miércoles, 10 de enero de 2018

El país perdido

Pedro Conde Sturla

06 de diciembre de 2012

Esta vez no voy a ironizar, no voy a hacer uso del sarcasmo, como es mi sana costumbre, no voy a llamar a Leonel Fernández Reyna por el título que se merece. No quiero que nada de lo que diga se pierda en lo que pueda parecer la burla de un oposicionista. Le llamaré ex Presidente con mayúscula, 
Yo no respeto las mayúsculas ni siquiera cuando se refieren a estado, rey y papa para desacreditarlas como símbolo del poder, y porque las palabras Obrero, Campesino -los productores de bienes materiales sin los cuales no podríamos subsistir- deberían ser las primeras con mayúsculas, aunque la Real Academia de la Letras no contemple esa posibilidad por razones de clase.
El Nueva York chiquito (que es para el ex Presidente una de sus grandes realizaciones) en que se ha convertido el polígono central del Gran Santo Domingo, como lo llaman, está enfermo de torres casi vacías, como se puede ver de noche. Han sido construidas en su mayoría con dinero del lavado de dólares, y a juicio de juiciosos arquitectos son tumbas de muertos vivientes que se van a desplomar o averiar con el primer leve movimiento de tierra que se produzca. Especialmente las flamantes torres del Malecón, que están construidas casi en el vacío, sobre una falla con cavernas donde penetra el mar. El mismo peligro corren  cientos de escuelas, escuelas del mismo tipo de las que colapsaron hace unos años con los moderados movimientos de tierra que ocurrieron en el Cibao.
Pero, aparte de esa terrorífica posibilidad, en los últimos doce años del desgobierno del ex Presidente Fernández, la inseguridad ciudadana ha crecido hasta niveles pavorosos, y la vida de los dominicanos se ha convertido en pura incertidumbre. O certidumbre de la incertidumbre como presente y futuro.
Lo hizo en el sentido que definió Marino Zapete con palabras de antología. Lo transformó, creando, apuntalando, reforzando esa poderosa maquinaria que copa todos los poderes del estado, convirtiendo un partido en la más formidable pandilla de depredadores que ha conocido la historia nacional
Yo tengo una modesta propiedad en Villas del Mar, construida a pedazos con mi sueldo de profesor universitario en un período de casi veinte años y me pasaba allí los fines de semana, hasta que los atracos y asesinatos en el lugar me aconsejaron  no volver a visitarla y la he dejado prácticamente abandonada. De hecho, no me atrevo ni a ir a la playa porque una simple avería en una goma y quedarme varado en la carretera puede ser una sentencia de muerte, a menos que no abandones el vehículo a su suerte y abandones rápidamente el lugar.
Lo que nunca pensé es que ir a un supermercado o transitar por una calle del Gran Santo Domingo también podría ser una sentencia de muerte y lo es. Ya vio usted que a Francina Hungría le dieron un balazo en lo ojos y quedará posiblemente ciega. A la esposa de un conocido jurista intentaron romperle los vidrios  del carro para despojarlo del mismo en plena Winston Churchil. A la esposa de un sobrino que viajaba con sus dos hijas la conminaron a detenerse dos policías en motocicletas con armas largas, dos Linces, y quizás salvó la vida porque logró escapar a velocidad temeraria.
André Guide, escritor francés
Por quitarle un celular mataron a una joven en Santiago. Se sabe de tres miembros de una familia de clase media que en total han sido atracados veinte veces en cinco años. Durante el último mes se han registrado sesenta y dos asaltos en el Distrito Nacional, y los choferes de Santiago que han perdido la vida a manos de malhechores se cuentan por docenas. En los barrios populares de todo el país la cuenta de las víctimas se ha perdido, pero son centenares de víctimas.
A todo eso se añade que la nueva modalidad de robo tiene un agravante, ya casi no se produce mediación de palabras entre asaltantes y asaltados, la muerte sustituye a la intimación para evitar demoras en el trámite.
Y todo esto ocurre en medio de la mayor indiferencia, del más absoluto desprecio por parte de las autoridades competentes, es decir las autoridades incompetentes. Y sobre todo de las autoridades cómplices como esa policía llamada Nacional, que todos identifican como la mayor fuente de delincuencia, aparte de la delincuencia de cuello blanco, desde luego.
