sábado, 10 de noviembre de 2018

SIETE AL ANOCHER (serie completa)

SIETE AL ANOCHECER (1)
Pedro Conde Sturla



Al querido Jefe siempre le decíamos que se cuidara, que no anduviera sólo, que había mucha gente mala y envidiosa en este país, se lo decíamos a cada rato una vez y otra vez  cuando venía de visita, se lo repetíamos sin cesar querido Jefe, una y otra vez querido Jefe, cuídese mucho, querido, que el país lo necesita, que nadie puede ocupar su lugar. Se lo decíamos a coro mis dos hermanas y yo, las tres que habíamos quedado bajo su manto protector por expreso deseo de nuestro padre, el deseo de un padre amoroso en lecho de muerte. En él había encontrado nuestro progenitor un amigo, un mentor, un hermano. En él sus hijas encontraron otro padre, un tutor, un benefactor, un abnegado educador, un refugio, un amante, un marido.


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Ahora lo estaban esperando en las sombras al sombrío y siniestro, ahora iba a pagar la bestia inmunda, a malpagar con unos minutos de terror lo que no podía pagar en el peor de los infiernos, si acaso hubiera infierno.  

La estaban esperando a la fiera infernal con más de treinta años de  retraso, pero sí que la esperaban y desesperaban y temblaban, la esperaban con miedo, con angustia, con los corazones oprimidos por la ansiedad y el odio, la dilación, el sudor que corría a borbotones, la tensión que agarrotaba las manos y los sentidos, pero dispuestos a todo, finalmente dispuestos al todo por el todo.

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Cuídese mucho, Jefe, no se descuide, Jefe, vaya por la sombrita, le decíamos  al Jefe mis dos hermanas y yo. Y el jefe se reía, despreciaba el peligro. Y esa fue su perdición.

Al amparo de las sombras lo esperaban, malditos, en sus autos de lujo, disimulados entre los matorrales. Lo atacaron de noche y a traición, con ventaja, con maña. Siete hombres que del Jefe sólo habían recibido beneficios, cercanos colaboradores que traicionaron su confianza, la ley de los hombres y de Dios. Siete verdugos cobardes, afrentosos contra un pobre anciano que iba a visitar a su más anciana madre.

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1 de junio 1930

Virgilio escuchó que le decían levántate Virgilio o te tumbamos la puerta, te tumbamos el rancho y le prendemos fuego. Levántate cabrón. Su esposa despertó aterrorizada. 

Virgilio Martínez quizás se levantó a ver qué pasaba, quizás llegó a la puerta que quizás ya se abría a culatazos o patadas. Aquellas fieras infernales, tres demonios con el rostro tiznado, le abrieron la cara, la cabeza, le abrieron la garganta con golpes de machete y de furia incontenible, le abrieron la nariz, los labios, la barbilla con golpes de machete, le abrieron la mujer que estaba en cinta, la criatura que no habría de nacer, dejaron un mar rojo de sangre en la vivienda, un eco inmenso de gritos desgarrados. 

En su habitación, la sirvienta empezó a escuchar los alaridos, escuchaba claramente y sintió que algo entre las venas se le volvía de hielo, un hielo interminable que le corría por el cuerpo, le entraba por los oídos con los gritos de terror y de dolor y los aullidos de las bestias. Después vería a la esposa agonizante, los colchones y el piso y las paredes, toda la casa nadando tinta en sangre. El cadáver vejado, mutilado, pateado, baleado, acuchillado de Virgilio Martínez Reyna. “El horror, el horror”,  apenas el principio de la orgía de sangre.
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Todos sabían que Jefe era un hombre trabajador, madrugador, incansable, perseverante. Rafael Leonidas Trujillo Molina. Sus nombres y apellidos lo decían todo: RLTM: Rectitud, Libertad, Trabajo, Moralidad. Los mejores amigos del querido Jefe eran los hombres de trabajo y había impuesto el orden en el país y se había hecho respetar. Respetar y amar.

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-¡Pero mi capitán, son solo niños!

-Y las órdenes son órdenes: hombres, mujeres, niños, niñas.

-Algunos ni siquiera caminan, míreles los ojitos, mi capitán, y ni siquiera entienden, algunos me sonríen.

-Si los deja crecer se convierten en adultos y se propaga otra vez la plaga. No les mire los ojos. Lléveselos al monte y resuelva.
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Solo los ingratos no quieren recordar cómo el querido Jefe reconstruyó la ciudad después del ciclón de San Zenón, que no dejó piedra sobre piedra, o mejor dicho tabla sobre tabla en la capital. El Jefe la volvió a hacer de nuevo y más bonita y con muchos edificios de concreto. Por eso, un reconocido  patriota y hombre público pidió que le pusieran su nombre. Por eso le pusieron su nombre los ciudadanos más agradecidos. Por eso  le pusieron Ciudad Trujillo a Santo Domingo: por puro agradecimiento. Por eso dijo un escritor famoso que no es Trujillo el que se  honra, que es la ciudad que se honra con su nombre. Por eso al querido Jefe lo llamaron padre de la patria nueva. Benefactor de la patria.
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-Dicen que algunas familias los han escondido y protegido, otras los han entregado a las autoridades. A un grupo de muchachos, niños y niñas, les dijeron que los iban a llevar al río a bañar y los llevaron. Al río Dajabón los llevaron. Al Dajabón, al Masacre. A bañarse en el río de sangre.

-Dicen que Alcántara anda por esas lomas haciendo de las suyas. El guaraguao Alcántara le dicen. Malfiní Alcantará.

-En la frontera todo huele a sangre y a podrido. Los que no pudieron escapar ya ni lo intentan. Parece que se entregaron a la muerte, abandonaron las ganas de vivir. Lo más impresionante es esa mirada triste y mansa. Resignada. Se dejan agarrar y conducir en fila india sin ofrecer resistencia. Están como sin vida, sin voluntad,  como si fueran zombis. El capitán les dice que levanten el ala y la levantan, levantan el brazo izquierdo  mecánicamente y se dejan meter la bayoneta por el sobaco para alcanzar el corazón y ahí se acaba. Ya ni siquiera gritan. Parece que ya no sienten ni padecen. 
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-No va venir el maldito.
-El teniente dijo que vendría y va a venir.
-No va venir, lo presiento, no a venir el maldito.
-Te digo que vendrá y va a venir.
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Durante mucho tiempo, en los alrededores de Montecristi, los puercos encontrarían huesos humanos en las pocilgas.



SIETE AL ANOCHECER (2)
Pedro Conde Sturla 

Para ser desagradecido sólo hay que haber nacido. Ese es el tipo de gente que achacaba y sigue achacando 
todo lo malo que pasaba en este país al ilustre Jefe. 

El Jefe se rodeaba de intelectuales, hombres cultos, preparados, gente de bien que sólo deseaba servir a la nación y la servía sirviendo al Jefe. Nunca tuvo el país tantos hombres ilustres en el gobierno. Un funcionario corrupto no tenía cabida en su gabinete. Había también gente mala, como en todos los gobiernos, sobre todo en la guardia y la policía, gente que no le pedía permiso al Jefe para cometer sus bellaquerías. Coroneles y generales que hacían lo que les daba la gana sin que el Jefe se enterara, oficialitos que actuaban por su cuenta y siempre a espaldas del Jefe, sin que Jefe lo supiera. Pero cuando el Jefe llegaba a saberlo era el primero en indignarse.

Todos recuerdan cómo castigó de viva voz y en presencia de delegados extranjeros los excesos de varios oficiales durante el proceso de dominicanización de la frontera y cómo humilló a Ludovino Fernández por ensañarse con el cadáver de Desiderio Arias.

Los detractores del Jefe no le agradecen ni reconocen nada. Salvó el país de los invasores y sus detractores lo acusan de genocidio, salvó al país de la montonera y le llaman tirano. La dominicanización de la frontera es lo que  llaman el corte, la matanza haitiana, la masacre del perejil, el genocidio. El genocidio, sí, el genocidio.

Todos los haitianos muertos a manos de gente nerviosa y asustada que perdió el control de la situación durante la deportación se los pegan al Jefe, toda la gente que murió a manos de incontrolables infiltrados en las filas del orden se la pegan al querido Jefe, todos los abusos, todos los crímenes que se cometían eran obra del Jefe que ni lo sabía ni tenía tiempo para atropellar a tanta gente. 

Que había en las filas del gobierno subordinados que se insubordinaban y excedían en el ejercicio de sus funciones podía ser cierto, como he dicho, pero también había luminarias como Troncoso y Peynado, intelectuales como Peña Batlle y reconocidos humanistas como el discreto, inspirado, resignado y sufrido Dr. Joaquín Balaguer, a quien el mismo Jefe y el destino pondrían en  manos las riendas del país y la continuación casi ininterrumpida de  la Era Gloriosa.

Los detractores del Jefe no hacían ni hacen más que lo saben hacer: detractarlo. Pero mis hermanas y yo conocíamos a fondo la bondad de su corazón, sabíamos de lo que era capaz el querido Jefe. El devolvía cada golpe de ingratitud con nobleza, cada traición con el perdón. Por eso un gran patriota, un hombre público lo definió en su esencia, su quinta esencia: Trujillo es como el sándalo, que perfuma el hacha que lo hiere.

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La lista de los muertos, los muertos conocidos, los tantos muertos, los muertos más y menos ilustres, los muertos que murieron de mala muerte es algo que no parece que se acaba y no se acaba porque no se conoce más que la superficie de los campos de exterminio.

De una una u otra manera la bestia comenzó a desembarazarse primero de quienes habían sido sus aliados, aquellos que los habían llevado al poder y ahora le hacían sombra, los que vieron cuando era demasiado tarde las entrañas del monstruo que habían aupado y dieron muestras de horror.

A Estrella Ureña, su vicepresidente, el verdadero creador del movimiento que lo llevó a la presidencia, lo apartó del poder en medio del festín, lo segregó, lo convirtió en un paria social durante muchos años hasta que decidió ponerle fin a sus días.

Desiderio Arias era más peligroso e hizo que lo ejecutaran, le cortaran la cabeza y celebraran su muerte en los pueblos del Cibao como una fiesta. El prestigioso Virgilio Martínez Reyna era también un peligro y le propinó una muerte cruel junto a su esposa Altagracia Almanzar, que estaba esperando un hijo. Hay quien dice que en la matanza no se salvó ni la muchacha del servicio. Pero la saña, la sed de sangre de la bestia no se dio por satisfecha. También persiguió, hostigó, encerró en un exilio interior a la familia del difunto, la familia Mainardi Reyna, pues aquellos que caían de la gracia del Jefe no tenían una segunda oportunidad en este infierno. Bastaba con que un miembro de una familia se hiciera o lo hicieran desafecto al régimen para que el resto cayera en desgracia. Era la lógica del poder que se aplicó a los Larancuent, a los Perozo que fueron prácticamente exterminado. A tantas otras familias.


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No hay mejor cuña que la del mismo palo, reza el refrán. 

La mayoría de los conjurados pertenecía en mayor o menor medida al círculo de amistades o conocidos, al entorno social de la bestia, algunos al círculo íntimo, al entourage sacré. Cuñas del mismo palo, como se dice. Ángeles que iban a caer, que empezaban a sudar copiosamente.

Todos sudaban a mares, probablemente, a causa del calor que sentían por dentro, la caldera que sentían a punto de estallar, los nervios que parecían a punto de reventar, la tensión que trataban de disipar  con aquellos movimientos compulsivos de las manos y los dedos que acariciaban los hierros.

La presión de todos esos días que se convirtieron en semanas y meses había ido en aumento y ahora llegaba a un punto culminante que era también un punto muerto. Ya no había vuelta atrás, quizás lo peor había pasado. ¿Cómo habían podido soportar durante tanto tiempo las dudas, las vacilaciones, el temor a ser descubiertos, a la delación por parte de sus propios compañeros, la zozobra cotidiana de aquella permanente incertidumbre? ¿Cómo habían podido eludir la vigilancia del temible Servicio de Inteligencia Militar, cómo se habían podido ocultar, disimular, frente a los ojos de sus potenciales enemigos y sobre todo de sus seres queridos, cómo habían podido mantener oculto a sus esposas, hijos, padres, hermanos y demás familiares los hilos de una trama que afectaría las vidas de inocentes y culpables?

Ya no había vuelta atrás. Pero lo peor no había pasado. El precio que ellos podían pagar lo habían calculado al milímetro. El que pagarían sus familiares era imponderable.

pcs, jueves 13 de septiembre  2018



SIETE AL ANOCHECER (3)
Pedro Conde Sturla 

27 de septiembre 1930

La historia de los Larancuent, del valor suicida de Alberto Larancuent Ramírez y varios de sus hijos es algo que causa admiración y parte el alma.

