miércoles, 19 de diciembre de 2018

LA TRINCHERA DEL HONOR

Un relato de 
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
Aquel sábado primero de mayo la moral de los combatientes en el comando de la viuda Pichardo no estaba particularmente alta. La viuda, en cambio, se mostraba indiferente, ajena a la situación. No se inmutaba. Se paseaba por la casa con su uniforme blanco de faena, no con el elegante vestido de ramos y flores, que era el de las ocasio- nes especiales. Brindaba jugo, cuando había, café, agua, comida, brindaba todas sus amables atenciones.
Al llegar la noche se produjo un acontecimiento que estábamos esperando, algo aparentemente rutinario que insufló, sin embargo, en muchos ánimos decaídos una oportuna dosis de adrenalina.

Desde Radio Habana Cuba empezó a escucharse en la voz de Fidel su alocución del primero de mayo, que dedicó a Vietnam y Santo Domingo, y en las azoteas de la ciudad donde se habían establecido inicialmente los comandos de la resistencia, en las casas y en las calles a oscuras la atmósfera adquirió un aura mágica.  
Nadie a mí alrededor tenía radio, pero la voz del héroe del Gramma se escuchaba en todos los rincones, como si saliera de la nada, gravitaba sobre nuestras cabezas junto a los aplausos estremecedores de la multitud que desde La Habana nos hacía llegar la más grandiosa expresión de solidaridad.
Fue uno de los momentos estelares de la contienda.
En su esperado discurso Fidel Castro exaltaba con viva emoción la epopeya que en esos momentos los constitucionalistas estaban escribiendo en la tierra de Santo Domingo, a la vez que execraba la intervención del imperio calificándola como una de las acciones más vandálicas, criminales y bochornosas del siglo, una de tantas. 
Fidel era joven, la revolución cubana era joven todavía y las ilusiones que suscitaban nos llenaban de esperanza en esa época. Con su voz poco timbrada, más bien aflautada, Fidel describía con admiración e indignación a la vez un suceso que para la mayoría era desconocido. A saber, que en los 
primeros enfrentamientos entre combatientes 
constitucionalistas y soldados del imperio en el puente  Duarte, tres infantes de marina y dos paracaidistas yanquis habían muerto, aquí, en Santo Domingo, y más de quince habían sido heridos. Que en el desigual combate, a los dominicanos les cabía la honrosa gloria de haber comprobado una vez más que los soldados mercenarios del imperialismo son de carne y hueso, y que si venían a matar, bien merecían morir como murieron.
El estruendo de las masas, tanto en Santo Domingo como en La Habana, duró largos minutos, y en la vastedad de esa noche, oscura como pocas, por primera vez no nos sentimos tan solos y desamparados.
Al día siguiente las fuerzas del imperio prosiguieron su ofensiva, y avanzaron desde el puente Duarte con apoyo de tanques, helicópteros e infantería hacia la zona de la embajada norteamericana y (con el propósito de crear un corredor de seguridad y dividir la ciudad, dividir nuestras fuerzas, ya de por sí menguadas), se apoderaron de una 
estratégica franja que garantizaba la comunicación con San  Isidro y el aeropuerto internacional.
Para peor, desde el mismo miércoles 28 de abril, mientras estábamos enfrascados en otras operaciones militares, los guardias de San Cristóbal, el batallón Mella, tomaron sin ninguna resistencia el Palacio Nacional, un hecho que en poco tiempo tendría trágicas consecuencias.
Con el fin de no dejar cabos sueltos, los estrategas del imperio ordenaron a las hordas criollas bajo su mando proseguir la terrible Operación Limpieza que en los barrios pobres de la parte norte, y al cabo de fieros combates e infinitas atrocidades, culminaría, aunque no de inmediato, con la derrota de la resistencia. La limpieza, en cambio, seguiría su curso durante mucho tiempo. Casa por casa, se inició una cacería humana. Centenares de jóvenes moradores de esos barrios, que ni siquiera habían tomado parte en la lucha, por el simple hecho de ser jóvenes eran considerados sospechosos y fusilados sumariamente en las calles. 

