lunes, 30 de abril de 2018
LA FORTALEZA
Un relato de
Uno de esos días de abril
Pedro
Conde Sturla
Media hora después de los sucesos de la calle Espaillat,
el Gallego y los demás integrantes del comando del PSP bajaron desde la azotea
de una casa vecina al patio de la viuda para esconder las armas en la carbonera
del fondo y salir en procura de otras armas que tenían a buen recaudo.
domingo, 29 de abril de 2018
LOS VENCEDORES
Un relato de
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
El veterano capitán Illio Capozzi, instructor de los hombres
rana, advirtió que la larga columna de tanques e infantería del CEFA, hostigada
por las masas y un puñado de soldados, había avanzado más de lo prudente por la Avenida Amado García Guerrero y era en
extremo vulnerable, y recomendó a Caamaño
romperla en varios puntos, dividirla en tantas partes como fuera posible, y
luego aislarlas, quebrarlas, desarticularlas de tal manera que perdieran
contacto con las posibles comunicaciones de mando o no pudieran cumplirlas y se
convirtieran en presa fácil. Era la voz de la experiencia.
EL VIOLINISTA
Pedro Conde Sturla
Una noche aparentemente apacible me encontraba, como tantas otras veces, zambullido entre sacos de arena en una trinchera de la calle Santomé, casi frente al comando San Lázaro, en compañía de amigos muy queridos, compañeros de armas y de alma. Recuerdo, en particular, al lumpen Melendito y al lumpen Marinito (así nos llamábamos cariñosamente), a José Amado Camilo y a Cocolo Canova (un seudónimo). También recuerdo que fue una noche lírica. Para vencer el tedio, el aburrimiento, Cocolo empuñó el Mauser por la culata, lo apoyó sobre el hombro izquierdo como si fuera el arco de un violín y comenzó a interpretar El lago de los cisnes. De modo que allí estábamos, deleitándonos con la prodigiosa interpretación de la música de Tchaikovsky (cualquiera sea la forma en que se pronuncie) y de repente un mortero, una granada de mortero nos dio una sacudida monumental, sacudió toda la zona. Había hecho impacto a una distancia imprudente, posiblemente sobre un techo de zinc, y luego cayó otra y cayó otra en diferentes lugares, se escuchó el tableteo de las pesadas ametralladoras del imperio, un par de cañonazos, luego la débil respuesta de nuestra artillería en la periferia de la zona constitucionalista. Los combatientes que dormían se despertaron con las armas en las manos, empezaron a salir del comando San Lázaro, de todos los comandos, uno tras otro, en una sucesión que parecía interminable. El espectáculo era de alguna manera alucinante. Siempre me llamó la atención ver tanta gente con tanta disposición para el combate en tan desiguales condiciones.
Una noche aparentemente apacible me encontraba, como tantas otras veces, zambullido entre sacos de arena en una trinchera de la calle Santomé, casi frente al comando San Lázaro, en compañía de amigos muy queridos, compañeros de armas y de alma. Recuerdo, en particular, al lumpen Melendito y al lumpen Marinito (así nos llamábamos cariñosamente), a José Amado Camilo y a Cocolo Canova (un seudónimo). También recuerdo que fue una noche lírica. Para vencer el tedio, el aburrimiento, Cocolo empuñó el Mauser por la culata, lo apoyó sobre el hombro izquierdo como si fuera el arco de un violín y comenzó a interpretar El lago de los cisnes. De modo que allí estábamos, deleitándonos con la prodigiosa interpretación de la música de Tchaikovsky (cualquiera sea la forma en que se pronuncie) y de repente un mortero, una granada de mortero nos dio una sacudida monumental, sacudió toda la zona. Había hecho impacto a una distancia imprudente, posiblemente sobre un techo de zinc, y luego cayó otra y cayó otra en diferentes lugares, se escuchó el tableteo de las pesadas ametralladoras del imperio, un par de cañonazos, luego la débil respuesta de nuestra artillería en la periferia de la zona constitucionalista. Los combatientes que dormían se despertaron con las armas en las manos, empezaron a salir del comando San Lázaro, de todos los comandos, uno tras otro, en una sucesión que parecía interminable. El espectáculo era de alguna manera alucinante. Siempre me llamó la atención ver tanta gente con tanta disposición para el combate en tan desiguales condiciones.
Media hora más tarde, cuando todo había por el momento terminado, salimos de la trinchera, hicimos un recorrido por los alrededores en busca de muertos o heridos. Al regresar al refugio nos dimos cuenta de que el Máuser, el arco del violín del violinista imaginario, estaba tirado en el suelo, pero el violinista había desaparecido.
sábado, 28 de abril de 2018
EL CORONEL
Pedro Conde Sturla
En una ocasión, de la que tengo o creo tener un recuerdo muy vivo, el Gallego llegó al comando a media noche en compañía de un oficial con uniforme de camuflaje, y reunió en el patio a todos los integrantes del G-4 que estábamos disponibles, unos doce o quince en total. El oficial era un tipo macizo, robusto, imponente. Tenía un porte marcial como de fisiculturista, de levantador de pesas, un pescuezo de toro, los ojos intranquilos, una mirada fiera y a la vez apacible, fieramente apacible, que inspiraba respeto y a la vez simpatía. Manolo lo presentó con un timbre de orgullo en la voz. Era el coronel Lachapelle. Héctor Lachapelle Díaz.
