viernes, 19 de enero de 2018

El cumpleaños de la Infanta

Pedro Conde Sturla

8 de febrero de 2011 

[El irlandés Oscar Wilde vivió poco (1854–1900) y escribió mucho y bien. Escribió en modo quizás insuperable y fustigó las lacras y la hipocresía de la sociedad de Inglaterra, que se lo hizo pagar muy caro.
Uno de sus relatos más extraordinarios (del cual se publica la parte final), es “El cumpleaños de la Infanta “, un texto que no tiene nada de inocente.
El día de su cumpleaños la Infanta fue agasajada por malabaristas, titiriteros, niños cantores, “Pero lo más divertido de la fiesta, lo mejor de todo sin duda alguna, fue la danza del enanito. Cuando apareció en la plaza tambaleándose sobre sus piernas torcidas y balanceando su enorme cabezota deforme, los niños estallaron en ruidosas exclamaciones de alegría…”
El enanito no piensa que se burlan de su deformidad sino que ríen de sus gracias. Y cuando la Infanta –por burla- le arroja una flor, lo confunde con un gesto de amor.
Más tarde, mientras deambula por los pasillos palaciegos vio una criatura monstruosa que avanzaba hacia él amenazante. Cada paso que daba lo acercaba, inexplicablemente al monstruo, y cuando al final del pasillo vio que el monstruo replicaba sus movimientos desde ese “muro invisible de agua transparente y sólida”,  descubrió que ese monstruo era él mismo, se reconoció de alguna manera en el espejo de su deformidad y se le paró el corazón. La Infanta prohibió que sus compañeros de juego tuvieran corazón.
Adulones, cortesanos, bufones, sicofantes, malandrines, diputados, senadores, jueces, politicastros, mininistros, eclesíasticos, lambiscones y mascotas de este reino se ven todos los días en el espejo de su deformidad, pero no hay peligro de que mueran de infarto, no tienen corazón, como dictó la princesa, y ni el menor asomo de dignidad. PCS] 

