Pedro
Conde Sturla
24 de julio de 2008
Sánchez Mejías era dueño de una sólida
formación intelectual, era un exitoso dramaturgo, era poeta, novelista, actor
de cine, corredor de autos, jugador de polo, talentoso mujeriego que había
ganado fama por sus aventuras y desaventuras galantes, entre otras cosas, pero
sobre todo como torero y suicida
potencial. Un personaje que habría hecho las delicias de Hemingway.
A
juzgar por el número de cornadas que recibió en la arena, incluyendo la primera
como debutante, su destreza como matador era menor que su
atrevimiento frente al toro. Vio morir en el ruedo a su famoso cuñado
Joselito y al parecer no deseó, nunca buscó otra muerte, otra forma para él más
elegante y dolorosa de morir y murió joven. Murió tras una cogida en la plaza de Manzanares
al cabo de dos días de agonía y una gangrena.
El hecho dejó en sus compañeros de generación una
impresión aterradora, como si de repente hubieran descubierto el drama, la
tragedia que disimula, que se incuba en la parafernalia del llamado arte
taurino, tan ajeno a mis fibras más sensibles.
A pocas horas de su muerte Federico García Lorca
empezó a componer su insuperable elegía, Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, elegía en cuatro
estaciones, cuatro capítulos, cuatro poemas memorables, que publicó el año
después, en 1935.
En La cogida y la muerte todo empieza donde
termina, todo termina donde empieza, un poco como en el “Bolero” de Ravel. Todo
sucede y vuelve a suceder a las cinco de
la tarde, en una interminable letanía que empieza y termina a las cinco de la
tarde, en la fatídica sombra de la tarde y otra vez a las cinco y de nuevo a
las cinco de la tarde, puntualmente a las cinco de la tarde, la hora de la
cogida que vuelve a ser las cinco de la tarde, la terrible hora cinco de la
tarde, como un fúnebre tañido de campanas, como un dolor que se devora a sí
mismo, un grito sin consuelo.
Trompa de lirio por las verdes
ingles / a las cinco de la tarde.
Las
heridas quemaban como soles /a las cinco de la tarde,
y el
gentío rompía las ventanas /a las cinco de la tarde.
A las
cinco de la tarde.
¡Ay qué terribles cinco de la
tarde! / ¡Eran las cinco en todos los relojes! / ¡Eran las cinco en sombra de
la tarde!
En la
segunda estación, “La sangre derramada”, que el poeta no quiere ver, sobresale
una imagen grandiosa, una casi pintura reposada de “su majestad la muerte” en
la que no encuentra el menor consuelo. La tierna y emocionada evocación del
amigo y compañero de ideales, del cual lo separa ya un abismo insondable, sigue
suscitando el rechazo ante la inútil, irremediable pérdida:
Por las
gradas sube Ignacio / con toda su muerte a cuestas. / Buscaba el amanecer, / y
el amanecer no era. / Busca su perfil seguro, / y el sueño lo desorienta. / Buscaba
su hermoso cuerpo / y encontró su sangre abierta. / ¡No me digáis que la vea! /
No quiero sentir el chorro / cada vez con menos fuerza; / ese chorro que
ilumina / los tendidos y se vuelca / sobre la pana y el cuero / de muchedumbre
sedienta. / ¡Quién me grita que me asome! / ¡No me digáis que la vea!
.
“Cuerpo presente”, la tercera estación, reitera un poco la idea anterior. La muerte es el fin de todo, lo pudre todo, cubre las formas de “agujeros sin fondo”. No hay consolación por vía de la religión o la filosofía.
“Cuerpo presente”, la tercera estación, reitera un poco la idea anterior. La muerte es el fin de todo, lo pudre todo, cubre las formas de “agujeros sin fondo”. No hay consolación por vía de la religión o la filosofía.
Ya está sobre la piedra Ignacio
el bien nacido. / Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura: / la muerte le
ha cubierto de pálidos azufres / y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.
…………………………………………………
¿Qué dicen? Un silencio con
hedores reposa. / Estamos con un cuerpo presente que se esfuma, / con una forma
clara que tuvo ruiseñores / y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.
………………………………………………….
No quiero que le tapen la cara con
pañuelos / para que se acostumbre con la muerte que lleva. / Vete, Ignacio: No
sientas el caliente bramido. / Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!
En la cuarta estación, “Alma
ausente”, el tema es el olvido, la otra muerte que ahora amenaza a Ignacio,
pero de esa muerte sí podrán rescatarlo las palabras y la poesía, de esa muerte
sí se libró Ignacio Sánchez Mejía.
No te conoce el toro ni la
higuera, / ni caballos ni hormigas de tu casa. / No te conoce el niño ni la
tarde / porque te has muerto para siempre.
No te conoce el lomo de la
piedra, / ni el raso negro donde te destrozas. / No te conoce tu recuerdo mudo /
porque te has muerto para siempre.
El otoño vendrá con caracolas, /
uva de niebla y monjes agrupados, / pero nadie querrá mirar tus ojos / porque
te has muerto para siempre.
Porque te has muerto para
siempre, / como todos los muertos de la Tierra , / como todos los muertos que se olvidan /
en un montón de perros apagados.
No te conoce nadie. No. Pero yo
te canto. / Yo canto para luego tu perfil y tu gracia. / La madurez insigne de
tu conocimiento. / Tu apetencia de muerte y el gusto de tu boca. / La tristeza
que tuvo tu valiente alegría. / Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, /
un andaluz tan claro, tan rico de aventura. / Yo canto su elegancia con
palabras que gimen / y recuerdo una brisa triste por los olivos.
pcs, jueves, 24 de julio de 2008
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