Pedro Conde Sturla
El diluvio en Grecia: Filemón y Baucis
Lo más inusual o extraordinario se da por sentado, como algo común y corriente, y cuando el lector muerde el anzuelo queda atrapado (o se deja atrapar) como una mosca en la telaraña.
Hay tantos diluvios como mitos, leyendas e historias del diluvio, la conocida historia del diluvio que es común a tantos pueblos y culturas en casi todos los continentes. Muchas sólo se relacionan superficialmente y otras son directamente dependientes de la original mesopotámica. En Grecia “La ira de los dioses (los dioses del Olimpo) también se abatió sobre la humanidad, debido a la conducta lujuriosa, deshonesta y egoísta de los hombres, provocando un diluvio universal”. Las huellas o el recuerdo del magno acontecimiento han perdurado en narraciones fantásticas como la de Filemón y Baucis y la de Deucalión y Pirra, que se remontan a tiempos muy remotos. En ambos casos el realismo mágico o la magia de los relatos conservan toda su ingenuidad y frescura, el don de atrapar a ciertos lectores en una narración ficticia que parece verdadera.
Encantadoramente y aterradoramente verdadera. De hecho, una característica muy estudiada y documentada de las narraciones fantásticas es la presencia de un mecanismo de sustitución de lo verdadero por lo verosímil, por la apariencia de verdadero. Lo más inusual o extraordinario se da por sentado, como algo común y corriente, y cuando el lector muerde el anzuelo queda atrapado (o se deja atrapar) como una mosca en la telaraña.
Encantadoramente y aterradoramente verdadera. De hecho, una característica muy estudiada y documentada de las narraciones fantásticas es la presencia de un mecanismo de sustitución de lo verdadero por lo verosímil, por la apariencia de verdadero. Lo más inusual o extraordinario se da por sentado, como algo común y corriente, y cuando el lector muerde el anzuelo queda atrapado (o se deja atrapar) como una mosca en la telaraña.
Así, no es de extrañar que Zeus y su hijo Hermes, el mensajero de los dioses, desciendan del monte Olimpo y toquen la puerta de una humilde casa de campesinos, “pidiendo abrigo y descanso”, ni que Filemón y Baucis se transformen en árboles y se confundan para siempre en amoroso abrazo.
La versión del mito de Filemón y Baucis que se reproduce a continuación (una entre muchas) ha sido tomada de un portal de mitología para niños y no deja de ser un poco edulcorada y sentimentalista pero preserva sin duda la integridad del maravilloso relato.
FILEMÓN Y BAUCIS
(Una historia de amor)
Zeus y Hermes descendieron desde el monte Olimpo a la tierra para comprobar la hospitalidad de los habitantes de Frigia. Llamaron a mil puertas pidiendo abrigo y descanso pero todas permanecieron cerradas. La única casa que los acogió fue la de Filemón y Baucis, una pareja de pobres ancianos que vivían en una pequeña y humilde choza de las colinas.
El anciano Filemón les invitó a sentarse en un banco de madera sobre el que su esposa había colocado una manta. Baucis removió las brasas de la chimenea para reavivar el fuego, lo alimentó con hojarasca y cortezas secas, y con su débil soplo de anciana hizo renacer de nuevo las llamas. En un pequeño caldero preparó una humilde pero sabrosa comida para sus huéspedes con un repollo, que su esposo había recogido aquella misma tarde del huerto, y una loncha de lomo de cerdo ahumado, que tenían colgado de una viga. Ofrecieron a los viajeros una cubeta de madera de haya con agua tibia para que pudieran descansar y calentarse los pies.
Baucis limpió la mesa con verdes hojas de menta y sirvió aceitunas, verdes y negras, cerezas maceradas en vino, endibias, rábanos, cuajada, huevos y un buen vino. El guiso de repollo estaba exquisito y fue muy alabado por todos los comensales. Los postres consistieron en nueces, higos secos, dátiles, ciruelas, manzanas aromáticas, uvas y un reluciente panal de miel que colocaron en el centro de la mesa. La generosidad y hospitalidad de los dos ancianos les había hecho ofrecer a sus huéspedes todo lo que tenían y, siempre, mostrando un rostro afable y sonriente.
