A l e x H a l e y: Raíces
Historia de una familia americana
Pedro Conde
Sturla
RAÍCES (PDF) |
Lo anterior son anuncios tomados al pie de la letra de periódicos racistas del sur norteamericano en el siglo
antepasado. Llama la atención entre otras cosas, que la venta anuncia a los seres humanos después de las cosas materiales. La dignidad de un negro valía menos, en efecto, que una mula o una carreta, aunque el país entero floreció, precisamente, gracias al trabajo de los negros esclavos.
Aley Haley escribió parte de esa historia memorable en “Raíces, Historia de una familia
americana”, de la cual se hizo una serie televisiva que cautivó al
mundo: la historia de Kunta Kinte, su antecesor:
“Doscientos años de historia real novelada, el drama de Kunta Kinte y
las seis generaciones que le siguieron…hasta llegar al autor”.
“Raíces es un libro que no se dirige sólo a los negros sino a los
hombres de todas las razas. Relata una de las historias más conmovedoras de la
humanidad. Es el viejo tema de “La cabaña del tío Tom”, escrito otra vez por
las víctimas. Es la otra cara de “Lo que el viento se llevó”. La crítica lo
considera ya como un clásico de la literatura”.
Kunta Kinte somos todos, incluso los blanquitos como yo y los que se
creen blanquitos frente al código racista del imperio que todavía pretende ser
una nación de blancos. PCS.]
CAPITULO 49
Casi durante todo
un día, Kunta perdía el conocimiento y volvía en sí, con los ojos cerrados.
Parecía que se le habían caído los músculos de las mandíbulas, pues no cesaba
de correr por una de las comisuras de la boca un hilo permanente de saliva. A
medida que se fue dando cuenta, gradualmente, de que estaba vivo, el dolor
terrible pareció dividirse, latiéndole en la cabeza, atravesándole el cuerpo,
quemándole la pierna derecha. Necesitaba hacer un esfuerzo sobrehumano para
abrir los ojos, y entonces trató de recordar lo que le había pasado. Se acordó
del rostro colorado y contorsionado del toubob, el hacha que se elevaba con la
rapidez de un relámpago, el ruido que hizo al dar contra el tronco, y la parte
delantera de su pie que se desprendía. Le palpitaba tanto la cabeza que se
volvió a sumergir en la oscuridad.
La próxima vez que
abrió los ojos, se puso a observar una telaraña en el cielo raso. Después de un
rato logró moverse hasta darse cuenta de que le habían atado el pecho, las
muñecas y los tobillos; tenía la cabeza y el pie derecho apoyados contra algo
blando, y llevaba puesta una especie de bata. En medio de su agonía sintió un
olor como a alquitrán. Creía que no había dolor que le fuera desconocido, pero
el presente era mucho peor.
Estaba musitando
algo a Alá cuando se abrió la puerta. Se detuvo de inmediato. Entró un toubob
alto, que no había visto nunca, trayendo una valija negra pequeña. Tenía una
expresión de enojo, aunque no dirigido hacia Kunta. Espantando las moscas que
revoloteabean, el toubob se inclinó a su lado. Kunta sólo podía verle la
espalda; de repente, algo que le hizo el toubob en el pie lo sorprendió de tal
manera que Kunta aulló como una mujer, haciendo fuerza contra la soga que le
sujetaba el pecho. Volviéndose para mirarlo, el toubob le puso la mano sobre la
frente y luego le tomó la muñeca con suavidad durante un largo rato. Luego se
puso de pie, y mientras observaba los gestos que hacía Kunta, llamó en alta
voz: –¡Bell!
Una mujer baja y
robusta, de piel negra, de rostro severo aunque no desagradable, entró llevando
un recipiente con agua. A Kunta le pareció reconocerla, como si la hubiera
visto en un sueño, inclinada sobre él, dándole agua. El toubob dijo algo a la
mujer en un tono dulce, mientras sacaba algo de su bolsa negra y lo echaba en
el vaso de agua, revolviéndolo. El toubob volvió a decir algo, y esta vez la
negra se arrodilló.
Con una mano le
levantó la cabeza mientras con la otra le acercaba el vaso a los labios. El
estaba demasiado débil y enfermo como para resistir, así que bebió.
Por un instante vio
el enorme vendaje alrededor de su pie derecho; la sangre seca había tomado un color
como de herrumbre. Se estremeció, deseando incorporarse, pero no le
respondieron los músculos. El líquido que pasaba por su garganta tenía un gusto
nauseabundo. La mujer le soltó la cabeza, el toubob le dijo algo, y ella
respondió. Luego los dos salieron de la habitación.
