viernes, 13 de octubre de 2017

La sangre


La sangre (una vida bajo la tiranía) 
Pedro Conde Sturla

L  



Desde un punto de vista histórico y social, una de las más jugosas y truculentas novelas de la literatura dominicana es “La sangre” de Tulio M. Cestero (1887-1955), que publicara en 1914 cOn el subtítulo “Una vida bajo la tiranía”. Su interesente bibliografía incluye, además, “Impresiones de viaje: Ciudad Romántica” (1911), “Hombres y Pkiedras” (1915) y “César Borgia” (1935).
La celebre novela “La sangre”, comparte con el “Enriquillo” de Galván la gloria de contarse entre las obras capitales del parnaso criollo y de la república de las letras americanas en el ámbito del romanticismo y el modernismo, no sólo por la excelencia de su estilo y realización, sino por su condición y carácter de fundadora de ideología en la acepción marxista del término (falso concepto de la realidad, conjunto de ideas, creencias, imágenes, representaciones, sublimaciones que proporcionan una visión ficticia del mundo y del modo en que se desenvuelve la vida social de los seres humanos). No en balde Manuel Arturo Peña Batlle –numen prolífico del trujillismo- creía “firmemente que ‘La sangre’ era la mejor novela dominicana”. Opinión parecida, aunque por razones diferentes, sostenían Pedro y Max Henríquez Ureña.
En sus líneas generales, “La sangre” es la historia del revolucionario Antonio Portocarrero y un poco también la historia de la “ciudad romántica” de Santo Domingo, la ciudad colonial, desde el primer gobierno de Lilís (1882) hasta la Convención Dominico-Americana (1907). Más que una vida bajo la tiranía, como se subtitula la obra, es una verdadera novela de las revoluciones. Y más que eso, todo un ensayo de interpretación de la historia dominicana en términos de sociología y  sicología social. Desde este punto de vista, “La sangre” es lo que suele llamarse una novela histórica y también una apasionada tesis política.
La narración, hasta el capítulo XII ofrece una visión retrospectiva de los acontecimientos, en flash back, utilizando un procedimiento que sería típico de los más renombrados realizadores cinematográficos, como el Orson Welles de “Ciudadano Kane”.
El año de inicio de la novela  es 1899 y faltan horas para que se produzca el ajusticiamiento del tirano Lilís (Ulises Hilarión Heureaux Lebert) a manos de Mon Cáceres y Jacobito de Lara en el poblado de Moca.
Desde su celda en la Torre del Homenaje de la Fortaleza Ozama, donde ha ido a parar por decimaquinta vez durante la tiranía, Antonio Portocarrero rememora y reevalúa diversas etapas de su existencia. La infancia inolvidable en el “riente valle nativo” de Peravia, concita sus mejores recuerdos. Allí fue dichoso “jugando a los matrimonios” con la hija de la vecina, haciendo travesuras: acechando a las lavanderas en los ríos, librando batallas a guayabazos, echando carreras en burros, dejándose llevar a misa por “las alegres campanas de la iglesia”, persiguiendo a las Mariposas de San Fernando, que en una época inundaban el país y ya no existen más que en un nostálgico poema de Federico Jovine Bermúdez. 
Y fue dichoso a pesar del casi diario “castigo” de asistir a la escuela: 
“Dichosa edad! Cumplidos los ocho años, sufrió los primeros cambios desagradables en su vida. Terciada al busto la saqueta de tela con el libro primero de Mantilla, pizarra, cuaderno de escritura, tintero, pluma y clarión, tomó el camino de la escuela de varones.”
Los recuerdos de esa infancia los recrea el autor en páginas que son como una pintura de las costumbres pueblerinas, incluida la fiesta de la virgen y tradición del Peroleño. Un cuadro digno de ser reproducido en su integridad:
“¡Y qué misa, la del día de la Virgen! La iglesia de bote en bote. En la tarde, la imagen de Nuestra Señora de Regla recorrió en procesión las calles principales, barridas, desherbadas ex profeso y cubiertas de pétalos multicolores. Seis doncellas cargaban las andas florecidas. La Virgen, con su joyante túnica blanca bordada de oro, manto azul y corona de pedrería, entre cálices, turíbulos, diosa de aquella Arcadia, ponía en cada pecho el contento de vivir o la promesa de un milagro. Teorías paralelas de muchachas tocadas de albos velos, con cirios encendidos hechos de la cera más fina de las colmenas, precedían: una de ellas, la chiquilla, su ex-novia, que, grave, casta, ni le miró. ¡Quién hace cuenta de cosas de niños! Los bailes, rumbosos Como jamás, y hasta le pareció a él que ni las feas comieron pavo, y las notas de las danzas sugerían más elocuentes las declaraciones de amor a los ladinos capitaleños. ¿Y las corridas de anillos y macutos, y las cenas? No, si todo fue magnífico, hecho adrede, para que él no lo olvidara. ¿ Y el Peroleño?... 
“Érase el Peroleño, legítimo descendiente del ilustre señor don Pedro Leño, perniquebrado, pequeño y redondo, el lampiño rostro malicioso, en los labios finos y rojos, sonrisa despreciativa. La nariz remangada; negro el mostacho; la cabeza de escaso pelo lacio, plantada en un cuello arrecho, se iluminaba con la lumbre de los saltones ojos azules y picarescos, hasta la desfachatez. El pecho abultado y los hombros anchos desafían los golpes del contrario. 
Colocado en su trono, de modo que se moviera al menor contacto, lucía espada, cruces y medallas; cimera empenachada y adarga embrazada en la diestra. En la izquierda sostenía una calabaza o vasija llena de agua de tuna. Los jinetes contrarios, a escape, le pegaban con la siniestra, y el muñeco a su vez, aplicábales un lamparón bermejo. La victoria era de quien salía ileso del encuentro, y para él, la ofrenda de un lazo con ancha moña rizada que antes se ostentó en corpiño femenil, o palma que, las más de las veces, correspondió al triunfante Peroleño. 
Toñico sentía cominillo, irresistibles ganas de correr; se le antojaba fácil el éxito: alcanzar el lazo de la ex-novia, ser admirado y aplaudido. Y tal empeño puso, que alguien complaciente le prestó caballo, por una carrera nada más, e hipándose sobre los estribos, pasó, alcanzando al muñeco con tan leve pasa-gonzalo, que apenas si unas gotas señalaron su primera derrota. 
“¿Y el testamento del Peroleño ....? ¡De rechupete! El noveno día, caballero en un borrico, seguido de ruidosa cabalgata de damas y galanes, paseó el pueblo. En las esquinas fue leído el testamento, en verso, con sal y pimienta, satirizando a las autoridades y notables. Al maestro también le tocó su chinita; y cómo la rieron los alumnos, exclamando: ‘¡ya nos las pagó todas juntas!”. 
A los catorce años, por mediación de un tío que residía en la Capital, ingresa “como interno en el colegio San Luis Gonzaga”, bajo la dirección del inefable, retorcido y sexualmente ambiguo y depredador y pedófilo padre Billini. “Ay, Dios mío”, escribe al respecto más o menos el marido de Salomé Ureña, Francisco Henríquez y Carvajal en copiosa correspondencia con su esposa publicada en varios tomos: “el pervertido bajo la sotana del santo”.
El ingreso al San Luis Gonzaba, ya casi en ruinas, situado en la calle que hoy se llama padre Billini, al lado de la iglesia Regina Angelorum (donde hoy existe el Colegio de Señoritas Salomé Ureña) traumatiza temporalmente al provinciano que llega, como otros, “con su catre de tijeras”. Después vendrá el verdadero período de adaptación a la vida.