Filemón y Baucis observaron que la jarra de vino, que habían vaciado varias veces, se volvía a llenar sola. Se dieron cuenta que aquellos hombres eran, en realidad, dioses y les imploraron perdón por la escasa comida y la pobreza de su casa. Filemón se levantó a sacrificar el único ganso que tenían para ofrecérselo a los dioses. Los dos visitantes se quedaron mirando cómo los dos ancianos se dedicaban a perseguir al ganso, pero ni bien el animal se escondió precisamente detrás de ellos, el más viejo de los forasteros detuvo la persecución.
Entonces Zeus les dijo:
– Es verdad que somos dioses y vamos a castigar a todos los habitantes de esta comarca por su falta de hospitalidad. ¡Seguidnos hasta la cima del monte!
Cuando llegaron a la cumbre vieron que un enorme lago había sumergido toda la región ahogando a todos los habitantes de Frigia. Lo único que no se había cubierto por las aguas era su humilde choza.
Filemón y Baucis, asombrados por lo que estaban viendo, lloraban por sus vecinos y en aquel momento su vieja y pequeña cabaña se transformó en un hermoso templo.
Zeus les dijo:
– Pedidme lo que queráis.
Filemón habló brevemente con Baucis y expuso este deseo a los dioses:
– Puesto que hemos vivido juntos en esta tierra toda nuestra vida queremos seguir aquí como guardianes y sacerdotes de vuestro templo y también deseamos que la muerte nos lleve a los dos al mismo tiempo para que yo jamás pueda ver la tumba de mi esposa y ella no tenga que enterrarme a mí.
Y así juntos y felices vivieron muchos años más hasta que un día, ya muy viejos y achacosos, sentados en la escalinata del templo vio Baucis que le salían hojas a Filemón, y Filemón vio que a Baucis le ocurría lo mismo y mientras sus cuerpos se transformaban en troncos y las ramas crecían sobre sus cabezas se hablaban y se cruzaban palabras de despedida y cuando las hojas casi les impedían verse los dos pronunciaron al unísono la misma frase:
– Adiós, mi amor.
Y las ramas sellaron y ocultaron sus labios para siempre. Filemón se transformó en roble y Baucis en tilo. Desde entonces ambos permanecen unidos con las ramas entrelazadas.
El diluvio en Grecia: Deucalión y Pirra (1)
23 de mayo 20016
Zeus no aguanta más tanta impiedad y se reúne con el consejo de dioses mayores para someter a votación o por lo menos a discusión su muy sabia decisión de “arrancar la cepa de los hombres de raíz”, tal como se merecían y merecen. Triunfa la opinión del bando fundamentalista, pero algunos dioses protestan.
El titán Prometeo era un dios rebelde, de esos que nunca faltan en toda mitología que se respete. Por lo que dice Hesiodo en su Teogonía sabemos que, cuando casi todo estaba creado, modeló con barro, con arcilla “una criatura a imagen de los dioses” e hizo que la divina Atenea le infundiera vida. Inventó, en definitiva, entre los griegos, esa plaga que llamamos seres humanos y para que no pasaran frío y pudieran cocinar sus alimentos robó para ellos el fuego del carro de Apolo, dios del sol, y pagó por cierto muy cara su osadía.
Zeus hizo que lo encadenaran a una roca y lo sometió a un suplicio que debía ser eterno. Un águila le devoraba el hígado o las entrañas que le volvían a nacer cada noche y que el águila volvía a devorar, hasta que un día Hércules (hijo adulterino y consentido de Zeus) mató al pajarraco de un flechazo y liberó al titán a cambio de cierta información.
Un hijo o descendiente de Prometeo llamado Deucalión, también se salvó milagrosamente de la cólera de Zeus por mediación de su ilustre progenitor, posiblemente en una época en que éste no había caído todavía en desgracia. Deucalión, junto a su esposa Pirra, protagonizan una conocida versión del diluvio, la misma que lleva sus nombres. Al igual que Utnapishtim en Mesopotamia y Filemón y Baucis en la misma Grecia, Deucalión y Pirra sobreviven a la catástrofe en una embarcación, aunque no fueron los únicos sobrevivientes. Fue un hecho afortunado, providencial, que redundaría en beneficio de la ciencia, de la filosofía y de las artes. Deucalión y Pirra, según la leyenda, son los padres de un cierto Hélen, el héroe que dio origen a las tribus de los helenos, que se asentaron en un territorio que llamaron y se sigue llamando Hélade. En cambio los romanos los llamaron griegos y al territorio Grecia.
