Pedro
Conde Sturla
Edmundo
de Amicis escribió en 1886 un libro titulado “Corazón: Diario de un niño”, un
libro que no pasó desapercibido, un fenómeno editorial que en poco tiempo se
convirtió en uno de los más editados, más famosos, más leídos de Italia, se
tradujo a numerosas lenguas y ganó prestigio mundial.
“Corazón”
es un libro ejemplar, concebido para educar, inculcar en los jóvenes recios
valores de moral y cívica, respeto por la autoridad, la jerarquía social, el
orden constituido, y, sobre todo, plena disposición a ofrendar en cualquier
momento la vida por la patria.
El pequeño vigía lombardo |
Eran
tiempos extraordinarios, el romanticismo literario glorificaba la sagrada
virtud del heroísmo y justifica un poco el tono patrióticamente exaltado del
libro. Pero la verdad es que el “Corazón” de Edmundo de Amicis es bastante
duro, un hueso duro de roer.
Recuerdo
que hizo llorar a muchos de mis compañeros de escuela, a otros simplemente nos
amargó la vida y siempre le he tenido rencor. Me molesta precisamente el
mensaje patriotero, amén de lacrimoso.
“Es
un libro pensado para conmover, con fuertes imágenes de sacrificio (sobre todo
en los relatos mensuales) y en donde se destacan los valores familiares,
humanos y espirituales, y el patriotismo.”
De
hecho es un libro perverso, un libro cuyo protagonista representa para Humberto
Eco “a la Italia mediocre y conformista destinada a desembocar en el fascismo”.
Como
botón de muestra he seleccionado uno de los “relatos mensuales” de la
obra, uno verdaderamente ejemplar en más de un sentido:
EL PEQUEÑO VIGÍA
LOMBARDO
Edmundo
de Amicis
En
1859, durante la guerra por el rescate de Lombardía, pocos días después de las
batallas de Solferino y San Martino, donde los franceses y los italianos
triunfaron sobre los austriacos, en una hermosa mañana del mes de junio, una
sección de caballería de Saluzo iba a paso lento, por una estrecha senda
solitaria, hacia el enemigo, explorando el campo atentamente. Mandaban la
sección un oficial y un sargento, y todos miraban a lo lejos delante de sí, con
los ojos fijos, silenciosos, preparándose para ver blanquear a cada momento,
entre los árboles, las divisiones de las avanzadas enemigas.
Llegaron
así a cierta casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había
un muchacho como de doce años, que descortezaba una gruesa rama con un cuchillo
para proporcionarse un bastón. En una de las ventanas de la casa tremolaba al
viento la bandera tricolor; dentro no había nadie: los aldeanos, izada su
bandera, habían escapado por miedo a los austriacos. Apenas divisó la
caballería, el muchacho tiró el bastón y se quitó la gorra. Era un hermoso
niño, de aire descarado, con ojos grandes y azules, los cabellos rubios y
largos; estaba en mangas de camisa y enseñaba el pecho desnudo.
-¿Qué
haces aquí? -le preguntó el oficial parando el caballo-. ¿Por qué no has huido
con tu familia?
-Yo
no tengo familia -respondió el muchacho-. Soy expósito. Trabajo al servicio de
todos. Me he quedado aquí para ver la guerra.
-¿Has
visto pasar a los austriacos?
-No,
desde hace tres días.
El
oficial se quedó un poco pensativo, después se apeó del caballo, y dejando a
los soldados allí vueltos hacia el enemigo, entró en la casa y subió hasta el
tejado: no se veía más que un pedazo de campo. “Es menester subir sobre los
árboles”, pensó el oficial; y bajó. Precisamente delante de la era se alzaba un
fresno altísimo y flexible, cuya cumbre casi se mecía en las nubes. El oficial
estuvo por momentos indeciso, mirando primero el árbol y luego a los soldados;
de pronto preguntó al muchacho:
-¿Tienes
buena vista, chico?
-¿Yo?
-respondió el muchacho-. Yo veo un gorrioncillo aunque esté a dos leguas.
-¿Sabrías
tú subir a la cima de aquel árbol?
-¿A
la cima de aquel árbol, yo? En medio minuto me subo.
-¿Y
sabrás decirme lo que veas desde allí arriba, si son soldados austriacos, nubes
de polvo, fusiles que relucen, caballos…?