Lachapelle saludó, expuso brevemente el motivo de su visita, de su (para nosotros) casi alarmante presencia en el comando San Lázaro. Pidió que lo acompañáramos en una delicada misión. La misión consistía en atravesar al estilo rana, arrastrándonos por el suelo, un solar baldío, infiltrarnos en un edificio vacío de San Carlos en los alrededores del Palacio Nacional, casi nariz con nariz con el ejército del imperio, salir antes del amanecer, informar de cuanto mereciera ser informado. Preservar la vida si era posible.
La misión fracasó, afortunadamente, o mejor dicho apenas llegó a comenzar. Cuando nos encontrábamos a medio camino, atravesando el solar baldío, se escuchó el sonido inconfundible de una bengala que anunciaba la luz del día, poff, y la luz se hizo. Detrás de la bengala y su radiante luz vino el plomo, la plomería del imperio o de la llamada Fuerza interamericana de paz y la estampida. Tras el plomo la huida, el corredero, la destemplada fuga. Tocata y fuga.
No recuerdo si estaba a la cabeza de los fugitivos, pero de seguro me encontraba entre los delanteros. Ya era, de hecho, un experimentado, inveterado corredor, un escapista, y siempre me sorprendió la velocidad que podía alcanzar cuando me disparaban. Y a pesar de todo me sentí orgulloso. Nunca antes había salido huyendo en tan ilustre compañía y por tan buenos motivos. Sin embargo, y a pesar de que un par de veces, con saco y corbata, en actos conmemorativos de la insurrección de abril he hablado con Lachapelle Díaz, no he tenido el valor de identificarme como uno de los hombres que guió en el histórico, casi heroico episodio de San Carlos.
EL PUENTE
Un relato de
Uno de esos días de abril
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
En la plazoleta del puente Duarte reinaba una gran agitación
desde las primeras horas del domingo 25 de abril. Hombres y mujeres, muchachos,
niños y viejos empezaron
a congregarse en el lugar hasta formar la impresionante muchedumbre que
permaneció día y noche, a sol y sereno, en actitud desafiante ante las fuerzas
del CEFA, que se encontraban a cierta distancia en la margen opuesta, y ante
los aviones que sobrevolaban la zona continuamente.
GALLÍPOLI
Pedro Conde Sturla
Una de las razones por las que Rusia -o mejor dicho el zar de Rusia- se
involucró en la primera guerra mundial a favor de Inglaterra y Francia tuvo
mucho que ver con una promesa envenenada que estos países le hicieron y que
“nunca tuvieron la intención de cumplir: el control ruso de Constantinopla y de
los estrechos del Mar Negro después de una guerra exitosa contra
Alemania”. [i]
jueves, 26 de abril de 2018
EN EL PALACIO
Un relato de
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
Pedro Conde Sturla
Al amanecer de un nuevo día, el domingo 25 de abril, soldados rebeldes, constitucionalistas, al mando del coronel Hernando Ramírez, entre otros, abandonaban los cuarteles y tomaban sin resistencia una parte considerable de la margen occidental de la ciudad junto a las masas perredeístas y militantes de la izquierda revolucionaria. La cabecera del puente Duarte, una amplia plazoleta a orillas del río Ozama, se pobló de una multitud intransigente, y fue reforzada con piezas de artillería en prevención de un ataque de tropas gobiernistas de la base militar de San Isidro, como en efecto ocurrió dos días después.
miércoles, 25 de abril de 2018
EL CAMINO DE SANTIAGO
La casa de
la viuda Pichardo se había convertido en un hervidero humano aquel lunes de abril, el 26 de abril.
Gente que entraba y salía desorientada, nerviosa, sin saber a qué
atenerse, sin entender lo que estaba pasando ni lo que podía pasar más
adelante.
viernes, 20 de abril de 2018
SÁBADO, 24 DE ABRI, 1965
Un relato de
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
Pedro
Conde Sturla
La viuda Pichardo era una de
las mujeres más cojonudas que he conocido. Tenía que serlo desde el momento en
que se atrevió a parir ocho varones, ocho machos en fila, uno tras otro, en
busca de la hembrita que no vino. Tenía que serlo desde que se atrevió a
quedarse viuda, jovencita, viuda y sola al frente de la prole. La inmensa prole
en cierne.
ESTA TARDE VI LLOVER
(Un relato del libro Monedas en la fuente)
Pedro Conde Sturla
Pedro Conde Sturla
Vagamente recuerdo haberte amado. Ahora que te escurres furtiva en la memoria recuerdo vagamente haberte amado, la espiral de tus trenzas amarillas, la sonrisa distante y caprichosa, el negro de tus ojos, la chispa que ahora enciende la hoguera de nostalgia. La hoguera que esculpe, que dibuja, al decir de un poeta, el humo de tu rostro.
Eran días de lluvia y de infortunio. En aquel tiempo de lluvia adolescente, la diminuta lumbre de las tardes florecía en tus trenzas como una dulce rosa enrevesada. En aquel tiempo, vagamente lluvioso, recuerdo que te amaba y recuerdo que amabas como yo los días de lluvia. Amo los días de lluvia, esos días morosos y cordiales en que el leve contorno de las cosas adquiere una doble presencia en el perfil del agua y la atmósfera de la ciudad se siente densa, cargada de poesía.
