Pedro Conde Sturla
Me ha sido difícil,
por no decir imposible, hablar sobre Villegas y sin embargo, conocerlo era
quererlo, era tan fácil conocerlo y quererlo que las palabras deberían salir a
borbotones, pero las palabras que yo quiero para Villegas quieren parecerse a
Villegas y quiero que se parezcan a sus palabras, nada fácil, poeta.
Su figura estatuaria
aparecía en la tarde en los predios del Parque Colón, dibujada a contraluz
sobre la Catedral Primada de América de esta ciudad tan primaria y tan nefasta.
La chacabana de lino sin una arruga que lucía coquetamente, ceñida al cuerpo
como una segunda piel, el pantalón por igual, los zapatos lustrosos como un
cristal o bien el traje con corbata que endosaba como un príncipe. Todo en él
recordaba, por recordar a alguien parecido, a Petronio, el arbiter
elegantiariarum de la Roma Imperial, el árbitro de la elegancia, que escribió
un libro memorable llamado “El satiricón”, del cual quedan retazos. Y Villegas
además era un satírico, un sátiro de buena ley, como ha querido ser toda la
vida el mismo que aquí firma está página.
Conocía cada piedra,
cada memorable historia de esta ciudad antigua -aunque no tanto
como Franklin Mieses Burgos- y desde su mesa del Palacio de la Esquizofrenia,
el Restaurante Cafetería el Conde, dictaba como Chito Henríquez, cátedras
memorables sobre historia o literatura o fabulaba al estilo de los griegos,
mintiendo aposta para dar mayor credibilidad a sus palabras en presencia de
numerosos contertulios.
Era, entre otras
cosas, un mecenas que se inventó una revista, “Yelidá”, para subvencionar a
poetas de renombre que vivían en cuartuchos de prostíbulos o no tenían donde
caerse muertos.
Villegas era un poeta
de trincheras, vivió atrincherado en sus libros de poesía, sobre todos en los
últimos que fueron los más belicosos, porque su credo político fue su credo
literario, y en su juventud conoció las peores cárceles de Trujillo. Aceptó el
homenaje hipócrita del poder, un poder democrático que lo colmó de honores que
sin duda se merecía. Pero los libros de Villegas no se pliegan a la hipocresía
del poder que le rindió honores, no concilian, no son compatibles con la
hipocresía del poder que le rindió hipócritamente honores.
Quisiera pintarlo con
palabras, así como en esas fotos en que aparece sentado de cuerpo entero en un
banco del Parque Colón o en aquella en primer plano donde su imagen dice todo,
con aquel rostro brillando de picardía. El entrecano pelo que alguna de
sus hijas puso en orden, la frente que no castigan las arrugas del tiempo, los
ojos que destacan con un mirar profundo, pleno de simpatía, la nariz prominente
que apunta hacia el mostacho y acentúa, remacha, la impecable sonrisa de
Villegas.
¿Con quien hablas,
Villegas, con Spencer, con Luis Alfredo Torres, quizás con Franklin Mieses y
Salomé, quizás con todos los poetas del parnaso criollo que han dejado sus
huellas en estos lares? Yo ahora hablo contigo, Villegas, así como otras veces
y recuerdo en aquel poema substancial tu idea de la vejez y la muerte que es un
poco como un traje que poco a poco se va deshilachando y no remienda el sastre:
Tu idea genial de la barca de Caronte que a todos nos espera:
Se va mi traje, su
algodón
A Antonio Fernández
Spencer
Se va mi traje, su
algodón / y sus ruedos / mi desnudez sin labio de pura / piedra herida entre el
calor / y el frío, / se va la piel de norte a sur vacía, / su pelo, sus
pestañas / las uñas que en la sombra / luchaban contra nada paso a paso la
siguen, a su origen / retornan.
Se van los ojos más
la luz / ya pensada oída o recobrada / en su propio misterio permanece.
Se va de mi peinado la
cautela / de parecerme al hueco / que me mira,/ la cabeza que vierto en otros
cuellos. / Carne otra tan mía / se va rumbo a la sangre / incapaz de cambiar su
nombre / por un pájaro.
Para saber que es
fuego en ceniza / transmútase lo efímero / piedra, oro o madera / es dimensión
que un pie recorre, / ciudad que cabe en una mano / y en la mano dimite su
grandeza. / Un cielo de metal eficaz y tranquilo / es morgue igual al barro
donde / el cuerpo se encharca. / La tierra es este charco / esa piedra / esta madera.
/ Pero si es de su esencia el fuego / su irrenunciable luz desobediente / lo
que perece al irse con su cuerpo / engéndrase a sí mismo y no perece.
Mi andar / mis
dimensiones / y todo lo que soy a corto plazo / transita, se desanda / retorna
al pie donde me advierte / vuelve a su forma.
Recuerdo por igual
otro breve poema sobre el mismo tema que es más bien un desafió, otra forma
enfrentar lo inevitable:
Mientras más en la
muerte
A Elena Veras
Mientras más en la
muerte / pienso en la vida / teniendo vida y muerte / me desvive el amor / y el
ser que por mi pasa / con la sombra desnuda / me endurece no ver / que no
existe la muerte / ni la vida.
En fin, como dije en
la contraportada de la antología poética “La luz en el regreso”:
La poesía de Víctor
Villegas recoge signos vitales de una época, de una sociedad enferma de
despotismo y egoísmo, maltratada por la cultura de la indolencia y el crimen
impune, maltratada por la historia.
Precisamente, en su
doble condición de abogado y defensor de causas perdidas, Villegas asume esa
historia como escenario de la injusticia y la esperanza, la sufre por cuenta
propia y ajena, en cuanto drama personal y social a la vez. Hoy, igual que
ayer, reclama y ocupa un espacio cual portavoz de multitudes que no habrán de
conocerse en su obra, aunque su obra las represente. Tragedia del arte en
tiempos ágrafos.
En cuanto a lo demás,
y para no seguir lloviendo sobre mojado, hay que entender a Villegas como un
poeta fijo –un viajero inmóvil-, ideas fijas en un constante afán de
renovación. En eso, sin duda, radica la vitalidad de sus poesías.
Sus obras, casi todas
sus obras, tienen zonas en verdad inapreciables, rebosantes de ideas e imágenes
estimabilísimas. Pocas hay, en nuestro medio, tan dignas, tan honrosas, tan
parejas y sobre todo de tanta elevación humana.
pcs,
jueves, 03 de mayo de 2012
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