-Seguro
que sabré.
-¿Qué
quieres por prestarme este
servicio?
-¿Qué
quiero? -dijo el muchacho sonriendo-. Nada. ¡Vaya una cosa! Y después… si fuera
por los alemanes, entonces por ningún precio: ¡pero por los nuestros!… Si yo soy
lombardo.
-Bien;
súbete, pues.
-Espere
que me quite los zapatos.
Se
quitó el calzado, se apretó el
cinturón,
echó al suelo la gorra y se
abrazó
al tronco del fresno.
-Pero,
mira… -exclamó el oficial, intentando detenerlo como sobrecogido por un repentino
temor.
El
muchacho se volvió a mirarlo con sus hermosos ojos azules, en actitud
interrogante.
-Nada
-dijo el oficial-; sube.
El
muchacho se encaramó como un gato.
-¡Miren
adelante! -gritó el oficial a los soldados.
En
pocos momentos el muchacho estuvo en la copa del árbol, abrazado al tronco, con
las piernas entre las hojas pero con el pecho descubierto, y su rubia cabeza,
que resplandecía con el sol, parecía oro. El oficial apenas lo veía: tan
pequeño resultaba allí arriba.
-Mira
hacia el frente, y muy lejos -gritó el oficial.
El
chico, para ver mejor, sacó la mano derecha, que apoyaba en el árbol, y se la
puso sobre los ojos a manera de pantalla.
-¿Qué
ves? -preguntó el oficial.
El
muchacho inclinó la cara hacia
él,
y, haciendo portavoz con su mano,
respondió:
-Dos
hombres a caballo en lo blanco del camino.
-¿A
qué distancia de aquí?
-Media
legua.
-¿Se
mueven?
-Están
parados.
-¿Qué
otra cosa ves? -preguntó el oficial después de un instante de silencio-. Mira a
la derecha.
El
chico dijo:
-Cerca
del cementerio, entre los
árboles,
hay algo que brilla; parecen
bayonetas.
-¿Ves
gente?
-No;
estarán escondidos entre los sembrados.
En
aquel momento, un silbido de bala agudísimo se sintió por el aire y fue a
perderse lejos, detrás de la casa.
-¡Bájate,
muchacho! -gritó el oficial-. Te han visto. No quiero saber más. Vente abajo.
-Yo
no tengo miedo -respondió el chico.
-¡Baja!…
-repitió el oficial-. ¿Qué más ves a la izquierda?
-¿A
la izquierda?
El
muchacho volvió la cabeza a la izquierda. En aquel momento otro silbido más
agudo y más bajo hendió los aires. El muchacho se ocultó todo lo que pudo.
-¡Vamos
-exclamó-, la han tomado conmigo!-. La bala le había pasado muy cerca.
-¡Abajo!
-gritó el oficial con energía, furioso.
-En
seguida bajo -respondió el chico-, pero el árbol me resguarda; no tenga usted
cuidado. ¿A la izquierda quiere usted saber?
-A
la izquierda -dijo el oficial-, pero baja.
-A
la izquierda -gritó el niño, dirigiendo el cuerpo hacia aquella parte-, donde
hay una capilla, me parece ver…
Un
tercer silbido pasó por lo alto, y en seguida se vio al muchacho venir abajo,
deteniéndose en un punto en el tronco y en las ramas, y precipitándose después
de cabeza con los brazos abiertos.
-¡Maldición!
-gritó el oficial, acudiendo.
El
chico cayó a tierra de espaldas, y quedó tendido con los brazos abiertos, boca
arriba: un arroyo de sangre le salió del pecho, a la izquierda. El sargento y
dos soldados se apearon de sus caballos: el oficial se agachó y le separó la
camisa; la bala le había entrado en el pulmón izquierdo.
-¡Está
muerto! -exclamó el oficial.
-¡No,
vive! -replicó el sargento.
-¡Ah,
pobre niño, valiente muchacho! -gritó el oficial-. ¡Ánimo, ánimo!
Pero
mientras decía “ánimo” y le oprimía el pañuelo sobre la herida, el muchacho
movió los ojos e inclinó la cabeza: había muerto. El oficial palideció y lo
miró fijo un minuto; después le arregló la cabeza sobre la hierba, se levantó y
estuvo otro instante mirándolo. También el sargento y los dos soldados,
inmóviles, lo miraban; los demás estaban vueltos hacia el enemigo.