Alberto Larancuent había estado preso por oponerse a la farsa electoral que culminó con el triunfo de Trujillo el 16 de mayo de 1930 y la juramentación de Trujillo y Estrella Ureña el 16 de agosto del mismo año.

Lo soltaron para darle muerte, para dar un ejemplo, otro de muchos ejemplos a los opositores. El hecho ocurrió un mes después de la toma de posesión y apenas unos meses después del escandaloso asesinato de Virgilio Martínez Reyna, cuando todavía la bestia no se había juramentado. Muchos otros crímenes no figuran en los libros de contabilidad de la historia, pero la bestia chorreaba sangre por ojos, boca y nariz desde los inicios de su carrera de cuatrero, guarda campestre, asaltante, violador de menores y sobre desde que se puso al servicio de las tropas de ocupación del imperio en la llamada Guardia Nacional.

Al temerario Alberto Larancuent lo balearon, le cayeron a balazos en público, como para que la gente viera que el brazo de la bestia no tenía pudor ni reparos.  Un siniestro personaje lo baleó a traición, por la espalda, mientras conversaba de noche con amigos en el parque Colón, y el primer disparo lo alcanzó en la nuca.

Alberto Larancuent escucharía el disparo, sentiría un dolor confuso, un hierro al rojo vivo a flor de piel, y se sorprendería quizás en el primer momento, antes de entender que la muerte lo buscaba y lo encontraba.

Larancuent se volvió con el rostro descompuesto: ¿Habrá tenido en ese momento un arrebato de furia, uno de esos que impulsan a luchar como las fieras cuando se sienten heridas de muerte? Quizás invadido por la rabia cometió la imprudencia de hacerle frente y sin armas a su verdugo que volvía a disparar y le dio en la mano, según se dice. Lo más probable es que Larancuent intentaría escabullir el bulto mientras el agresor se le acercaba disparando a mansalva. El alevoso 
vaciaría el revólver, lo dejó hecho un colador. Solo su alma, su lucidez y su entereza estaban intactas. 

Me han cosido a balazos, dicen que dijo, y lo habían cosido literalmente a balazos.  Los cirujanos del hospital Padre Billini encontraron en los intestinos diez perforaciones, otra en el pubis, dos en la vejiga, otra en los órganos genitales, amén de las del cuello y la mano. 

Lucharon inútilmente durante horas tratando de salvarle la vida que, gracias a su increíble resistencia y fortaleza, conservó hasta la tarde del día siguiente. El entierro tuvo lugar en La Romana.

Pero la historia no termina aquí.

A su hijo Alberto lo asesinarían muchos años después, en 1948, en el mismo pueblo de La Romana. Su hijo Ramón apareció muerto poco tiempo después sobre los rieles de un ingenio azucarero. Su hijo César Federico pereció junto a la mayoría de los héroes de la repatriación armada del 14 de junio de 1959.

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Al automóvil del Jefe no le cabían más tiros, desgraciados. En ningún momento se les apretó el alma, lo masacraron al Jefe sin compasión, lo cocinaron a balazos, lo acribillaron, lo hirieron de muerte y le pasaron el carro por encima, lo remataron y después lo metieron en el baúl. Al chofer lo dieron por muerto y lo abandonaron, le dieron balazos de vicio, pero no lo martirizaron como al Jefe. No lo metieron en el baúl sin saber si estaba difunto. No se lo merecía el querido Jefe... 

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Los del Chevrolet sudaban la gota gorda. Sudaban como caballos y sus razones tenían para sudar mientras esperaban que la bestia hiciera su aparición. Se habían estacionado casi a tiro de piedra frente al Coney Island de la Feria, la pomposa Feria de la Paz y confraternidad del mundo libre, y mantenían las luces apagadas, por supuesto. La conversación apagada, a veces cáustica, nerviosa. 

Unos tres kilómetros más adelante, y quizás también sudando a mares, esperaban Tejera y Livio Cedeño en el Oldsmobile.

Roberto Pastoriza estaba solo en un Mercury. La camisa empapada de sudor.

Imbert quizás sudaba más que los otros, sudaba copiosamente y el sudor le corría seguramente por los mofletes, por las manos regordetas y quizás torpes. Estrella Sadhalá y Antonio de la Maza, junto al veterano teniente García, contenían de alguna manera la impaciencia, pero todos sudaban copiosamente y la maldita bestia no aparecía.

Imbert estaba al frente del volante. El sería el único sobreviviente del grupo, él daría la versión oficial de los hechos, él crecería en su estatura heroica en cada versión de los hechos. 

En la versión oficial de los hechos ocurrirían cosas que no se han podido desde luego comprobar y tampoco desmentir, en la versión oficial la bestia recibiría heridas que no recibió: la herida desgarrante que le destrozó el hombro en la refriega, la herida que no vieron y desmintieron los médicos que vieron el cadáver.

El se arrastraría junto a los demás por el suelo hasta llegar a pocos metros de la bestia, él apuntaría con su revólver desde el suelo y dispararía dos veces, la bestia caería bajo el fuego de sus disparos certeros, una bala le daría en la barbilla, se caería de espaldas, moriría inmediatamente. No se movería más.

Del otro lado, en la versión de Zacarías de la Cruz (el valiente y leal chofer de la bestia), ocurrirían otras cosas heroicas e imposibles de comprobar. La bestia le ordenaría detener el auto y bajarse a pelear. Se bajaría del auto, cuando ya estaba herido, enfrentaría a los conjurados, avanzaría hacia ellos disparando con su revólver 38, caería finalmente abatido, heroicamente abatido, mientras Zacarías vaciaba una ametralladora tras otra, sin darle tregua a sus oponentes.

¿No berrió la bestia como un chivo, no se ensució en los pantalones? ¿Lo dieron por muerto a Zacarías o se hizo el muerto, se escondió o salió huyendo?

Lo único que que permanece claro es que a la bestia la ejecutaron esa noche. Todo lo demás pertenece al imaginario colectivo.

pcs, martes 18 de septiembre 2018


SIETE AL ANOCHECER (4)
Pedro Conde Sturla 

19 de noviembre1930
(primera parte)

El general Cipriano Bencosme sobresale hasta cierto punto en la historia dominicana como un defensor de causas perdidas.

En 1911, a raíz del alevoso asesinato de su amigo y presidente Ramón Cáceres en los alrededores de Güibia, incursiona por primera vez en la lucha armada: toma parte en la llamada guerra o Revolución de los Quiquises, apoyando a Horacio Vázquez y Desiderio Arias contra los Victoria, que se habían establecido en el poder (aprovechando el vacío dejado por Cáceres) y pretendían de seguro quedarse por tiempo indefinido.

Durante este episodio a Bencosme le fue mal, peor que mal. Los partidarios de los Victoria o Quiquises le quemaron la casa y un hijo pequeño se esfumó y lo dieron por muerto, hasta qué apareció al cabo de un año en brazos de la niñera que se había escondido todo ese tiempo prudentemente.

La sangrienta contienda se decidió a favor de los intereses del imperio que intervino directamente para ponerle fin mediante presiones económicas y militares. Estas dieron origen a una Comisión Pacificadora que eligió como presidente al oportunista y servil Arzobispo Nouel en 1912 por un periodo de dos años que no llegó a cumplir.

Bencosme no escarmentó y, otra vez en alianza con el general Desiderio Arias y Horacio Vázquez, del cual era incondicional, se levantó contra el arzobispo presidente, pero las fuerzas de los insurrectos fueron sitiadas y tuvieron que capitular.

Un año más tarde acompañaría a Horacio Vásquez en un nuevo levantamiento, esta vez contra el gobierno de José Bordas Valdez, pero con Desiderio Arias en contra (la llamada Revolución del ferrocarril), y fueron otra vez derrotados, aunque algún tiempo después lograron echarlo del poder, lo que dio paso a un gobierno provisional de Ramón Báez, seguido por otro de Juan Isidro Jiménez y luego por otro de ocho años impuesto por las cañoneras del fatídico imperio del norte.

Con la misma entereza y el mismo valor que había demostrado toda su vida, protestó Bencosme contra las tropas yanquis que ocuparon el país entre 1916 y 1924, y llegó incluso a confabularse con un grupo de patriotas para llevar a cabo unas acciones que no llegarían a materializarse. Cipriano  Bencosme sería traicionado, delatado, apresado e incluso maltratado en prisión por la soldadesca interventora. 

Se dedicó después o, mejor dicho, volvió a dedicarse a las labores del campo que eran su medio de vida. Bencosme, oriundo de Moca, era un rico terrateniente que se había casado con una prima más terrateniente que él y se convirtió en uno de los principales hacendados del país. Llegó a poseer un emporio agrícola de miles de tareas en el que según se afirma, con cierta exageración, trabajaban más de quinientas personas. 

Dice Rufino Martinez que era un hombre espléndido que no le negaba protección o asilo en sus tierras a ningún perseguido, un hombre pródigo que a nadie negaba los frutos de la tierra que necesitaran.

Ahora bien, cuando no estaba sembrando o participando en levantamientos militares, Cipriano Bencosme se dedicaba a hacer muchachos. Su apetito sexual incurable lo llevó a tener una inmensa prole de veintisiete   descendientes directos con diez mujeres.


Cuando las tropas del imperio abandonaron el país, si acaso alguna vez lo han hecho, cuando pareció restablecerse la soberanía nacional -un espejismo-, se realizaron elecciones y su cancachán Horacio Vázquez se convirtió en presidente y él en diputado. Pero Bencosme subió sin hambre al poder y se desempeñó, según se dice, con ecuanimidad.

Renacieron viejas esperanzas y se fortaleció la fe en el progreso. Pero todo era una ficción, pura apariencia. El reloj de la historia marchaba de nuevo hacia atrás. 

Después de cuatro años de gobierno corrupto como pocos, Horacio Vázquez descubrió que un solo periodo en la presidencia era muy corto para llevar a cabo su magna obra de gobierno y decidió prolongar su estadía en el poder con un par de años más, una extensión de dos años probablemente renovable. Luego trataría de reelegirse y se armaría la pelotera.

Era la oportunidad que la bestia esperaba agazapada, la compuerta que abrió las aguas del pandemonio.

Horacio confiaba ingenuamente en la bestia, lo había ascendido a teniente Coronel, a brigadier, a general de brigada, lo había convertido en el hombre fuerte más fuerte del país. Cuando Rafael Estrella Ureña abandonó las filas del gobierno para organizar -contra los propósitos reeleccionistas de Horacio- un movimiento de desobediencia cívico militar que estremeció el Cibao, éste acudió a la bestia para que le sacara las castañas del fuego. Pero la bestia y Estrella estaban confabulados. Coludidos.

Estrella Ureña había apoyado a Horacio en las elecciones de 1924 y había sido nombrado en el ministerio de Justicia e instrucción pública hasta que las veleidades continuistas de Horacio lo llevaron a conspirar con Trujillo, que era Jefe de las fuerzas armadas, su hombre de confianza.

Horacio Vázquez trató entonces de detener el golpe de Trujillo y Estrella Ureña nombrando a última hora a Sergio Bencosme, hijo de Cipriano, como Secretario de Defensa, un cargo que ya resultaba ser poco menos que honorífico

Una vez derrocado Horacio, Estrella Ureña ocupó la presidencia provisional y organizó unas elecciones para mantenerse más o menos legítimamente en el cargo. Estrella tal vez creía haber utilizado a Trujillo, pero era todo lo contrario. En las elecciones de 1930 iría como candidato a la vicepresidencia y Trujillo a la presidencia, y ganarían por una abrumadora mayoría de fraudes condimentados con una buena dosis de represión y terror. 

Las relaciones entre ambos mandatarios se deterioraron de forma tan violenta que Estrella Ureña se vio obligado a viajar fuera del país en 1932 y anunció desde Cuba su renuncia por supuestos motivos de salud.

Se desempeñó luego como juez de la Suprema corte de justicia, hasta que un día se vió obligado a someterse a una operación quirúrgica de la que no sobrevivió, posiblemente por consejo de Trujillo a los médicos.

Cipriano Bencosme -ya se dijo- era incondicional de Horacio Vázquez, lo acompañó en todos sus levantamientos, con él estuvo en las buenas y en las malas, 
estuvo con él cuando se le ocurrió extender en dos años el periodo de gobierno y lo secundó en la aventura de la fracasada reelección, en todas las circunstancias le brindó, en fin, un apoyo sin fisuras. Lo seguiría hasta la última consecuencia, hasta que la muerte los separó. La muerte de Bencosme.