pcs, jueves 12 de julio de 2012
-o-
De temperamento nervioso y volitivo, sensible fantasioso, idealista en grado superlativo, Antonio Portocarrero madura atropelladamente entre vicisitudes, altibajos, reveses de la fortuna en su mayoría, y vive alternativamente períodos regulares de libertad y reclusión. Devora libros a granel, realiza lecturas desordenadas y quijotescas. Uno de sus escritores favoritos es Víctor Hugo, lee a Castelar y a Zola, estudia historia, economía, y es ferviente admirador de José Mármol por su oposición al tirano Rosas de Argentina.
A finales de los años ochenta escribe y publica en “El Eco de la Opinión” su primer artículo de crítica contra el gobierno de Lilis, se gradúa al poco tiempo de “caballero de la ciencia” con título de bachiller, e ingresa “en el profesorado, sin vocación, como medio de vida”, y se dedica intensamente a la política. Ese primer artículo y su dedicación a la política lo llevan a conocer tempranamente la cárcel y a convertirse en huésped habitual de la Torre del homenaje.
Entre uno y otro periodo de libertad se enamora de una muchacha poco agraciada con la cual se casa, pese a la oposición de toda la familia que no ve con simpatía su condición de agitador revolucionario (al que eventualmente habrá que alojar y mantener), y de la unión nace, para colmo, un niño anormal.
El ajusticiamiento  de Lilís en 1899 lo sorprende en la cárcel y al poco tiempo sale en libertad con la esperanza de que las cosas cambiarián y de que con la desaparición física de Lilís,  desapareceriá también el lilisismo.
En el fondo, y aunque sólo se lo confiese tímidamente a sí mismo, espera una recompensa a la medida de sus sacrificios, pero nuevas amarguras y desilusiones lo esperan al doblar de la esquina. A pesar de su prestigio, Antonio es un intransigente que no cabe en ningún gobierno. Su trayectoria vertical, el compromiso que ha contraído con su propio pasado, le impide amoldarse a la nueva situación que, en esencia, no es más que una prolongación del régimen anterior. La corrupción campea por sus fueros y la anarquía se adueña del país, gobiernos de baja y trepa se suceden sin interrupción en base en base a elecciones y golpes de estado. Numerosos personeros lilisistas son llamados a ocupar cargos de importancia en la administración pública, mientras que a él se le mantiene prudentemente aislado.
Despechado y rabioso, Antonio vuelve a la oposición, vuelve a la carga y publica en “El Listín Diario” artículos que son palma de fuego contra el gobierno, contra todos los gobiernos de turno.
Más adelante funda “La Libertad”, su propio periódico, desde cuyas páginas arremete con más ardor que nunca contra los desmanes del poder. Su prestigio es enorme. Se ha convertido en una personalidad, y se granjea simpatías y antipatías a granel odiado o respetado, según el caso. 
La oposición se aglutina en torno a Portocarrero y su diario, hasta que deja de ser oposición y le da la espalda. Entre sueños,  ideales y aspiraciones que la realidad contrasta, el periódico se hunde por falta de fondos y la situación en su familia se deteriora irremediablemente.
La carrera de revolucionario del protagonista se reduce a una cadena de fracasos provocados –como sugiere la trama- por su propia idiotez y su falta de sentido práctico, su exceso de idealismo. Al cabo de años de vicisitudes, Portocarrero toma una especie de conciencia acerca de sí mismo y del país, y termina derrotado de un modo abyecto. No es un simple fracasado, sino un perfecto fracasado. Fracasa, en efecto, no sólo en política, sino también en sus aspiraciones, fracasa como persona, fracasa como esposo, fracasa en la paternidad al nacerle un hijo anormal, fracasa como tenorio, fracasa patéticamente como guerrillero, fracasa como conspirador, fracasa como editor, como intelectual incluso como trepador social. Es un antihéroe, o mejor, un héroe ridículo. Cestero lo define como un Quijote, un admirador de Dulcinea. Implícitamente hace mofa de la vocación quijotesca de su personaje. A pesar de la pureza de sus ideales originales, nada hay en él digno de admiración sino de escarnio, o de pena si acaso. De alguna manera es un imbécil que se lanza contra los molinos de viento de la historia, un cretino, un exaltado. En síntesis, un prototipo de revolucionario indeseable. Hay que notar, de paso, que de alguna manera Portocarrero es también prototipo del intelectual hostosiano positivista, creyente en las posibilidades del progreso nacional independientemente de proteccionismos y tutelas foráneas.
El modo en que Cestero construye su personaje es casi tan impresionante como el modo en que lo destruye, con una especie de candor que parecería casual si no fuera intencional y maligno. Lo destruye con inteligencia, con fina sutileza, insinuándose en sus pensamientos, royéndolo por dentro. Portocarrero, en efecto, vigoroso al principio de la novela, se deshace poco a poco en las manos del lector. Lo que queda es una entelequia. El personaje Portocarrero representa, pues, desde este punto de vista, la más corrosiva, denigrante y cruel caricatura de un idealista revolucionario.
En cambio su amigo Arturo –alter ego del autor de la novela-, sin ser tan puro ni intransigente, es un personaje socialmente útil y representa un modelo a seguir. No es un parásito revolucionario como Portocarrero. Es un hombre, un político realista que lamenta la firma de la Convención Dominico-Americana que puso las aduanas del país en manos del imperio norteamericano, pero al mismo tiempo entiende que hay que aplicar “la lección de los hechos consumados”: el destino del pueblo dominicano “es ser absorbido por el yanqui”. La Convención -razona Arturo, y con él Cestero- “mortifica a nuestro patriotismo, pero no amenaza la independencia: el mal no está en ella sino en nosotros mismos. Por otra parte, nos pone en contacto con un gran nación, de cuyas instituciones y costumbres civiles tenemos que aprovecharnos”. La Convención –añade Arturo- no es “obra del gobierno…es el fruto del desacierto de tres generaciones…”. La clave del desarrollo parece estar, a juicio de Arturo, en el baile del tow steps y en el juego de la pelota, el base ball. Los soñadores, en definitiva, han hundido al país. La salvación de la patria, el progreso de la patria, corren parejos con la tutela norteamericana.
El país, al parecer, nunca había sido un juguete de las grandes potencias. España y Francia no impusieron dictadores y dictaduras, no lo saquearon a su antojo con la colaboración, desde luego, de los estamentos más retrógrados y antinacionales, no se lo repartieron como piñata, Francia no convirtió el oeste de la isla en un feroz régimen de plantación esclavista, no fue un factor determinante en la división definitiva de la isla en dos países, que ha sido el más trágico acontecimiento de la historia nacional, no ha gravitado pesadamente su herencia colonial en el infausto destino del pueblo  dominicano y haitiano.
No convirtió el imperio a ambos países en enclaves azucareros al cabo de una brutal ocupación, no impuso, para custodiar sus intereses, a dictadores vesánicos durante casi todo el siglo XX. 
No y no, la culpa es de los idealistas que han soñado y luchado y han muerto por un país mejor. La burda ideología de Cestero, entendida como dije en sentido marxista como falso concepto de la realidad queda al desnudo. Príncipes y reyes en otra época, eran príncipes y reyes por voluntad divina, y el Papa por igual sigue siendo vicario de Cristo, !representante de Cristo en la tierra el mero jefe de la iglesia apostólica, pedófila y romana! Ejercicio y exhibicionismo de la más pura ideología en “la más sutil de las canchas”, como decía Roque Dalton.


pcs, miércoles 18 de julio de 2012

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