Pero Prometeo es en gran parte culpable por haber desatado la ira de Zeus no sólo contra sí mismo, sino contra todos los seres vivientes, y la salvación de su hijo y de la esposa de éste constituye un favoritismo inexcusable. El fuego y las enseñanzas que puso en manos de los vulgares mortales los habían ensoberbecido. Los dioses eran irrespetados, la crueldad, la malicia, la traición, la violencia, la lujuria campeaban por sus fueros.
Prometeo
Zeus no aguanta más tanta impiedad y se reúne con el consejo de dioses mayores para someter a votación o por lo menos a discusión su muy sabia decisión de “arrancar la cepa de los hombres de raíz”, tal como se merecían y merecen. Triunfa la opinión del bando fundamentalista, pero algunos dioses protestan. Los hombres “llevan incienso a los altares, los honran, inflan sus divinos egos, con ellos y ellas se divierten”. ¿Quién podría sustituirlos? Por esta razón las súplicas de prometeo por su hijo y su compañera no caen en saco roto. A Deucalión y Pirra se les dará oportunamente aviso de la catástrofe que se avecina, y muy puntuales instrucciones.
He aquí una primera parte de la historia:
Deucalón y Pirra
Cuando habitaba sobre la tierra la humana generación de bronce, Zeus, el soberano de los mundos, a cuyos oídos habían llegado malos rumores de sus crímenes, resolvió recorrer la tierra bajo figura de persona humana. En todas partes, sin embargo, encontró que la verdad dejaba pequeño al rumor. Un atardecer, cuando ya el crepúsculo cedía el paso a la noche, entró en la mansión inhóspita del rey de Arcadia, Licaon, famoso por su ferocidad. Realizó varios prodigios para dar a entender que llegaba un dios y la multitud se hincó de rodillas ante él; pero Licaon se burló de aquellas plegarias piadosas. “¡ Ya veremos —dijo— si es un mortal o un dios!”, y resolvió en lo íntimo de su corazón dar muerte inesperada al huésped a media noche, mientras estuviese sumido en el sueño. Antes, sin embargo, sacrificó a un desdichado que le enviara como rehén el pueblo de los molosos, coció sus miembros aun palpitantes en agua hirviente o los asó al fuego y los sirvió para cena a la mesa del forastero. Zeus, que todo lo había penetrado, levantóse airado del convite y envió sobre el palacio del impío la llama vengadora. El Rey, consternado, huyó al campo abierto; el primer grito de dolor que exhaló fue un aullido, sus ropajes se convirtieron en vello, sus brazos en patas y quedó transformado en un lobo ávido de sangre.
Volvió Zeus al Olimpo y, habiendo celebrado consejo con los dioses, resolvió aniquilar aquella desalmada raza humana. Disponíase a esparcir el rayo por todos los países, pero le retuvo el temor a que se inflamase el éter y que el fuego prendiese en el eje del Universo. Dejando el rayo que le forjaran los cíclopes, decidió enviar a toda la superficie de la tierra lluvias torrenciales y destruir a los mortales bajo los aguaceros caídos del cielo. Inmediatamente fueron encerrados en las cavernas de Éolo, Bóreas y todos los vientos que ahuyentan las nubes, y sólo se dio salida al Austro, el cual se precipitó a la Tierra cargado de lluvia. Negro como la pez era su rostro pavoroso, cargadas de nubarrones sus barbas, el agua fluyendo de sus albos cabellos, oculta la frente tras un manto de niebla y con la lluvia manándole del pecho. Asióse a los cielos y sujetando con la mano las nubes suspendidas en vastas extensiones, comenzó a exprimirlas. Retumbó el trueno; un denso diluvio se desplomó del cielo; dobláronse los sembrados bajo la tempestad impetuosa. Desvanecióse la esperanza del campesino que veía perdida su penosa labor de todo el año. Poseidón, hermano de Zeus, acudió también en su ayuda en aquella obra de destrucción y, reuniendo a todos los ríos, díjoles: “¡Que vuestra corriente rompa todo freno, lanzaos sobre las casas, derribad los diques!”. Y ellos cumplieron su orden, y el propio Poseidón abrió con su tridente el seno de la tierra, dando, con la conmoción, vía libre a las olas.
