martes, 5 de junio de 2018

EL MANIFIESTO FUTURISTA DE LA LUJURIA

26 noviembre, 2011

El  Manifiesto futurista de la lujuria no es obra de un hombre sino de una mujer lujuriosa y fuera de serie, una mujer de lujo que se atrevió a escribir lo que muchos no se atrevían a pensar en su época: La francesa Anna Jeanne Valentine Marianne de Glans de Cessiat-Vercell (1875–1953), conocida como Valentine de Saint-Point. Era un poco de todo, escritora, periodista, poeta, crítica de arte, coreógrafa, dramaturga, pintora, danzarina, militante política partidaria de la guerra, futurista a su manera y modelo y amante excepcional, una mujer orquesta que vivió siempre un poco al borde del escándalo durante la llamada Belle Époque (“entre la última década del siglo XIX y el estallido de la Gran Guerra de 1914”).

Amante ocasional de Marinetti, respondió a la misoginia de su Manifiesto futurista (1909) con un Manifiesto de la mujer futurista (1912), que quizás es el primero escrito por una mujer. Allí propone “una actitud agresiva y viril” para las mujeres en contraste con el supermacho. Pero en 1913 escribe El Manifiesto futurista de la lujuria en el que legitima la violación, el estupro la violación de mujeres por parte del guerrero: “Un ser fuerte debe realizar todas sus posibilidades carnales y espirituales. La lujuria es un tributo a los  conquistadores. Tras una batalla en la que han muerto  hombres, es normal que los victoriosos, seleccionados por la guerra, se vean impelidos, en la tierra conquistada, hasta el estupro para recrear la vida”. A pesar de su cacareada indignación ante los que quieren poner un bozal a la mujer, justifica alguno de los actos más deleznables que contra la mujer se cometen.

Manifiesto futurista de la lujuria
Valentine de Saint-Point (1913) 