-¡Pobre
muchacho! -repitió tristemente el oficial-. ¡Pobre y valiente niño!
Luego
se acercó a la casa, quitó de la ventana la bandera tricolor y la extendió como
paño fúnebre sobre el pobre niño muerto, dejándole la cara descubierta. El
sargento colocó a su lado los zapatos, la gorra, el bastón y el cuchillo.
Permanecieron
aún un rato silenciosos; después, el oficial se volvió hacia el sargento y le
dijo:
-Mandaremos
que lo recoja la ambulancia: ha muerto como soldado, y como soldado debemos
enterrarlo.
Dicho
esto, dio al muerto un beso en la frente y gritó:
-¡A
caballo!
Todos
se aseguraron en las sillas, reuniéndose la sección, y volvió a emprender su
marcha.
Pocas
horas después, el niño muerto tuvo los honores de guerra.
Al
ponerse el sol, toda la línea de las avanzadas italianas se dirigió hacia el
enemigo, y por el mismo camino que había recorrido por la mañana la sección de
caballería, avanzaba en dos filas un bravo batallón de cazadores, que pocos
días antes había regado valerosamente con su sangre el collado de San Martino.
La
noticia de la muerte del muchacho había corrido ya entre los soldados antes de
que dejaran sus campamentos. El camino, flanqueado por un arroyuelo, pasaba a
pocos pasos de distancia de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón
vieron el pequeño cadáver tendido al pie del fresno y cubierto con la bandera
tricolor, lo saludaron con sus sables, y uno de ellos se inclinó sobre la
orilla del arroyo, que estaba muy florida, arrancó las flores, y se las echó.
Entonces todos los cazadores, conforme iban pasando, cortaban flores y las
arrojaban sobre el muerto. En pocos momentos, el muchacho se vio cubierto de
flores, y todos los soldados le dirigían sus saludos al pasar: ¡Bravo, pequeño
lombardo! ¡Adiós, niño! ¡Adiós, rubio! ¡Viva! ¡Bendito seas! ¡Adiós!
Un
oficial le puso su cruz roja, otro lo besó en la frente, y las flores
continuaban lloviendo sobre sus desnudos pies, sobre el pecho ensangrentado,
sobre la rubia cabeza. Y él parecía dormido en la hierba, envuelto en la
bandera, con el rostro pálido y casi sonriendo, como si oyese aquellos saludos
y estuviese contento de haber dado la vida por su patria.
(2)
(2)
Edmundo
de Amicis fue hombre de armas y hombre de letras, hombre de pluma y espada. Su
acentuada vocación militar corría pareja con sus inquietudes literarias y
políticas. Como militar de carrera participó en las guerras que culminaron en
1871 con la total unificación de Italia, el glorioso Risorgimento italiano. Fue
escritor de libros de viajes, novelas, artículos de opinión para el periódico
del Partido Socialista, del cual era miembro, fue escritor moralista de mucho
éxito, nominado al premio Nobel, admirado por Charles de Gaulle. Posiblemente
un verdadero patriota.
“Corazón”,
el libro que le dio fama, escrito en 1886, compendia en forma de diario sus
ideales éticos, pedagógicos, los lineamientos de todo lo necesario para la
formación de un buen niño o más bien un niño perfecto, dotado de las mejores
virtudes: bondad, gratitud, nobleza, amor, compasión, compañerismo, caridad,
respeto, obediencia, laboriosidad, vocación de servicio, sumisión a la
autoridad, patriotismo, vocación de sacrificio… Alguien dispuesto, en cualquier
momento, a morir en guerra por la palabra patria.
“Este
libro es la compilación de historias patrióticas y heroicas de niños de entre
10 y 14 años”.
“Es
un libro pensado para conmover, con fuertes imágenes de sacrificio (sobre todo
en los relatos mensuales) y en donde se destacan los valores familiares,
humanos y espirituales, y el patriotismo”.
En
este manual del buen niño o del niño perfecto no se enseña a pensar, a dudar, a
formar seres dotados de conciencia crítica, capaces de cuestionar, poner en
duda conocimientos, valores establecidos e intereses creados. El sistema,
cualquier sistema, prefiere producir en serie seres robóticos.
