sábado, 12 de mayo de 2018

Un turco llamado Mustafá

Un turco llamado Mustafá

Cada año, a las 9:05 de la mañana del día 10 de noviembre, Turquía se paraliza y sus habitantes dedican un minuto de silencio a la memoria de Mustafá Kemal Atatürk. A esa hora y en ese día murió en 1938 -cuando apenas cumplía 57 años- uno de los grandes reformadores de la historia, el fundador y padre de la patria de la República turca.
Muchas cosas en este glorioso personaje son excepcionales, incluyendo su lugar de nacimiento: Salónica, la ciudad de los espíritus, como la define Mark Mazower en su obra homónima. Una ciudad que conserva el nombre de la hija del conquistador Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro, desde que la fundaran los griegos cuatro siglos antes de nuestra era:
“Salónica es una ciudad única en la historia del mundo. Conquistada por los turcos en 1430, dio acogida a los judíos expulsados de España en 1492 y se convirtió en lugar de convivencia de cristianos, musulmanes y judíos, donde comerciantes egipcios, esclavos ucranianos, bandidos albaneses y rabinos sefardíes se entendían en media docena de idiomas. Una ciudad tan famosa por sus palacios como por sus burdeles, donde abundaron los mesías, los mártires y los milagros. Hasta que el siglo XX acabó con esta vocación cosmopolita: la ciudad en que nacieron Kemal Ataturk y la revolución de los ‘jóvenes turcos’, vio cómo los griegos expulsaban a los musulmanes y cómo los nazis deportaban a los judíos a campos de concentración”. [i]
Algo también excepcional, o por lo menos poco ortodoxo, fue el hecho de que el padre de Mustafá, un oficial de aduana del Imperio otomano, contrariando los deseos de la madre lo sacara de la madraza, de la escuela coránica del barrio donde ya había comenzado sus estudios y lo hizo ingresar a una escuela laica privada, la escuela de Şemsi Efendi, que enseñaba conforme a un nuevo método. Eso permitiría al muchacho empezar a respirar en otro ambiente cultural.
De esta experiencia conservaría una imborrable memoria que, muchos años después (1922), describiría a un periodista:
“Lo primero que recuerdo de mi infancia es el ingreso a la escuela. Hubo una profunda lucha entre mi madre y mi padre con respecto a esto.
“Mi madre deseaba comenzar mi educación inscribiéndome en la escuela religiosa del barrio con cantos de los himnos religiosos apropiados. Pero mi padre, que trabajaba en la oficina de aduanas, estaba a favor de enviarme a la recién inaugurada escuela de Semsi Efendi y de obtener el nuevo tipo de educación. Al final, mi padre ingeniosamente encontró una solución.
“Primero, con la ceremonia habitual, entré en la escuela clerical. Por lo tanto, mi madre estaba satisfecha. Después de unos días, dejé la escuela clerical y pasé a la de Semsi Efendi. Poco después, mi padre murió”.[ii]
Incluso en una ciudad como Salónica, el ambiente de tolerancia era limitado y tanto Semsi Efendi como su escuela fueron objeto de agrias controversias, incluso ataques violentos por parte de elementos conservadores.