La lujuria entendida fuera de todo concepto moral y como elemento esencial de dinamismo de la vida, es una fuerza. Para una estirpe fuerte, la lujuria, al igual que el orgullo, no es un pecado capital. Al igual que el orgullo, la lujuria es una virtud estimulante, un fuego del que se nutren las energías.
La lujuria es la expresión de un ser proyectado más allá de sí mismo; es el gozo doloroso de una carne que ha llegado al culmen, el dolor gozoso de una exuberancia; es la unión  carnal, más allá de los secretos que unifican a los seres; es la síntesis sensorial y sensual de un ser que quiere hacer más libre su espíritu; es una partícula de humanidad que entra en comunicación con toda la sensualidad de la tierra; es el estremecimiento imprevisto de un fragmento de la tierra.
La lujuria es la búsqueda carnal de lo desconocido, como la cerebralidad es la búsqueda espiritual. La lujuria es el gesto de crear, y es la creación. 
La carne crea, como crea el espíritu. Ante el Universo, su creación es igual. Una no es superior a la otra. Y la creación espiritual depende de la creación carnal.
Nosotros tenemos un cuerpo y un espíritu. Reprimir uno para expandir el otro es prueba de debilidad, y un error. Un ser fuerte debe realizar todas sus posibilidades carnales y  espirituales. La lujuria es un tributo a los conquistadores. Tras una batalla en la que han muerto hombres, es normal que los victoriosos, seleccionados por la guerra, se vean impelidos, en la tierra conquistada, hasta el estupro para  recrear la vida. 
Después de las batallas, los soldados aman la voluptuosidad, en la que se relajan, para renovarse, las energías en continuo asalto. El héroe moderno, no importa en qué campo actúe, siente el mismo deseo y el mismo placer. El artista, gran médium universal, tiene la misma necesidad.
El arte y la guerra son las grandes manifestaciones de la sensualidad; de ellas florece la lujuria.
Un pueblo exclusivamente espiritual y un pueblo exclusivamente lujurioso caerían igualmente en la esterilidad.
La lujuria estimula las energías y desencadena las fuerzas. Ella empujaba implacablemente a los hombres primitivos a la victoria, por el orgullo de llevar a la mujer los trofeos de los vencidos. Ella empuja hoy a los grandes hombres de negocios que gobiernan la banca, la prensa y los tráficos internacionales a multiplicar el oro, creando núcleos, utilizando energías, exaltando a las multitudes para adornar, enriquecer y magnificar el objeto de su lujuria.
Estos hombres, sobrecargados de obligaciones pero fuertes, encuentran tiempo para la lujuria, motor principal de sus acciones y de las consiguientes reacciones que repercuten sobre una pluralidad de gentes y de mundos.
También en los pueblos nuevos, cuya lujuria todavía no se ha liberado ni se ha declarado abiertamente, que no poseen la brutalidad primitiva ni el refinamiento de las civilizaciones antiguas, la mujer es la gran promotora, a la que todo se ofrece. El culto discreto que el hombre le tributa no es más que el impulso aún inconsciente de una lujuria adormecida. En estos pueblos, como también, por diferentes motivos, en los pueblos nórdicos, la lujuria es casi exclusivamente procreadora. Pero se definan como se definan, normales o anormales, los aspectos bajo los que se manifiesta, la lujuria es siempre la suprema incitadora.
La vida brutal, la vida enérgica, la vida espiritual, llega en un momento en que exigen una tregua. El esfuerzo por el esfuerzo acaba derivando en el esfuerzo del placer. Lejos de hacerse daño mutuamente, realizan plenamente un ser completo.
Para los héroes, para los creadores espirituales, para los dominadores de cualquier campo, la lujuria es la exaltación magnífica de su fuerza: para todo ser, es una motivación a superarse, con el simple intento de emerger, de ser notado, de ser escogido, de ser elegido.
Sólo la moral cristiana, tomando el lugar de la pagana, fue desventuradamente inducida a considerar la lujuria como una debilidad. De este gozo sano que es la plena exuberancia de una carne potente ella ha hecho una vergüenza que hay que esconder, un vicio del que hay que renegar.