EL CUMPLEAÑOS DE LA INFANTA

De todas las habitaciones dónde ya había estado, ésta era la más espléndida y hermosa. Las paredes estaban tapizadas de damasco rojo, salpicado de pájaros y flores de plata; los muebles eran de plata maciza y ante las dos enormes chimeneas, se abrían dos grandes pantallas, con pavos reales y papagayos de hilo de oro bordado en relieve. El pavimento, de ónix color verde mar, parecía perderse en la lejanía. Pero aquí no estaba solo. Desde la sombra de la puerta, al otro extremo de la habitación, una pequeña figura lo contemplaba. Le tembló el corazón, dejó escapar un grito de alegría, y avanzó. Entonces, la figura avanzó también y el enanito consiguió distinguirla con claridad.
¿Era la Infanta ? No, quien se le acercaba era un monstruo, el monstruo más grotesco que podía existir. No era proporcionado como todo el mundo, sino jorobado y patizambo, con una cabezota enorme que se bamboleaba de un lado a otro, y una hirsuta crin negra. El enanito frunció el ceño, y el monstruo también lo frunció. Se echó a reír, y el monstruo se puso a reír con él, dejando caer los brazos lo mismo que él. Le hizo una reverencia burlona, y el monstruo le respondió con una reverencia todavía más irónica. Avanzó hacia él, y el monstruo vino a su encuentro remedando todos sus gestos y deteniéndose cuando él se detenía. Gritó alegremente y corrió hacia él, alargándole la mano, y la mano del monstruo tocó la suya y era fría como el hielo. Se asustó y retiró la mano y la mano del monstruo le imitó vivamente, mientras ponía una grotesca expresión de miedo. 
Hizo un intento de esquivarlo y seguir adelante pero lo detuvo aquel ente, poniéndosele siempre por delante con su contacto duro y resbaladizo. La cara del monstruo estaba muy cerca de la suya, como si tratase de besarlo, y se veía patéticamente aterrorizada. Retiró los mechones que le caían sobre los ojos, y el monstruo hizo lo mismo. Lo golpeó, y el monstruo le devolvió golpe por golpe, le hizo muecas y en el rostro del monstruo se dibujaron las mismas muecas. Retrocedió, y el monstruo retrocedió también, entreabriendo una jeta repulsiva. 
¿Qué extraño fenómeno era ése? Reflexionó un momento mirando en torno suyo por todo el salón. Era extraño: todo parecía tener su igual detrás de ese muro invisible de agua transparente y sólida. Si, cuadro por cuadro, y asiento por asiento todo estaba allí como duplicado. El fauno dormido, junto a la puerta, tenía su hermano gemelo que dormía también; y la Venus de plata, en pie bajo los rayos del sol, extendía los brazos a otra Venus tan hermosa como ella. 
¿Sería aquello el Eco? 
Recordó aquella ocasión en que había llamado al eco en el valle y el Eco le había respondido palabra por palabra. ¿Podría burlar la vista, como burlaba la voz? ¿Podría crear un mundo a imitación, idéntico al mundo real? ¿Las sombras de las cosas, podrían tener color y vida y movimiento? ¿Sería posible que…? 
Se estremeció, y sacando de su pecho la rosa blanca, la besó. ¡Pero he aquí que el monstruo también tenía una rosa, pétalo por pétalo idéntica a la suya! ¡Y la besaba con igual deleite, y la estrechaba contra su corazón haciendo gestos grotescos! 
Cuando al final la verdad se abrió paso en su mente, el enano lanzó un aullido un grito de desesperación y cayó al pavimento sollozando. ¡Ese ser deforme y jorobado, de aspecto horrible y grotesco, era él! ¡Era él mismo, él era el monstruo, y era de él de quien se habían reído todos los muchachos… y la Princesita , en cuyo amor creyera… ella también se había burlado de su fealdad, había hecho mofa de sus piernas torcidas! ¿Por qué no lo habían dejado en el bosque, donde no había espejo que le mostrara su horror? ¿Por qué no lo había matado su padre antes de permitir que se burlaran de él? Lloró lágrimas quemantes, y sus manos destrozaron la rosa blanca… y el monstruo hizo lo mismo y esparció por el aire los delicados pétalos. 
El enanito se cubrió los ojos con las manos, y se alejó del espejo temiendo verlo una vez más. 
Como un pobre ser herido se arrastró hacia la sombra, y allí se quedó gimiendo. 
En ese preciso instante, por el ventanal abierto, entró la propia Infanta con su séquito, y cuando vieron al horroroso enanito de bruces en el pavimento, golpeándolo con los puños del modo más fantástico, estallaron en alegres carcajadas. 
—Sus danzas son muy graciosas —dijo la infanta—, pero su manera de actuar es mucho más divertida todavía. Lo hace casi tan bien como las marionetas, aunque con menos naturalidad. 
Agitó su abanico, y aplaudió. 
Pero el enanito no levantó la cabeza. Sus sollozos eran cada vez más débiles; hasta que exhaló un extraño suspiro y se oprimió el costado. Luego, cayó boca arriba y quedó inmóvil. 
—¡Lo has hecho estupendo! —aplaudió la Infanta después de una pausa— Pero ahora te toca bailar. 
—Sí —gritaron los demás niños—, tienes que levantarte y bailar. Eres tan inteligente como los monos de Berbería, y mucho más gracioso.
Pero el enanito no contestó. 
La Infanta , airada, dio un golpe en el suelo con su pie, y llamó a su tío, que estaba paseando con el Chambelán, mientras leían unas cartas recién llegadas de México, donde se acababa de establecer la Santa Inquisición. 
—Mi enanito se está haciendo el desobediente —gritó la Infanta —. ¡Levántenlo y díganle que baile! 
Los caballeros sonrieron entre sí y entraron sin prisa. Al llegar junto al enanito, don Pedro se inclinó y lo golpeó suavemente en la mejilla con su guante bordado.
—Baila ya, petit montre —dijo—. La Infanta de España y de todas las Indias quiere que la diviertas. 
Pero el enanito permaneció inmóvil. 
—Habrá que hacer venir al verdugo —dijo enojado don Pedro. 
Pero el Chambelán, que miraba la escena con rostro grave, se arrodilló junto al enanito y le puso la mano sobre el corazón. Después de un momento se encogió de hombros y levantándose, hizo una profunda reverencia a la infanta diciendo: 
—Mi bella Princesa, tu enanito no volverá a bailar. Y es lamentable, porque es tan feo, que con seguridad habría hecho sonreír al propio Rey. 
—¿Y por qué no volverá a bailar? —preguntó la Infanta con aire decepcionado.
—Porque su corazón se ha roto —contestó el Chambelán.
Y la Infanta frunció el ceño, y sus finos labios se contrajeron en un delicioso gesto de fastidio. 
—De ahora en adelante —exclamó echando a correr al jardín— los que vengan a jugar conmigo no deben tener corazón. (OSCAR WILDE).

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