viernes, 20 de marzo de 2020

Giovanni Boccaccio: El decamerón

Pedro Conde Sturla
24 octubre, 2015

“El Satiricón” de Petronio ha sido considerado como la obra más original de la antigüedad clásica (el período greco-romano), de la misma manera que “El decamerón” de Boccaccio (1313-1375) ha sido calificado como el libro más vivo de la literatura italiana. Ambas joyas fueron alguna vez menospreciadas o simplemente despreciadas, prohibidas o segregadas por la naturaleza de su contenido escandaloso, explícitamente sexual, explícitamente inmoral en apariencia. No son historias aptas, desde luego, para consumo de sicorrígidos y moralistas, para todos aquellos que no sean capaces de ver, bajo la superficie, el drama social que muchas veces ocultan las narraciones más picantes, la tragedia epocal que se disimula en episodios aparentemente banales.
“El satiricón” recrea en parte, con una mirada de burla y desprecio la atmósfera cortesana de la época de Nerón (aquel nefasto personaje que, sin embargo, no tocaba la lira ni la cítara ni estaba en Roma durante el incendio de Roma, sino en su pueblo natal, el mismo Nerón que socorrió generosamente a los damnificados, según Tácito).
“El Decamerón”, escrito entre 1350 y 1375, se inscribe en el escenario de uno de los más negros capítulos de la historia de la humanidad, el de la peste negra o bubónica que castigó a Florencia en 1348.
“La peste negra, peste bubónica o muerte negra fue la pandemia de peste más devastadora en la historia de la humanidad, afectó a Europa en el siglo XIV y alcanzó un punto máximo entre 1346 y 1361, matando a un tercio de la población continental; Diane Zahler va más allá y estima que la mortandad superó la mitad, quizás el 60% de los europeos o lo que es lo mismo, habrían muerto 50 de los 80 millones de habitantes europeos. Se estima que la misma fue causa de muerte de aproximadamente 50 a 75 millones de personas entre los primeros casos en Mongolia (1328) y los últimos en la Rusia Europea (1353). Afectó devastadoramente Europa, China, India, Medio Oriente y el Norte de África. No afectó el África subsahariana ni al continente Americano”.
Boccaccio no describe el fenómeno en términos estadísticos, lo hace con palabras que se desangran como las propias víctimas del contagio, que se pudren como las víctimas hasta convertirse en una masa pustulente, dolorosa, pestilente. Palabras que denotan el habitual sentido judeocristiano del pecado y del castigo divino:
“Digo, pues, que ya habían los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios llegado al número de mil trescientos cuarenta y ocho cuando a la egregia ciudad de Florencia, nobilísima entre todas las otras ciudades de Italia, llegó la mortífera peste que o por obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones inicuas fue enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios para nuestra corrección que había comenzado algunos años antes en las partes orientales privándolas de gran cantidad de vivientes, y, continuándose sin descanso de un lugar en otro, se había extendido miserablemente a Occidente. Y no valiendo contra ella ningún saber ni providencia humana (como la limpieza de la ciudad de muchas inmundicias ordenada por los encargados de ello y la prohibición de entrar en ella a todos los enfermos y los muchos consejos dados para conservar la salubridad) ni valiendo tampoco las humildes súplicas dirigidas a Dios por las personas devotas no una vez sino muchas ordenadas en procesiones o de otras maneras, casi al principio de la primavera del año antes dicho empezó horriblemente y en asombrosa manera a mostrar sus dolorosos efectos. Y no era como en Oriente, donde a quien salía sangre de la nariz le era manifiesto signo de muerte inevitable, sino que en su comienzo nacían a los varones y a las hembras semejantemente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo, y algunas más y algunas menos, que eran llamadas bubas por el pueblo. Y de las dos dichas partes del cuerpo, en poco espacio de tiempo empezó la pestífera buba a extenderse a cualquiera de sus partes indiferentemente, e inmediatamente comenzó la calidad de la dicha enfermedad a cambiarse en manchas negras o lívidas que aparecían a muchos en los brazos y por los muslos y en cualquier parte del cuerpo, a unos grandes y raras y a otros menudas y abundantes”.
En el marco de esta horrible pandemia transcurren los relatos de “El decamerón” (literalmente “diez días”), una obra a la que adornan desde el Proemio las más nobles reflexiones y sentimientos de piedad y vocación de servicio:
“Humana cosa es tener compasión de los afligidos, y aunque a todos conviene sentirla, más propio es que la sientan aquellos que ya han tenido menester de consuelo y lo han encontrado en otros”.
La fina sensibilidad de Boccaccio se adelanta a su época al manifestar y otorgar abiertamente esa “compasión de los afligidos” a las mujeres, y a ellas también dedica el “útil consejo” de sus novelas o relatos. Boccaccio comprende perfectamente el drama de esos seres sometidos al doble yugo de la dictadura social y familiar, esos “viles e impuros” seres religiosamente despreciados por mandato bíblico:
“¿Y quién podrá negar que, por pequeño que sea, no convenga darlo mucho más a las amables mujeres que a los hombres? Ellas, dentro de los delicados pechos, temiendo y avergonzándose, tienen ocultas las amorosas llamas (que cuán mayor fuerza tienen que las manifiestas saben quienes lo han probado y lo prueban); y además, obligadas por los deseos, los gustos, los mandatos de los padres, de las madres, los hermanos y los maridos, pasan la mayor parte del tiempo confinadas en el pequeño circuito de sus alcobas, sentadas y ociosas, y queriendo y no queriendo en un punto, revuelven en sus cabezas diversos pensamientos que no es posible que todos sean alegres. Y si a causa de ellos, traída por algún fogoso deseo, les invade alguna tristeza, les es fuerza detenerse en ella con grave dolor si nuevas razones no la remueven, sin contar con que las mujeres son mucho menos fuertes que los hombres; lo que no sucede a los hombres enamorados, tal como podemos ver abiertamente nosotros.
Ellos, si les aflige alguna tristeza o pensamiento grave, tienen muchos medios de aliviarse o de olvidarlo porque, si lo quieren, nada les impide pasear, oír y ver muchas cosas, darse a la cetrería, cazar o pescar, jugar y mercadear, por los cuales modos todos encuentran la fuerza de recobrar el ánimo, o en parte o en todo, y removerlo del doloroso pensamiento al menos por algún espacio de tiempo; después del cual, de un modo o de otro, o sobreviene el consuelo o el dolor disminuye. Por consiguiente, para que al menos por mi parte se enmiende el pecado de la fortuna que, donde menos obligado era, tal como vemos en las delicadas mujeres, fue más avara de ayuda, en socorro y refugio de las que aman (porque a las otras les es bastante la aguja, el huso y la devanadera) entiendo contar cien novelas, o fábulas o parábolas o historias, como las queramos llamar, narradas en diez días, como manifiestamente aparecerá, por una honrada compañía de siete mujeres y tres jóvenes, en los pestilentes tiempos de la pasada mortandad, y algunas canciones cantadas a su gusto por las dichas señoras. En las cuales novelas se verán casos de amor placenteros y ásperos, así como otros azarosos acontecimientos sucedidos tanto en los modernos tiempos como en los antiguos; de los cuales, las ya dichas mujeres que los lean, a la par podrán tomar solaz en las cosas deleitosas mostradas y útil consejo, por lo que podrán conocer qué ha de ser huido e igualmente qué ha de ser seguido: cosas que sin que se les pase el dolor no creo que puedan suceder. Y si ello sucede, que quiera Dios que así sea, den gracias a Amor que, librándome de sus ligaduras, me ha concedido poder atender a sus placeres”.


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