jueves, 4 de enero de 2018

RAÍCES

A l e x H a l e y: Raíces
Historia de una familia americana
Pedro Conde Sturla

RAÍCES (PDF)

[“Se vende una mula y una carreta, dos vacas y una negra en cinta”, “Se vende un  carromato, un arado en buenas condiciones, instrumentos de labranza y dos muchachos negros en perfectas condiciones físicas para el trabajo en plantaciones de algodón” “Se busca negro fugitivo marcado con una M en el cuello y un arete en la oreja izquierda. Se pagará recompensa”...
Lo anterior son anuncios tomados al pie de la letra de periódicos racistas del sur norteamericano en el siglo
antepasado. Llama la atención entre otras cosas, que la venta anuncia a los seres humanos después de las cosas materiales. La dignidad de un negro valía menos, en efecto, que una mula o una carreta, aunque el país entero floreció, precisamente, gracias al trabajo de los negros esclavos.


Aley Haley escribió parte de esa historia memorable en “Raíces, Historia de una familia americana”, de la cual se hizo una serie televisiva que cautivó al mundo: la historia de Kunta Kinte, su antecesor:
“Doscientos años de historia real novelada, el drama de Kunta Kinte y las seis generaciones que le siguieron…hasta llegar al autor”.
“Raíces es un libro que no se dirige sólo a los negros sino a los hombres de todas las razas. Relata una de las historias más conmovedoras de la humanidad. Es el viejo tema de “La cabaña del tío Tom”, escrito otra vez por las víctimas. Es la otra cara de “Lo que el viento se llevó”. La crítica lo considera ya como un clásico de la literatura”.
Kunta Kinte somos todos, incluso los blanquitos como yo y los que se creen blanquitos frente al código racista del imperio que todavía pretende ser una nación de blancos. PCS.]

