El general Marcial Soto, un militar banilejo de pura cepa, recibió en alguna ocasión la encomienda de llevar a Chapita preso a Santo Domingo. Preso y bien amarrado, a lomo de mula, por robo de ganado. Cuando iban a pasar por San
Cristóbal, Chapita le pidió humildemente por favor a Marcial Soto que lo desamarrara mientras atravesaban esa población porque por ahí tenía una novia y no quería que ésta lo viera en esa situación. El general Marcial Soto lo complació. Chapita posiblemente adoptó en la medida de lo posible una postura digna, miraría quizás con desprecio, quizás con ojeriza, a quienes se fijaban en él y le guardaría un agradecido rencor o un rencor agradecido durante toda la vida al militar banilejo.
Cristóbal, Chapita le pidió humildemente por favor a Marcial Soto que lo desamarrara mientras atravesaban esa población porque por ahí tenía una novia y no quería que ésta lo viera en esa situación. El general Marcial Soto lo complació. Chapita posiblemente adoptó en la medida de lo posible una postura digna, miraría quizás con desprecio, quizás con ojeriza, a quienes se fijaban en él y le guardaría un agradecido rencor o un rencor agradecido durante toda la vida al militar banilejo.
Cuando subió al poder, Marcial Soto no se alineó con él y Chapita lo mandó a matar o lo mandó a matar por el simple gusto de matarlo. El general había sido jefe militar en Baní, comandante de armas, y aunque apenas sabía escribir fue uno de los fundadores de la biblioteca pública. Ahora estaba medio ciego, cargado de años, pero la dignidad que le impedía inclinar la cerviz ante un tirano le dio fuerzas para refugiarse en los montes situados entre el poblado de Galeón
y el cruce de Ocoa, acompañado de su hijo Pirolo, que
contaba a la sazón catorce años. En esa zona tenía familiares que le llevaban alimentos a escondidas y lo protegían. Pero su mayor protección -como cuentan sus familiares- eran las oraciones que decía cuando Chapita mandaba guardias a rastrear la zona. Oraciones que -para que surtieran efecto-, tenía que decir con la cabeza gacha, sin levantarla bajo ninguna circunstancia hasta que pasara la tropa.
y el cruce de Ocoa, acompañado de su hijo Pirolo, que
contaba a la sazón catorce años. En esa zona tenía familiares que le llevaban alimentos a escondidas y lo protegían. Pero su mayor protección -como cuentan sus familiares- eran las oraciones que decía cuando Chapita mandaba guardias a rastrear la zona. Oraciones que -para que surtieran efecto-, tenía que decir con la cabeza gacha, sin levantarla bajo ninguna circunstancia hasta que pasara la tropa.
Las oraciones lo ayudaron al parecer a hacer de alguna manera las paces con Chapita y vivir para contarlo. Algo insólito, inaudito: meter preso a Chapita, no plegarse a su régimen, contrariarlo, irse al monte y vivir para contarlo. Morir de viejo en su cama.
No sería esta la única vez que Chapita conociera la cárcel por dentro, aunque a la larga se convirtió en carcelero y metió al país entero en prisión. En el ínterin desempeñó varios oficios, incluyendo el de jornalero y dependiente de pulpería, pero en lo que siempre sobresalió fue en el oficio de amigo de lo ajeno: falsificador de cheques, ladrón postal, asaltante de bodegas, cuatrero. Chapita nunca le tuvo miedo al trabajo. A cualquier cosa se dedicaba Chapita, a condición de que fuera deshonesta. Alguna vez fue declarado culpable de delitos menores y encarcelado por breves períodos. Nunca por el tiempo que en verdad se merecía.
Por el mismo camino iban sus hermanos, sobre todo Virgilio, Pipí, Aníbal, Petán. Con ellos a veces mantenía Chapita las peores relaciones, rencillas que se prolongarían a través de los años, incluso durante mucho tiempo después de su llegada al poder.
Incluso toda la vida. Otras veces, sin embargo, se asociaban para delinquir y como buenos hermanitos delinquían. En compañía de Petán, cuando las cosas estaban bien entre ellos, arrasaba Chapita las fincas de los alrededores. Luego Petán se vio obligado a asilarse en el Cibao donde su desprestigio nunca disminuyó. Las noticias de sus fechorías y de las veces que entraba y salía de una cárcel llegaban de vez en cuando a su pueblo natal. En este sentido le fue peor que a Chapita, ya que llegó a caer preso hasta por acusaciones de homicidio seguramente fundadas.