Aníbal de Castro, un funcionario de su ex gobierno insensible, y del actual gobierno, no puede evitar hacerse eco del horror y de las causas del horror que padecemos en un brillante artículo titulado “Un número incontable”, donde pone muchos puntos sobre las íes y muchos pelos de punta:
“Junto a muchos otros, rehúso rendirme a la memez de encasillar a Francina Hungría en la columna de víctimas de la violencia, adicionarla sin más ni más a los guarismos de aquellos cuya salud, vida o bienes componen las estadísticas de los daños causados por la criminalidad preocupante que, como aguas desmadradas, arrolla el sosiego y anega de espanto esta geografía isleña. Encontrar las raíces del trastorno social es fácil, porque se las ve brotar en la urbanización extendida y la marginalidad aneja, en la creciente insatisfacción de la juventud excluida de los beneficios de la modernidad que los medios y las redes sociales amplifican con un efecto demostración devastador. Se fortalecen en el deterioro del entorno protector llamado familia, en la ignorancia que crece con el vigor de yerba mala y, si aún déficit de explicaciones, en la ineficiencia pública para proteger a la población con mecanismos y esfuerzos harto conocidos porque funcionan con un nivel aceptable en otras latitudes, incluso tan depauperadas o mucho más que la nuestra.
Más que una víctima, siento a Francina Hungría como una revuelta contra el oprobio; encarnación involuntaria del reclamo de quienes gritan desde el silencio de su impotencia que el tiempo de las palabras caducó; que la respuesta consiste en acciones concretas, no episódicas, que generen confianza y devuelvan las calles y el país a quienes pertenecen: al ciudadano honrado, a la mujer enaltecida al sobreponerse a la discriminación inscrita en el ADN nacional, al niño, a los trabajadores que crean la riqueza, al anciano en el umbral de las penumbras; en fin, a todos los que aspiran a una vida digna y se esfuerzan en construirla, a los que aman la justicia y asumen gustosos cuantos quehaceres animan la convivencia y la solidaridad tan propias del humano.
Las circunstancias que rodean el drama de Francina Hungría atolondran. Agotaba jornada laboral y, de acuerdo al libreto de su rutina diaria, había cumplido una de las múltiples visitas a un establecimiento ferretero donde adquiría materiales para la construcción al cuidado suyo y de otros profesionales de la ingeniería. Se desenvolvía en uno de los cuadrantes de más solera del Santo Domingo enfermo de gigantismo, y donde menos se esperaría la agresión artera de los criminales, tan confiados que ni siquiera actuaron embozados pese a que deslumbraba el mediodía. No era la víctima escogida adrede, puesto que los malandrines habían arrebatado ya el bolso a una señora. Simplemente, su desplazamiento coincidió con la ruta de escape. Conminada a entregar su vehículo, no advirtió que la amenaza letal de un arma acompañaba a la orden perentoria. Intentó escapar pero la máquina no respondió con la presteza requerida y el plomo casi a quemarropa encontró su cráneo.
Quisiera que fuese incierta la versión de que dos policías de la AMET ignoraron la ocurrencia criminal, ajetreados como suelen estar en la inutilidad. Desesperada, incapaz de contener los brotes de vida que se le escapaban sin saber por qué, atinaba a gritar que no estaba muerta. La esperanza se materializó en la ayuda de un desconocido que prestamente la transportó a un centro médico, y allí reclamó con insistencia que le diesen atenciones prontas. Este samaritano permanece en el anonimato y satisfaría que por lo menos el gobierno municipal lo buscase, lo despojase del misterio que probablemente su humildad alimenta para presentarlo como lo que es: un ejemplo de ciudadanía responsable. Necesitamos de esos héroes de la cotidianidad para remontar la mucha desesperanza que estos capítulos siniestros deparan.”
El ex presidente Fernández se jactó hace un tiempo de haber transformado el país durante sus mandatos y ciertamente lo hizo. Lo hizo en el sentido que definió Marino Zapete con palabras de antología. Lo transformó, creando, apuntalando, reforzando esa poderosa maquinaria que copa todos los poderes del estado, convirtiendo un partido en la más formidable pandilla de depredadores que ha conocido la historia nacional.
Creando, sobre todo, la pesadilla que nos toca vivir en el país perdido.
El Nueva York Chiquito, la obra cumbre del ex presidente Fernández, vino con su cocina del infierno.
Pcs, jueves, 06 de diciembre de 2012

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