiva que la Secretaría de Educación otorga a la mediocridad- se han
establecido varios concursos artísticos y literarios financiados por
universidades, bancos, industrias y fundaciones que ofrecen incentivos
similares o aún más jugosos que los del sector estatal. Entre ellos merecen
especial recordación los muy mentados y ya desaparecidos Premios Siboney, coto
cerrado de una firma licorera que durante los años finales de la década de los
setenta se dio el lujo de “servir a la cultura”. Y la sirvió, por cierto, con
resultados dispares. En la mayoría de los casos los galardones concedidos por
la firma fueron un justo reconocimiento al mérito. En otros, sin embargo,
parecían fruto de las deliberaciones de un jurado en estado de embriaguez. Nada
excepcional, en fin, tratándose de galardones de una industria orientada al
culto de Baco.
Con honrosas excepciones, los jurados de los premios
estatales y privados no admiten voces disidentes, y las instancias de compadreo
y amiguismo se elevan a grado tal que muchas premiaciones son el producto de
arreglos, intercambios, soborno, tráfico de influencias y conciliábulos en
general. A decir verdad, premios y reconocimientos artísticos y literarios
representan en la actualidad poca cosa, como no sea compadreo y amiguismo, a
veces compadreo y amiguismo de alturas. Por ejemplo, en 1990, el jefe del
estado instituyó un suculento Premio Nacional de Literatura que anualmente
concedían la ex Secretaría de Estado de Educación y la Fundación Corripio.
Coincidencialmente, la primera entrega recayó graciosamente en la persona del
jefe del estado y en la persona de un ex jefe de estado: Joaquín Balaguer y
Juan Bosch. La suspicacia puede ser infundada, pero todo parece indicar que el
veredicto se produjo atendiendo a razones de jerarquía, o simplemente tomando en
cuenta las iniciales
Sea dicho de inmediato que en cuanto al segundo
agraciado no hay nada que objetar. Se trata de un ensayista y cuentista de
primer orden, cuya labor, durante más de cincuenta años ganó prestigio para las
letras nacionales. Puerto Rico, Cuba y Venezuela le son deudoras por obras como
Hostos, el sembrador, Cuba, la isla fascinante, El Napoleón de
las guerrillas y Bolívar y la guerra social.
Del primero hay que decir que es escritor, poeta y
gobernante –o mejor dicho, al revés- de inspiración y estilo decimonónicos. Su
lugar en la historia de la cultura está junto a Peña Batlle, como ideólogo del
trujillismo. En este aspecto representa lo máximo. Si el premio le hubiese sido
otorgado por ese concepto estaría más que justificado. Pero nadie –sino un
cortesano de oficio- puede mostrar méritos literarios en la obra de Balaguer.
Es una obra envarillada, literalmente, como su propia obra de gobierno, una
obra hipócrita y cosmética, especie de pantalla en la que aparece la imagen de
un hombre que se sitúa por encima de la podredumbre que ha sido su fuente de
poder. Con él no había cuentas pendientes en materia de literatura. Sus cuentas
son con la historia. Reconocimientos y premios le vienen de esa misma fuente de
poder, el mismo que ha ejercido casi toda la vida. Es el país podrido el que le
rinde homenaje, oligarcas y sicofantes. Es así que, en el colmo de la
desvergüenza y el sarcasmo, la cámara baja –muy baja- le otorga el título de
Padre de la Democracia. ¡Padre de la democracia, y no de la corrupción, al
siete veces fraudulento presidente de la república! Pero las demostraciones de
adulación, bajeza y servilismo no terminan ahí. La última aberración de la
cámara, en términos de legislación estética, fue la institución de un premio
literario que se honra con el nombre del Padre de la Democracia, la figura más
abominable de nuestra historia, amén de poetastro.
Joaquín Amparo Balaguer Ricardo, deshonra de la
política, ahora también es deshonra de las letras.
