sábado, 8 de diciembre de 2018

LA MUJER


 

Pedro Conde Sturla
10 de julio de 2009

Cambiar sus esposas viejas por esposas nuevas -como ocurre en la singular “Parábola del trueque” publicada la pasada semana-, es el sueño de muchos hombres. Lo vemos a cada rato en nuestra sociedad. Los hombres cambian a sus mujeres viejas por mujeres nuevas, o por lo menos de segunda mano, aunque en muy buenas condiciones. En el mejor de los casos conservan la esposa vieja como reserva, como especie de pieza de repuesto y montan una sucursal y se hacen de una amante, una querida, a veces de dos y más queridas. El hecho ocurre en todos los estratos, y se manifiesta con peculiar frecuencia en el ámbito de los trepadores políticos en la medida en que escalan posición económica y social, pero también en el seno de la rancia oligarquía y hay ejemplos. Ejemplos bien conocidos que no viene al caso mencionar.
El caso extremo es el de hombres que cambian mujeres viejas por hombres nuevos, y de eso también hay ejemplos en nuestra sociedad. En los países desarrollados sucede a menudo otro fenómeno. Son las mujeres de fama y dinero, generalmente artistas de cine, las que cambian maridos viejos por maridos casi nuevos, algunos sin estrenar.
Muchas veces, como en la “Parábola del trueque” de Arreola, la luna de miel se acaba pronto, la relación basada en lazos de afecto no recíprocos languidece a la carrera. Las mujeres nuevas, mujeres de lujo, mujeres fetiches, mujeres trofeo, comienzan a botar el cobre, a botar el pellejo y sacar las uñas. Detrás del aspecto aparentemente risueño de la parábola se oculta la tragedia, la deslealtad y el abandono de que son víctimas tantas mujeres, y las consecuencias que tiene para todo el núcleo familiar. Esta es sin duda una forma elemental, pero válida, de leer el texto de Arreola. Arreola describe una práctica aberrante que no siempre es objeto de repulsa, el abuso sicológico que entraña el abandono conyugal, casi tan aberrante como el abuso físico que describe magistralmente Juan Bosch en “La mujer”.
La mujer”, como dice Seymour Menton en su célebre antología “El cuento hispanoamericano”, es una de las narraciones más antologadas de la literatura latinoamericana, un cuento perfecto, como diría Borges, si dijera. Perfectamente surrealista desde la primera frase: “La carretera está muerta”. Muerta como el reloj de la pintura de Dalí que se derrite en un paisaje de muerte. El Dalí que mi amigo Harold Priego jura que es mejor que Picasso.
Bosch recupera en el relato paisajes que quizás pertenecen al miserable sur o a la línea noroeste, pero la certidumbre geográfica no es importante. Seymour Menton lo define como una sinfonía audiovisual del trópico y eso lo dice todo. El gran amigo de Bosch, el Pedro Mir que fue su canchanchán, su cofrade y admirador de toda la vida, también escribió, casualmente, un texto que es una sinfonía audiovisual del trópico: “Hay un país en el mundo”.
Una vez en INTEC, hace ya muchos años, se organizó un seminario para analizar el cuento de Bosch, y allí lo pusieron al derecho y al revés. Lo analizaron desde el punto de vista lingüístico, semántico, estructuralista, formalista, midieron las palabras, lo redujeron a fórmulas matemáticas, lo sometieron a la camisa de fuerza de todas las teoría literarias y nadie dio, a mi juicio, con una clave de interpretación razonable.
El cuento deslumbra literalmente desde el principio, y al final sorprende por la reacción ilógica de la mujer, el desenlace inesperado. Sorprende sobre todos a los que no están familiarizados con la cultura de la violencia contra la mujer. La mujer interioriza esa cultura, la asimila, se la pone mentalmente como una burka y reacciona en consecuencia. Bosch recrea en esencia el viejo refrán que dice que en pleitos de marido y mujer nadie se meta.


LA MUJER
Juan Bosch



La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.
Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.
La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.
A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.
También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.
La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.
La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.
A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un auto".
Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.
Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.
El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.
-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonsá!
-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar.
-¿Que no? ¡Ahora verás!
Y volvía a golpearla.
El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.          Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.
Le dijo después que se marchara con su hijo:
-¡Te mataré si vuelves a esta casa!
La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.
Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio.
-¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!
Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.
Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.
El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.
La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.
La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.
Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.
La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.
La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.



pcs, viernes, 10 de julio de 2009











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