“Corazón”
es el diario de un niño italiano, llamado Enrique, que describe sus vivencias
como estudiante de una escuela pública en Turín. Sus padres son bondadosamente
sicorrígidos y lo acosan continuamente con pesadas lecciones de moral y cívica,
le escriben notas y cartas en las que le inculcan un profundo sentimiento de
culpa y de pecado.
Nadie
lleva uniforme en la escuela y las diferencias de clase se evidencian en la
vestimenta y en la educación, naturalmente. De acuerdo a su condición social
los estudiantes son tratados de tú o de usted y en general los alumnos pobres
son más malos que los pudientes, especialmente Franti, que es el peor de todos.
Una de las mejores y más reveladoras páginas del diario es precisamente aquella
en la que Enrique pasa revista a sus compañeros de curso:
MIS
COMPAÑEROS
Martes,
25
Edmundo D'Amicis
El
muchacho que envió el sello al calabrés es, de todos, el que más me agrada. Se
llama Garrone, y es el mayor de la clase, tiene cerca de catorce años, es
bueno, se nota sobre todo cuando sonríe, y parece que piensa siempre como un
hombre.
Ahora
ya conozco a muchos de mis compañeros. Otro me gusta también; se apellida
Coretti y usa un chaleco de punto color de chocolate y gorra de piel. Siempre
está contento. Es hijo de un empleado de ferrocarril que fue soldado durante la
guerra de 1866, en la división del príncipe Humberto, y que dicen que tiene
tres cruces.
El
pequeño Nelli es un pobre jorobadito, gracioso, de rostro delgado y
descolorido.
Hay
uno muy bien vestido que se está siempre quitando las motas de la ropa, y se
llama Votini.
En
el banco que está delante del mío, hay otro muchacho a quien llaman el “albañilito”,
porque su padre es albañil; su cara es redonda como una manzana, y su nariz es
roma. Tiene una gran habilidad para poner hocico de liebre; todos le piden que
lo haga, y se ríen; lleva un sombrerillo viejo, que enrolla y guarda en el
bolsillo como un pañuelo.
Al
lado del “albañilito” está Garoffi, un tipo alto y grueso, con la nariz de pico
de loro y los ojos muy pequeños, que anda siempre vendiendo plumas, estampas y
cajas de fósforos, y anota la lección en las uñas para leerla a hurtadillas.
Hay
luego un señorito, Carlos Nobis, que parece algo presumido y se halla entre dos
muchachos que me son simpáticos: el hijo de un forjador de hierro, enfundado en
una chaqueta que le llega hasta las rodillas, con palidez de enfermo y que
parece siempre asustado; no se ríe jamás; y otro pelirrojo que tiene un brazo
inmóvil y lo lleva pegado al cuerpo; su padre está en América y su madre vende
hortalizas.
Es
también un tipo curioso mi compañero de la izquierda, Stardi. Éste, pequeño y
tosco, sin cuello, gruñón, no habla con nadie, y creo que entiende poco; pero
no aparta los ojos del maestro, a quien mira sin pestañear, con el entrecejo
fruncido y los dientes apretados; si le preguntan algo cuando el maestro habla,
la primera y la segunda vez no responde, y a la tercera da un cachete. Tiene a
su lado a uno de cara adusta y sucia, que se llama Franti, y que fue expulsado
ya de otra escuela.
Hay
también dos hermanos, con vestidos iguales, que parecen gemelos y que llevan
sombreros calabreses con plumas de faisán.
El
mejor alumno (“el más bello de todos” dice en el texto original, pcs), el que
tiene más talento y el que también será este año el primero, con seguridad, es
Derossi; y el maestro, que ya lo ha comprendido así, le pregunta siempre. Yo,
sin embargo, quiero más a Precossi, el hijo del herrero, el de la chaqueta
larga, que parece enfermo. Dicen que su padre le pega. Es muy tímido, y cada
vez que pregunta o toca a alguien, dice: “Dispense”. Mira siempre con ojos
tristes y bondadosos. Pero Garrone es el más grande y el mejor de todos.
Nota:
“El llamado Franti fue objeto, en los años sesenta, de una clamorosa
rehabilitación por parte de Umberto Eco en un escrito de su “Diario mínimo”
titulado “Elogio de Franti”. Este elogio representaba no sólo la rehabilitación
de un personaje literario, sino también la urticante, irónica y sacrílega
interpretación en conjunto del famoso libro”.
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