SIETE AL ANOCHECER (5)
Pedro Conde Sturla 

19 de noviembre1930
(segunda parte)

Bencosme le tenía ojeriza a Trujillo por la deslealtad que había mostrado a Horacio  Vásquez, quien había sido su benefactor,  por no haberlo apoyado en su proyecto de perpetuarse en la presidencia y por traidor, por haberlo, en una palabra, reemplazado y porque ahora comenzaba a perfilarse como el monarca sin corona que sería durante más de treinta años y por los métodos brutales que estrenaba en el ejercicio del poder, incluso antes de la toma de posesión y durante la campaña electoral.

La época de las revoluciones, o mejor dicho, de los levantamientos de la montonera, ya había perdido su base de sustentación desde que los invasores comenzaron a desarmar a la población civil y a crear un ejército que suplantaría al de los tiempos de Mon Cáceres. El que se forjó en parte -como dice Rufino Martínez- bajo el mando de Alfredo Victoria a base de rigurosa disciplina, el cuerpo militar más acabado que tuvo la República, el último ejército netamente dominicano.

Ahora había un ejército más moderno con hombres mal pagados, como de costumbre, bien armados y entrenados, uniformados y fanatizados, pero al servicio de intereses foráneos 

(...se desvanecía con ello -dice Rufino Martínez- el espíritu del honor militar...).

La mayoría de los revolucionarios de profesión estaban sin empleo o estaban muertos o jubilados, y con los pocos que quedaban  no era posible organizar un movimiento armado que pudiera dar directamente el frente a la guardia nueva que ahora custodiaba los intereses de la nación norteamericana.

Quizás por eso Bencosme cogió el monte, el monte que de seguro conocía al dedillo, se alzó el 26 de junio en las lomas de El Mogote, cerca de Moca, casi dos meses antes de que la bestia tomara posesión, se levantó en armas por última vez en su propio territorio con un puñado de seguidores (entre los cuales había no pocos peones de su finca), tratando de crear un foco guerrillero que no llegó a prender.

En compañía de Bencosme se alzaron hombres de gran carisma y relieve militar  como el temerario Domingo Peguero, un coronel tan horacista y decidido como él, alguien que se había ganado el rango y un enorme prestigio a sangre y fuego en la sangrienta revolución de los quiquises, pero el movimiento no pudo aglutinar a las menguadas huestes horacistas y fue perdiendo fuerza, la poca que tenía, ante el acoso de las tropas del gobierno. 

En torno al levantamiento de Bencosme se han hecho numerosas conjeturas y edificado montones de fábulas. Que Trujillo conocía las intenciones de Bencosme y fue dos veces a visitarlo para hacerlo cambiar de opinión, que envío a Estrella Ureña varias veces con el mismo fallido propósito, que Bencosme contaba en principio con un total de quinientos hombres, que organizó la sublevación confiando en la promesa de un envío de armas que nunca se materializó, que Trujillo se vio precisado a pedir unos aviones prestados al dictador Machado de Cuba para sofocar a los insurrectos.

Lo poco que se saca en claro es que el movimiento guerrillero no prosperó en ningún sentido y  que al final Bencosme se vió acorralado, aislado, casi solo y luego se vio obligado a buscar refugio en una finca de Jamao, Puerto Plata, la finca de un tal Luis D’Orville, que supuestamente lo delató.También es posible que haya sido delatado por sus compañeros de armas, los pocos que le quedaban, los que habían caído presos y hablado bajo tortura.


Se sabe que lo perseguían con la rabia de perros rabiosos. Se sabe que el 19 de noviembre de 1930 reposaba en una hamaca, se dice que sacó la cabeza al escuchar un ruido,  que le dieron un balazo en la cabeza o en un ojo, que lo enterraron y desenterraron, que lo llevaron de Puerto Plata a Moca en parihuela para avergonzar su cadáver, que lo expusieron al público como un trofeo de caza. Todo un poco quizás a la manera de lo que hicieron con los restos de aquel héroe troyano, aquel famoso Héctor de La ilíada, el domador de caballos.

...como si hubiera sido un malhechor, -dice Rufino Martínez-, su cadáver, casi profanado, tuvo una mala sepultura. Todo Moca, donde era apreciado por la mayoría de los moradores y estaba emparentado con buen número de ellos, rumió su dolor, inmersa en el silencio más angustioso.

La propiedades de Bencosme fueron saqueadas, devastadas, la familia cayó en la ruina, descendió bruscamente del bienestar a la pobreza, fue reducida a la miserable condición de paria.

Así le escribía, de rodillas, el día 14 de octubre de 1930, la suplicante Ana Bencosme a la bestia:

Nos está vedado todo. Los intereses de mi padre están en poder del comandante de Moca, el teniente Pérez. El café lo cogen y lo venden verde en la casa "Rojas", de Las Lagunas de Moca; no podemos contar con nada; animales...gallinas, caballos, mulos... víveres… Por eso vengo a arrodillarme ante Usted...

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28 de abril 1935

Las tribulaciones de la familia Bencosme no terminarían con la muerte de Cipriano y la devastación de sus propiedades, sólo  estaban empezando. El segundo en la lista de difuntos sería Sergio y luego Donato, el menor y más conocido de sus hijos, a los que se sumarían Alejandro y Boíl. Cuatro de los veintisiete que tuvo.

Sergio Bencosme, aquel que Horacio Vasquez nombró Secretario de Defensa en su vano intento de parar el golpe de Trujillo, se había asilado en Estados Unidos, junto a otros cientos de dominicanos, y se supone que lo mataron por error. 

El asesino, un conocido sicario llamado Luis de La Fuente Rubirosa, alias Chichí, intentaba matar, silenciar para siempre a Ángel Morales, un archienemigo del régimen, y al parecer se confundió, confundió al joven Sergio con Ángel Morales, y lo ultimó a balazos, según dicen, en su propio apartamento de Nueva York. Probablemente no hubo tal confusión y Ángel Morales se salvó simplemente porque no estaba en el apartamento que compartía con su amigo cuando el verdugo llegó a cumplir lo que parecía ser una doble encomienda.

En las oscuras circunstancias del hecho, el asesino logró escapar a Santo Domingo, donde la bestia lo recibiría, si acaso lo recibió, con todos los honores que el miserable merecía.

El tal Chichí era sobrino de un oscuro personaje que había tenido a su cargo la coordinación de las labores de inteligencia para ubicar a Ángel Morales, y que ya se había manchado y se mancharía las manos y el alma de sangre al servicio de la bestia. Era Porfirio Rubirosa, una especie de crápula que más tarde brillaría con luz propia en el firmamento de las grandes estrellas del jet set, un play boy, un vividor, un parasito glorificado.

Otro personaje que intervino en la planificación del crimen fue el abominable Félix W. Bernardino, el cónsul dominicano en  Nueva York, uno de los planificadores del rapto y desaparición de Mauricio Baéz en cuba, un señor de horca y cuchilla en sus tierras de este, un sicópata  bilioso, siempre sediento de sangre, que moriría de viejo pacíficamente en su cama.

Mientras tanto, al joven Sergio Bencosme le cupo el triste honor de ser el primer enemigo de Trujillo asesinado en el extranjero. El primero de una larga serie que sería alcanzado en el exterior por el brazo largo de la bestia

SIETE AL ANOCHECER (6)
Pedro Conde Sturla 

18 de febrero 1957

Donato Bencosme había heredado de su padre la figura de recio galán, el carácter rebelde, insumiso, la pasión por las mujeres y unos ojos azules que lo hacían, según se decía, irresistible.

Fortuna, buenos modales, galanura y otras muchas cualidades garantizaban su éxito con las mujeres, aparte del envidiable arte o artificio para convivir con varias en extraña armonía. De hecho, llegó a tener relaciones con seis al mismo tiempo y tuvo en total treinta y dos hijos, cinco más que los que se le conocían a su progenitor.

Por lo demás, había reconstruido y tal vez acrecentado el patrimonio familiar y vivía como un potentado, como lo que era, un hombre rico, laborioso, culto y refinado que había estudiado en Europa y conocía varios idiomas, un hombre de mundo que se daba todos los lujos y se complacía en hacer ostentación de ellos. 

En especial tenía debilidad por los automóviles y era el feliz propietario de una flamante colección, una flotilla, ocho en total, y cada uno con su garage designado, aparte de habitación privada con baño para cada chofer.

Donato Bencosme no medraba, pues, a la sombra del padre, se había construido su propia leyenda, pero la sombra del padre gravitaba ominosamente sobre su cabeza, era un hombre marcado por el odio de la bestia para morir de mala muerte.

A ello contribuía una actitud desafiante o quizás fatalista, la de quién sabía que no iba a poder evadir para siempre las trampas del destino y respondía a las amenazas patentes y latentes con extrema dignidad.

El esplendor y boato en que vivía constituía sin duda una afrenta para sus enemigos políticos y un motivo de rencilla para todos los envidiosos. Pero no hubo contra él durante mucho tiempo una hostilidad manifiesta.

Donato había servido a la bestia en el cargo de gobernador en un par de ocasiones, había sido presidente del Partido Dominicano, el partido único, el de la bestia, y en alguna de sus propiedades había un letrero que ensalzaba la obra de gobierno, la de la misma bestia. También se cuenta el cuento de que en  una ocasión denunció un complot para eliminarla.

Nada, pues, enturbiaba la fidelidad o aparente fidelidad de Bencosme a Trujillo. El mismo Bencosme quizás pensaba que se había producido una reconciliación desde el momento en que la bestia le había permitido rehacer la fortuna familiar y hacerse cargo de sus hermanos y hermanas. Pensaba quizás ingenuamente que le habían otorgado el perdón por la rebeldía del padre y del hermano. Pensó que podía disimular, seguir disimulando, hacerse el muertito, guardar las apariencias, pensaría quizás que su propia fortuna demostraba que gozaba del favor de la bestia o que un hombre de su posición social era intocable.

De hecho, logró mantener su estatus durante más de dos décadas, hasta los años finales de la tiranía, hasta que la paranoia de la bestia se desató de forma incontrolable.

Las relaciones de la bestia con sus enemigos tenían muchas veces un carácter cíclico en el que se alternaban los castigos y los premios. De la cárcel se podía pasar a un cargo público y del cargo al cementerio. Algo rutinario. 

Donato no había sufrido ningún castigo y la bestia lo había premiado o premiaría con honrosos nombramientos que no podían ser rechazados, pero la suerte se le estaba agotando.

En el momento quizás menos pensado, Donato Bencosme fue objeto de un Foro público en el que se lo acusaba de que tenía en su poder las armas que nunca llegaron a manos de su padre y que se aprestaba para tumbar al gobierno en cualquier momento.

El Foro público, la gloriosa creación de Panchito Pratz Ramirez, era una columna diaria de difamación e injuria que se publicaba en El Caribe y generalmente anunciaba quién estaba o iba a caer en desgracia con el régimen.

Donato Bencosme protestó públicamente contra la acusación y en medio del revuelo que se armó o quizás al final del mismo fue inconsultamente nombrado gobernador de la  Provincia Espaillat. 

El juego del gato y el ratón había empezado.

Siendo gobernador empezó a tener una racha de tropiezos, una serie de desencuentros con prominentes figuras del régimen, empezando por el llamado Pipí Trujillo, a quien acusó de malandrín y cuatrero, lo que en efecto era, y se lo ganó de enemigo. Más adelante se enemistó con el general Pupo Román, que era jefe del ejército, a causa de un accidente de tránsito, y luego se granjeó el odio del tenebroso Coronel Ludovino Fernández, a quien echó de su casa por haberse presentado en compañía de una querida. Para peor, se dice que en alguna ocasión encolerizó a la misma bestia por un asunto en relación con una candidata a reina de belleza.

Aparte de esas minucias, su familia estaba fichada, etiquetada como enemiga del gobierno. Se decía que Donato financiaba los proyectos subversivos de Toribio y Ramón Camilo Bencosme en el exterior, que juraba entre sus íntimos que algún día tomaría venganza por la muerte de su padre y de su hermano.

De la noche a la mañana precipitaron los acontecimientos y empezaron a 
acosarlo, a perseguirlo, lo botaron del cargo, lo volvieron a poner, lo acusaron 
de atentar contra el orden y la paz, lo condenaron a prisión, lo multaron, le concedieron una precaria libertad. Pero ya era hombre muerto. Definitivamente muerto.