La ha cubierto de hipocresía; y de ese modo la ha convertido en pecado.
Dejemos de burlarnos del deseo, esta atracción, sutil y brutal al mismo tiempo, de dos carnes, no importa el sexo que sean, de dos carnes que se desean, que tienden a ser una sola. Dejemos de burlarnos del deseo disfrazándolo bajo los lamentables y piadosos despojos de la vieja y estéril sentimentalidad. No es la lujuria la que desagrega, disuelve y aniquila, sino las hipnotizantes complicaciones del sentimentalismo, los celos artificiosos, las palabras que embriagan y engañan, el patetismo de las separaciones y de las fidelidades eternas, las nostalgias literarias; todo el histrionismo del amor.
¡Destruyamos las siniestras baratijas románticas, las margaritas deshojadas, los dúos bajo la luna, los falsos pudores hipócritas! Que los seres aproximados por una atracción física, en lugar de hablar exclusivamente de sus frágiles corazones, osen expresar sus deseos, las preferencias de sus cuerpos, preguntando las posibilidades de gozo o de ilusión de su futura unión carnal.
El pudor físico, por su naturaleza variable según los tiempos y los países, tiene sólo el efímero valor de una virtud social.
Es preciso ser conscientes ante la lujuria. Es preciso hacer de la lujuria lo que un ser inteligente y refinado hace de sí mismo y de su propia vida. Es preciso hacer de la lujuria una obra de arte.
Fingir inconsciencia o desfallecimiento para explicar un gesto de amor es hipocresía, debilidad o estupidez. Es preciso desear conscientemente una carne, como se desea cualquier otra cosa.
En lugar de darse y tomarse (por flechazo, delirio o inconsciencia) como seres multiplicados por las inevitables desilusiones del imprevisible mañana, es necesario escoger sobriamente. Es necesario, guiados por la intuición y la voluntad, valorar las sensibilidades y las sensualidades, emparejando y culminando sólo aquellas que pueden completarse y exaltarse. Con la misma conciencia y la misma voluntad directora, es necesario llevar el gozo de este emparejamiento a su paroxismo, desarrollar todas sus posibilidades y hacer florecer plenamente el germen de las carnes unidas. Es necesario transformar la lujuria en una obra de arte, hecha, como toda obra de arte, de instinto y de consciencia.
Es preciso despojar a la lujuria de todas las veladuras sentimentales que la deforman. Sólo por la vileza se la ha cubierto con todos estos velos, puesto que la sentimentalidad estática colma: en ella reposamos y nos envilecemos.
En un ser sano y joven, siempre que la lujuria se contrapone a la sentimentalidad, es la lujuria la que prevalece. Las convenciones sentimentales siguen las modas, la lujuria es perenne. La lujuria triunfa porque es la exaltación gozosa que empuja al individuo más allá de sí mismo, es el gozo de la posesión y del dominio, la victoria perpetua de la que renace la perpetua batalla, el deseo de la conquista más embriagadora y más cierta. Y esta conquista cierta y temporal vuelve a empezar sin pausa.
La lujuria es una fuerza porque afina el espíritu purificando con el fuego las turbulencias de la carne. De una carne sana y fuerte, purificada por las caricias, el espíritu mana lúcido y claro. Sólo los débiles y los enfermos se engatusan y envilecen con ella.
La lujuria es una fuerza, porque mata a los débiles y exalta a los fuertes, favoreciendo la selección.
La lujuria es una fuerza, por último, porque no conduce nunca a la miseria de las cosas seguras y definitivas, prodigada por la tranquilizante sentimentalidad. La lujuria es una perpetua batalla nunca del todo ganada. Tras el triunfo pasajero, en el mismo efímero triunfo, aparece la renacida insatisfacción que, en una voluntad orgiástica, empuja al ser a abrirse, a superarse.
La lujuria es para el cuerpo lo que el ideal es para el espíritu: la magnífica quimera, eternamente abrazada y nunca capturada, la que los seres jóvenes y ávidos, de ella embriagados, persiguen sin tregua. La lujuria es una fuerza. (Manifiesto futurista de la lujuria, Valentine de Saint-Point).