Había algo de magia en la ciudad lluviosa de aquellos días, un aura de misterio, la melancólica lluvia que caía suavemente sobre los mansos atardeceres de abril y finales de mayo, el contraste entre la pesarosa bruma y el encanto de los robles venezolanos de la Avenida Bolívar en flamante explosión de colores a veces malva y azulados a veces.
Después de mayo, en cambio, aquel incierto mayo, empezó a percibirse en ese ambiente bucólico, engañosamente apacible, un violento contraste con el toque casi siniestro, el aire reservado de ciertas residencias de lujo, ventanas caídas, puertas cerradas, casonas cerradas que parecían deshabitadas. Una densa impresión patibularia. El terror. Metáfora del terror que invadía los más íntimos espacios. El filo de un terror que cortaba como el hielo. Toque de queda y ley marcial. La cacería humana. La soldadesca del régimen agonizante tumbando puertas y ventanas, arrestando opositores, torturando, realizando ejecuciones sumarias. El terror en lecho de muerte después de mayo.
Parecía que el mundo hubiera enloquecido de repente y nos rechazaba de repente con una brutalidad que no habíamos anticipado. El fuego de metralla. El lúgubre movimiento nocturno de las fuerzas de seguridad del estado. El ladrido de los perros.
De aquella época preservo una imagen trágica en el momento de nuestra despedida en el aeropuerto. Estás tú en esa imagen, tomada del brazo de tu madre, el brazo enlutado de tu madre. El luto de tu madre. El llanto de tu madre. Los grandes ojos rojos encendidos, glaciales y vacíos. Fue un simple adiós entre adolescentes al doblar de la infancia, uno de esos episodios que carecen, aparentemente, de importancia y sin embargo se graban para siempre y vuelven una vez y otra vez en la vigilia y vuelven en el sueño una vez y otra vez.
Volví a verte después, muchos años después, durante un breve retorno, cuando ya casi no éramos amigos y casi nos habíamos olvidado. El encuentro fue más bien un desencuentro. Los años y la vida y la distancia hacen cosas terribles como esa. El abismo del tiempo, muchas veces, convierte amigos y amantes en extraños. Se había apagado el eco de nuestras conversaciones y nuestro idilio platónico en la sala de tu casa de la calle Cervantes era cosa pasada, agua pasada. Nuestra relación estuvo siempre circunscrita a ese espacio que ahora estaba abandonado, ahora en venta. El humo de tu rostro estaba como ausente en el humo difuso de otros rostros. Salvo cosas triviales, no teníamos nada que decirnos.
Ya no eras la chica de las trenzas ni volverías a serlo. Se había dibujado en tu sonrisa una amargura aleve, y en tus ojos, negrísimos, se había consumido el brillo de otra época, la voz desencantada, tristísima la voz, la chispa que encendían tus palabras. Aparte de ciertos detalles, para quien no te hubiera conocido en tu vasto esplendor, lucías y relucías, pero no eras la misma. Te parecías un poco, lentamente a un otoño. Parecías levemente, dignamente marchita.
Algún giro de tuerca, un vuelco del destino te jugó una trastada, convirtió tu carita de rosa encendida en esa grave máscara de soledad, ungida de soledad. Quizás las huellas de un amor incurable.
Ahora he vuelto a verte y ya no eres. Apenas treinta años y ya no eres ni serás para siempre. Ahora al verte así, perdida entre los sórdidos espacios de la muerte, pienso en días de abril, pienso en la lluvia, la memorable lluvia de aquella adolescencia, pienso en aquellos mansos atardeceres de abril, las veces que juramos que al caer de la tarde, como al caer de la vida, desde las ventanas de tu casa veríamos llover. (Al poeta y amigo Ramón Tejera Rosas, por “El humo de los rostros”).
pcs, santo domingo 23/01/20
jueves, 19 de abril de 2018
GÓMEZ ROSA Y LEDESMA: EL REINO EN EXTINCIÓN
(1)
Pedro
Conde Sturla
Alexis
Gómez Rosa es nuestro más abundante y calificado poeta moderno, un excelente
crítico/poeta, un espíritu festivo, imaginativo, desacralizador o iconoclasta.
Es un rebelde a carta cabal, con demostrado talento, apabullante talento y una
mente en permanente ebullición, un personaje inquieto, un tipo cuya inquietud y
capacidad de iniciativa perturba, molesta a los envidiosos, a los ineptos, a
los cortesanos, a los burrócratas que medran tímidamente a la sombra del poder.
Alexis está siempre más allá
de los dictados de la burrocracia, inventa cosas, produce ideas, entiende que
el trabajo en el ámbito de una secretaría de cultura es como la poesía para los
griegos, es creación.
Se fajó de campana a campana
para llevar a cabo el proyecto “Cruzando el río”, una antología del grupo
literario “La Antorcha ”,
que brilló en los años sesenta y setenta (aunque muy poco), y al final, casi al
final se lo quitaron de la mano, se lo escamotearon, le quitaron el prólogo que
había escrito, le negaron su condición de editor, lo ningunearon, lo dejaron a
mitad del río.
Cuando se atrevió a protestar
en las páginas de “Areíto” recibió las diatribas de dos criados respondones: Mafeo Robinson y Berrinche Eusebio.
Mafeo Robinsón lo mafeó, Berrinche Eusebio lo eusebició. Lantigua, el
Secretario de Cultura, apoyó a sus polluelos. En breve recibiría Alexis Gómez
una lacónica comunicación. La
Secretaría de Estado de Cultura prescindía de sus servicios,
de sus muy valiosos servicios. El cuarto vate de la poesía moderna dominicana
quedaba cesante, fuera del juego, aunque ninguno como él tiene asegurada su
entrada al Salón de la Fama.