No sería esta la única vez que Chapita conociera la cárcel por dentro, aunque a la larga se convirtió en carcelero y metió al país entero en prisión. En el ínterin desempeñó varios oficios, incluyendo el de jornalero y dependiente de pulpería, pero en lo que siempre sobresalió fue en el oficio de amigo de lo ajeno: falsificador de cheques, ladrón postal, asaltante de bodegas, cuatrero. Chapita nunca le tuvo miedo al trabajo. A cualquier cosa se dedicaba Chapita, a condición de que fuera deshonesta. Alguna vez fue declarado culpable de delitos menores y encarcelado por breves períodos. Nunca por el tiempo que en verdad se merecía.
Por el mismo camino iban sus hermanos, sobre todo Virgilio, Pipí, Aníbal, Petán. Con ellos a veces mantenía Chapita las peores relaciones, rencillas que se prolongarían a través de los años, incluso durante mucho tiempo después de su llegada al poder.
Incluso toda la vida. Otras veces, sin embargo, se asociaban para delinquir y como buenos hermanitos delinquían. En compañía de Petán, cuando las cosas estaban bien entre ellos, arrasaba Chapita las fincas de los alrededores. Luego Petán se vio obligado a asilarse en el Cibao donde su desprestigio nunca disminuyó. Las noticias de sus fechorías y de las veces que entraba y salía de una cárcel llegaban de vez en cuando a su pueblo natal. En este sentido le fue peor que a Chapita, ya que llegó a caer preso hasta por acusaciones de homicidio seguramente fundadas.
Algunas de las hermanas de Chapita no se quedaban atrás y ganaban fama a su manera, como la célebre Nieves Luisa, la impoluta Nieves Luisa de la que habla José Almoina en el segundo capítulo de un despreciable libro de chismes que lleva por título “Una satrapía en el Caribe”. En ese nefasto capítulo, el ex secretario de Chapita denigra concienzudamente a casi todos los miembros de la familia Trujillo Molina, empezando por el fundador, el célebre y celebrado José Trujillo Valdez, alias Pepito, alias Pepe Botella. El texto infamante castiga sin misericordia al fundador de una dinastía que alcanzó en vida los honores máximos. Califica de abigeo, cuatrero, ladrón de ganado al hombre que fue senador de la República y Patricio, símbolo de la honestidad, esposo modelo, al prócer cuyo nombre se le dio a una provincia, canales, puentes, calles y plazas, cuya imagen fue colocada en el salón de sesiones del Congreso Nacional, junto a las de Duarte, Sánchez y Mella. El hombre, en fin, en cuyo homenaje se instituyó en el país el día del padre, el mismo cuyas cenizas reposan o reposaban en la Catedral primada de América, al lado de las de Colón, el que recibió a su muerte homenajes que no se tributan a los emperadores. A éste personaje, a éste prestigioso ganadero lo llama Almoina abigeo, cuatrero, ladrón de ganado.
Para peor, Almoina acusa a Pepito de haber tenido un último hijo fuera del matrimonio, un último aporte a la Patria -sugiere despectivamente- que dejó al cuidado de la República. Se trata o trataba, al parecer, de un tal Nene Trujillo al que define como rechoncho, adiposo, ceceante, hidrocéfalo, un retrasado mental que a los doce años ya era coronel y propietario de una gran finca en Engombe y que vivìa con su avejentada media hermana Nieves Luisa.
Con Aníbal, Virgilio y José Arismendi no es menos generoso el Almoina. Fueron ellos -al decir de Almoina- los primeros que secundaron y emularon al padre en el robo de ganado durante algunos años. Los siguieron los hermanos menores, especialmente Chapita, no sin algunos tropiezos. Tropiezos que -según dice Almoina- les obligaron a comparecer ante los tribunales en ciertas ocasiones, tropiezos o tropezones que hicieron que las comarcas de Bonao y Baní conocieran las hazañas de los Trujillo, a quienes tienen o tenían por unos bandidos.
Aníbal sería, a Juicio de Almoina, un loco de atar con el cerebro fundido, un vulgar esquizofrénico y alcohólicosifilítico. Dice que imitaba a Napoleón, que se vestía con una capa de colorines muy parecida a la de su hermano el sátrapa y formaba a los criados de su finca como a milites y a cada uno les adjudicaba un nombre ilustre. Tan loco estaba que su hermano Chapita tuvo que mandar a suicidarlo.
Otros muchos afirman que se suicidó sin ayuda.
(Siete al anochecer [18])
(Siete al anochecer [18])
Bibliografía
José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator
José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator
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