Manifiesto de la Mujer Futurista 
Valentine de Saint-Point (1912) 


Queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo– el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales se muere y el desprecio de la mujer. 
F. T. Marinetti – Manifiesto futurista

La humanidad es mediocre. La mayoría de las mujeres no son ni superiores ni inferiores a la mayoría de los hombres. Son iguales. Todos merecen el mismo desprecio. El conjunto de la humanidad no ha sido nunca otra cosa que el terreno de la cultura, fuente de genios y héroes de ambos sexos. Pero para la humanidad, como para la naturaleza, hay momentos que resultan más propicios al florecimiento. En los veranos de la humanidad, cuando el terreno arde bajo el sol, los genios y los héroes abundan. Nos encontramos en el comienzo de una primavera; echamos en falta la profusión solar o, lo que es lo mismo, una buena cantidad de sangre derramada. Las mujeres no son más responsables que los hombres del modo en que los verdaderamente jóvenes, ricos en savia y sangre, están siendo arrastrados por el fango. Es absurdo dividir a la humanidad en hombres y mujeres. Se compone sólo de feminidad y masculinidad. Todo superhombre, todo héroe, no importa lo épico, genial o poderoso que sea, es la expresión prodigiosa de una raza y de una época sólo porque está compuesto, al mismo tiempo, de elementos masculinos y femeninos, de feminidad y masculinidad: es, en consecuencia, un ser completo.  Todo individuo exclusivamente viril es un bruto; todo individuo exclusivamente femenino es una hembra. Y lo que vale para los individuos, vale también para cualquier colectividad y cualquier época de la humanidad. Los periodos fecundos, aquellos en los que una gran cantidad de héroes y genios surge del terreno de la cultura en todo su esplendor, son ricos en masculinidad y feminidad. Aquellos periodos en los que sólo hubo guerras, con unos pocos héroes representativos porque el aliento épico acaba con el resto, fueron periodos exclusivamente viriles; aquellos que negaron el instinto heroico y, volviendo la vista al pasado, se aniquilaron en sueños de paz, fueron periodos en los que dominó la feminidad. Estamos viviendo uno de esos periodos. Lo que falta, tanto en mujeres como en hombres, es virilidad. Por eso el Futurismo, aun con todas sus exageraciones, tiene razón. Para restituir algo de virilidad a nuestras razas, adormecidas en la feminidad, debemos conducirlas hacia la virilidad, incluso al precio de caer en la tosca animalidad. Debemos imponer a todo el mundo, hombres y mujeres, que son igualmente débiles, un nuevo dogma de energía, con el fin de alcanzar un periodo de humanidad superior. Toda mujer debería poseer no sólo virtudes femeninas, sino también viriles, sin las cuales no es más que una hembra. Todo hombre que tenga sólo fuerza masculina, sin intuición, no es más que un tosco animal. Pero en el periodo de feminidad en el que vivimos, sólo la exageración contraria resulta saludable: debemos tomar al tosco animal como modelo. ¡Basta de esas mujeres cuyos “brazos cargados de flores entrelazadas descansan en sus regazos la mañana de la partida”, a las que deben temer los soldados! ¡De mujeres que, como enfermeras, perpetúan la debilidad y la vejez, domesticando a los hombres para sus placeres personales o sus necesidades materiales! ¡Basta de mujeres que crean niños porque sí y se alejan de todo peligro y aventura, es decir, de toda forma de alegría! ¡De mujeres que educan a su hija para el amor y a su hijo para la guerra! ¡Basta de esas mujeres, pulpos del corazón cuyos tentáculos agotan la sangre de los hombres y vuelven anémicos a los niños! ¡De mujeres tan obsesionadas con el amor carnal que agotan todo deseo e impiden que éste se renueve! Las mujeres son las Furias, las Amazonas, las Semiramis, las Juanas de Arco, las Jeanne Hachette, las Judith y Charlotte Corday, las Cleopatras y las Mesalinas: mujeres combativas que luchan más ferozmente que los varones, excitantes amantes, destructoras que quiebran la debilidad y ayudan a la selección a través del orgullo y la desesperación, “desesperación a través de la cual el corazón alcanza su máximo rendimiento”. Dejemos que las próximas guerras nos traigan heroínas como la magnífica Catalina Sforza, que, durante el saqueo de su ciudad, viendo desde las murallas que el enemigo amenazaba con matar a su hijo para que se rindiera, señaló heroicamente a su órgano sexual y gritó a voz en cuello: “¡Matadlo, todavía conservo el molde para hacer más!”  