miércoles, 27 de junio de 2018

LLANTO A LAS CINCO EN SOMBRA DE LA TARDE


Pedro Conde Sturla
24 de julio de 2008

            A Ignacio Sánchez Mejías se le conoce como el torero de la Generación del 27, que tanta gloria dio a España y a las letras hispanas. De hecho fue más bien el padre, el fundador y el símbolo del grupo. A él se atribuye la idea o la iniciativa de  invitar, costear el viaje y alojar en su finca de Sevilla a unos amigos poetas con el propósito de honrar a Luís de Góngora y Argote (1561–1627) en ocasión del tricentenario de su muerte. Ahí comenzó todo.

 Sánchez Mejías era dueño de una sólida formación intelectual, era un exitoso dramaturgo, era poeta, novelista, actor de cine, corredor de autos, jugador de polo, talentoso mujeriego que había ganado fama por sus aventuras y desaventuras galantes, entre otras cosas, pero sobre todo como torero y  suicida potencial. Un personaje que habría hecho las delicias de Hemingway.
  A juzgar por el número de cornadas que recibió en la arena, incluyendo la primera como debutante, su destreza como matador era menor que su atrevimiento frente al toro. Vio morir en el ruedo a su famoso cuñado Joselito y al parecer no deseó, nunca buscó otra muerte, otra forma para él más elegante y dolorosa de morir y murió joven. Murió tras una cogida en la plaza de Manzanares al cabo de dos días de agonía y una gangrena.
El hecho dejó en sus compañeros de generación una impresión aterradora, como si de repente hubieran descubierto el drama, la tragedia que disimula, que se incuba en la parafernalia del llamado arte taurino, tan ajeno a mis fibras más sensibles.
A pocas horas de su muerte Federico García Lorca empezó a componer su insuperable elegía, Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, elegía en cuatro estaciones, cuatro capítulos, cuatro poemas memorables, que publicó el año después, en 1935.
En La cogida y la muerte todo empieza donde termina, todo termina donde empieza, un poco como en el “Bolero” de Ravel. Todo sucede  y vuelve a suceder a las cinco de la tarde, en una interminable letanía que empieza y termina a las cinco de la tarde, en la fatídica sombra de la tarde y otra vez a las cinco y de nuevo a las cinco de la tarde, puntualmente a las cinco de la tarde, la hora de la cogida que vuelve a ser las cinco de la tarde, la terrible hora cinco de la tarde, como un fúnebre tañido de campanas, como un dolor que se devora a sí mismo, un grito sin consuelo.

Trompa de lirio por las verdes ingles / a las cinco de la tarde.
Las heridas quemaban como soles /a las cinco de la tarde,
 y el gentío rompía las ventanas /a las cinco de la tarde.
 A las cinco de la tarde.
 ¡Ay qué terribles cinco de la tarde! / ¡Eran las cinco en todos los relojes! / ¡Eran las cinco en sombra de la tarde!

         En la segunda estación, “La sangre derramada”, que el poeta no quiere ver, sobresale una imagen grandiosa, una casi pintura reposada de “su majestad la muerte” en la que no encuentra el menor consuelo. La tierna y emocionada evocación del amigo y compañero de ideales, del cual lo separa ya un abismo insondable, sigue suscitando el rechazo ante la inútil, irremediable pérdida:
 
    Por las gradas sube Ignacio / con toda su muerte a cuestas. / Buscaba el amanecer, / y el amanecer no era. / Busca su perfil seguro, / y el sueño lo desorienta. / Buscaba su hermoso cuerpo / y encontró su sangre abierta. / ¡No me digáis que la vea! / No quiero sentir el chorro / cada vez con menos fuerza; / ese chorro que ilumina / los tendidos y se vuelca / sobre la pana y el cuero / de muchedumbre sedienta. / ¡Quién me grita que me asome! / ¡No me digáis que la vea!
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    “Cuerpo presente”, la tercera estación, reitera un poco la idea anterior. La muerte es el fin de todo, lo pudre todo, cubre las formas de “agujeros sin fondo”. No hay consolación por vía de la religión o la filosofía.
 
Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido. / Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura: / la muerte le ha cubierto de pálidos azufres / y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.
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¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa. / Estamos con un cuerpo presente que se esfuma, / con una forma clara que tuvo ruiseñores / y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.
         ………………………………………………….
         No quiero que le tapen la cara con pañuelos / para que se acostumbre con la muerte que lleva. / Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido. / Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!
  
En la cuarta estación, “Alma ausente”, el tema es el olvido, la otra muerte que ahora amenaza a Ignacio, pero de esa muerte sí podrán rescatarlo las palabras y la poesía, de esa muerte sí se libró Ignacio Sánchez Mejía.
 
No te conoce el toro ni la higuera, / ni caballos ni hormigas de tu casa. / No te conoce el niño ni la tarde / porque te has muerto para siempre.
      No te conoce el lomo de la piedra, / ni el raso negro donde te destrozas. / No te conoce tu recuerdo mudo / porque te has muerto para siempre.
        El otoño vendrá con caracolas, / uva de niebla y monjes agrupados, / pero nadie querrá mirar tus ojos / porque te has muerto para siempre.
     Porque te has muerto para siempre, / como todos los muertos de la Tierra, / como todos los muertos que se olvidan / en un montón de perros apagados.
        No te conoce nadie. No. Pero yo te canto. / Yo canto para luego tu perfil y tu gracia. / La madurez insigne de tu conocimiento. / Tu apetencia de muerte y el gusto de tu boca. / La tristeza que tuvo tu valiente alegría. / Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, / un andaluz tan claro, tan rico de aventura. / Yo canto su elegancia con palabras que gimen / y recuerdo una brisa triste por los olivos. 

pcs, jueves, 24 de julio de 2008

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