Pero los cazadores de brujas
no quedaron satisfechos, no le perdonaron su rebeldía y han continuado el
hostigamiento. La última travesura de los muchachos de cultura fue eliminar el
prólogo que Alexis Gómez había escrito para la primera edición del libro
“Facturas y otros papeles” de Luís Manuel Ledesma. Es el colmo de la
mezquindad, una mezquindad que afecta sobre todo al autor del libro que nunca
debió aceptar el despropósito. Afecta, desde luego, indirectamente a Gómez Rosa
y afecta en primer lugar a los responsables de la Secretaría de Cultura,
una secretaria en la no hay cabida para el talento y la generosidad intelectual
de Alexis Gómez Rosa.
Aquí en esta página cabe, sin
embargo, aunque no de cuerpo entero, ni de ancho ni de largo porque ocupa mucho
espacio el poeta. Cabe su prólogo, el magnífico prólogo de Alexis Gómez Rosa que los burrócratas de La Secretaría de Cultura se
permitieron rechazar. Esta es una manera como cualquier otra de pasar a los
deudores “Facturas y otros papeles”:
LUIS MANUEL LEDESMA: POETA DE UN REINO EN EXTINCIÓN
Cuando la vida nos regala un
buen poema es motivo para la fiesta. Ahora, cuando el poema viene de una mano
amiga el festejo es doble, porque además de la excelencia escritural que pone a
circular, nos lo entrega en la envoltura del afecto imperecedero. Luís Manuel
Ledesma (Esperanza, provincia de Valverde Mao, 1949), me acostumbró al
sobresalto, al asombro, en aquellos años setenta de intransferible alegría y
libertaria inocencia fundadora, para los que no faltaba el amor ni el licor que
los dimensionaran en los parques de intramuros o del Ozama: río que tantas
veces atravesamos a pie con el tembleque del puente Duarte, o en destartalados
carros de concho de diez centavos.
Ledesma, el cachondo Ledesma,
era y es un poeta en estado químicamente puro: un órgano de la naturaleza para
la imagen aguerrida y deslumbrante, o la feliz metáfora sorprendente y
sorprendida donde resplandecía un pobre amor.
Cortas resultaron las
caminatas que emprendimos para entretejer versos que previamente habíamos
subrayados en manoseadas antologías. En esos días la Biblia era el volumen de
poesía norteamericana del cubano Eugenio Florit, editado por Unión
Panamericana, de Washington, D.C., donde aprendimos a ver lo poético en el
diario acontecer de la existencia (abandonado el cíngulo del amanecer y el
mirar en lontananza), a descubrir la poesía en el luminoso ardor de las cosas.
Con los norteamericanos eso aprendimos: tratar la poesía con ese dejo de
familiaridad de quien conoce al cojo sentado y al ciego durmiendo. Sabiduría de
pueblo que podíamos apreciar en cada bocado de “Spoon River Anthology”, de Edgar Lee Masters: poeta que inicia
(además de la selección de Florit), una corriente nueva de voces enérgicas y
desafiantes. El nos enseñó a venerar la fiesta que es el poema, porque “la
inmortalidad no es un don; a la inmortalidad la conquistamos. Y sólo aquél que
lucha con denuedo logrará poseerla”. Enseñanza inicial, a los veinte años, que
el poeta Ledesma profundizó en el conocimiento de otros poetas como W.H. Auden,
Elizabeth Bishop, Hart Crane, E.E. Cummings, T.S.Eliot, Robert Frost, Carl
Sandburg, Langston Hughes, Randall Jarrell, Amy Lowell, Ezra Pound y Wallace
Stevens, que perseguíamos en la Biblioteca
Lincoln del Instituto Cultural Domínico-Americano. Un libro
arrastraba al otro, el que acentuaba nuestra voracidad de muchachos que se
impusieron abrir bien los ojos. Y con los ojos abiertos en la desmesura del
saber, vi al poeta conjugar su vocación inicial en la teneduría de libros, con
lecturas de los poetas fundamentales desde los románticos ingleses, alemanes y
simbolistas franceses –vía el modernismo
hispanoamericano–, hasta la moderna poesía expresada en obras de los mexicanos
José Emilio Pacheco y Homero Aridjis; el chileno Enrique Lihn y los peruanos
Rodolfo Hinostroza y Antonio Cisneros. Valido entonces la otra cara de la
moneda que traduce una realidad más cerca del Hoyo de Chulín o La Yaguita de Pastor.
Diferencia de matices. La poesía de un universo y otro convergen con igual
espíritu de búsquedas expresivas porque uno es la prolongación del otro.
Realmente atravesábamos las aguas de un río que suma muchos afluentes: pasado y
presente en un diálogo de confrontaciones y afinidades en el que se fue
forjando un universo en consonancia con nuestras apetencias y
motivaciones. Dos antologías pasaron a
ser libros de cabecera: “Antología de la
poesía viva latinoamericana”, de Aldo Pellegrini y “Poesía en movimiento”, de Octavio Paz, entre otros. En ellos
hicimos nuestra primera residencia latinoamericana con la que ganamos carta de
ciudadanía poética. Ese derecho nos permitió tocar la puerta No. 62 de la calle
Espaillat donde vivía el cachondo mayor: Franklin Mieses Burgos.