POÉTICA DE LOS OCHENTA
En El ojo del arúspice, primer libro de
José Mármol, la figura de Jano Bifronte es, paradójicamente, más relevante -en
clave simbólica- que la del propio arúspice. Mármol no ve el pasado ni el
futuro, pero mira hacia ellos: se sitúa en ambas orillas del tiempo y abraza la
tradición. Mejor dicho: “asume la ruptura dentro de la tradición como lo
aprendió Paz de Baudelaire”[51].
El poeta postmoderno abraza y asume la ruptura en la tradición: es lo correcto,
típico de la postmodernidad. Como punto de partida, el logro de José Mármol y
otros poetas de los ochenta ha sido recuperar la tradición y sus recursos. Y
han recuperado, de hecho, no sólo lo que en principio les interesaba, sino
incluso parte de lo que negaban. Otros, con anterioridad, trazaron el camino, y
Mármol lo reconoce:
“De aquella ebullición”, dice Mármol,
refiriéndose a la asonada Pluralista de Manuel Rueda, “proviene, en buena
medida, y junto a la recuperación de los aciertos expresivos de La Poesía
Sorprendida, la acentuada preocupación por el lenguaje en los autores aglutinados
en la expresión Generación o Promoción de los 80, la cual envuelve los autores
más perseverantes de finales del decenio de los 70” [52]
Esa “acentuada preocupación por el
lenguaje” se había puesto de manifiesto, tangencialmene, en algunos trabajos de
Enriquillo Sánchez y Radhamés Reyes-Vásquez, y se manifestó de manera especial
en los textos surgidos al calor de la implosión pluralista. La lista de
autores, tan corta como meritoria, incluye, en justicia, al infravalorado
Enrique Eusebio de Consignas y
subversiones, el de “Mecanógrafo de actas de difuntos”, que es uno de los
mejores poemas experimentalistas de su entorno. Incluye, por supuesto, a Alexis
Gómez Rosa, e incluye, sobre todo a José Enrique García y Cayo Claudio Espinal.
Ellos se elevaron sobre la vocinglería de los poetas de efemérides, los poetas
de choque, organizados mayormente en la Joven Poesía. Ellos tendieron el puente
entre la poesía de los pioneros de los sesenta y la poesía de fin de siglo: un
puente que une ambas orillas y, desde luego, las separa. Ellos rompieron y reanudaron
la tradición, pero nunca se convirtieron en cuerpo doctrinario. Ese mérito
corresponde a los poetas de los ochenta.
La
ruptura tuvo lugar en la continuidad. Enrique Eusebio y Alexis Gómez vienen de
los sesenta y rompen, primero, con ellos mismos, rompen con la estridencia de
la Joven Poesía, a la cual pertenecían, y hacen su revolución en el lenguaje y
con el lenguaje, al igual que los ochentistas. No rompen precisamente con los
pioneros, no con Alfonseca y Del Risco, y mucho menos con Norberto James. El
suave Norberto nunca incurrió en estridencias.
De
manera similar, Mármol y sus coetáneos se distancian de sus predecesores vociferantes
de la Joven poesía, en particular, y se distancian o pretenden distanciarse de
la sociología de los sesenta en general, pero la distancia no es sociológica,
como se verá, no es epocal, sino conceptual, técnica.
El punto de partida de la poética de
Mármol, ha dicho Soledad Álvarez, “es el reconocimiento y la afirmación del
fenómeno literario como un hecho de la lengua, del poema como objeto de
pensamiento y del poeta como ‘animal simbólico’ con la única responsabilidad de
llevar al máximo las propiedades estéticas del lenguaje. El poeta tiene una
misión, nos dice Mármol, ‘y no precisamente una función como acusa el dislate
de la sociología literaria’, concepción radicalmente opuesta a la teoría del
compromiso y a otras instrumentalizadoras de la literatura.”[53]
La diferencia entre Mármol y sus
predecesores radica en la conciencia del oficio, pero de ninguna manera es,
asimilable al rechazo del “compromiso”. Además, “función” y “misión” son
términos intercambiables y simplemente delatan la intención personal de cada
autor, su idea de la poesía, no la totalidad de la poesía. Los ochentistas, con
Mármol a la cabeza, si es cabeza, rechazan la subordinación de la poesía a la
ideología, se niegan a rebajar la palabra al rango de instrumento de la
política y el partido y tienen razón y derecho para hacerlo. Pero el poema siempre
es instrumento de algo y ese algo siempre está permeado de ideología,
incluyendo a un Dios que es macho y rubio. Dios es también un compromiso, y
grande, más grande que la política y el partido. Lo importante, en definitiva,
no es el compromiso, sino la calidad poética. Comprometerse poéticamente con
Dios conlleva un enorme dispendio de energías estéticas, si se juzga por
ciertos versos de Mármol, en los que “Es como el fuego Dios, cuya pasión
consume”. Por cierto que consume y compromete, tanto como el partido o el sexo.