De este modo, los ríos desencadenados invadieron los campos, inundaron los sembrados, arrancaron alamedas y se llevaron templos y casas. Si emergía un palacio, pronto el agua llegaba a su techumbre y las torres más altas se perdían en el remolino. Muy pronto no pudo distinguirse el mar de la tierra: todo era océano, océano sin orillas. Los hombres trataban de salvarse como podían; uno trepaba a la más elevada montaña, otro se refugiaba en un bote, bogando por encima de su hundida granja o de las colinas de sus viñedos, cuya superficie rozaba con su quilla. Extenuábanse los peces entre el ramaje de los bosques; el ligero jabalí huía ante la invasión de las aguas. Pueblos enteros eran arrasados por la oleada, y los que ésta perdonaba sucumbían a la muerte horrible del hambre en las cumbres de los páramos estériles.
El diluvio en Grecia: Deucalión y Pirra (2 de 2)
30 de mayo 20016
La raza humana no contradice este su origen, pues es una raza dura y apta para el trabajo. Cada instante de su existencia le recuerda el tronco de donde procede.
El diluvio en Grecia fue una operación planificada al milímetro y no fue obra de un solo dios. Contó, por lo menos con la participación de Zeus y su hermano Poseidón, dios de las aguas, y hay un detalle que no deja de ser sorprendente. Zeus procede de un modo artesanal (“Asióse a los cielos y sujetando con la mano las nubes suspendidas en vastas extensiones, comenzó a exprimirlas”). En cambio Poseidón emplea sus poderes a fondo, sin ensuciarse o mojarse las manos, y simplemente ordena a ríos y aguas marinas arrasarlo todo. Todo freno, toda casa, todo dique.
En medio de la catástrofe, un angustioso lamento resulta particularmente conmovedor, ¡sobresalta de alguna manera las divinas conciencias?:
“…dobláronse los sembrados bajo la tempestad impetuosa. Desvanecióse la esperanza del campesino que veía perdida su penosa labor de todo el año”.
Otra cosa notable es que el diluvio griego que tiene como protagonistas a Filemón y Baucis es apenas comarcal, pero el de Deucalión y Pirra tiene proporciones mayúsculas, aunque no necesariamente universales (la palabra ‘universal’ en sí misma es desproporcionada, arbitraria, una de tantas). Los animales, por otra parte, no tienen cabida en las pequeñas embarcaciones de los diluvios griegos.
Además, como se explica en la versión de Ovidio, cuando las aguas vuelven o comienzan a volver a su nivel, Deucalión y Pirra manifiestan preocupaciones de orden ético, existencial. Los llamados seres humanos habían desaparecido y era necesario repoblar la tierra, pero ellos no sabían fabricar muchachos a la manera de prometeo, amasando barro e infundiéndole un soplo de vida. Tampoco estaban en edad de procrear a la manera clásica. Al parecer, “la humanidad está irremisiblemente condenada a su desaparición”:
“Se miran aterrados, sus flácidos miembros poco valen ya para las tareas del amor y si aún fueran capaces de hacerlo toda su prole sería incestuosa a partir de sus nietos (como la de Adan y Eva, pcs). Con altas oraciones claman al ahora apacible cielo, suplican para que continúe la humanidad”.