CAPITULO 49
Casi durante todo un día, Kunta perdía el conocimiento y volvía en sí, con los ojos cerrados. Parecía que se le habían caído los músculos de las mandíbulas, pues no cesaba de correr por una de las comisuras de la boca un hilo permanente de saliva. A medida que se fue dando cuenta, gradualmente, de que estaba vivo, el dolor terrible pareció dividirse, latiéndole en la cabeza, atravesándole el cuerpo, quemándole la pierna derecha. Necesitaba hacer un esfuerzo sobrehumano para abrir los ojos, y entonces trató de recordar lo que le había pasado. Se acordó del rostro colorado y contorsionado del toubob, el hacha que se elevaba con la rapidez de un relámpago, el ruido que hizo al dar contra el tronco, y la parte delantera de su pie que se desprendía. Le palpitaba tanto la cabeza que se volvió a sumergir en la oscuridad.
La próxima vez que abrió los ojos, se puso a observar una telaraña en el cielo raso. Después de un rato logró moverse hasta darse cuenta de que le habían atado el pecho, las muñecas y los tobillos; tenía la cabeza y el pie derecho apoyados contra algo blando, y llevaba puesta una especie de bata. En medio de su agonía sintió un olor como a alquitrán. Creía que no había dolor que le fuera desconocido, pero el presente era mucho peor.
Estaba musitando algo a Alá cuando se abrió la puerta. Se detuvo de inmediato. Entró un toubob alto, que no había visto nunca, trayendo una valija negra pequeña. Tenía una expresión de enojo, aunque no dirigido hacia Kunta. Espantando las moscas que revoloteabean, el toubob se inclinó a su lado. Kunta sólo podía verle la espalda; de repente, algo que le hizo el toubob en el pie lo sorprendió de tal manera que Kunta aulló como una mujer, haciendo fuerza contra la soga que le sujetaba el pecho. Volviéndose para mirarlo, el toubob le puso la mano sobre la frente y luego le tomó la muñeca con suavidad durante un largo rato. Luego se puso de pie, y mientras observaba los gestos que hacía Kunta, llamó en alta voz: –¡Bell!
Una mujer baja y robusta, de piel negra, de rostro severo aunque no desagradable, entró llevando un recipiente con agua. A Kunta le pareció reconocerla, como si la hubiera visto en un sueño, inclinada sobre él, dándole agua. El toubob dijo algo a la mujer en un tono dulce, mientras sacaba algo de su bolsa negra y lo echaba en el vaso de agua, revolviéndolo. El toubob volvió a decir algo, y esta vez la negra se arrodilló.
Con una mano le levantó la cabeza mientras con la otra le acercaba el vaso a los labios. El estaba demasiado débil y enfermo como para resistir, así que bebió.
Por un instante vio el enorme vendaje alrededor de su pie derecho; la sangre seca había tomado un color como de herrumbre. Se estremeció, deseando incorporarse, pero no le respondieron los músculos. El líquido que pasaba por su garganta tenía un gusto nauseabundo. La mujer le soltó la cabeza, el toubob le dijo algo, y ella respondió. Luego los dos salieron de la habitación.
Casi antes de que salieran, Kunta volvió a sumergirse en un sueño profundo. Esa noche, cuando volvió a abrir los ojos, no se acordaba dónde estaba. El pie derecho parecía arderle; intentó levantarlo, pero el movimiento le hizo dar un grito. Su mente se hundió en una confusión borrosa de imágenes y pensamientos, pero no podía concentrarse en nada. Le pareció ver a Binta, y le dijo que estaba herido, pero que no se preocupara, pues volvería a su casa no bien pudiera. Luego vio una bandada de aves que volaban muy alto, y una lanza atravesó a una de ellas. Empezó a caer él mismo, gritando, aferrándose desesperadamente al vacío.
Cuando volvió a despertarse se dio cuenta de que algo horrible le había sucedido en el pie. ¿O habría sido una pesadilla? Sólo sabía que estaba muy enfermo. Tenía todo el lado derecho insensible, y la garganta muy seca. Se le partían los labios de la fiebre, y los sentía resecos. Estaba empapado en sudor, y emitía un olor enfermizo. ¿Era posible que alguien pudiera cortarle el pie a otro ser humano? Entonces se acordó del toubob que le señalaba el pie y los genitales, y la expresión espantosa de su rostro. Volvió a sentir furia. Hizo un esfuerzo por flexionar los dedos del pie. Sintió un dolor desesperante. Se quedó inmóvil, esperando que pasara, pero seguía. Y era insoportable, pero sin embargo podía soportarlo. Se odió a sí mismo, porque esperaba que viniera pronto el toubob y le echara en el agua ese remedio que le proporcionaba algún alivio.
Una y otra vez trató de soltarse las manos de las flojas ataduras que las mantenían fijas a los costados, sin lograrlo. Se debatía, gruñendo de dolor, cuando vio que se abría la puerta. Era la mujer negra, con una luz amarillenta y vacilante que le iluminaba la cara negra. Sonriendo, empezó a emitir sonidos y a hacer movimientos faciales y gestos que querían comunicarle algo. Indicando la puerta, la mujer representó, mediante gestos, la entrada de un hombre alto que daba de beber a una persona que se quejaba, y esta sonreía y se sentía mucho mejor. Kunta no dio señales de entender que la mujer le estaba diciendo que el toubob alto era hombre de medicina.
Ella se encogió de hombros, se puso en cuclillas y empezó a ponerle un trapo húmedo y fresco sobre la frente. Su odio hacia ella no disminuyó por eso. La mujer le dio a entender que le iba a levantar la cabeza para darle un poco de sopa. Mientras tragaba el alimento, la aborreció por su expresión de satisfacción. Ella hizo un pocito en el piso de tierra y metió en él un objeto redondo y largo, de cera, y lo encendió. Con gestos y expresiones le preguntó finalmente si necesitaba algo. Él la miró con el ceño fruncido, y ella se fue. Kunta se quedó mirando la llama fijamente, tratando de pensar, hasta que el objeto se extinguió al derretirse totalmente. En la oscuridad se acordó del plan de matar a los toubobs que habían hecho en la canoa grande. Quería ser guerrero en un gran ejército negro y matar a tantos toubobs como pudiera. Pero se puso a temblar, temeroso de que él fuera quien estuviera a punto de morir, aunque eso significara que estaría para siempre junto a Alá. Después de todo, nunca había regresado nadie para contar cómo era la vida eterna con Alá, pero tampoco había vuelto nadie a su aldea africana para contar cómo era vivir con los toubobs.
La próxima vez que llegó Bell, notó que lo miraba con preocupación, fijándose en sus ojos inyectados en sangre y amarillentos, hundidos en su rostro afiebrado. Estaba más flaco que cuando había llegado a ese lugar la semana anterior, y no dejaba de temblar y de quejarse. La mujer salió en seguida, pero en menos de una hora regresó con trapos, dos cacerolas humeantes y un par de colchas dobladas. Con movimientos rápidos y –por alguna razón– furtivos, le cubrió el pecho con una cataplasma hirviente de hojas hervidas mezcladas con algo acre. La cataplasma estaba tan caliente que Kunta gimió y trató de sacársela, pero con firmeza Bell se lo impidió. Mojando los trapos en la otra cacerola hirviente, los escurrió y se los puso encima de la cataplasma, y luego lo tapó con las dos colchas. ( A l e x H a l e y: Raíces).


pcs, jueves 6 de octubre de 2011RAÍCES

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