De ahí que un poema a Dios pueda ser tan malo como un poema al Partido y hay
ejemplos. Hay que notar, a propósito, que la poesía satánica de Pedro Eduardo
Guerrero, el autor de Divino infierno,
no es más mala que la poesía religiosa de cierto autor que no viene al caso
mencionar.
Ahora bien, aparte de estas verdades de
Perogrullo (de Pedrogrullo), ¿con qué cara rechazan el compromiso un poeta y un
grupo de poetas que han hecho de Vallejo un objeto de culto? La revolución de
Vallejo no se quedó en la sintaxis. La poesía de Vallejo, que es desde luego un
maravilloso “hecho de lengua”, estuvo al servicio de una causa, subordinada e
insubordinada a un pensamiento político, comprometida hasta los tuétanos.
Vallejo evidentemente se preocupaba a través de la lengua y no sólo por la
lengua. Su obra destila sociología e ideología, cuando no es pura hiel que
destila: “La cólera del pobre/ tiene un aceite contra dos vinagres.” Vallejo
tenía compromiso con la lengua y la revolución.
Sobrada
razón tienen los ochentistas en distanciarse de la llamada Joven Poesía, no de
la llamarada sociológica de los sesenta. Ésta tiene, en efecto, razón de más
para sustentarse históricamente.
Los
oficiantes de la Joven Poesía utilizaban y utilizan la palabra como redoblante,
incluso como martillo. Experimentalistas y ochentistas la emplean como bisturí,
acaso pinzas, pugnando por sacar el alma de las cosas.
Unos
se quedan en la superficie del lenguaje y otros indagan en su sentido profundo,
lo revierten, lo transforman, lo someten a grandes tensiones, lo subvierten.
Los estridentes de la Joven Poesía y
afines perseveraron y perseveran en el panfleto burdo, en la poesía de
efemérides, a base de frases chatas y huecas. Son los poetas de choque, de los
que ya se dijo. En cambio los ochentistas rinden culto al lenguaje, lo
sacralizan y absolutizan en ocasiones, trabajan con el lenguaje y sobre el
lenguaje tratando de “imprimir (le) un máximo de tensión lúdica” [54]
Son poetas de oficio.
José Mármol y sus coetáneos representan
su tiempo porque sufren, meditan y realizan a conciencia lo que otros aún
expresan con fanfarria, con incorregible verbosidad en su fementida devoción a
la palabra.
El distanciamiento, de orden
conceptual, técnico, así como la conciencia del oficio, afectan sus relaciones
con la Joven Poesía desde los inicios del Taller Literario César Vallejo. La
sociología, en cambio, y la historia los vinculan a los pioneros de los años
sesenta, remiten al drama de los sesenta, sin solución de continuidad. La mayoría
no tuvo arte ni parte en el conflicto bélico, ni dio muestras de algún
comportamiento heroico en la cuna, ¡qué bochorno! Y sin embargo todos, desde la
tierna infancia, desde la inocencia de sus años verdes han estado expuestos al
soplo del viento frío Irónicamente, los poetas de la llamada postmodernidad son
auténticos depositarios de las memorias del viento frío.