Andaba siempre con Rafael Camacho, su chofer, su guardaespaldas, su más leal y fiero servidor. Y un día, por fin, un fatídico día los detuvieron en Piedra Blanca, los trasladaron al palacio de la policía de Santiago. Allí los esperaban Pipí Trujillo, Ludovino y otros matarifes, los ofendieron seguramente de palabra y maltrataron, le clavaron un punzón a Rafael Camacho en el pescuezo, le cayeron a palos a Donato Bencosme, lo masacraron, lo machacaron a palos sin el menor asomo de piedad. Después los metieron en sacos, los metieron en el baúl del Opel en que andaban cuando los capturaron en Piedra Blanca, los arrojaron a un Barranco, un precipicio en la llamada Cumbre de Puerto Plata, los apalearon y despeñaron como harían años más tarde con las tres hermanas Mirabal y su chofer Rufino de La Cruz.

Era el 18 de febrero de 1957 y Donato Bencosme tenía cuarenta y nueve años de edad.

“Fue una muerte muy anunciada -dice su hijo Cipriano-. Los que nos acompañaron fueron  los pobres y mendigos. Nosotros fuimos repudiados por Moca entera”.

Las noticias del trágico accidente, “debido a la rotura de la varilla del guía”, repercutieron en los escasos medios de prensa y provocó una soterrada conmoción.

Todos sabían quién era el autor “intelectual” del accidente. Sólo el poeta Joaquín Balaguer no pareció enterarse nunca:

“¿Quién le dio muerte a Donato?/ ¿Es verdad que conspiraba?/ ¿O algún amante celoso le tendió vil emboscada?”

1959

A la familia Bencosme le faltaba pagar todavía un nuevo y pesado tributo de sangre y lo pagó dos años después con las vidas de
Ramón Camilo Bencosme y el doctor Toribio Bencosme en el amargo episodio de la repatriación armada del 14 de junio de 1959.

Alguien dice que murieron en combate y otros dicen que fueron como la mayoría capturados, puntualmente torturados, sometidos a una secuela de horrores inenarrables.


SIETE AL ANOCHECER (7)
Pedro Conde Sturla

El querido Jefe fue uno de esos hombres que se hizo a sí mismo.Trabajó desde la más temprana juventud como telegrafista, trabajó en un ingenio azucarero, trabajó de guardia campestre, ingresó a la academia militar fundada por los gringos durante la ocupación que tanto bien nos hizo y se graduó con honores con el rango de segundo teniente. Diez años después de su entrada triunfal a la academia lo ascendieron a general de brigada y jefe del ejército en el gobierno de Horacio Vásquez. Toda una hazaña. Todo un general y un caballero, un general y un humanista.

Gracias a él pudo cumplir el presidente Vásquez  su período en el poder, algo excepcional en la historia del país. Gracias a él se salvó luego la República de la dictadura que intentó implantar el mismo Vásquez con sus veleidades continuistas, gracias a él se preservó la continuidad democrática mediante elecciones libres, ejemplarmente libres. Eso no lo recuerdan ni lo quieren recordar los detractores del ilustre Jefe. Nadie sabe ahora o recuerda o parece haberse enterado de que la popularidad del Jefe era tan abrumadora que la oposición se retiró de la contienda y que el Jefe ganó las elecciones con una inmensa mayoría de votos. 

La más bella revolución de America llamó el poeta Tomás Hernández Franco al movimiento cívico y militar que impidió al presidente Vásquez entronizarse en el poder e hizo posible la llegada providencial del querido Jefe a la primera magistratura del estado, un designio, sí, providencial...

Se iniciaba una época de estabilidad y desarrollo como nunca había conocido el país.

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La bestia había salido, como de costumbre,
a pasear por el Malecón en compañía de sus fieles. Esa noche lo acompañaban, de acuerdo a informes dignos de crédito,   Miguel Ángel Báez Díaz, Arturo Espaillat, Rafael Paíno Pichardo, Jhonny Abbes García, Luis Rafael Trujilllo (Nene), Augusto Peignand Cestero, el general José René Román Fernández (Pupo), jefe de las Fuerzas Armadas, y su edecán militar, el coronel Marcos Jorge Moreno. Al grupo uniría después Virgilio Álvarez Pina (alias Cucho). Un selecto grupo de sus mejores hombres, entre los que no faltaban matarifes, torturadores, aduladores, sicofantes...

Quizás no lo sabía (o quizás así lo quería), pero todos en su compañía se sentían cohibidos, temerosos, inseguros. Sus cambios de humor y sus rabietas eran cada vez más frecuentes y su desconfianza en esa época se acercaba al límite de la paranoia. Sospechaba sin duda que algunos de sus fieles más fieles, incluso algunos de los que lo acompañaban, comenzaban a ser infieles. Y lo peor, para la bestia, es que no estaba equivocada. Sus sospechas no eran infundadas. Junto a la bestia caminaban esa noche por lo menos dos conspiradores. La negra bestia de la muerte caminaba junto a la bestia esa noche y la bestia no lo sabía. 

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La más bella revolución de América
(primera parte)

Horacio Vásquez había sido elegido presidente en 1924 (al cabo de un paréntesis de ocho años de ominosa ocupación  militar yanqui),  y cuando estaba a punto de agotar su período de cuatro años se inventó o hizo que sus más fieles servidores se inventaran (en base a un mamotreto jurídico) una prórroga que le permitió extender dos años su mandato. Cuando la extensión se estaba acabando se inventó o hizo que sus más fieles servidores y aduladores se inventaran o más bien desempolvaran el expediente de la reelección o el reeleccionismo. Nada nuevo bajo el sol.

Los afanes continuistas y reeleccionistas de Horacio Vásquez, aparte de su miopía o ceguera en relación a las turbias maquinaciones de Trujillo, le abrieron a éste último las puertas del poder político, el poder absoluto, o por lo menos le dieron el pretexto para tomarlo por asalto.

Mientras los más fieles servidores y aduladores del presidente vociferaban y escribían “Horacio o que entre el mar”, algunos colaboradores y funcionarios del gobierno, incluyendo al vicepresidente Federico Velázquez, renunciaron y pasaron abiertamente a la  oposición o se negaron simplemente a secundar las ambiciones del anciano y gastado y quizás decrépito caudillo. 
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Rafael Estrella Ureña, que había formado parte del gobierno como Secretario de Estado, se puso al frente de un movimiento cívico militar que surgió en Santiago y que era al mismo tiempo el  instrumento de una conspiración de la que  formaba parte -o más bien dirigía- el brigadier Trujillo.

En la atmósfera de incertidumbre que se creó en esos días aciagos, no resultaba fácil distinguir quién trabajaba a favor o en contra de quién. Trujillo -pensaba Estrella Ureña-, sería su catapulta al poder y lo mismo pensaba Trujillo de Estrella Ureña. 

Una cosa piensa el burro -dice el refrán- y otra quien lo va montando. Pero Trujillo no era el burro.

Muchos se dieron cuenta, lo vieron venir, lo intuyeron,  presintieron lo que iba a suceder, pero otros, precisamente las partes más interesadas, permanecieron ciegas hasta que fue demasiado tarde.

Cuando Vásquez, casi al final de la extensión de su mandato, se vio obligado a ausentarse del país por razones de salud, el vicepresidente Alfonseca, José Dolores Alfonseca (el sucesor de Federico Velázquez), lo sustituyó interinamente en el cargo y al cabo de pocas horas recibió la visita de quien era en ese momento uno de los más prestigiosos e influyentes dirigentes políticos del Cibao, un partidario suyo y un amigo de confianza: Virgilio Martínez Reyna.

A Martínez Reyna no le fue difícil convencer a Alfonseca de aprovechar la ausencia de Horacio Vásquez para librarse o tratar de librarse de Trujillo, pero la loable tentativa provocó un duro enfrentamiento en el que poco faltó para que la sangre llegara al río. La legación norteamericana intervino como mediadora  y Trujillo se salió con la suya, como tenía que salir con semejante mediación.

Trujillo permaneció en su redil, en la fortaleza Ozama, y Martinez Reyna volvió al Cibao (afectado ya de una seria enfermedad pulmonar), sin saber que había firmado (o anticipado) su sentencia de muerte. Trujillo no le perdonó ni le perdonaría la iniciativa, el haber tratado de hacerlo saltar de su cargo, y se la hizo pagar cara. A él y a su esposa embarazada: Altagracia Almánzar.

Durante su convalecencia en el hospital Horacio Vásquez recibía reiterados informes sobre la deslealtad de Trujillo, su protegido y niño lindo, pero nunca les concedió mayor crédito ni mayor importancia.

Cuando regresó al país al cabo de casi dos meses de ausencia y con un riñón de menos, recibió la visita de Cucho Álvarez Pina, un pariente de Trujillo que con el andar del tiempo sería uno de sus grandes colaboradores. Pero en ese momento Álvarez Pina no era trujillista y había ido a informarle a Vásquez que Trujillo lo había traicionado y estaba complotando contra él. Horacio Vásquez no quiso darse por enterado, le concedió a la noticia apenas el crédito de la duda y fue a la fortaleza a entrevistarse con Trujillo, a escuchar de su boca si era verdad o mentira que lo estaba traicionando. Trujillo sólo permitió la entrada a Horacio y dos acompañantes. Aun así, Horacio salió del recinto convencido de la lealtad de su protegido y de que las informaciones recibidas no eran más que chismes de patio, intriga de políticos y politicastros.

Muy confiado y seguro al parecer se sentía de las manifestaciones de lealtad recibidas por parte del hombre a quien había ascendido a general de brigada y jefe del ejército. Trujillo se había cuadrado en su presencia, lo había reconocido como su presidente, había quedado formalmente a la espera de sus órdenes y Horacio ordenó.


Fue tan incauto, ingenuo, desmaliciado o bruto que le ordenó a Trujillo  -precisamente al brigadier Trujillo- que enviara tropas a detener la caravana de insurrectos del movimiento cívico militar que encabezaba su cómplice Estrella Ureña. La caravana de insurrectos que avanzaba amenazadora desde hacía varios días sobre la capital.

Bibliografía

Robert D. Crassweller, Trujillo: the life and times of a caribbean dictator


SIETE AL ANOCHECER (8)
Pedro Conde Sturla

La más bella revolución de América
(segunda parte)

La caravana de insurrectos del movimiento cívico y militar se encontraba en ese momento en la llamada curva de la U, una fatídica curva que serpenteaba en una cumbre de la carretera de Santiago a Santo Domingo, una curva cerrada y peligrosa como su nombre indica, de la cual se habían desbarrancado incontables conductores imprudentes.

Unos días antes, los insurrectos habían recibido, por fina gentileza del brigadier Trujillo, un cargamento de armas procedente de la capital. Después tomaron heroicamente por asalto la fortaleza de San Luis con esporádicos disparos al aire que los custodios del recinto respondieron, por órdenes o sugerencias del mismo brigadier Trujillo, con esporádicos disparos al aire. 

Las victoriosas tropas, en un número indeterminado de varios cientos o unos pocos miles de hombres mediocremente armados, se pusieron lentamente en marcha hacia la capital. Toda una revolución casi triunfante.

Cuando el brigadier Trujillo recibió de su presidente las concisas órdenes de mandar tropas a detener el avance de los rebeldes, hizo lo que de él podía esperarse: las incumplió puntualmente al pie de la letra. Los dejó pasar, simplemente pasar.

El 26 de febrero entraron a Santo Domingo a tiro limpio, tiros también al aire y al desgaire. Nadie o casi nadie ofreció resistencia, por supuesto, a excepción de Trujillo.Trujillo se atrincheró en la fortaleza Ozama para que no cayera en manos enemigas y en ningún momento dejó de manifestar su lealtad, su irrestricto apoyo al gobierno. Lo siguió apoyando desde la fortaleza hasta que Horacio se asiló y el gobierno finalmente dejó de existir. Trujillo, obligado por la fuerza de las circunstancias, aceptó el fait accompli, el hecho consumado. La más bella revolución de América había triunfado, parcialmente triunfado. 

Horacio Vásquez y Estrella Ureña se reunieron en la sede de la Legación de los Estados Unidos, que era la verdadera sede de gobierno, y llegaron a un acuerdo. Estrella sería nombrado Secretario de Estado de Interior, Horacio renunciaría, Estrella asumiría la presidencia provisional y la asumió, en efecto, el día 2 de marzo de 1930. Tenía el encargo de organizar unas elecciones en las ni él ni Trujillo podían ser candidatos.

Como medida profiláctica para evitar desórdenes y derramamiento de sangre, Trujillo le aconsejó y llevó a cabo el desarme de los expedicionarios de Santiago. Estrella acaba de ser nombrado presidente, pero ya no presidía. Trujillo era el hombre fuerte. El hombre al mando. El tutor y el garante de la nación.

