lunes, 18 de junio de 2018

ASÍ COMO OTRAS VECES, VILLEGAS


Pedro Conde Sturla
        3 de mayo de 2012


Me ha sido difícil, por no decir imposible, hablar sobre Villegas y sin embargo, conocerlo era quererlo, era tan fácil conocerlo y quererlo que las palabras deberían salir a borbotones, pero las palabras que yo quiero para Villegas quieren parecerse a Villegas y quiero que se parezcan a sus palabras, nada fácil, poeta.
Era Víctor Villegas, más Villegas que Víctor porque siempre villegaba y villegaba a tiempo. Villegas era el poeta que nunca estuvo ausente, un poco como Manuel del Cabral en sus mejores tiempos. Ni siquiera ahora está ausente, quizás más presente que nunca y nunca dejará de estarlo en su poesía. Los poetas no se mueren como dijo una vez Manolito Mora el Serrano, “sino que simplemente están de viaje”.
Su figura estatuaria aparecía en la tarde en los predios del Parque Colón, dibujada a contraluz sobre la Catedral Primada de América de esta ciudad tan primaria y tan nefasta. La chacabana de lino sin una arruga que lucía coquetamente, ceñida al cuerpo como una segunda piel, el pantalón por igual, los zapatos lustrosos como un cristal o bien el traje con corbata que endosaba como un príncipe. Todo en él recordaba, por recordar a alguien parecido, a Petronio, el arbiter elegantiariarum de la Roma Imperial, el árbitro de la elegancia, que escribió un libro memorable llamado “El satiricón”, del cual quedan retazos. Y Villegas además era un satírico, un sátiro de buena ley, como ha querido ser toda la vida el mismo que aquí firma está página.
Conocía cada piedra, cada memorable historia de esta ciudad  antigua  -aunque no tanto como Franklin Mieses Burgos- y desde su mesa del Palacio de la Esquizofrenia, el Restaurante Cafetería el Conde, dictaba como Chito Henríquez, cátedras memorables sobre historia o literatura o fabulaba al estilo de los griegos, mintiendo aposta para dar mayor credibilidad a sus palabras en presencia de numerosos contertulios.
Era, entre otras cosas, un mecenas que se inventó una revista, “Yelidá”, para subvencionar a poetas de renombre que vivían en cuartuchos de prostíbulos o no tenían donde caerse muertos.
Villegas era un poeta de trincheras, vivió atrincherado en sus libros de poesía, sobre todos en los últimos que fueron los más belicosos, porque su credo político fue su credo literario, y en su juventud conoció las peores cárceles de Trujillo. Aceptó el homenaje hipócrita del poder, un poder democrático que lo colmó de honores que sin duda se merecía. Pero los libros de Villegas no se pliegan a la hipocresía del poder que le rindió honores, no concilian, no son compatibles con la hipocresía del poder que le rindió hipócritamente honores.
Quisiera pintarlo con palabras, así como en esas fotos en que aparece sentado de cuerpo entero en un banco del Parque Colón o en aquella en primer plano donde su imagen dice todo, con aquel  rostro brillando de picardía. El entrecano pelo que alguna de sus hijas puso en orden, la frente que no castigan las arrugas del tiempo, los ojos que destacan con un mirar profundo, pleno de simpatía, la nariz prominente que apunta hacia el mostacho y acentúa, remacha, la impecable sonrisa de Villegas.
¿Con quien hablas, Villegas, con Spencer, con Luis Alfredo Torres, quizás con Franklin Mieses y Salomé, quizás con todos los poetas del parnaso criollo que han dejado sus huellas en estos lares? Yo ahora hablo contigo, Villegas, así como otras veces y recuerdo en aquel poema substancial tu idea de la vejez y la muerte que es un poco como un traje que poco a poco se va deshilachando y no remienda el sastre: Tu idea genial de la barca de Caronte que a todos nos espera:

Se va mi traje, su algodón
A Antonio Fernández Spencer

Se va mi traje, su algodón / y sus ruedos / mi desnudez sin labio de pura / piedra herida entre el calor / y el frío, / se va la piel de norte a sur vacía, / su pelo, sus pestañas / las uñas que en la sombra / luchaban contra nada paso a paso la siguen, a su origen / retornan.
Se van los ojos más la luz / ya pensada oída o recobrada / en su propio misterio permanece.
Se va de mi peinado la cautela / de parecerme al hueco / que me mira,/ la cabeza que vierto en otros cuellos. / Carne otra tan mía / se va rumbo a la sangre / incapaz de cambiar su nombre / por un pájaro.
Para saber que es fuego en ceniza / transmútase lo efímero / piedra, oro o madera / es dimensión que un pie recorre, / ciudad que cabe en una mano / y en la mano dimite su grandeza. / Un cielo de metal eficaz y tranquilo / es morgue igual al barro donde / el cuerpo se encharca. / La tierra es este charco / esa piedra / esta madera. / Pero si es de su esencia el fuego / su irrenunciable luz desobediente / lo que perece al irse con su cuerpo / engéndrase a sí mismo y no perece.
Mi andar / mis dimensiones / y todo lo que soy a corto plazo / transita, se desanda / retorna al pie donde me advierte / vuelve a su forma.

Recuerdo por igual otro breve poema sobre el mismo tema que es más bien un desafió, otra forma enfrentar lo inevitable:

Mientras más en la muerte
A Elena Veras

Mientras más en la muerte / pienso en la vida / teniendo vida y muerte / me desvive el amor / y el ser que por mi pasa / con la sombra desnuda / me endurece no ver / que no existe la muerte / ni la vida.

En fin, como dije en la contraportada de la antología poética “La luz en el regreso”:
La poesía de Víctor Villegas recoge signos vitales de una época, de una sociedad enferma de despotismo y egoísmo, maltratada por la cultura de la indolencia y el crimen impune, maltratada por la historia.
Precisamente, en su doble condición de abogado y defensor de causas perdidas, Villegas asume esa historia como escenario de la injusticia y la esperanza, la sufre por cuenta propia y ajena, en cuanto drama personal y social a la vez. Hoy, igual que ayer, reclama y ocupa un espacio cual portavoz de multitudes que no habrán de conocerse en su obra, aunque su obra las represente. Tragedia del arte en tiempos ágrafos.
En cuanto a lo demás, y para no seguir lloviendo sobre mojado, hay que entender a Villegas como un poeta fijo –un viajero inmóvil-, ideas fijas en un constante afán de renovación. En eso, sin duda, radica la vitalidad de sus poesías.
Sus obras, casi todas sus obras, tienen zonas en verdad inapreciables, rebosantes de ideas e imágenes estimabilísimas. Pocas hay, en nuestro medio, tan dignas, tan honrosas, tan parejas y sobre todo de tanta elevación humana.

pcs, jueves, 03 de mayo de 2012




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