“Padre y maestro mágico”, a
dúo le decíamos; a lo que el viejo respondía: “liróforo celeste”, con alegre
complicidad. (Alexis Gómez Rosa, Ciudad
Colonial, Santo Domingo, 2009).
(2)
La primera parte de esta
entrega hirió susceptibilidades enfermizas y provocó reacciones histéricas entre
admiradoras de Luís Manuel Ledesma que se dieron por ofendidas, no sé por qué,
y se vieron en el deber de publicar artículos de desagravio, enviar insultos
por correo electrónico, retorcer mis
argumentos y defender a rajatabla, justificar la intolerancia que
provocó la salida, el despido de Alexis Gómez Rosa de la Secretaría de Cultura.
La publicación del prólogo de Alexis Gómez Rosa, que
fue excluido por mezquindad de la primera edición del libro “Facturas y otros papeles” (a cargo de la Secretaría de Cultura),
tiene como propósito principal llenar un vacío, exaltar, dar a conocer la obra y
los asuntos vitales de Ledesma a través del fino y penetrante bisturí crítico y
poético de Alexis Gómez Rosa.
En Gómez Rosa –para envidia de todos sus detractores- se
da una doble, una rara condición y una rara intuición. Cualquier aproximación
crítica a un texto es siempre poética, necesariamente visionaria y poética. En
él es inseparable el poeta del crítico. Su crítica es pura poesía. Se puede
comprobar en la siguiente y última parte del prólogo amputado por la perfidia y
el ejercicio perverso del poder:
LUIS
MANUEL LEDESMA:
POETA
DE UN REINO EN EXTINCIÓN
Conjuntamente con el autor de “Sin mundo ya y herido por el cielo”, se
inició una amistad edificante con Don Manuel Rueda: otro talento, otra
personalidad, y a el seguiríamos “haciendo escuela” en la experiencia
pluralista. Si Mieses Burgos nos proporcionaba el placer de la tertulia, con
Manuel Rueda desentrañábamos la madeja del texto. Entre uno y otro armamos
muchas escuelitas en la cafetería de la Facultad de Humanidades en la Universidad Autónoma
de Santo Domingo. Sus alumnos: fugaces, de ocasión, dejaban bajo la mata de
mango sus temblores y relámpagos. Recuerdo, de aquellos que no faltaban, a los
poetas Enriquillo Sánchez y a Fernando Vargas (esgrimiendo siempre el “Ulises” o el “Finnegan´s wake”, de James Joyce),
a Víctor Hugo Deláncer; pero, por sobre todas las cosas, las
motivaciones poéticas: Marcia Facundo, Nora Pieters, Josefina Pimentel.
Porque dolía y duele la sangre
de los buenos. Porque no supimos ser honestos para refundar la República.
Caminamos.
Sobre nuestros pasos
regresamos al origen de una sociedad que a rajatablas quisimos modificar, de
manera mecanicista, al margen de una historia con características muy propias.
Podría parecer extraño: la
literatura nos enseñó la vida porque la vida era la literatura. Mucho a poco (¡muchísimo!),
fuimos avanzando, leyendo, tropezando, levantándonos, volviendo a leer, al
ritmo de un país que surge de un trauma
que dejó, fruto de la guerra fría, en el cuerpo social graves heridas.
El poeta en silencio sufrió su
drama personal no sin desgarraduras, en una época en que por deporte se anatematizaba
a quienes abrazaron la carrera militar, o simplemente se integraron a sus
filas. Aunque auxiliar mecanógrafo del área administrativa, el poeta Ledesma
por influencia paterna, devino en policía y candidato a Contador Público
Autorizado. En ambas carreras él mismo se dio de baja por culpa de la diosa
poesía, que no lo apartó del todo del sueño materno de hacer profesional uno de
los suyos. Enorme responsabilidad le ocupaba. Continuar los estudios de
contabilidad que Don Ramón Francisco aquí había legitimado en la cuadratura del
círculo y, en otras tierras, convirtieron a Eliot, Kavafis y Pessoa en poetas
numerólogos. O probar suerte en el extranjero gracias a las becas del Partido
Comunista Dominicano que después de un maratónico periplo te depositaba en
Moscú. Con todo el dolor que la decisión implicaba, el primogénito del teniente
Pedro Ledesma y de Doña Chela González, terminó asustado preparando su
equipaje. Atrás iban a quedar la provincia y el famoso cura del merengue; las
primas de Maizal y los arroyos risueños y juguetones de los que siempre habla
Beby; el barrio humilde de la capital y los sobresaltos de la vieja que no ha
pegado el ojo.
Su
atención, por favor.
Iberia, líneas aéreas de España, anuncia la salida de
su vuelo 4637 con destino al aeropuerto de Barajas, Madrid.
El poeta Ledesma partió una
tarde de junio. En la maleta dos o tres pantalones, camisas, ropa interior y un nervioso cuaderno de poemas que ha
esperado tres décadas para ver la luz pública. “Facturas y otros papeles” es un libro inédito ganador. Obtuvo el primer lugar del concurso
de poesía que organizó para la
Editora la Razón, en el año 1974, el poeta Mateo Morrison.
Doblemente ganador, me atrevo a decir, porque al galardón suma la excelencia de
su escritura que sobrevive al tiempo, desplegando un surtidor de imágenes
nuevas: imágenes en derroche.