Estrella se convirtió como quien dice en un preso de confianza. A los pocos días de su juramentación, los presidentes de las cámaras de diputados y senadores fueron desconsiderados por la guardia durante una visita que le hicieron. El 18 de marzo, dieciséis días después de haber asumido el cargo, Estrella se quejó ante la legación norteamericana de que Trujillo lo estaba degradando y pidió que el Departamento de Estado emitiera una declaración reiterando su oposición a una candidatura o un gobierno de Trujillo. El Departamento de Estado no accedió.

Horacio Vásquez se enteró muy tarde de que había sido traicionado por Trujillo, pero aún más tarde se enteraron los demás

Gustavo Estrella, hermano del presidente, se lo diría en la mansión presidencial y en su cara, que lo habían engañado como a un niño, que su única alternativa era matar a Trujillo o darse a la fuga. Dos cosas muy difíciles de lograr. Trujillo ya era el jefe, o más bien el dueño de la guardia.

Pronto comprendería Estrella y los demás integrantes del movimiento cívico militar que el brigadier no sólo los había engañado a todos, sino que de su terrible, demoníaca naturaleza solo conocían una parte. La bestia, eso lo sabrían pronto, no estaba dispuesta a compartir ni siquiera superficialmente el poder con quienes habían sido, voluntaria o involuntariamente, sus cómplices o aliados.

El acuerdo al que se había llegado en la sede de la legación norteamericana le cerraba en apariencia el paso a la candidatura deTrujillo y del mismo Estrella,  pero no preveía que la situación del país pudiera alcanzar un grado tal de descomposición que hiciera necesario la adopción de medidas extremas. EntoncesTrujillo tomó medidas para descomponer el país.

Bandas de matones incontrolables, militares con traje de civil y uniformados se desperdigaron por los principales pueblos y ciudades, cometieron todo tipo de crímenes y tropelías, fomentaron el desorden, organizaron el terror, sumergieron el país en el caos. El tres de abril fueron ametrallados los vehículos de unos dirigentes políticos que regresaban de Montecristi. En La Romana se produjo un escandaloso hecho de sangre en el que tomó parte Pedro o Pedrito Trujillo, el menos agresivo de los hermanos de la bestia en opinión de Robert D. Crassweler. A finales de abril, la legación norteamericana reportó que la ley había dejado de existir y se declaró incompetente para reportar los cientos de episodios que involucraban la violación de derechos humanos. El clima del terror de la República Dominicana había vuelto a ser, como dice Crassveller, peor que en la época de Ulises Hilarión Heureaux Lebert, alias Lilis.

En semejante situación, la aparente reticencia de la legación norteamericana en relación a la candidatura de Trujillo se resblandeció. Ahora parecía prudente apoyar la candidatura de un hombre fuerte como Trujillo para restablecer el orden aunque ese  mismo Trujillo fuese el causante del desorden. De hecho eso fue lo que sucedió.

Dos partidos políticos, la Confederación y la Alianza,  proclamaron por un lado a Trujillo y Estrella Ureña,  y por otro lado a Federico Velázquez y Ángel Morales como candidatos a la presidencia y vicepresidencia de la nación. 

Las elecciones, que tuvieron lugar el día 16 de mayo, fueron ejemplares en un sentido retorcido de la palabra. Desde que se anunció la candidatura del brigadier Trujillo y el general Estrella Ureña, con el beneplácito y el apoyo disimuladamente implícito del Departamento de Estado de los Estados Unidos, recrudeció la presión, aceleró la marcha la maquinaria del fraude, la intimación, la represión, el terror. Trujillo ganaría por las buenas o por las malas, preferiblemente por las malas. Eso ya se sabía.

El día 7 de mayo, la Junta Central Electoral, desbordada por los acontecimientos, renunció en pleno. Una nueva junta encabezada por Roberto Despradel y otros incondicionales de Trujillo fue creada por el presidente Jacinto Peynado, otro incondicional que sustituía en ese momento a Estrella Ureña en la presidencia por encontrarse éste en licencia.

El 15 de mayo, apenas un día antes de las elecciones, la oposición y todos los opositores renunciaron y denunciaron inútilmente la farsa electoral.

Para Trujillo y Estrella Ureña el torneo del 16 de mayo fue todo un éxito, ganaron sin oposición por aplastante mayoría, con un número superior de votos que de votantes.

Se acudió entonces a un tribunal, una corte, a la institución judicial correspondiente para que se pronunciara en torno a la validez del proceso, pero una banda de matones portando ametralladoras penetró a la sala donde los jueces deliberaban y se produjo, como dice Crasweller, la capitulación del poder judicial.

Quedaba en pie todavía el poder legislativo, el congreso, un congreso obsequioso que el día 24 de mayo, reconoció al gobierno emanado de las urnas. De esas urnas funerarias surgió la bestia chorreando lodo y sangre. Apenas era presidente electo, pero ya estaba en el poder, lo había estado desde antes. Tan seguro se sentía de sus propias fuerzas y del apoyo incondicional que le brindaban sus amos del norte, que no vaciló en desatar una oleada represiva para acallar las voces de protesta contra el fraude que se extendían por todo el país.

Su primer acto no oficial como presidente electo, apenas un día después de su reconocimiento, fue el vulgar y terrorífico asesinato de Virgilio Martínez Reyna y Altagracia Almanzar, la esposa embarazada que esperaba su primer hijo.


Bibliografía:

Robert D. Crassweller, Trujillo: the life and times of a caribbean dictator


SIETE AL ANOCHECER (9)
Pedro Conde Sturla


La más mas bella revolución de America
(última parte)

El asesinato de Virgilio Martinez Reyna y su esposa fue algo tan aberrante y cruel, tan abominable y escandaloso que no quedó conciencia sin sacudir en todo el país. Provocó sin duda una conmoción que dejó a muchos horrorizados. 

El hecho quería demostrar y demostraba que no había nada ni nadie que el nuevo mandatario respetara o respetaría en el futuro. La conmoción fue tan grande que hasta Jacinto Peynado, un funcionario pusilánime y plegadizo, se atrevió a escribir una carta de renuncia que se propuso entregar y no entregó a Estrella Ureña. 

Antes de que pudiera consignar el documento -relata Crassweller- Trujillo se le apareció en el despacho visiblemente emocionado y casi lloroso, lacrimoso, y le hizo un drama, toda una escena dramática digna del mejor histrión. Explotó en un bien fingido arranque de indignación y estuvo a punto de endilgar a Estrella Ureña el haber instigado la muerte de la conocida pareja.

Si lo que dice Crassveller es cierto, el fingido  balance o desbalance emocional de Trujillo en ese momento era tan  precario que rompió a llorar o por lo menos a gimotear. Puso a Dios por testigo de su inocencia, imploró que lo castigara junto a toda su progenie si acaso era culpable. Peinado quedó tan impresionado, o quizás más bien tan aterrado, que no entregó la renuncia.

Virgilio Martínez Reyna no era un guerrillero ni un cacique, no se había alzado ni se alzaría en armas, y sólo tangencialmente se había dedicado a la política durante un  periodo en el que, sin embargo, casi por poco sucumbe a un atentado. Era periodista, escritor y poeta, era un patriota, un hombre que inspiraba admiración y respeto y su limitada influencia residía en su ascendiente moral, además estaba enfermo y prácticamente retirado y aislado y no representaba para nadie un peligro. Pero unos meses antes, cuando Horacio Vázquez convalecía en el extranjero, se había puesto de acuerdo con Alfonseca, el vicepresidente en funciones de presidente, para tratar de despojar a Trujillo de su flamante cargo de jefe del ejército, jefe como quien dice del país...Y el Jefe se la tenía jurada...

“Y una noche -cuenta Rufino Martínez-, los asesinos, puestos de acuerdo con el comandante del Departamento norte del ejército en el Cibao con asiento en la fortaleza San Luis, de Santiago, salieron para San José de las matas, llegaron al hogar de Martínez Reyna, que estaba enfermo, y le dieron despiadada muerte, lo mismo que a su consorte doña Altagracia Almanzar que se hallaba en estado de embarazo y hasta reconoció y reconvino al jefe de los asesinos. Esto se concibió y planeó en la capital por elementos exclusivamente santiagueros. Bastó una insinuación escrita en una tarjeta de la Secretaría de Estado de la Presidencia y dirigida al Comandante de la fortaleza para qué el plan se ejecutará. Crimen insólito en las ambiciones políticas dominicanas. Un manto de impunidad cubrió el cuadro horrendo conocido por esos días del año 1930 en todos sus detalles y con la especificación de los asesinos transitando  muy campantes las calles de Santiago”. 

Estrella Ureña, el presidente electo, que había vuelto a ser presidente interino, viajó a Santiago a realizar lo que se llama en el argot político una exhaustiva investigación. Ya era un secreto a voces que su tío, el general José Estrella, era el cabecilla de los autores. Los matarifes, señalados a dedo por el rumor público, eran dos carniceros conocidos como Onofre y Pichilín. La voz del pueblo, que es la voz de Dios, apuntaba aTrujillo como autor intelectual. 

A Estrella Ureña, por razones de salud, le convenía hacerse el tonto, el disimulado, el de la vista gorda. De alguna manera era un cómplice involuntario, pero era también un rehén. Un hombre como él, que brillaba como orador y había dado muestras de un gran poder de convocatoria cuando encabezó a los cientos de hombres del movimiento cívico militar que destronó a Horacio, no podía sentirse seguro al lado de Trujillo, le hacía sombra. Por eso Trujillo, al poco tiempo de establecerse en el trono, lo motivaría a abandonar el cargo que ocupaba. Para peor, diez años más tarde tuvo una ocurrencia macabra: desempolvó el expediente que Estrella había ido a seudoinvestigar a Santiago y lo metió en la cárcel junto a su tío y otros supuestos secuaces, acusándolos precisamente del crimen que él, Trujillo, había ordenado o sugerido. Finalmente, según las malas lenguas, lo ayudaría a morir piadosamente, en 1945, cuando Estrella Ureña se sometió a una cirugía.
El asesinato de Martínez Reyna y su esposa fue algo atroz que todavía indigna y seguirá indignando a la gente de conciencia, pero no fue el primero ni sería el único. Era más bien parte de una rutina que se había inaugurado y estaría vigente durante  treinta y un años de tiranía.

Día tras día, semana tras semana, año tras años, ocurría algo que parecía impensable, algo que parecía que no podía ser o suceder o repetirse y, sin embargo, puntualmente volvía a ser, a repetirse, volvía a suceder quizás de otra manera más y menos peor: se repetía en infinita repetición de repeticiones atroces. El país se movilizaba contra el terror, pero terminaría paralizado por el terror.

El periodo comprendido entre la la elección y la toma de posesión fue como quien dice peor que el de la supuesta campaña electoral. La represión cruda y desembozada se hizo presente  en espacios públicos y privados, las manifestaciones de protesta eran sofocadas a macanazos o balazos, se disparaba contra los vehículos de los dirigentes de oposición y en Santiago y otros lugares hizo su aparición el carro de la muerte, el más nefasto símbolo del siniestro folklore político de la época.

La mayor parte de los desmanes eran obra de una banda de facinerosos, conocida como La 42, que integraba a personajes de la peor ralea, incontrolables más o menos bien controlados que dirigía el capitán Paulino, uno de los compañeros de
la pandilla de maleantes en que se había curtido Trujillo en sus años de cuatrero y asaltante de camino. El carro de la muerte era un lujoso Packard rojo que ostentaba en la placa el número que le daba nombre a la banda, precisamente el 42, y en su interior siempre viajaban personajes de naturaleza luciferina. El Packard podía aparecer a cualquier hora, preferiblemente al amparo de las sombras, frente a una casa, un parque o en cualquier lugar donde se reunieran grupos de personas que a juicio de sus ocupantes parecieran sospechosas y merecieran ser rociadas con fuego de ametralladora.

Eran frecuentes los opositores que morían en ciudades y pueblos y los opositores que huían, pero ahora comenzaban a sumarse también los opositores que desaparecían. El éxodo de los principales líderes políticos no se hizo esperar. Uno tras otro tomaron el camino del exilio. En junio se produjo la salida precipitada de Federico Velázquez, Alfonseca, Ángel Morales, Martín de Moya, Horacio Vásquez. De estos cinco, solo los dos últimos regresarían al país. Mientras tanto, los partidos políticos entraron en fase de desintegración, sus principales miembros fueron arrestados o simplemente se plegaron. 