Efendi tenía reputación por la disciplina y el carácter militar que imprimía a la educación y a la relación con los estudiantes. De su breve estadía en su escuela preservaría Mustafá gratos recuerdos, como el de su primer día de clases, la voz de mando del maestro Efendi cuando ordenaba entrar a clases alineándo a los alumnos en doble fila, el “delicioso olor de las ramas de los pinos”, el maestro Efendi, de pie junto a la pizarra, con borrador y tiza en las manos, enseñando el alfabeto letra por letra, el recreo en el patio bajo estricta supervisión, las clases de gimnasia, los juegos en los que no se permitían pleitos ni el uso de malas palabras.
Pero el episodio que permaneció quizás más tercamente anclado a su memoria fue el de una turba de cuarenta o cincuenta fanáticos religiosos que entró a la escuela gritando, rompiendo sillas y pupitres, amenazando seguramente al maestro Efendi, pidiendo a gritos la condenación de su alma. ¡Qué delito tan grave había cometido?: “Efendi estaba -dice Mustafá- enseñando a los niños con el método de los infieles. Estaba permitiendo que los niños jugaran y practicaran gimnasia”.[iii]
Mustafá continuará su formación académica en la escuela militar de la ciudad donde demostrará un esmerado afán de pulcritud, disciplina, aplicación a los estudios, sobresale “por su elegancia y exquisitez de maneras, su atractivo físico y su viveza de inteligencia”, sobresale en química y matemáticas y en todo lo que se propone. Tanto así que un maestro, y sus propios condiscípulos, le aplican el nombre de Kemal (el perfecto). Ahora se llama Mustafá Kemal y algún día se llamará Mustafá Kemal Atatürk (padre de la patria).
Cuando se gradúa finalmente en la Escuela de Guerra de Estambul, es un hombre hecho y derecho, o más bien un poco torcido a la izquierda. Los estudios militares tenían ya como modelo el de las naciones occidentales de Europa y en cuanto ciencia militar se habían emancipado de la autoridad religiosa del Imperio otomano. En ese ambiente militaba parte de la elite intelectual y germinaba el descontento, las ideas subversivas, la percepción crítica del desastre que amenazaba al Imperio en la fase final de descomposición.
Mustafá Kemal “descubre” la literatura, estudia historia, se relaciona con las ideas de los ateos y disociadores de la época, con el travieso Voltaire, con el perverso Rousseau, el visionario Montesquieu, el extremista Diderot, Auguste Comte, Camille Desmoulins, las luminosas ideas de los enciclopedistas y del siglo de las luces, la revolución francesa. Y además se convierte en devoto admirador de Napoleone Bonaparte Ramolino. El célebre corso.
Como suele suceder y sucedió a Don Quijote, las muchas lecturas, el conocimiento, el mal hábito de pensar y criticar tuvieron un efecto devastador y el joven Mustafá Kemal se echó a perder. Algún día “decretaría la abolición del califato y de las órdenes religiosas y (…) la separación entre la Iglesia y el Estado,” y convertiría “a Turquía en la primera sociedad secularizada del mundo islámico”.[iv]