Casi antes de que
salieran, Kunta volvió a sumergirse en un sueño profundo. Esa noche, cuando volvió
a abrir los ojos, no se acordaba dónde estaba. El pie derecho parecía arderle;
intentó levantarlo, pero el movimiento le hizo dar un grito. Su mente se hundió
en una confusión borrosa de imágenes y pensamientos, pero no podía concentrarse
en nada. Le pareció ver a Binta, y le dijo que estaba herido, pero que no se
preocupara, pues volvería a su casa no bien pudiera. Luego vio una bandada de
aves que volaban muy alto, y una lanza atravesó a una de ellas. Empezó a caer
él mismo, gritando, aferrándose desesperadamente al vacío.
Cuando volvió a
despertarse se dio cuenta de que algo horrible le había sucedido en el pie. ¿O
habría sido una pesadilla? Sólo sabía que estaba muy enfermo. Tenía todo el
lado derecho insensible, y la garganta muy seca. Se le partían los labios de la
fiebre, y los sentía resecos. Estaba empapado en sudor, y emitía un olor
enfermizo. ¿Era posible que alguien pudiera cortarle el pie a otro ser humano?
Entonces se acordó del toubob que le señalaba el pie y los genitales, y la
expresión espantosa de su rostro. Volvió a sentir furia. Hizo un esfuerzo por
flexionar los dedos del pie. Sintió un dolor desesperante. Se quedó inmóvil, esperando
que pasara, pero seguía. Y era insoportable, pero sin embargo podía soportarlo.
Se odió a sí mismo, porque esperaba que viniera pronto el toubob y le echara en
el agua ese remedio que le proporcionaba algún alivio.
Una y otra vez
trató de soltarse las manos de las flojas ataduras que las mantenían fijas a
los costados, sin lograrlo. Se debatía, gruñendo de dolor, cuando vio que se
abría la puerta. Era la mujer negra, con una luz amarillenta y vacilante que le
iluminaba la cara negra. Sonriendo, empezó a emitir sonidos y a hacer
movimientos faciales y gestos que querían comunicarle algo. Indicando la
puerta, la mujer representó, mediante gestos, la entrada de un hombre alto que
daba de beber a una persona que se quejaba, y esta sonreía y se sentía mucho
mejor. Kunta no dio señales de entender que la mujer le estaba diciendo que el toubob
alto era hombre de medicina.
Ella se encogió de
hombros, se puso en cuclillas y empezó a ponerle un trapo húmedo y fresco sobre
la frente. Su odio hacia ella no disminuyó por eso. La mujer le dio a entender
que le iba a levantar la cabeza para darle un poco de sopa. Mientras tragaba el
alimento, la aborreció por su expresión de satisfacción. Ella hizo un pocito en
el piso de tierra y metió en él un objeto redondo y largo, de cera, y lo
encendió. Con gestos y expresiones le preguntó finalmente si necesitaba algo.
Él la miró con el ceño fruncido, y ella se fue. Kunta se quedó mirando la llama
fijamente, tratando de pensar, hasta que el objeto se extinguió al derretirse
totalmente. En la oscuridad se acordó del plan de matar a los toubobs que
habían hecho en la canoa grande. Quería ser guerrero en un gran ejército negro
y matar a tantos toubobs como pudiera. Pero se puso a temblar, temeroso de que
él fuera quien estuviera a punto de morir, aunque eso significara que estaría
para siempre junto a Alá. Después de todo, nunca había regresado nadie para
contar cómo era la vida eterna con Alá, pero tampoco había vuelto nadie a su
aldea africana para contar cómo era vivir con los toubobs.
La próxima vez que
llegó Bell, notó que lo miraba con preocupación, fijándose en sus ojos
inyectados en sangre y amarillentos, hundidos en su rostro afiebrado. Estaba
más flaco que cuando había llegado a ese lugar la semana anterior, y no dejaba
de temblar y de quejarse. La mujer salió en seguida, pero en menos de una hora
regresó con trapos, dos cacerolas humeantes y un par de colchas dobladas. Con movimientos
rápidos y –por alguna razón– furtivos, le cubrió el pecho con una cataplasma hirviente
de hojas hervidas mezcladas con algo acre. La cataplasma estaba tan caliente
que Kunta gimió y trató de sacársela, pero con firmeza Bell se lo impidió.
Mojando los trapos en la otra cacerola hirviente, los escurrió y se los puso
encima de la cataplasma, y luego lo tapó con las dos colchas. ( A l e x H a l e y: Raíces).
pcs, jueves 6
de octubre de 2011RAÍCES
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