La presión de la caldera política se acercaba  a un punto crítico en la medida en que se acercaban el día y la hora en que Trujillo y Estrella Ureña tomarían posesión de sus cargos, y en aquella pesada atmósfera de incertidumbre quizás muchos temían que se produjera finalmente una explosión a la que seguiría una matazón, una especie de toque a degüello que no haría distinción entre mansos y cimarrones.

Pero la apoteosis tuvo por fin lugar, sin contratiempo, el 16 de agosto de 1930, aniversario de la Restauración. El nuevo presidente y su seudopresidente se juramentaron en medio de grandiosas celebraciones y libaciones.

El brigadier Trujillo luciría sus mejores galas. Con su ridículo bicornio emplumado, el uniforme de hilos de oro y la banda presidencial terciada semejaba discretamente a un pavito real o una serpiente emplumada. La academia militar en la que se formó durante la ocupación la oficialidad que defendería los intereses del imperio, había dado sus frutos, sus mejores frutos. El pueblo dominicano fue sepultado vivo durante más de treinta años en un ataúd de silencio.

pcs, 1 de noviembre de 1918





SIETE AL ANOCHECER (10)
Pedro Conde Sturla 

El Jefe se lo dió todo. 
Con su natural desprendimiento y generosidad se lo dio y se lo ofreció todo, lo colmaba de honores, se hacía acompañar de él en los grandes desfiles militares, en las conmemoraciones de nuestras gloriosas fechas patria, le hacía las más finas distinciones, le concedía toda su admiración y respeto. Pero Desiderio era un malagradecido, un envidioso, un engreído. Él hubiera querido ser el elegido. Elegido como el querido Jefe casi por voluntad popular. Él ansiaba ocupar el cargo que no se había ganado. Lo cegó su ambición, su ceguera lo condujo a la traición. Decidió obtener por la vía de las armas lo que no podía conseguir con el voto de todo un pueblo y esa fue su perdición.
Mis hermanas y yo éramos casi niñas, pero todavía recordamos con lágrimas en los ojos aquellos titulares que aparecían en los diarios la cotidiana información sobre la rebelión del general Desiderio Arias contra el gobierno legalmente constituido. La consternación de todo un país ante tamaño despropósito.
!Ay, qué general!


EL ÚLTIMO CAUDILLO
(primera parte)

Desiderio Arias fue el Caudillo más levantisco y fogoso que tuvo el país durante las primeras tres décadas del siglo XX.
Hay quien le atribuye ser responsable de la intervención yanqui de 1916 a causa del desorden que se creó cuando se levantó contra Jimenes, y otros no le perdonan el apoyo que brindó aTrujillo durante el sangriento proceso de su ascensión al trono presidencial, pero en uno y otro caso no fue más que una ficha del ajedrez político de la época.
El caudillismo era una forma y un estilo de vida que tenía por meta el poder y en algunos casos fue alimentado, financiado por la misma potencia que lo usaría como pretexto para intervenir tanto en Santo Domingo como en Haití. Muchas de las famosas revueltas, que llamaban entonces revoluciones, las dirigían caudillos que se otorgaban o se ganaban el título de general y tenían un carácter anarquista y oportunista, pero en incontables ocasiones eran movidas por ideales patrióticos.
Si acaso alguna vez Desiderio Arias se equivocó de bando o de bandera, si alguna vez peleó por ambición, como cuando se alzó contra Jimenes o en la llamada revuelta o revolución del ferrocarril, lo cierto es que al final rectificó, se redimió al final, si acaso necesitaba redimirse, cuando escogió la lucha armada en la manigua para  enfrentarse a Trujillo, para cumplir su destino de guerrillero heroico en desigual contienda. Ese es el gran final que lo define. El valor a toda prueba, la oposición a la naciente tiranía, el levantamiento armado al cual se vió en parte comprometido y en parte obligado por las circunstancias.
Las relaciones entre Desiderio Arias y Trujillo nunca fueron estables, eran producto de ciertos acuerdos políticos que llevaron al primero a convertirse en senador y al segundo en presidente. Hay que suponer que Trujillo desconfiaba, recelaba de aquel hombre cuya fama de valiente y de rebelde lo precedía, y hay razones para pensar que Desiderio conocía, empezaba a conocer o por lo menos a intuir el fondo oscuro, la naturaleza tenebrosa del despiadado y traicionero brigadier y sabía a qué atenerse. 
Empezaría a distanciarse poco a poco, alarmado por las muertes de Larancuent y Bencosme en septiembre y noviembre de 1930, y sobre todo a partir del momento en que Trujillo dio a conocer su intención de formar un partido único. 
Desiderio se opuso públicamente al proyecto, dando a conocer en octubre del mismo año de 1930 una carta en la que llamaba a la militancia del Partido Liberal a cerrar filas, a mantener la fidelidad y la cohesión partidarias. Fue el único político de relevancia que se atrevió a hacerlo, y su atrevimiento provocó una reacción que tuvo terribles consecuencias. Sus relaciones con Trujillo se agriaron, se enrarecieron, se pusieron tensas. Aun así se mostró sorprendido cuando las autoridades procedieron a hostigarlo, a fastidiarlo, a hacerle la vida difícil o más bien imposible, a conducirlo por el despeñadero.
De ahí en adelante vivió al salto de la mata, en la cuerda floja, en permanente zozobra. Acudió entonces en busca de consejo y ayuda o protección a la legación norteamericana, donde no era persona bien vista. Desiderio se había opuesto a la intervención de 1916, había entregado armas a sus seguidores, había llamado al pueblo inútilmente a enfrentar al invasor en una lucha a muerte, y durante los ocho años que duró la ocupación estuvo en capilla ardiente, vigilado permanentemente por  espías del imperio que -como cuenta Rufino Martínez- tenían órdenes “de darle muerte en viéndole traspasar las afueras de la ciudad de Santiago, donde residía”.
Además había sido acusado muchos años antes de contrabando de armas y mercancías por la frontera, de perjudicar en consecuencia la recaudación de las aduanas, que estaban en manos del imperio. Un alto funcionario del mismo imperio lo había considerado alguna vez un forajido. Otra vez, en otro tiempo, otro alto  funcionario igualmente imperial había dicho por escrito que su eliminación física era oportuna y prudente, “el principal requisito para una paz permanente en la República Dominicana”.
Los intereses de la legación norteamericana y el general Trujillo con relación a Desiderio Arias eran,  pues, coincidentes, más o menos los mismos, y, en consecuencia, las gestiones que hizo para conseguir amparo o  protección fueron, básicamente, un fracaso.
En tales circunstancias, Desiderio escribe al brigadier una carta en la que traduce su desconcierto y sus temores, su real o aparente desconcierto:
“Ante la situación, para mí inexplicable, en que me encuentro frente a usted me valgo de esta carta, puramente privada, para pedirle que me oiga algunas explicaciones, si son necesarias, o que usted me las dé a mí ya que ignoro de la manera más sincera los motivos que originan el distanciamiento que nos separa hasta en nuestras relaciones personales. Quiero que si usted tiene algo sobre lo cual pueda acusarme que me lo diga para salir de este mar de dudas en que vivo y hasta para su propia satisfacción si una explicación de mi parte le convence de la lealtad con que he venido sirviendo al Gobierno y a usted”. 
A manera de respuesta, el senador fue arrestado y conducido en presencia deTrujillo. A raíz del encuentro, ambos contendientes volvieron a ser amigos públicamente, sólo públicamente, bajo presión o amenaza, de seguro.
Desiderio Arias se comprometió -o fingió comprometerse- a emitir un pronunciamiento a favor del gobierno y del gobernante, pero en cuanto tuvo una oportunidad cogió las de Villadiego, se esfumó provisionalmente, se refugió según se dice en Haití. 
Por alguna razón que parece inexplicable regresó al poco tiempo, apareció entre enero y marzo de 1931 otra vez en compañía de Trujillo, participó junto a éste en el desfile militar del 27 de febrero. 
Pero todo era un teatro, una ficción. El veterano luchador sabía que su vida estaba en peligro y decidió abandonar la capital, su cargo y sus enseres, abandonar al brigadier que pretendía ser su dueño, y a finales de abril buscó refugio en sus tierras de la línea noroeste, el escenario de tantas batallas juveniles. Se atrincheró, como quien dice, en sus posesiones de Mao, se enrocó como un rey de una partida de ajedrez en la prudente cercanía de la sierra y de la gente que tanto conocía. 

Bibliografía:

Ángel Berto Almonte, “La muerte del general Desiderio Arias”. (https://elnacional.com.do/la-muerte-del-general-desiderio-arias/).
Bernardo Vega, “Desiderio Arias y Trujillo se escriben”.
Francisco M. Berroa Ubiera, “Las rebeliones contra Trujillo del general Desiderio Arias” , (http://notihistoriadominicana.blogspot.com/2012/11/las-rebeliones-contra-trujillo-del.html).
Manuel Rodríguez Bonilla, “Muerte de Desiderio Arias”, (https://mao-en-el-corazon.blogspot.com/2014/05/muerte-de-desiderio-arias.html).
Rufino Martínez, “Diccionario biográfico-histórico dominicano, 1821-1930


SIETE AL ANOCHECER (11)
Pedro Conde Sturla


EL ÚLTIMO CAUDILLO
(segunda parte)

Muchos consideran que la retirada o el repliegue táctico (o simplemente la huida) de Desiderio Arias a posiciones defensivas en sus tierras de Mao, a finales de abril de 1931, constituye una primera rebelión contra Trujillo. Sin embargo, lo que todo parece indicar es que el ya añejo caudillo se vio o creyó obligado a tomar el monte y las armas con el propósito elemental de ponerse a salvo del largo brazo de la bestia.

El hecho en sí constituía, por supuesto, una especie de rebeldía o por lo menos un rechazo que Trujillo no estaba dispuesto a aceptar. Por eso mandó primero una comisión a escuchar lo que Desiderio tenía que decir y luego otra comisión seguida de otra comisión. Desiderio Arias reclamaba el fin de la represión contra miembros del Partido Liberal, el fin de los desmanes del ejército contra la población, pedía garantías para él y sus hombres y el respeto por todo lo concerniente a las libertades públicas consagradas en la constitución. Además parecía no estar dispuesto a ceder, a transigir, a negociar en otros términos, y mucho menos a abandonar su refugio ni las armas.

Finalmente lo convencieron, quizás por obra del diablo, de reunirse con Trujillo. O mejor dicho al revés.

Con anterioridad al encuentro llegaron a Mao agentes de seguridad y militares con ropa de civil para prevenir y contener o neutralizar en la medida de lo posible cualquier movimiento de los partidarios del caudillo.

Trujillo llegó al lugar con una pequeña escolta y se reunió, en condiciones desventajosas, con el pundonoroso general y senador de la República. Por este hecho, y otros no menos ilustres, Trujillo haría que el congreso le concediera años después una medalla al valor: La gran cruz del valor.

Trujillo no era valiente, pero era inteligente, observador, intuitivo. Conocía de lo que era capaz y no capaz su adversario y planificó sobre esta base una visita que no estaba exenta de riesgos, por supuesto, y pudo haberle costado (felizmente)  el pellejo. De hecho lo hubiera dejado en el lugar si Desiderio hubiera hecho caso al consejo o petición de sus hombres. Pero Desiderio era (lamentablemente, en este caso) hombre de honor, de principio, o quizás pensó que matar a Trujillo era un suicidio. Quizás simplemente no sabía que ya estaba muerto en la cabeza de Trujillo.

De acuerdo a los testimonios del encuentro, Desiderio se mostró muy reservado, distante, y escuchó con desconfianza las palabras risueñas del infame brigadier. Éste no se explicaba cuáles eran las razones de su levantamiento o aislamiento, le ofreció garantías para que se reintegrara a la vida pública, le ofreció armas que le entregaría puntualmente (todas con desperfectos), casa para su esposa, cargos en el gobierno para sus seguidores. Promesas de una vida mejor en el más acá.

Los hombres de Desiderio rabiaban alrededor y ardían en deseos de hacerle justicia al indeseado visitante, se oponían tajantemente a todo tipo de arreglo. Pero al final Desiderio cedió. Dicen que él y el ofidio se abrazaron en público en el parque de Mao, que hubo aplausos, se pronunciaron discursos. Arias  emitiría luego unas declaraciones guabinosas:

“… es necesario que el pueblo sepa que no hay bases ni convenios entre el Honorable Presidente de la República y yo. Nuestra entrevista fue la de dos buenos y viejos amigos en que se tocaron diversos tópicos que no dudo redundarán en beneficio de la reconstrucción nacional, en la cual el Honorable Presidente está vivamente interesado, a tal punto que recabó de mi humilde persona mi opinión y colaboración, la cual gustoso y como ineludible muestra de patriotismo le ofrecí incondicionalmente”.

