Pedro Conde Sturla
21 de diciembre de 2011
Publicó, desde 1903 hasta enero de 1906, un relato a la semana.
Presionado por el tiempo, como ocurre con todos los columnistas de periódicos, escribió en tres horas su mejor relato que presento aquí editado por razones de espacio. Hoy es Navidad y el relato de O. Henry es mi mejor oferta a los lectores de esta página.
PCS
EL REGALO DE LOS REYES MAGOS
O. Henry
21 de diciembre de 2011
O. Henry era un mago, un virtuoso de la narrativa breve, uno de los más grandes escritores de la literatura norteamericana, un “Maestro de los finales sorpresivos”, dotado de una sensibilidad fuera de serie y prolífico como pocos.
Publicó, desde 1903 hasta enero de 1906, un relato a la semana.
Presionado por el tiempo, como ocurre con todos los columnistas de periódicos, escribió en tres horas su mejor relato que presento aquí editado por razones de espacio. Hoy es Navidad y el relato de O. Henry es mi mejor oferta a los lectores de esta página.
PCS
EL REGALO DE LOS REYES MAGOS
O. Henry
Un
dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos
estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo
con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las
mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa
acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia
los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día
siguiente era Navidad.
Evidentemente
no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y
llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que
la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio
de los lloriqueos.
Mientras
la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda
etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de
ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar
mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.
Abajo,
en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un
timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal.
También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de
“Señor James Dillingham Young”.
Entre
las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero.
Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en
un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil
podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas
longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto
dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante
el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su
color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia su cabellera y la
dejó caer cuan larga era.
Los
Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso
orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y
antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de
Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día
Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más
que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su
Majestad.
La
hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una
cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la
envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo,
nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y
permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída
alfombra roja.
Se
puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un
revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió
nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la
calle.
Donde
se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas
clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de
controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la
“Sofronie” indicada en la puerta.
-¿Quiere
comprar mi pelo? -preguntó Delia.
-Compro
pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La
áurea cascada cayó libremente.
-Veinte
dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.
-Démelos
inmediatamente -dijo Delia.
Oh,
y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Y
Delia empezó a mirar los comercios en busca del regalo para Jim.
Al
fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún
comercio había otro regalo como ése. Y ella los había
inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño
sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo
y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto… tal como
ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj.
Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba
para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción
podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó
rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en
su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de
cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía
obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa
que usaba en vez de una cadena.
Cuando
Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta
prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el
gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada
al amor.
A
los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos
pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador
estudiante holgazán.
Jim
franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero
que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una
expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No
era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de
ningún otro sentimiento para los que ella hubiera estado preparada.
Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
-Jim,
querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí
porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de
nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo
crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No
te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!
-¿Te
cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no
pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un
enorme esfuerzo mental.
-No
pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije,
lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti,
perdóname
Pasada
la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a
Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra
dirección, hacia algún objeto sin importancia. Jim sacó un paquete
del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
-No
te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su
lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi
mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado
tal desconcierto en un primer momento.
Los
blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y
entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!,
un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas
y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los
poderes de consuelo del señor del departamento.
Porque
allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al
lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo
en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey
auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color
para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas
muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado
por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas
algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser
adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero
Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de
mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:
-¡Mi
pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y
enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:
-¡Oh,
oh!
Jim
no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con
vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal
pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de
Delia.
-¿Verdad
que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla.
Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame
tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.
-Delia
-le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son
demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para
comprarte las peinetas. Los Reyes Magos, como ustedes seguramente
saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos
al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos
de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo
eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados
en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy
torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían
en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro
los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar,
digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen
regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben
regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son
los verdaderos Reyes Magos.
pcs,
miércoles 21 de diciembre de 2011
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