Por el tema, necesariamente,
tenemos que asociarlo con los “Poemas de
la oficina” (1956), de Mario Benedetti que, a su vez, debemos asociar con
el argentino Roberto Mariani, autor del volumen “Cuentos de la oficina” (1925), que le sirvió de inspiración. En
común los dos libros tienen el clima y un tono celebratorio de humor de
sobremesa. Común también la sencillez de lenguaje y esa visión totalizadora de
quien tiene por misión “relojear”, asegurar puertas y ventanas, conectar la
alarma, antes de echar llave a la cerradura y apagar las luces. Ahora bien,
donde el poeta dominicano se distancia de su prestigioso antecesor, es en la
resolución poética mucho más elaborada y eficaz; trabajada en la médula.
Ledesma es el poeta de lo urbano que ha recorrido la gran urbe a través de los
ojos de T. S. Eliot (vía Jaime Gil de Biedma), de los poetas de dos antologías
emblemáticas: la “Antología de la nueva
poesía española”, de José Batlló y “Nueve novísimos españoles” de Josep María Castellet.
Porque decir la ciudad es
decir la cafetería, el cine, la tienda de ropa, el lugar de trabajo, el piano bar,
el burdel, y todos esos poetas hicieron esquina con la modernidad en una de
esas iglesias del mercado en su oferta y demanda. Ledesma no fue la excepción.
De ahí que su “Factura y otros papeles” esté impregnada del aire
viciado de tabaco del señor Schecker (“…palabras bonitas de diccionario
mercantil / que nos llegan mullidas con algo de tabaco”.) y del perfume a
suicidio de la señorita Violeta un lunes de marzo.
Poema tras poema, Ledesma ha
ido creando una galería de personajes maniáticos y furtivos que exhiben su malicia como Fernández, que “presiona las
teclas de la Olimpia
como si fueran ombligos de bañistas”, y Méndez, taciturno, detenido en “sus
gastos por concepto de cine y subsistencia”, vislumbrando “la adquisición de
una moto / en la que pueda ascender al paraíso”. Ojo de poeta que hizo suyo el
reclamo de Nicanor Parra, de poner a correr la mirada para descubrir el alma de
las cosas. Puntillista en la descripción, el poeta hace gala pormenorizada de
su observación para catalogar las personalidades del conjunto, o las diferentes
formas de una realidad corporal, como se puede apreciar en “Relación de senos en contabilidad al 30 de
junio”.
Ledesma, dueño de un
particular sentido de economía verbal y limpieza expositiva, a veces nos
suspende en la lectura dejando la sensación de sorpresa para la próxima página,
convertida en sorpresa realmente porque
el poema ha terminado. En otros momentos, en los poemas cortos, adquiere su voz
un tono epigramático de filosa contundencia, que hacen de sus “Panfletos” artículos de fina ironía que
se han aposentado en el aprecio del lector, a pesar de la distancia.
Luis Manuel Ledesma se fue a
Nueva York en 1980, ilusionado con la democracia de Whitman y consciente de la
advertencia de Martí. Allí hizo familia y trabajó dejando la piel en diarios y
publicaciones de la gran urbe. Alejado del mundanal ruido, sin dejar de
escribir, hoy regresa con el poemario inicial de aquel lejano 1974 para
entregarlo impreso, “con la misma actitud de quien cancela un cheque” que tiene
fondos para solventar su compromiso con la poesía y la sociedad. (Alexis Gómez Rosa, Ciudad Colonial, Santo
Domingo, 2009).
LA ÉPOCA DE ORO DE LA LITERATURA RUSA
Apasionante serie de charlas de Sergio Pitol sobre las grandes figuras de la literatura rusa dictada en el Tecnológico de Monterrey. Una muestra de gran valor didáctico (a pesar de problemas de dicción) y de la gran densidad humana del recientemente desaparecido escritor mexicano.
martes, 17 de abril de 2018
EXTREMISTAS DE WALT STRET
Los verdaderos
extremistas de izquierda son los especuladores de Wall Street. Ellos creen
firmemente en el socialismo. Cada vez que se produce o producen una crisis
aplican medidas socialistas a su favor como ocurrió la vez pasada. Todas sus
deudas fueron perdonadas pero ellos no perdonaron las de deudores. Es
decir las ganancias son privadas y las pérdidas sociales.
LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA CONTADA POR GALEANO
Pedro Conde Sturla
[Que Paraguay fuera uno de los países más prósperos y desarrollados de
America Latina es difícil imaginarlo. Allí la iglesia romana había establecido en
1604 la Provincia Jesuítica del Paraguay, compuesta por misiones o reducciones
que llegaron a albergar unos treinta pueblos indígenas, no sin enfrentar
resistencia y rebeliones de cierta importancia.
CONCIENCIA NUNCA DORMIDA
Pedro Conde Sturla
Gaspar Núñez de
Arce (1834- 1903) se burlaba de la poesía de su
compueblano sevillano Bécquer, a la cual definía como “suspirillos germánicos”
en alusión a poetas alemanes que supuestamente imitaba. Pero a pesar de sus
virtuosismo lírico, Nuñez de Arce nunca pudo opacar la fama del cantor de las "oscuras golondrinas", la sencillez, la nitidez de una poesía que era y sigue siendo puro concepto, puro
pensar de la poesía en cuanto poesía. Poesía pura.