René
del Risco y Bermúdez no inventó El viento
frío: lo describió y lo sufrió, y hasta ahí llega su responsabilidad, que
es enorme (y su culpa). A partir de entonces, 1966, los jóvenes poetas
dominicanos, muchos de ellos, han preservado, recuperado, recreado o reeditado
a su manera esas memorias. Memorias de un viento frío que es viento de
humillación y de derrota, aunque Miguel D. Mena no esté de acuerdo y me señale
por “falta de imaginación” (Miguel D. Mena, Miguel D. Más, !qué importa¡).
Viento, pues, de humillación y frustración después de la derrota a manos de
tropas yanquis. Tan sencillo como eso.
El drama de los postmodernistas sigue
siendo el mismo, o cuanto menos capítulo de un mismo drama: polo de una misma
dialéctica. Es un drama de orfandad, drama de desnudez. El fracaso de la
contienda y de los ideales de abril nos sumergió de pronto en el viento frío.
La crisis de los ochenta, con su anunciado fin de la historia y la muerte de la
utopía, nos dejó el alma en pelotas.
En un texto ya parcialmente citado en
la Introducción de esta obra, la terrible y sesuda Soledad Álvarez -una
escritora de intuiciones exuberantes-, ha expresado esta idea mejor que nadie:
“En general, la crítica de su tiempo no
pudo ver en El viento frío los
aspectos que aluden a la crisis de la individualidad en las sociedades
modernas, y que son, justamente las que enlazan estos poemas con el discurso
actual de la postmodernidad. Como en la década de los 90, el sujeto poético de El viento frío es un ser en tránsito
pero sin proyectualidad, sin historia, sin otro fin que la anécdota y el
instante. Para este hombre descentrado y desencantado, huérfano de
trascendencia y sólo atento al latido de su propia subjetividad, no hay vías de
escape colectivas. Del Risco llamó ‘viento frío’ al fracaso de la utopía de
abril. Nosotros llamamos post-modernidad a este tiempo ‘cool’ de incertidumbres
y pérdidas de las utopías colectivas, pero el mal de fondo es el mismo: la
apatía y el abandono ideológico a fuerza de frustración[55].
Así pues, por
razones de inmersión histórica (de las que Plinio Chaín no quiere saber), los
poetas postmodernos son parientes y dolientes de la poesía de René del Risco.
Deudos son, metafóricamente deudos de los pioneros de los sesenta. La herencia
se ha transformado en manos de los jóvenes artesanos de los ochenta, de eso no
hay duda, y, sin embargo, muchos denominadores son comunes Los registros
poéticos no son, desde luego, similares, salvo contados casos, pero coinciden
en lo esencial. En la sociología coinciden. Los separan tres décadas, pero los
une el desgarramiento.
PCS
[1] Binni, Walter, Poética, critica e storia letteraria, Editori Laterza, Bari, 1954, p. 44.
2 Op. Cit., p.
65.
[2] Soledad Álvarez, “El viento frío treinta años después”, Listín Diario, 1988.
[3] Alberto Baeza Flores, Los poetas
dominicanos del 1965, una generación importante y distinta, Santo Domingo, l985, p. 69.
[4] Idem.
[5] Op. Cit., p. 50.
[6] Alberto Baeza Flores, op. cit., p.37.
[7] Declaración de la
Comisión de Poesía del Frente Cultural en la solapa de
Jacques Viau Renau, Permanencia del
llanto, 1965.
[8] Idem.
[9] José Alcántara Almánzar, Antología
de la literatura dominicana, p.59.
[10] Alberto Baeza Flores, op. cit., p. 111.
[11] Manuel Rueda, Antología mayor de la literatura dominicana (siglos
xix-xx) Poesía II, p. 429.
[12] Alberto Baeza Flores, op, cit., p. 281.
[13] Ibid, 277.
[14] Andrés L. Mateo, Poesía de postguerra/ joven poesía
dominicana, Santo Domingo, 1981, p. 7.
[15] José Alcántara
Almánzar, “Abril del 65 en la Literatura Dominicana ”, revista Impacto socialista, 2da. Época, Año I,
No. 1, abril-mayo, 1985, pp. 55 y 57.