Deucalión y pirra |
Una elevada montaña proyectaba aún dos peladas cumbres por encima de las aguas en la tierra de Fócida: era el Parnaso. En ella refugióse Deucalión, hijo de Prometeo, a quien éste advirtiera a tiempo y que se había construido una balsa; iba con él su esposa Pirra. No se había hallado ningún hombre ni mujer que superasen a esta pareja en probidad y temor de los dioses. Y he aquí que cuando Zeus, contemplando desde el cielo el mundo sumergido en las aguas quietas, vio que de tantos millares y millares no quedaba sino una única pareja humana, ambos puros, ambos piadosos adoradores de la divinidad, envió a Bóreas, dispersó las negras nubes y le mandó que disipara la niebla; volvió a mostrar al cielo la tierra, y la tierra al cielo. También Poseidón, príncipe de los mares, deponiendo el tridente aquietó las olas. El océano volvió a tener orillas, los ríos tornaron a sus cauces; los bosques sacaron de las honduras las copas de sus árboles cubiertos de limo, siguieron las colinas; ensanchóse de nuevo la llanura y otra vez, por fin, apareció la tierra. Deucalión miró a su alrededor. El país se hallaba devastado y sumido en sepulcral silencio. Ante aquel espectáculo, las lágrimas rodaron por sus mejillas, y dirigiéndose a su esposa Pirra, le dijo: “Amada, compañera única de mi vida, por muy lejos que mire, en cualquier dirección que vuelva los ojos, no descubro una sola alma viviente. Nosotros dos, unidos, constituímos la población de la Tierra, todos los demás moradores han sucumbido bajo el diluvio. Pero tampoco nuestras vidas están del todo seguras. Cada nube que diviso me llena aún de pavor. Y aun suponiendo que todo peligro haya pasado, ¿qué vamos a hacer, solos, en la Tierra abandonada? ¡Ah, si mi padre Prometeo me hubiese enseñado el arte de formar criaturas humanas e infundir un espíritu a la moldeada arcilla!”. Así dijo, y la desamparada pareja prorrumpió en llanto; después hincaron las rodillas ante un altar medio derruido de la diosa Temis y comenzaron a suplicar a los dioses celestiales: “Dinos, ¡oh Diosa!, por qué medio regeneraremos a nuestra raza exterminada. ¡Ayuda a volver a la vida al mundo fenecido!”.
“Dejad mi altar —resonó la voz de la diosa—, cubrid con un velo vuestras cabezas, desceñíos los cinturones y arrojad detrás de vosotros los huesos de vuestra madre”.
Durante un buen espacio permanecieron ambos atónitos ante la enigmática sentencia divina. Pirra fue la primera en romper el silencio: “¡Perdóname, diosa excelsa —dijo—, si, aun temblando, no te obedezco y no quiero agraviar la sombra de mi madre dispersando sus huesos!”. Pero por el alma de Deucalión pasó como un rayo de luz y así tranquilizó a su esposa con afables palabras: “Si mi sagacidad no me engaña, el mandato de los dioses no entraña impiedad ninguna. Nuestra gran madre es la Tierra, sus huesos son las piedras, y éstas son, Pirra, las que debemos arrojar tras de nosotros”.
Con todo siguieron ambos durante mucho tiempo desconfiando de aquella interpretación; pero, ¿qué perderemos en probarlo?, pensaron al fin. Alejáronse, pues, veláronse las cabezas, desciñéronse los vestidos y arrojaron, como se les ordenara, las piedras tras de sí. Entonces se produjo un gran milagro: la piedra comenzó a perder su dureza y fragilidad, volvióse flexible, creció, tomó cuerpo; aparecieron en ella formas humanas, aunque imprecisas todavía, pues más bien parecían figuras toscas o el primer esbozo tallado por el artista en el bloque de mármol. Todo lo que había de húmedo y terreo en el mineral trocóse en la carne del cuerpo; lo rígido y firme se convirtió en huesos; las vetas de la piedra quedaron siendo arterias y venas. De este modo, las piedras arrojadas por el hombre adquirieron en breve, con la ayuda de los dioses, la forma humana masculina, mientras las que arrojara la mujer adoptaban la forma femenina.
(El resto de los animales, con sus diversas especies, los produjo la tierra por sí misma, cuando la humedad que conservaba se calentó con el fuego del sol y el cieno y las húmedas charcas se hincharon por el calor).
La raza humana no contradice este su origen, pues es una raza dura y apta para el trabajo. Cada instante de su existencia le recuerda el tronco de donde procede.
Notas: En otra versión menos poética el final no es tan feliz:
"Más, como es obvio, el mal no se extinguió por completo del mundo, como de buena ley hubiese debido acaecer, sino que sobrevivió a lomos de aquellos que habíamos dejado escalando las más escarpadas cimas. Algunos de ellos, al igual que Deucalión y Pirra, se habían salvado del diluvio. Y es que así eran los dioses griegos, que, a diferencia de otras religiones, tenían debilidades y fallos humanos. Y así sobrevivió en la humanidad la raíz del mal".
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