Al mismo tiempo el imperio apretaba el cerco en la zona sur y fue empujando hacia atrás, paulatinamente a bombazos, a los constitucionalistas que defendían su espa- cio con una tenacidad digna de mejor suerte.
En el fragor de la contienda se escuchaba por radio la voz del Coronel Juan María Lora Fernández.
La arenga, la proclama, el llamado a la lucha de Lora Fernández se inscribe en una de las páginas memorables de la historia de la dignidad.
Desde la trinchera del honor –decía el cojonudo coronel que había estado en todas las trincheras– los saludo en este día glorioso en que la patria pequeña se agiganta al enfrentar con sus hombres a la fuerza bruta de los Estados Unidos, pero si grande es nuestro enemigo mayor es nuestro arrojo y decisión de salvar a la patria y de volver limpia sin manchas y bochornos la dignidad de su bandera y la pureza de su  escudo.

Al final todo fue un poco inútil y quedamos reducidos al ámbito de la Ciudad Colonial y Ciudad Nueva, unas pocas cuadras al Norte y otras hacia el Oeste, y el mar, al Sur, poblado de acorazados intrépidos, como en el poema de Pedro Mir, y el Ozama, al Este, poblado de artillería infernal. Así nos convertimos en el despectivamente llamado gobiernito de las veinte cuadras que sin embargo daría mucho que hablar al mundo. Siete mil combatientes mal armados contra cuarenta y dos mil soldados del imperio en tierra, aire y mar. No había muchas posibilidades de vencer, pero la posibilidad de un triunfo, así fuera un triunfo moral, nos embargaba.
Permaneceríamos allí hasta el final, junto a la población civil que nunca nos abandonó. Otros, muchos otros, habían desaparecido del mapa de la insurrección. Los demás  
pelearían, aunque fuera simplemente por orgullo, tozudez y orgullo, a las órdenes de un dirigente excepcional que ya se había consagrado como la primera figura entre los militares insurrectos.
Para llenar el vacío constitucional que había dejado el mandatario fugitivo el mismo día de la batalla del puente, fue elegido ese personaje como nuevo presidente y el 4 de mayo fuimos convocados a la toma de posesión frente al Altar de la Patria, allí donde termina la calle El Conde, en el entonces bucólico parque Independencia. La convocatoria no atrajo a un gran público, quizás un centenar de personas. Los acontecimientos de los días anteriores habían espantado a mucha gente, sin duda, pero la mayoría ni siquiera se había enterado de la noticia.
No obstante, a pesar del escaso público, entendí que estábamos viviendo uno de los grandes momentos de nuestra historia. Frente al Altar de la Patria se habían congregado  
militares, comunistas, perredeístas, algunos diplomáticos que simpatizaban con la causa, mi querido tío
Tomás Rodríguez Nuñez, combatientes haitianos, los legendarios hombres rana y algunos miembros de la cámara de representantes del gobierno de Bosch.
Uno de ellos procedió a juramentar al nuevo presidente. Ahora no era un tribuno, era un guardia, un policía. Era calvo, era decidido, era aguerrido, era valiente entre todos los valientes.

A cada requerimiento, a cada pregunta del juramento de lealtad, obediencia, servicio y amor a la patria respondía con un juro solemne. Juro y juro, decía. Y se juramentaba con gestos enérgicos en los que parecía empeñar y empeñaba todo su ser, gestos firmes, decididos, que daban plena fe del juramento. Era un hombre excepcional. Era el coronel Caamaño, Francisco Alberto Caamaño Deñó.

Fue la primera vez y la última vez en mi vida que vi a un presidente de mi país juramentándose en el deber a la patria y cumplir con ese juramento hasta el glorioso fin de sus días.

1 comentario:

ragm dijo...

Leyendo la historia, se despiertan muchas emociones. Yo era un jovencito discipulo y amigo de Jacques Viau en el Liceo Dominicano. Fue un ser humano admirable. Cuando lo hirieron fui a visitarlo al Padre Billini y al otro dia me entere que habia muerto. Para mi fue una perdida dolorosa. Perdi un buen amigo, luego perderia otros. Dure 3 meses en la zona hasta que mi padre me envio a EEUU donde vivia mi madre en esa epoca.