A principios de mayo Desiderio se traslada a Santiago, pero allí no se sentía a gusto ni seguro . De hecho, ya no estaría seguro en ningún sitio. Trujillo lo había convencido de abandonar su refugio con el único propósito de darle muerte a la primera oportunidad que se presentara. Una muerte discreta, como la que podía propinarle alguno de sus hombres debidamente motivado, sobornado, una muerte que pareciera fruto de envidias y rencillas personales y no un crimen de estado.

Mientras tanto, la matazón en todo el territorio nacional continuaba, la carnicería continuaba con renovados bríos. Diariamente caía un opositor en algún lugar del país. Los partidarios de Arias estaban siendo asesinados o simplemente desaparecían.

Desiderio Arias tenía miedo, estaba cansado, estaba deteriorado físicamente y no tenía ganas ni bríos para emprender nuevas aventuras bélicas, pero todo conspiraba en su contra, Trujillo conspiraba en su contra y lo empujaba poco a poco al abismo, a la perdición, a la desesperación.
Finalmente no pudo más y decidió enfrentar lo inevitable. En el mes de junio de 1931 -dos meses después de haberse reconciliado en público con la bestia-, dio a conocer un manifiesto en el que se pronunció contra los crímenes, la secuela de abusos que cometía la guardia impunemente, contra el régimen de impunidad que tenía como garante al brigadier Trujillo.

Éste sería el preludio del último y forzoso levantamiento del último caudillo dominicano. Un documento que rezuma dignidad por toda su tinta, la dignidad de un guerrero vencido que no rehuye el combate en el que va a morir:

Es necesario ser honrados y manifestar responsablemente que el 23 de Febrero, no nos legó nada. Trujillo solo resucitó los odios y las pasiones, atrayendo las traiciones y el incremento del crimen, alentando los abusos de la autoridad y los excesos de poder. Los tantos asesinatos de los ciudadanos David Vidal Recio, Virgilio Martínez Reina y de su esposa embarazada, siguieron los del periodista Emilio Reyes, el de los generales Evangelista peralta (tío Sánchez) Ciprian Bencosme, Alberto Larancuent y Buluta Pelegrin. Además se cuentan 18 fusilamientos en San Francisco de Macorís y 116 en Puerto Plata, con más de 100 en Moca.

Todos estos crímenes cometidos por el actual gobierno han despertado en el espíritu de los hombres libres de la Republica, sentimiento de venganza ciudadana contra los engreimientos y las acciones criminales de los que detentan el poder, desmoralizando el hogar y la sociedad, saqueando indecentemente la hacienda publica y privada.

Por todas estas gravísimas cosas, yo me confieso culpable de esta situación, toda vez que irreflexivamente favorecí la candidatura del general Trujillo, mas yo deseo hacer constar que me engañé aquella vez por tener la creencia de que un hombre joven como él estaría enamorado de la gloria personal y del bien del pueblo y de la Patria y podía merecer todo por una obra de gobierno digna de la época y propicia del momento histórico que vivía la República; tuve fe, repito, en el orgullo que pone la juventud que no se ha corrompido y creí que el general Trujillo hubiera sido capaz de hacer del país una verdadera nación organizada en donde el derecho, la justicia, el amor, la cordialidad y el respeto a la vida y a la propiedad constituyeran el patrimonio de la sociedad y de la patria”.
                                                                                                      
pcs, 15 de noviembre 1918


SIETE AL ANOCHECER (12)

Pedro Conde Sturla

EL ÚLTIMO CAUDILLO
(Última parte)
Diez u once días después de haber hecho  público el manifiesto a la nación Dominicana del 13 de junio de 1931, Desiderio Arias estaría muerto y decapitado.

Todo resultó como aparentemente se había planeado. De la fortaleza San Luis de Santiago salió s de un centenar de soldados en medios motorizados para aplastar un levantamiento que en gran parte había sido provocado. Al llegar a Mao tomaron la plaza como si se hubiera tratado de una fortaleza enemiga y mataron a varios de los seguidores del caudillo. Desiderio apenas tuvo tiempo y fuerzas para abandonar el poblado y refugiarse en Gurabo con un puñado de fieles, donde muy pronto sería circundado. Desiderio estaba probablemente enfermo y en las peores condiciones para enfrentar lo que se le venía arriba. Las tropas del gobierno infundían terror entre los lugareños, y a base de terror y de torturas y quizás de traición no fue difícil ubicar su paradero.

Lo hirieron y lo capturaron o lo capturaron y lo hirieron el día 20 o 21 de julio. Lo hirieron según se dice por la espalda, a traición, en la espina dorsal, con un disparo que lo habría dejado inválido y le provocaría un terrible sufrimiento durante horas o minutos. Tal vez lo ametrallaron para poner fin a su agonía o tal vez la prolongaron, lo humillaron, se burlaron, disfrutarían hasta el fondo su martirio.

La historia señala a Mélido Marte, un cancerbero, como el oficial que dirigía las tropas cuando mataron a Desiderio. Mélido Marte era uno de esos personajes que parecía haber sido tocado al nacer por la mano del demonio y se convertiría en uno de los más feroces perros de presa del régimen, el mismo celoso perro de presa que serviría a Trujillo y luego a Balaguer con su pesada cola de infamias, latrocinios y muertos durante más de cuarenta años. La gente decía y no se cansaba de decir que tenía un pacto con alguna fuerza maligna y al parecer no se equivocaba.

Junto a Mélido Marte se encontraba el tenebroso teniente Ludovino Fernández, un personaje abominable que sobresalía entre los abominables, un tipo cuya presencia helaba la sangre, tan oscuro y retorcido que hasta Trujillo llegaría a tenerle desconfianza o miedo o quizás ambas cosas.

Ludovino tuvo la idea, la feliz iniciativa (si acaso no cumplía instrucciones de Trujillo), de cortarle la cabeza (o mejor dicho el cuello) al cadáver de Desiderio y quizás la exhibió blicamente.

Trujillo se indignó o fingió indignarse, tal vez para ocultar su regocijo, cuando Ludovino se la mostró, y entonces ordenó supuestamente a un médico que volviera a ponerla en su lugar. Este hecho ha dado origen a unas especulaciones macabras y de mal gusto, pero no necesariamente falsas: Ludovino no pudo encontrar el cadáver de Desiderio o lo encontró en estado de descomposición y decidió ejecutar a algún infeliz y cortarle también el cuello para colocar la cabeza del guerrillero en un cuerpo más fresco. El cuerpo de Desiderio Arias habría sido así  enterrado en algún lugar con una cabeza que no le pertenecía y la cabeza en otro lugar con un cuerpo que no era el suyo.

De cualquier manera, lo cierto  es que a partir del día de su muerte, Desiderio Arias salió de la historia y se convirtió en leyenda

En una semblanza muy idealizada de esos últimos tiempos del guerrillero, a quien sin duda admiraba, dice Rufino Martínez:

Desconfiado de la buena fe del candidato sustentado por la unión de partidos en el año 1930, entró en la combinación política. Complacía a los compañeros del Movimiento Cívico que dió al través con el gobierno de Vázquez, pero la suspicacia del hombre criollo mantenía sus grandes reservas, temeroso del engaño y la perfidia. No se equivocó, y el pueblo entró en una faz dolorosa de asfixia por la falta de libertades públicas y garantía personal. Lo que precisamente reclamaba el pueblo, se le negaba. Tamaña responsabilidad de los hombres creadores indirectos de aquel estado de cosas, no obstante sus empeños de bien público.Un estado de desesperación, efectos de  flojedad y cobardía, fue el producido en la sociedad por la terrible fuerza opresora. En medio de aquella depresión moral, se alzó una virilidad: Desiderio Arias, que tenia el cargo de Senador de la República. Ello no sirvió de estimulo para que se levantaran los ánimos; pareció surtir efecto contradictorio, pues vióse a los del bando liberal renunciar la filiación y hacer labor de descrédito contra el hombre único. Todos se le entregaban al  Presidente Trujillo, que, como amo, repartía él solo los favores del poder. Ante aquel desconcierto en que se le iba haciendo el vacío morbosamente, exclamó: ‘No importa. Cuando ninguno quiera pertenecer al Partido Liberal, yo sólo seguiré siendo liberal....  La millarada de tránsfugas de la hora, no derivó beneficio alguno; ni siquiera garantía. La opresión siguió su curso creciente, mientras Arias continuaba de pies, atreviéndose a pedirle al Presidente que le concediera libertad al pueblo.Éste miró en aquel la postrera esperanza de romper las cadenas que le aherrojaban. Por eso se le prendía en el corazón un sentimiento de simpatía, ajeno a toda suerte de interés político. Arias se fue a la manigua, que siempre ha sido un recurso libertador entre nosotros, y pareció iniciarse la solución apetecida. Pero no estuvo en el poder de los hombres torcer el curso de la etapa que se iniciaba para el pueblo dominicano, y todo salió fallido por la falta de factores primordiales. Contratiempos en la salud del hombre y la falta de armas no le permitieron desplegar el dinamismo indispensable a las acciones prontas y atrevidas, Como las que sabe conducir el guerrillero. En las estratégicas lomas de Gurabo de Mao, la acechanza, parapetada en la traición, logró darle muerte”.

El pueblo le lloró como nunca había llorado a un guerrillero. Era el último espécimen notable de una clase social que entraba en su fase de extinción (1872-1931).”

A los dos meses del asesinato del caudillo, según informa Ligia Minaya en uno de sus artículos, Rufino Martínez escribió otro emotivo testimonio que sólo pudo publicar treinta y cuatro años después, cuando Trujillo estaba muerto:

Triunfó el crimen y fracasó el pueblo. Dentro del capitolio se desató la alegría del festín. Afuera desfilaba el pueblo cabizbajo y lloroso al contemplar el cadáver mutilado de un hombre trabajador y honesto, mientras se escuchaba la voz irónica y fatídica de Jacinto B. Peynado Secretario de Interior y Policía:  ‘Es un día de júbilo. Viva el Presidente Trujillo’”.

xxx

Nuestro difunto padre, el conocido general Bonilla, que Dios lo tenga en su gloria, estuvo con el querido Jefe en los momentos más difíciles, lo acompañó en las buenas y en las malas, en todas las circunstancias fue su más fiel servidor. Cuando la patria se vio amenazada por la invasión de haitianos en 1937, él acudió al llamado de las armas y se distinguió junto al sargento Manuel Nuñez  en las fieras batallas que tuvieron lugar durante el proceso de dominicanización de la frontera. Tanto así que el mismo Jefe se vería obligado a amonestarlo por exceso de celo. Pero fue un hombre leal a toda prueba, que dejó a sus hijas, a mí y a mis dos hermanas, un legítimo motivo de orgullo. No fue nunca un oportunista como Desiderio Arias, ese chaquetero que se rebeló contra el orden institucional que forjó  el querido Jefe...

Al Jefe lo mató un grupo de forajidos y lo ha pretendido matar la historia que escriben los resentidos de siempre, sobre todo esas hienas de la fracasada izquierda y todos los que se resisten a callar, que emplean la fábula pintoresca de Desiderio Arias para pretender asesinar al Jefe dos veces con sus rabias inveteradas de perros hueveros, aquellos que no conciben, que se niegan a reconocer que el querido Jefe fue un ente modernizante en su tiempo...

Matar al querido Jefe...varias veces...todas las veces posibles. Ese es el propósito.


pcs



Siete al anochecer (13)
Pedro Conde Sturla

La bestia se repantigó en el confortable asiento trasero del Chevrolet Bel Air azul y le ordenó a Zacarías de la Cruz que enfilara para San Cristóbal. Acarició, sin proponérselo, casi inconscientemente, la culata de su fiel compañera.

Era una Thompson. Un fusil o subfusil ametralladora, una de esas máquinas de matar diseñada o inventada por John Tagliaferro Thompson en 1919. El arma favorita de Al Capone, de los gánsteres de Chicago y los agentes federales  durante la gloriosa época de la prohibición en los Estados Unidos.

Una sonrisa de placer le  bañó el rostro. No era la habitual sonrisa de hiena que exhibía en público para atemorizar a la concurrencia y a veces sin darse cuenta. Ahora tenía una sonrisa beata, casi de santidad. La sonrisa del santo que esperaba su recompensa. En la casa de caoba de la Hacienda Fundación lo esperaba una muchachona sin estrenar.

Nunca supo en qué momento escuchó un estruendo que salió como quien dice de la nada, un sonido espantoso, un rechinar de vidrio, un alarido de metal que retumbó dentro del lujoso vehículo del año y sintió un fuego, un fuego intenso y agrio que penetraba en su cuerpo, un violento empujón y el fuego intenso y agrio...