Núñez de Arce se
interesaba por temas filosóficos y sociales, cuando no políticos. En Gritos
del combate (1875), su libro más importante, castiga a los Austrias “que
han envilecido / la corona en su cabeza”, y en el poema “A España”, la condena
sin apelación como culpable de sus propios males:
Elogio del mataburros
Pedro
Conde Sturla
10/11/2013
Dejo
en manos de los lectores esta pieza de antología que es el prólogo del
diccionario Clave escrito por Gabriel García Márquez. Una pieza que destila
magia y debería ser estudiada como objeto de culto. Es
una obra pequeña e inmensa del autor de Cien
años de soledad (con la “e” invertida en la primera edición por razones de cábala ). De ese
libro dijo Bosch en la plena lucidez de su inteligencia fuera de serie: “Es la
obra más importante escrita en español después de el Quijote” y no se
equivocaba.
Hay grandes escritores en America latina, pero muy pocos escritos producen el goce de la palabra de García Márquez, el destello, la explosión de significados, el despliegue de semejante fuerza telúrica.
El episodio, aparentemente trivial, en el que narra su visita en compañía del abuelo a un circo, su encuentro con un diccionario al que define como un juguete para jugar el resto de la vida solamente podía describirlo de esa manera un genio que convirtió la palabra en pura magia.
PCS
Hay grandes escritores en America latina, pero muy pocos escritos producen el goce de la palabra de García Márquez, el destello, la explosión de significados, el despliegue de semejante fuerza telúrica.
El episodio, aparentemente trivial, en el que narra su visita en compañía del abuelo a un circo, su encuentro con un diccionario al que define como un juguete para jugar el resto de la vida solamente podía describirlo de esa manera un genio que convirtió la palabra en pura magia.
PCS
De qué hablamos cuando hablamos de hablar
GABRIEL GARCIA MARQUEZ
Tenía cinco años cuando mi abuelo el coronel
me llevó a conocer los animales de un circo que estaba de paso en Aracataca. El
que más me llamó la atención fue una especie de caballo maltrecho y desolado
con una expresión de madre espantosa. “Es un camello”, me dijo el abuelo.
Alguien que estaba cerca le salió al paso. “Perdón, coronel”, le dijo. “Es un
dromedario.” Puedo imaginarme ahora cómo debió sentirse el abuelo de que
alguien lo hubiera corregido en presencia del nieto, pero lo superó con una
pregunta digna:
–¿Cuál es la diferencia?
–No la sé –le dijo el otro–, pero éste es un
dromedario.
El abuelo no era un hombre culto, ni pretendía
serlo, pues a los catorce años se había escapado de la clase para irse a tirar
tiros en una de las incontables guerras civiles del Caribe, y nunca volvió a la
escuela. Pero toda su vida fue consciente de sus vacíos, y tenía una avidez de
conocimientos inmediatos que compensaban de sobra sus defectos.
Aquella tarde del circo volvió abatido a la
casa y me llevó a su sobria oficina con un escritorio de cortina, un ventilador
y un librero con un solo libro enorme. Lo consultó con una atención infantil,
asimiló las informaciones y comparó los dibujos, y entonces supo él y supe yo
para siempre la diferencia entre un dromedario y un camello. Al final me puso
el mamotreto en el regazo y me dijo:
–Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es
el único que nunca se equivoca.
Era el diccionario de la lengua, sabe Dios
cuál y de cuándo, muy viejo y ya a punto de desencuadernarse. Tenía en el lomo
un Atlas colosal, en cuyos hombros se asentaba la bóveda del universo. “Esto
quiere decir -dijo mi abuelo– que los diccionarios tienen que sostener el
mundo.” Yo no sabía leer ni escribir, pero podía imaginarme cuánta razón tenía
el coronel si eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos
preciosos. En la iglesia me había asombrado el tamaño del misal, pero el
diccionario era más grande. Fue como asomarme al mundo entero por primera vez.
–¿Cuántas palabras habrá? –pregunté.
–Todas –dijo el abuelo.
La verdad es que en ese momento yo no
necesitaba de las palabras, porque lograba expresar con dibujos todo lo que me
impresionaba. A los cuatro años dibujé al mago Richardine, que le cortaba la
cabeza a su mujer y se la volvía a pegar, como lo habíamos visto la noche
anterior en el teatro. Una secuencia gráfica que empezaba con la decapitación a
serrucho, seguía con la exhibición triunfal de la cabeza ensangrentada, y
terminaba con la mujer, que agradecía los aplausos con la cabeza otra vez en su
puesto. Las historietas gráficas estaban ya inventadas pero las conocí más
tarde en el suplemento en colores de los periódicos dominicales. Entonces
empecé a inventar historias dibujadas sin diálogos, porque aún no sabía
escribir. Sin embargo, la noche en que conocí el diccionario se me despertó tal
curiosidad por las palabras, que aprendí a leer más pronto de lo previsto. Así
fue mi primer contacto con el que había de ser el libro fundamental en mi
destino de escritor.