Sí, “el mundo está corrompido por la prudencia”, pero, por instinto, la mujer no es prudente, no es pacifista, no es buena. Porque carece por completo de medida, está condenada a convertirse en demasiado prudente, demasiado pacifista, demasiado buena durante los periodos somnolientos de la humanidad. Su intuición y su imaginación son al mismo tiempo su fuerza y su debilidad. Es la individualidad entre la multitud; hace desfilar a los héroes y, si no hay ninguno, a los imbéciles. Según el apóstol, el inspirador espiritual, la mujer, la inspiradora carnal, se inmola o cuida de los otros, provoca ríos de sangre o la restaña, es una guerrera o una enfermera. Es la misma mujer la que, en el mismo periodo, de acuerdo con las ideas comunes en torno al acontecimiento del día, se arroja a las vías para evitar que los soldados vayan a la guerra o corre a los brazos del victorioso campeón. Por eso, ninguna revolución debe hacerse sin ella. Por eso, en lugar de despreciarla, debemos dirigirnos a ella. Es la más fructífera conquista de todas, la más entusiasta, la que, a su vez, incrementará el número de seguidores. Pero nada de feminismo. El feminismo es un error político y cerebral de la mujer, un error que su instinto sabrá reconocer. No hay que dar a la mujer ninguno de los derechos reclamados por las feministas. Otorgárselos no conduciría a ninguno de los excesos deseados por los futuristas, sino, al contrario, a un exceso de orden. Fijar obligaciones para las mujeres es hacerles perder todo su poder fecundador. Los razonamientos y deducciones feministas no destruirán su fatalidad primordial; sólo pueden falsificarla, forzarla a que se manifieste mediante desvíos que conducen a los peores errores. Durante siglos se ha insultado al instinto femenino y apreciado el encanto y la ternura de la mujer. Los anémicos, avaros con su propia sangre, exigen de ella que sea sólo una enfermera. Y ella se ha dejado domesticar. Pero lanzadle el nuevo mensaje, o algún grito guerrero, y entonces, cabalgando de nuevo a lomos de su instinto, eufórica, se pondrá al frente en pos de insospechadas conquistas. Cuando tengáis que usar las armas, ellas las pulirá. Ayudará a escogerlas. De hecho, si no sabe cómo reconocer el genio, pues aún confía en la superada fama, siempre ha sabido cómo encender de nuevo el ánimo del más fuerte, del vencedor, del que triunfa por sus músculos y su valor. Puede equivocarse respecto a este poder que se impone de forma tan brutal. Dejad que la mujer encuentre una vez más esa crueldad y esa violencia que le hacen atacar a los vencidos sólo porque lo son, hasta el punto de mutilarlos. Dejad de pedir para ella la justicia espiritual que ella misma ha tratado de alcanzar en vano. ¡Mujer, hazte una vez más sublimemente injusta, como todas las fuerzas de la naturaleza! 4 Liberada de todo control, recuperado tu instinto, ocuparás tu lugar entre los Elementos, fatalidad enfrentada a la voluntad humana consciente. Sé la madre egoísta y feroz, cuida celosamente de tus niños, ten lo que llaman todos los derechos y todas las obligaciones para con ellos, mientras necesiten físicamente tu protección. Deja al hombre, libre de la familia, llevar su vida de audacia y conquista en tanto tenga fuerzas físicas para ello, y a pesar de que sea hijo y padre. El hombre que siembra no se detiene en el primer surco que fecunda. En mis Poemas de Orgullo y en Sed y espejismos, he renunciado al sentimentalismo como una debilidad que ha de ser despreciada porque frena la fuerza y la vuelve estática. La lujuria es fuerza porque destruye al débil y excita al fuerte a emplear sus energías, y así, a renovarlas. Todo pueblo heroico es sensual. La mujer es, para ellos, el trofeo más excelso. La mujer debe ser madre o amante. Las auténticas madres serán siempre amantes mediocres y las amantes, madres incompletas, debido a sus excesos. Iguales ante la vida, la una completa a la otra. La madre que concibe al hijo construye el futuro con el pasado; la amante da rienda suelta al deseo, que conduce hacia el futuro. CONCLUYAMOS: La mujer que retiene al hombre mediante sus lágrimas y su sentimentalismo es inferior a la prostituta cuyos alardes incitan a su chulo a mantener el dominio, a punta de pistola, sobre las zonas más oscuras de la ciudad: al menos ella cultiva una energía que puede servir a mejores causas. Mujeres durante demasiado tiempo pervertidas por la moral y los prejuicios, volved a vuestro sublime instinto, a la violencia, a la crueldad. Procread para el fatal sacrificio de sangre, mientras los hombres se encargan de guerras y batallas, y entre vuestros hijos, como un sacrificio al heroísmo, poneos del lado del Destino. No los criéis para vuestro provecho, es decir, para empequeñecerlos, sino más bien, en la más amplia libertad, para su completa expansión. En lugar de reducir a los hombres a la esclavitud de esas execrables necesidades sentimentales, incitad a vuestros hijos y a vuestros hombres a superarse a sí mismos. Sois quienes los hacéis. Tenéis todo el poder sobre ellos. Le debéis héroes a la humanidad. ¡Hacedlos! 

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