[16] José Alcántara
Almánzar, Antología de la literatura
dominicana, Santo Domingo, p. 59.
[17] José Alcántara
Almánzar, art. cit.,p. 57.
[18] Véase Pedro Conde,
“Dos décadas de poesía dominicana (1965-1985)”,
revista Impacto socialista, 2da.
Época, Año I, No. 2, julio-agosto, 1985, pp. 47-53. Alexis Gómez Rosa
contribuyó, con su inapreciable agudeza, a completar y darle forma final a este
trabajo, del cual aparecen aquí algunos extractos.
[19] Op. Cit., p.
9.
[20] Miguel D. Mena, Para una escritura de la crisis dominicana,
Santo Domingo, 1996, p. 26.
[21] Andrés L. Mateo,
op. cit., pp. 10 y 11.
[22] José Mármol, Ética del poeta, Santo Domingo, 1997, p.
243.
[23] Op. Cit., p. 11.
[24] José Mármol, Ética del poeta, 1997, p. 250.
[25] Op. cit., p. 249.
[26] Citado por José Mármol, op. cit., p.255.
[27] Alberto Baeza
Flores, op. Cit., p. 94.
[28] Op. cit., p. 47.
[29] Op. cit., p. 58.
[30] Enriquillo Sánchez,
La poesía bisoña (poesía dominicana
1960-1965) Reseña y antología, Santo Domingo, 1974 (¿?), pp. 134 y 135.
Cit. por Baeza Flores.
[31] Manuel Rueda, Antolo op. cit., p. 220.
[32] Manuel Rueda, Con el tambor de las islas.
Pluralemas, p. 12.
[33] Manuel Rueda, Antología mayor de la
literatura dominicana (siglos xix-xx). Poesía II, p. 220.
[34] Manuel Rueda, Con el tambor de las islas,
Pluralemas, p. 15.
[35] Ibid.
[36] Op. cit., p. 16.
[37] Ibid.
[38] Manuel Rueda, “Lecturas a un cánon”, Listín
Diario, 1975, (¿?).
[39] Rafael Herrera, “Literarias”, editorial de Listín Diario, (¿?),
1975
[40] “...estos poemas visuales pasaron sin pena ni
gloria. Boquiabiertos, los poetas del patio, escrutaron con lupa la
experimentación que posteriormente sembró en muchos una positiva inquietud
creadora. Como en otros países, sus cultivadores pertenecen a una secta
exclusiva, que no necesita, siquiera, la formación de un dúo.” Alexis Gómez
Rosa, El fondo y la forma de la sabrosa y dulce lengua (Antología de la
poesía dominicana 1975-1995), revista Zurgai (editada bajo el
patrocinio del Departamento de Cultura de la Diputación Foral
de Bizkaia), diciembre 1995, p. 56.
[41] Alberto Baeza Flores, op, cit., p. 145.
[42] Manuel Nuñez, suplemento “Isla Abierta” de Hoy,
14 de septiembre de 1991, pp 11-13.
[43] Alexis Gómez Rosa, op. Cit., p.50.
[44] Ibid., p. 56.
[45] Manuel Rueda, Antología mayorde la literatura
dominicana...., p. 553.
[46] Alexis Gómez Rosa, op. cit., p 56.
[47] Alexis Gómez Rosa, op. cit., p. 56.
[48] Manuel Rueda, op. cit., p. 447.
[49] Alexis Gómez Rosa, op. cit., p. 98.
[50] Alexis Gómez Rosa, op. cit., p. 84.
[51] José Mármol, Ética del poeta,
Santo Domingo, 1997, p. 71.
[52] Ibid., p. 38.
[53]
Soledad Álvarez, “José Mármol, la poética de pensar”, Listín Diario, 7 de junio de 1997.
[54] José Mármol, Ética del poeta,
p. 13.
[55] Soledad Álvarez, "El viento frío treinta años después”, Listín
Diario, 1988.
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