Un gran maestro de música ha dicho que no es
humano imponer a nadie el castigo diario de los ejercicios de piano, sino que
éste debe tenerse en la casa para que los niños jueguen con él. Es lo que me
sucedió con el diccionario de la lengua. Nunca lo vi como un libro de estudio,
gordo y sabio, sino como un juguete para toda la vida. Sobre todo desde que se me
ocurrió buscar la palabra amarillo, que estaba descrita de este modo simple:
del color del limón. Quedé en las tinieblas, pues en las Américas el limón es
de color verde. El desconcierto aumentó cuando leí en el Romancero Gitano de
Federico García Lorca estos versos inolvidables: En la mitad del camino cortó
limones redondos y los fue tirando al agua hasta que la puso de oro. Con los
años, el diccionario de la Real Academia -aunque mantuvo la referencia del
limón– hizo el remiendo correspondiente: del color del oro. Sólo a los
veintitantos años, cuando fui a Europa, descubrí que allí, en efecto, los
limones son amarillos. Pero entonces había hecho ya un fascinante rastreo del
tercer color del espectro solar a través de otros diccionarios del presente y
del pasado. El Larousse y el Vox –como el de la Academia de 1780– se sirvieron
también de las referencias del limón y del oro, pero sólo María Moliner hizo en
1976 la precisión implícita de que el color amarillo no es el de todo el limón
sino sólo el de su cáscara. Pero también ella había sacrificado la poesía del
Diccionario de Autoridades, que fue el primero de la Academia en 1726, y que
describió el amarillo con un candor lírico: Color que imita el del oro cuando
es subido, y a la flor de la retama cuando es bajo y amortiguado. Todos los
diccionarios juntos, por supuesto, no le daban a los tobillos al más antiguo,
compuesto en 1611 por don Sebastián de Covarrubias, que había ido más lejos que
ninguno en propiedad e inspiración para identificar el amarillo: Entre las
colores se tiene por la más infeliz, por ser la de la muerte y de la larga y
peligrosa enfermedad, y la color de los enamorados.
Estos escrutinios indiscretos me llevaron a
comprender que los diccionarios rupestres intentaban atrapar una dimensión de
las palabras que era esencial para el buen escribir: su significado subjetivo.
Nadie lo sabe tanto como los niños hasta los cinco años y los escritores hasta
los cien. Los sabores, los sonidos y los olores son los ejemplos más fáciles.
Hace muchos años me despertó a media noche la voz de un cordero amarrado en el
patio, que balaba en un tono metálico de una regularidad inclemente. Uno de mis
hermanos menores, deslumbrado por la simetría del lamento, dijo en la
oscuridad: “Parece un faro”. Una tisana hecha con hierbas viejas tenía el sabor
inconfundible de una procesión de Viernes Santo. Cuando al Che Guevara le
dieron a probar la primera gaseosa que se hizo en Cuba para sustituir el
refresco del Cuba Libre, dijo sin vacilar ante las cámaras de televisión: “Sabe
a cucaracha”. Más tarde, en privado, fue más explícito: “Sabe a mierda”.
¿Cuántas veces hemos tomado un café que sabe a ventana, un pan que sabe a baúl,
un arroz que sabe a solapa y una sopa que sabe a máquina de coser? Un amigo
probó en un restaurante unos espléndidos riñones al jerez, y dijo, suspirando:
“¡Sabe a mujer!”. En un ardiente verano de Roma tomé un helado que no me dejó
la menor duda: sabía a Mozart.
Creo que este género de asociaciones tiene
mucho que ver con las diferencias entre un buen novelista y otro que no lo es.
En cada palabra, en cada frase, en el simple énfasis de una réplica puede haber
una segunda intención secreta que sólo el autor conoce. Su validez tendrá que
ser distinta de acuerdo con quien la lea y según su tiempo y su lugar. Cada
escritor escribe como puede, pues lo más difícil de este oficio azaroso no es
sólo el buen manejo de sus instrumentos, sino la cantidad de corazón que se
entregue en el único método inventado hasta ahora para escribir, que es poner
una letra después de la otra.
Para resolver estos problemas de la poesía,
por supuesto, no existen diccionarios, pero deberían existir. Creo que doña
María Moliner, la inolvidable, lo tuvo muy en cuenta cuando se hizo una promesa
con muy pocos precedentes: escribir sola, en su casa, con su propia mano, el
diccionario de uso del español. Lo escribió en las horas que le dejaba libre su
empleo de bibliotecaria y el que ella consideraba su verdadero oficio: remendar
calcetines. Lo que quería en el fondo era agarrar al vuelo todas las palabras
desde que nacían. “Sobre todo las que encuentro en los periódicos –según dijo
en una entrevista– porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las
palabras que tienen que inventarse al momento.” En realidad, lo que esa mujer
de fábula había emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la
vida. Es decir: una empresa infinita, porque las palabras no las hacen los
académicos en las academias, sino la gente en la calle. Los autores de los
diccionarios las capturan casi siempre demasiado tarde, las embalsaman por
orden alfabético, y en muchos casos cuando ya no significan lo que pensaron sus
inventores.
En realidad, todo diccionario de la lengua
empieza a desactualizarse desde antes de ser publicado, y por muchos esfuerzos
que hagan sus autores no logran alcanzar las palabras en su carrera hacia el
olvido. Pero María Moliner demostró al menos que la empresa era menos
frustrante con los diccionarios de uso. O sea, los que no esperan que las
palabras les lleguen a la oficina, sino que salen a buscarlas, como es el caso
de este diccionario nuevo que me ha llegado a las manos todavía oloroso a
madera de pino y tinta fresca.
Y cuyo destino podría ser menos efímero que el
de tantos otros, si se descubre a tiempo que no hay nada más útil y noble que
los diccionarios para que jueguen los niños desde los cinco años. Y también,
con un poco de suerte, los buenos escritores hasta los cien.
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