Probablemente la muchachona se quedaría esperándolo esa noche.

xxx

Los detractores del Jefe no le reconocen ni siquiera su valor personal y mucho menos aun sus grandes valores morales. Le llamaban Padre de Patria Nueva porque la había reconstruido como quien dice de arriba abajo, porque la rescató de manos de los invasores haitianos y norteamericanos. Le llamaban Benefactor de la Patria porque dedicó su vida a las mejores causas, le llamaban Benemérito porque se había hecho acreedor a todos los merecimientos y reconocimientos. Lo distinguieron con el título de Primer Maestro Dominicano por el sistema de enseñanza que implantó en el país. Si lo sabré yo, que fui maestra y fui su alumna, al igual que mis dos hermanas.

Cuando el querido Jefe fue a Estados Unidos a rescatar la independencia financiera de nuestro país, el presidente Roosevelt le dio la bienvenida con bombos y platillos, se reunió con él en su despacho, lo condecoró, lo trató como a uno de sus iguales, como lo que era

La misma iglesia Católica, la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana le concedió la Orden Hierosomilitana del Santo Sepulcro. El mismo papa, su Santidad Pío XII, lo recibió en audiencia y le otorgó la Gran Cruz de la Orden Piana cuando el querido Jefe viajó a la Ciudad del Vaticano en 1954 para firmar el Concordato.
Solo por mezquindad le negaron al final de su vida el título que más se merecía: Benefactor de la iglesia.

El Premio Nobel de la Paz también se lo negaron por mezquindad a pesar de haber sido postulado por figuras de relieve internacional. Del mismo modo inexplicable le negó España (la Madre Patria, la España de Franco, de su amigo el Caudillo), el título de marqués.

Pero no le hacían falta al Jefe títulos ni medallas para demostrar su valía. Lo dice Lucas en la Santa Biblia: El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca”.

Por sus hechos lo conocen todos. Murió como había vivido, como el Primer maestro dominicano, dando lecciones de vida hasta en la muerte. Por su valor sin límites se dio a conocer, sobre todo en la que fue la última noche de su vida.

Eso se llama valor, el valor qué demostraron el Jefe y un humilde chofer en la hora más crítica y oscura. Todo lo demás son falacias, calumnias de ingratos contra un hombre que lo entregó todo a su país.

Los que alguna vez lo acusaron de cobarde, palidecen ahora al oír mencionar sus gloriosas hazañas.

   xxx

30 DE MAYO 1961
El Chevrolet negro, con las luces apagadas, se acercó por detrás al Chevrolet azul y el motor rugió como una fiera. El disparo sonó igual que un cañón, produjo una enorme detonación que parecía de escopeta y durante un segundo ahogó el rugido de fiera del motor. Luego el conductor encendió las luces, aceleró y se emparejó con el carro del Jefe por la derecha, internándose por el paseo. Sus ocupantes dispararon con armas automáticas, con todo lo que tenían. El mayor Zacarías de la Cruz, el valiente y leal chofer, embistió con el auto suyo al de los agresores, tratando de sacarlo de la pista, pero el otro tenía un motor más potente y lo rebasó. Zacarías tuvo que pisar el freno para evitar una colisión.

El querido Jefe le dijo a Zacarías que estaba herido, ordenó que detuviera el vehículo y salieran a pelear. Zacarías le dijo que iba a tratar de evadirlos y regresar a la ciudad. El Jefe repitió la orden, le dijo que detuviera el auto y bajaran a pelear. En ese momento Zacarías intentó dar la vuelta, un giro desesperado, y le faltó poco para lograrlo. El auto quedó varado en la hierba, a un lado de  la carretera, en dirección contraria a la que venía.

Zacarías se volvió hacia atrás y vio cuando el valiente Jefe abría la puerta izquierda, la ropa tinta en sangre, posiblemente mal herido. El vehículo de los asaltantes estaba al frente, del lado opuesto, y el Jefe avanzó hacia ellos con decisión temeraria, disparando con su pequeño revólver 38 de cañón corto. Los traidores respondían con un nutrido fuego de armas largas. Zacarías también estaba herido y le echó manos a un  fusil M-1 y empezó a disparar. El Jefe seguía avanzando y disparando, evadiendo como por arte de magia la metralla enemiga. Zacarías lo vio, luchando todo el tiempo como una fiera enfierecida, hasta el momento en que se desplomó lentamente como un titán sobre el pavimento.

Cuando el cargador del M-1 agota su escasa provisión de municiones, Zacarías toma una metralleta, una Luger de cañón corto, y continua disparando a conciencia, racionando las balas para sostener un combate que suponía que iba a ser largo. Uno de los asaltantes se acerca al cuerpo del Jefe, posiblemente con la intención de darle un tiro de gracia. Zacarías le dispara y lo hiere, ve cuando se retira y escucha sus gritos. Otro asaltante se acerca al caído y corre la misma suerte: Zacarías lo derriba de un plomazo y cree que está muerto, pero luego ve que se incorpora y vuelve atrás, corriendo cobardemente hacia su auto.

La provisión de balas de la Luger también se agota. En ese momento, sólo en ese momento, Zacarías sale del auto, abre una puerta trasera y toma la poderosa ametralladora Thompson que el Jefe había dejado en el asiento, rastrilla el arma y se dispone a acabar con los taimados agresores. Entonces siente un impacto en la sien derecha y es lo último que recuerda. En el combate había recibido un balazo en cada pierna, uno en un tobillo, uno en un muslo, otro en el vientre, dos en el hombro derecho y finalmente uno en la sien derecha que le fracturó el parietal.

Cuando despertó, al cabo de un tiempo indeterminado, se sentó en una verja. El cadáver del querido Jefe y su Chevrolet Bel air azul ya no estaban. Zacarías recibió ayuda de unos campesinos. Alguien lo llevó a la ciudad y lo internó en el Marión, un hospital militar.


pcs, martes 18 sept. 2018

SIETE AL ANOCHECER (14)
Pedro Conde Sturla

1932
Los miembros de las familias Perozo, Mainardi Reyna y Patiño estaban tan mal vistos por el gobierno que mucha gente no se atrevía a saludarlos. Algunos bajaban la cabeza al toparse con uno de ellos o se pasaban a la otra acera y en el mejor de los casos le hacían una señal de amistad muy discreta.

La brutalidad de la represión corría pareja con la obstinada resistencia al régimen. Nadie supo ni sabrá nunca cuántos fueron los caídos, pero en la medida en que unos caían otros se levantaban de inmediato y la matanza no parecía tener fin.

Los Perozo y los Mainardi Reyna mantenían relaciones muy estrechas y, de seguro, el asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa, aparte de ciertos enfrentamientos con Trujilllo durante el gobierno de Horacio Vásquez, fueron factores determinantes en la actitud intransigente de ambas familias frente al régimen.

La rebelión de los Perozo comenzó en San José de las Matas en 1932, cuando los hermanos Faustino, César y Andrés urdieron un plan para eliminar al déspota (en el cual también estaba involucrado Virgilio Mainardi Reyna). Un plan que, como tantos otros, encabezados por civiles o militares, terminó en fracaso y provocó, al igual que siempre, una reacción desproporcionada.

El plan de los Perozo era de más vastas proporciones, incluía la formación de un frente guerrillero que no llegó a prosperar. En los primeros enfrentamientos con la guardia de Trujillo murieron los tres hermanos y otros cabecillas. Los que sobrevivieron, unos siete en total, se vieron obligados a desbandarse en dirección a la cordillera central, perseguidos por una jauría de guardias rabiosos que apresaban y torturaron campesinos para obtener información o por considerarlos sospechosos   de colaborar con los enemigos.

Tiempo después matarían en Montecristi a Dionisio Perozo, y a partir de ese momento, con uno u otro pretexto, no se detendría la cacería.

No sé si alguna familia de aquella época, dejó sobre el terreno -en la lucha contra la tiranía- un reguero de cadáveres como el de los Perozo. La saña o ferocidad con que fueron combatidos, perseguidos, asesinados, torturados, desaparecidos condujo casi al exterminio de todos los varones. Se habla por lo menos de treinta o treinta y tres muertos, treinta o treinta y tres que fueron cayendo en diferentes circunstancias, diferentes frentes. Cayeron, sí, en combate, en las mazmorras del régimen o a manos de sicarios. Los Mainardi Reyna y los Patiño pasaron por un calvario parecido y también se convirtieron en familias de héroes y mártires

1945. El Perocito
Ninguna muerte causó quizás tanto dolor, indignación y rabia, impotencia y desesperación y espanto como la del llamado Perocito. El Perocito que apuñalaron en una calle de San Francisco de Macorís, o tal vez en el parque, cuando apenas tenía catorce o quince años. José Luís Perozo Fermín.

El padre del Perocito había sido asesinado mucho tiempo antes en un supuesto atraco y él vivía  con su viuda madre, una hermana mayor y un hermano menor en la calle Colón, a pocas cuadras del cuartel de la policía. Llevaba una vida más o menos normal, dentro de la anormalidad de la situación, hasta el día en que apareció un letrero en la escuela en que cursaba el bachillerato. Un letrero infamante, que denigraba a Trujillo o más lo definía de cuerpo entero como asesino y ladrón o algo parecido.

Había que encontrar un culpable y nadie era mejor culpable que un miembro de la familia Perozo. En el pueblo siempre se dijo que el Perocito fue víctima de las intrigas del intrigante gobernador de turno y la denuncia de un calié, un informante al que apodaban Tito Mon.

El día 13 de junio de 1945, cuando salía o regresaba de su casa, un sicario se metió en su camino y al pasar le dio una puñalada en el vientre, casi como quien dice al descuido.

De alguna manera fue a parar, a refugiarse -o lo llevaron quizás-,  al cuartel de la policía y esa fue su perdición. La gente se arremolinó en el lugar, llegaron la madre y la hermana, llegó el doctor Federico Lavandier, pero la policía no dejó pasar a nadie. El muchacho se desangraba y la policía lo veía desangrándose como quien ve caer la lluvia. Según el testimonio de una mujer, el Perocito se levantaba y caía, se caía y se levantaba, se levantaba y caía. El doctor Federico Lavandier exigía que lo dejaran pasar y no lo dejaban. La madre y la hermana clamaban a gritos que las dejaran pasar y la policía no las dejaba pasar.

Cuando llegamos allá -cuenta Alfonsina Perozo, la hermana del Perocito- vimos aquel niño tirado en el piso del cuartel, todo lleno de sangre, aquellos policías, como fieras acordonaron el recinto. Ni mi madre, ni yo, ni nadie podía dar un paso hacia adentro”.

Cuando se le permitió finalmente al doctor Lavandier prestarle auxilio al muchacho y llevarlo al hospital era demasiado tarde. El pueblo se tiñó de un inmenso pesar, se hundió en un silencio rabioso y contenido. Siempre se hablaría del Perocito en voz baja, siempre se diría  que fue uno de los crímenes más atroces de la tiranía. Se decía que el asesino había sido enviado desde Santiago y creo que nunca se supo quién era.

Después del crimen se montaría una descarada farsa. El asesino habría sido encontrado y hecho preso, y luego se habría ahorcado en la fortaleza. La guardia permitió la entrada al público, incluyendo a las alumnas de la cercana Escuela Primaria Costa Rica, que asistieron o fueron llevadas como quien dice en peregrinación a conocer al asesino del Perocito. Allí vieron al muerto, al ahorcado que no les permitiría dormir en varios días. Era un moreno, un negro, un infeliz, un chivo expiatorio. Estaba de rodillas frente a una pared, con el extremo de una soga al cuello y el otro extremo atado a un barrote de la ventana. No se habría podido ahorcar sin ayuda. La generosa ayuda de los guardias.


1959
El último tributo de sangre a la tiranía lo pagarían los Perozo en 1959 con la llegada de Masú Perozo en la expedición libertaria del 14 y 20 de junio, la invasión o repatriación armada que tuvo lugar en  Constanza, Maimón y Estero Hondo. La inmolación armada.

Por lo que se sabe, Masú Perozo fue capturado vivo, desgraciadamente vivo. Lo trasladaron a la base de la aviación de San Isidro, lo interrogaron, lo torturaron, lo humillaron, lo ejecutaron. Dicen que fue martirizado por el mismo Ramfis Trujillo. Un enfermo, un vicioso, un sicópata, alguien a quien le gustaba matar y torturar desde la infancia.


Bibliografía:

Era de Trujillo: El exterminio de la familia Perozo

Los primeros crímenes de Trujillo













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