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Portada del libro “La ciudad de los espíritus”. Fuente externa
Cada año, a las 9:05 de la mañana del día 10 de noviembre, Turquía se paraliza y sus habitantes dedican un minuto de silencio a la memoria de Mustafá Kemal Atatürk. A esa hora y en ese día murió en 1938 -cuando apenas cumplía 57 años- uno de los grandes reformadores de la historia, el fundador y padre de la patria de la República turca.
Muchas cosas en este glorioso personaje son excepcionales, incluyendo su lugar de nacimiento: Salónica, la ciudad de los espíritus, como la define Mark Mazower en su obra homónima. Una ciudad que conserva el nombre de la hija del conquistador Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro, desde que la fundaran los griegos cuatro siglos antes de nuestra era:
“Salónica es una ciudad única en la historia del mundo. Conquistada por los turcos en 1430, dio acogida a los judíos expulsados de España en 1492 y se convirtió en lugar de convivencia de cristianos, musulmanes y judíos, donde comerciantes egipcios, hesclavos ucranianos, bandidos albaneses y rabinos sefardíes se entendían en media docena de idiomas. Una ciudad tan famosa por sus palacios como por sus burdeles, donde abundaron los mesías, los mártires y los milagros. Hasta que el siglo XX acabó con esta vocación cosmopolita: la ciudad en que nacieron Kemal Atatürk y la revolución de los ‘jóvenes turcos’, vio cómo los griegos expulsaban a los musulmanes y cómo los nazis deportaban a los judíos a campos de concentración”. [i]
Algo también excepcional, o por lo menos poco ortodoxo, fue el hecho de que el padre de Mustafá, un oficial de aduana del Imperio otomano, contrariando los deseos de la madre lo sacó de la madraza, de la escuela coránica del barrio donde ya había comenzado sus estudios y lo hizo ingresar a una escuela laica privada, la escuela de Şemsi Efendi, que enseñaba conforme a un nuevo método. Eso permitiría al muchacho empezar a respirar en otro ambiente cultural.
De esta experiencia conservaría una imborrable memoria que, muchos años después (1922), describiría a un periodista:
“Lo primero que recuerdo de mi infancia es el ingreso a la escuela. Hubo una profunda lucha entre mi madre y mi padre con respecto a esto.
“Mi madre deseaba comenzar mi educación inscribiéndome en la escuela religiosa del barrio con cantos de los himnos religiosos apropiados. Pero mi padre, que trabajaba en la oficina de aduanas, estaba a favor de enviarme a la recién inaugurada escuela de Semsi Efendi y de obtener el nuevo tipo de educación. Al final, mi padre ingeniosamente encontró una solución.
“Primero, con la ceremonia habitual, entré en la escuela clerical. Por lo tanto, mi madre estaba satisfecha. Después de unos días, dejé la escuela clerical y pasé a la de Semsi Efendi. Poco después, mi padre murió”.[ii]
Incluso en una ciudad como Salónica, el ambiente de tolerancia era limitado y tanto Semsi Efendi como su escuela fueron objeto de agrias controversias, incluso ataques violentos por parte de elementos conservadores.
Efendi tenía reputación por la disciplina y el carácter militar que imprimía a la educación y a la relación con los estudiantes. De su breve estadía en su escuela preservaría Mustafá gratos recuerdos, como el de su primer día de clases, la voz de mando del maestro Efendi cuando ordenaba entrar a clases alineándolos en doble fila, el “delicioso olor de las ramas de los pinos”, el maestro Efendi, de pie junto a la pizarra, con borrador y tiza en las manos, enseñando el alfabeto letra por letra, el recreo en el patio bajo estricta supervisión, las clases de gimnasia, los juegos en los que no se permitían pleitos ni el uso de malas palabras.
Pero el episodio que permaneció quizás más tercamente anclado a su memoria fue el de una turba de cuarenta o cincuenta fanáticos religiosos que entró a la escuela gritando, rompiendo sillas y pupitres, amenazando seguramente al maestro Efendi, pidiendo a gritos la condenación de su alma. ¿Qué delito tan grave había cometido?: “Efendi estaba -dice Mustafá- enseñando a los niños con el método de los infieles. Estaba permitiendo que los niños jugaran y practicaran gimnasia”.[iii]
Mustafá continuará su formación académica en la escuela militar de la ciudad donde demostrará un esmerado afán de pulcritud, disciplina, aplicación a los estudios, sobresale “por su elegancia y exquisitez de maneras, su atractivo físico y su viveza de inteligencia”, sobresale en química y matemáticas y en todo lo que se propone. Tanto así que un maestro, y sus propios condiscípulos, le aplican el nombre de Kemal (el perfecto). Ahora se llama Mustafá Kemal y algún día se llamará Mustafá Kemal Atatürk (padre de la patria).
Cuando se gradúa finalmente en la Escuela de Guerra de Estambul, es un hombre hecho y derecho, o más bien un poco torcido a la izquierda. Los estudios militares tenían ya como modelo el de las naciones occidentales de Europa y en cuanto a ciencia militar se habían emancipado de la autoridad religiosa del Imperio otomano. En ese ambiente militaba parte de la elite intelectual y germinaba el descontento, las ideas subversivas, la percepción crítica del desastre que amenazaba al Imperio en la fase final de descomposición.
Mustafá Kemal “descubre” la literatura, estudia historia, se relaciona con las ideas de los ateos y disociadores de la época, con el travieso Voltaire, con el perverso Rousseau, el visionario Montesquieu, el extremista Diderot, Auguste Comte, Camille Desmoulins, las luminosas ideas de los enciclopedistas y del siglo de las luces, la revolución francesa. Y además se convierte en devoto admirador de Napoleone Bonaparte Ramolino. El célebre corso.
Como suele suceder y sucedió a Don Quijote, las muchas lecturas, el conocimiento, el mal hábito de pensar y criticar tuvieron un efecto devastador y el joven Mustafá Kemal se echó a perder. Algún día “decretaría la abolición del califato y de las órdenes religiosas y (…) la separación entre la Iglesia y el Estado,” y convertiría “a Turquía en la primera sociedad secularizada del mundo islámico”.[iv]

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